Había pacientes que se
eternizaban en el hospital; el caso más memorable fue el de “Cachito” y se los
quiero platicar.
El ‘Cachito’ era un joven soldado quien,
teniendo diecinueve años de edad, hacía guardia nocturna caminando por los
enormes espacios abiertos del campo militar número uno en esta ciudad cuando
fue alcanzado por una bala perdida que le seccionó la médula espinal por arriba
de la cintura. Quedó paralítico de la piernas y esfínteres en una época en que
campeaba una de tantas modas quirúrgicas (también en la cirugía hay modas ¡¡a
huevo!!) que consistía en quitarle los miembros inferiores a este tipo de
pacientes. Lo diré elegantemente: se les practicaba ‘desarticulación bilateral
de cadera como terapia rehabilitatoria de paraplejia crural’ …y ahora lo diré
crudamente: ‘se les arrancaban las patitas como a cualquier insecto para que no
las anduvieran arrastrando’.
Eso le pasó al Cachito. Así le tocó el
abarrote; una bala perdida en la cintura y una moda quirúrgica de la cual fue
un protagonista más.
La rehabilitación de un parapléjico crural
estaba bien para países como los Estados Unidos de Norteamérica. No para México
y menos para un soldado de una institución que gozaba del presupuesto más
exiguo del país, junto con la Secretaría de Educación Pública.
¿Que hacían falta prótesis carísimas y
adiestramiento prolongado? ...¡no hombre! ...¡no! ...bastaba con una tabla con
ruedas y un cacho de madera en cada mano para que se fuera desplazando a golpes
de puño por las calles; vendiendo lotería.
Así se veían esos seres desventurados en
el México de mi juventud circulando por las calles del centro de la ciudad
ganándose la vida anunciando sus billetes: ¡el esperado en siete! ¡compre su
cachito! y …hasta …¡cómo no! ...¡dejaran de ser mis paisanos!, (chilangos por
nacimiento o chilangos por adopción) …riendo dulcemente entre sus clientes y
amistades.
Pareciera que la gente siempre es igual
físicamente en nuestro país y que sólo cambian sus ropas, sus costumbres, sus
pertenencias, pero hay fisonomías que ya no se ven.
Nadie verá ya en México a un cacarizo por
viruela, ni a nadie chueco por secuelas de polio, ni jorobado por tuberculosis ósea
de la columna, ni a nadie desarticulado de ambas caderas vendiendo lotería.
El Cachito no salía del hospital. Llevaba
meses y meses internado con su sonda en la vejiga y sus lavados intestinales
periódicos; montado en uno de tantos carros camilla en el que muy enhiesto y
sonriente era llevado y traído por los pasillos entre sus múltiples conocidos y
amigos, siendo su lugar favorito y en el que se pasaba la mayor parte del día en
‘el casino’ (que no era más que una medio cafetería medio fonda, pero que todos
la conocíamos como ‘el casino’ y era sitio muy predilecto de reunión entre médicos,
pacientes y familiares. El concesionario ‘del casino’ era todo un personaje que
se empeñaba en aliviar sus dolores gotosos tratando de darse de balazos en las
rodillas y del que si hay oportunidad hablaré más adelante).
Cuando rolé por Cirugía General, feudo del
Cachito, lo suscribí de inmediato a un curso de dibujo publicitario que se
anunciaba en las pocas revistas de muñequitos que había en aquel entonces (no
existían más que las siguientes para quienes tengan ganas de saberlo: Archie,
Memin Pinguín, El pato Donald, Fantomas y Lágrimas y Risas) con la advertencia
de que si en los últimos días del mes no lo veía estudiando lo daría de alta
para ser trasladado a ese triste lugar destinado a los crónicos como él
(incluyendo los psiquiátricos): a Tepexpan.
No quiso estudiar. Le valió madre …y lo
mandé a Tepexpan, pero …¿que creen que hizo? pues manipuló y se infectó la
sonda vesical para provocarse un cuadro urinario agudo y a las pocas semanas ya
estaba presidiendo sus tertulias en ‘el casino’; ocupando una cama ya ingresado
nueva y felizmente en la sala de Cirugía General.
