"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

domingo, 21 de junio de 2015

Alma de Cadete (Parte 14)

Pues llegamos a Juchitán. Poblado de ranas sonoras y para mí siempre invisibles que atronaban toda la noche con su croar. Se me dijo que eran enormes y los machos pequeños pero con unas poderosas ventosas en los pulgares que le permitían estar subidos en el guayabo sin que nadie los pudiera desprender fácilmente. Incluso alguien me aseguró que una vez puso la bota debajo de una rana que cargaba con el amante y de una fuerte patada los lanzó volando muchos metros quedando el rano tan campante apretado contra el lomo de su amada.

     Llovía frecuente y torrencialmente tarde y noche, a tal grado que el agua cubría el estribo de los camiones pero a las diez de la mañana el suelo ya estaba cuarteado de seco.

     La primera noche dormimos en los pasillos descubiertos de un viejo hospital deshabitado; en el campo. Los techos eran viejas vigas cubiertas de ramaje seco y paja. Había paredes correspondientes al edificio pero no mirando hacia un gran espacio descubierto que seguramente fue un bello patio en algún tiempo lejano.

      Aquella primera noche alguien empezó a comentar en voz alta lo espantosas que eran unas tarántulas enormes que se habían visto en las cercanías y, mientras empezaba a cundir el temor, alguien gritó:

      ---- ¡La tarántula!, ¡la tarántula!

     …Y alguna cosa misteriosa, tarantuliforme y oscura pasó rauda por sobre algunos de nosotros para rato después volverlo a hacer tan velozmente y tan alto que algunos supusimos se trataba de una bola de zacate a guisa de tarántula voladora.

     Acabé por dormirme pensando que si era tarántula… bueno… pues que le cayera encima al más pendejo y como yo no me consideraba tal, enganché el sueño sobre la manga de hule extendida en el suelo, la mochila de almohada y la manta por arriba… por si las tarántulas.

     Ya avanzada la noche desperté empapado de las piernas por el chubasco. Me arrimé a la pared de atrás y me encogí todo lo que pude volviendo a dormir hasta el toque de diana.

     Ese mediodía sucedió la culminación del caso tarántula pues después de ir a entrevistar a la población; al regresar y antes de comer, se nos autorizó ir a nadar a una poza cercana. Un compañero de otra generación de cuyo nombre no quiero acordarme lanzó un grito y se desmayó mientras una enorme tarántula salía de prisa por la entrepierna de su traje de baño ya casi completamente aplicado contra sus testículos (yo creo que también la araña salió espantadísima)

     Las entrevistas eran como ir de safari pues había que llevar el acerado marrazo en la mano para defenderse de los numerosos perros que acudían a nuestro encuentro ladrando y gruñendo enloquecidos.

     Luego venían las quejas y las mentiras de la población selvática que entrevistábamos al profundizar en zonas silvestres.

     Las quejas no son noticia. Siguen siendo las mismas después de más de cincuenta años y todas tienen que ver con la falta de alimento (cuando éste falta ya ni se acuerdan de que les falta ropa, casa, utensilios, educación, servicios y todo, todo, todo eso que ya casi es carencia folklórica y que a veces me hace recordar aquella frase lapidaria que Gabriel García Márquez puso en boca uno de sus dictadores novelescos: “pobres siempre los habrá y el día que la mierda valga algo los pobres nacerán sin culo”

     Las mentiras versaban sobre su alimentación pues, por lo que decían comer, eran absolutamente vegetarianos.

     Aquello que nos enseñaban en la Escuela de que hay dos que tres aminoácidos esenciales de origen animal sin los cuales el ser humano no sobrevive, parecía ser  un mito.

     Bueno… bueno…es que ni en leche, ni en miel ni en nada había sustancia animal… sólo hierbas, raíces y algunas verduras y frutas.

     Sin embargo no era mito. Esta gente comía insectos y roedores pero les avergonzaba decirlo.

     No todo fue pobreza extrema. Fuimos invitados a bailes en la plaza de Juchitán y a bailar a las “velas” de los López y de los Pineda que eran famosas en Ixtepec y en Tehuantepec. También nadamos en Salina Cruz.

     Las tehuanitas son lindas de jovencitas; de mayores todas se convertían en unos costales de papas.

     Hubo una preciosa criatura, con la que bailé en la plaza, que me enseñó algo de Zapoteco. Antes de que el nombre femenino ‘Nallely’ se pusiera de moda esta beldad indígena ya me había enseñado que “nat yi eli mash que bisha lúa” significaba “yo te quiero más que a mis ojos”. Era tan linda, tan primitiva y tan digna de ser apreciada y cuidada que me sentí morir de pena cuando, bailando, creí pisar una rana bajo una de mis botas torpes siendo que era un piececito descalzo de ella que no se veía por estar cubierto con sus largas enaguas. No movió ni un músculo de la cara; más bien sonrió.

     Pero no debo engañar a nadie con estos amables sucesos. Éramos más cabrones que bonitos y una noche en una de esas “velas” decidimos que todas, pero todas esas mujeres bailarían con nosotros.

     El grupo de amigos del cual formaba parte esa noche puso las normas: cada pieza costaría un peso a cada uno y los guardaría el Dr. Pozos Labardini quien era el fotógrafo de la expedición. Hombre que por su edad y su dominio de la fotografía y la cinematografía castrense y académica en nuestra Escuela y Hospital, era el indicado para fungir también como juez. El premio después de cada pieza sería el monto de lo aportado por todos antes de la misma y se le daría a quien bailara con