Bueno bat@s furriel@s de mi rodada, ya
terminé con los hospitales regionales, el banco de sangre, la consulta externa
y patología. Ya es hora de empezar lo que tenía en mente al comenzar a escribir
este libro.
No me cabe ya duda de lo acertadas que son
las palabras que aparecen como bandera de inicio en el blog “Coyoacán Jane” de
mi hija Anaí (quien quiera leerla mientras empiezan a publicarse sus novelas a
partir de Enero del 2010 sólo tiene que pedir: “Coyoacán Jane” en Google y le
aparecerá el mundo escrito, mágico y maravilloso de esta hija mía,
indescriptible escritora y jefa de escritores del Canal Once de Televisión).
Esas palabras, formando frases que fueron seleccionadas por Anaí López, las
vengo comprobando fielmente conmigo mismo, su padre y alumno, y hablaré de
ellas.
La primera frase es de Marguerite
Yourcenar, ya mencionada por mí en al menos dos ocasiones pues mucho la admiro.
Fue la primera mujer en pertenecer a la Academia Real Francesa y es la autora
del libro que más me ha inspirado en la redacción de los míos: “Memorias de
Adriano”.
Repetiré la frase por segunda y espero que
última vez en mi libro: “No escribo lo que pienso sino que escribo para saber
lo que pienso”.
La otra frase luminosa es de Isak Dinesen.
Gran escritora de la que, en parte de su biografía se basó la hermosa película
de Meryl Streep y Robert Redford: “Africa Mía”.
Ella dice: “En el arte no hay misterios.
Describe lo que puedes ver y por sí solo aparecerá lo que te estaba vedado”.
¿Será muy difícil escribir un cuento, un
ensayo, una novela basada en la vida del Cachito? ¿O de la enfermera jefa de
ginecología? ¿O de alguno de los donador@s de sangre? ¿O de mi amigo el joven
autopsiado en el Se. Me. Fo. quién había estudiado criminalística y prometido
comprarle casa a su madre con el fruto de su trabajo?
----Ya verás mamacita, no te apures …yo
te voy a comprar tu casa con el dinero de mi trabajo.
…Como judicial …como abogado …como médico
…como tantas cosas en que se convirtieron o se quisieron convertir esos jóvenes
cuyas madres, solteras, o abandonadas, lavaron ajeno hasta la saciedad pues la
mayoría de esos hijos acabaron muertos prematuramente o de taxistas o de
ambulantes; aunque muchas de ellas, justo es decirlo, sí llegaron a vivir en la
opulencia con hijos corruptos ocupando altos puestos en la política o en la
inseguridad pública o en el narcotráfico.
Mi joven amigo, cuyo padre purgaba condena
en las Islas Marías, pudo comprarle casa a su ‘jefecita’ prontamente, con los
ochenta mil pesotes que pagaron por su vida en aquellos años lejanos de los sesenta.
¿Costará mucho trabajo contar de un modo
interesante y ameno la vida y andanzas del concesionario ‘del casino’ del
Hospital Central Militar? Ogro fabuloso víctima del exceso de ácido úrico, a
quien le escondían la pistola cuando le daban ataques gotosos porque le daba
tanto furor el sentirse enfermo y con dolor que tenían que escondérsela pues a
punta de pistola quería solucionar todo, desde darle un balazo a su rodilla (ya
lo había hecho), hasta darse un balazo en la cabeza.
Este hombre me platicaba, tomándonos un
café, cosas estupendas de su juventud recogiendo miel silvestre en lancha por
las orillas y esteros del río Grijalva en Tabasco:
----Mire mi mayor: pa’ sobrevivir en el
clima de Tabasco, sólo hacen falta dos cosas …y se las digo por si lo llegan a
mandar pa’llá: estar loco por hacerse millonario o andar de culo tras una
mujer. Así que si lo mandan pa’llá …se las va’ver de la chingada pos usté no es
de los que se enculan por cualquier cosa …me cae.
La tercera frase de dicho inicio en el
blog de Anaí no viene mucho al caso en cuanto a lo que estoy escribiendo, pero
sí totalmente al modo en que orienté mi vida y a cómo la orienta ella (que
también a veces es mi alumna) “Entre la seguridad y la libertad, aposté siempre
por la libertad”.
Esta tercera frase es también de
Marguerite Yourcenar y es toda una declaración de principios; un poema de vida.
Quien la quiera entender y deleitarse con
una obra fuera de serie no tiene más que darse un agarrón sublime con su “Opus
Nigrum”, donde desarrolla la vida de un médico y místico de la edad media,
mártir de la Inquisición y víctima …¿se valdrá decir víctima? …¿no será mejor
decir: consentido? …de sus valores.
Zenón, que así se llama el personaje
central, cae en manos de sus perseguidores por no renunciar a su cita con el
destino en la ciudad adonde ellos son fuertes y le darán muerte
por defender sus principios … pues sin muerte no hay cerrojazo suficientemente
adecuado para su misión.
Cuántos casos hubo como el de Zenón …Jesús de Nazaret, Giordano
Bruno, Miguel Servet …
Mi primera gran sala quirúrgica fue
Cirugía de Mujeres Norte. En ella reinaba un cirujano excelente llamado Manuel
Moreno Castellanos, quien no era de gran estilo, ni ambidiestro ni siquiera
elegante operando, ya que hacía los nudos como quien se amarra los zapatos y
tenía que ir de un lado al otro de la mesa de operaciones para acomodarse bien;
pero que tenía un criterio extraordinario y un porcentaje de éxitos impresionante.
Con él aprendí que el criterio es más importante que el estilo en la cirugía,
no queriendo decir esto que las cosas debían quedar hechas toscamente.
Simplemente sus peleas contra la muerte no
las llevaba a cabo con las finas posturas de un D’Artagnan, sino con los toscos
mandobles de un Cid Campeador.
Era del tipo de cirujano general que me
hubiera gustado ser de no haberme hecho oftalmólogo, ya que no sólo hacía
cirugía de aparato digestivo, sino vascular y de cuello, siendo muy reconocido
como cirujano taurino …que no cualquiera lo es.
El operó a un amigo mío que recibió una
cornada tremenda al hacer un quite por gaoneras en una corrida nocturna en el
Toreo de Cuatro Caminos durante un mano a mano entre Fermín Rivera (mexicano) y
Antoñete (español), aventura que le costó la vida.
Se las voy a platicar:
Antoñete hizo el paseíllo de blanco y oro;
precioso terno ‘de primera comunión’ que además le quedaba muy bien pues era
alto y delgado. Estos toreros evitaban ponerse trajes de luces oscuros pues los
hacía verse demasiado flacos, excepto Manolete, a quien le encantaba ponerse de
tabaco y oro; como lo hizo para inaugurar la plaza México aquel domingo 5 de
febrero de 1945 en que escuché extasiado la narración de ese toro por el radio
del coche con papá y mis hermanos mientras íbamos de paseo a Teotihuacan (a
papá le gustaban los toros, pero más las ruinas mexicanas).
Fermín Rivera (quien años después se
encerró a solas con sus médicos y un torazo otra noche de Cuatro Caminos, lleno
de cables en el pecho para convencerse de que su corazón ya no estaba para esas
andanzas) iba de verde olivo y oro, ese color con el que yo soñaba dar
‘verónicas de alhelí’ cuando de casi niño, ya metido en la cama, conciliaba el
sueño con tan grandes y taurinas ilusiones.
Carlos Hernández (Pavón), mi amigo desde
la infancia, iba al centro, pero atrás de las dos grandes figuras, vestido algo
más modestamente de azul y plata con pasamanería en negro.
El soñaba no con verónicas finas, tersas
‘perfumadas’, cargando mucho la suerte y el compás abierto, sino en dar un
quite por gaoneras ceñidas, estrujantes a pies juntos, que pusieran a la plaza
de pie gritando, aclamándole y despidiendo con un aplauso la tal vez única
actuación que se le iba a conceder esa noche en consideración a ser hijo del
ganadero.
La gaonera es un pase con el capote por la
espalda en que el toro entra al engaño después de haber pasado los cuernos muy
cerca de tu barriga. No se vale hundir la panza pues eso se ve muy culero.
Mi amigo y compañero de primaria y
secundaria, quien era hijo del ganadero de ‘Rancho Seco’, quien a su vez era
amigo de mi padre pues papá lo proveía de aceites lubricantes para los camiones
y tractores de su ganadería (papá hacía amigos a sus clientes con suma
facilidad y ellos lo querían mucho); mi amigo, les decía, no hundió la barriga
pero el torazo de cuatro años y quinientos kilos de peso sí le hundió el cuerno
en la cavidad pélvica. Ese enorme cuerno se regodeó incursionando y haciendo
destrozos en ese pozo de vida donde trabajan las grandes y gruesas arterias
ilíacas, los largos y finos ureteros que comunican a los riñones con la vejiga,
el misterioso apéndice, los intestinos y, en la mujer, los órganos maravillosos
que se fecundan y procrean como son los ovarios y la matriz adornada con sus
trompas de Falopio arriba y a cada lado, como las finas astas de una vaquilla
brava.
Fue operado por no quiero saber quién en
la plaza, como se hacía en aquellos años (hoy en día se estabiliza al torero y
se le manda en ambulancia a un importante y bien equipado centro hospitalario
para ser operado ahí) y días después fue reoperado por mi maestro en el
Sanatorio de las Américas. Las cosas no se hicieron bien desde un principio. No
se pudo ‘desfacer el entuerto’ y mi amigo, que aquella noche se había vestido
de luces por vez primera (sólo había toreado de corto, estilo campero y de
charro) y que salió en el paseíllo unos pasos atrás de los dos figurones pues
nada más iba de ‘sobresaliente’ para dar algún quite en el tercio de varas;
seguramente como gesto complaciente del empresario hacia el ganadero. Ese amigo
se murió.
Le pegó el tétanos y se murió.
Desgraciadamente no murió de
complicaciones viscerales, que hubieran sido menos dolorosas y factibles de mitigar. Se murió de
tétanos como cualquier indigente en un solar, como cualquier teporocho tirado
en un baldío, como cualquier campesino en el culo del mundo.
…De tétanos ¿¡qué poca madre verdad!?
...otro caso con cierto parecido fue el de Manolete catorce años antes, en que
los tejidos fueron reparados pero en que la muerte llegó por otros caminos,
bioquímicos y microscópicos no solucionables con pinzas, bisturí, separadores y
ligaduras, sino con precauciones que no se tomaron, como la de pasar la sangre
adecuada (a partir de la muerte de Manolete algunos grandes toreros, como los
pertenecientes al clan Dominguín (Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez,
entre otros) llevaban su propia ambulancia con sangre compatible por las plazas
de provincia donde toreaban; lo cual les fue criticado por esa fanaticada
taurina que quiere ver el peligro y la muerte en todo su macabro esplendor,
confundiendo la temeridad y la imprevisión con el valor).
Muertes que se hubieran evitado, repito,
no sólo con habilidad quirúrgica, sino con sangre compatible como en el caso de
Manuel Rodríguez o con antitoxina tetánica, como en el caso de Carlos, mi amigo
desde la niñez, quien murió en opistótonos: terrible calambre de todo el
cuerpo, de la cabeza a los pies, que te pone como cuerda de guitarra tensa,
curva y dolorosa, apoyado en la cama sólo por la coronilla y los talones
mientras esperas en un grito que te llegue la muerte y te haga descansar.
Creo que el toro que llevó a la muerte a este
buen compañero y amigo; toro que provenía de la misma ganadería de su padre,
murió de un modo mil veces preferible tanto en dignidad como en sufrimiento.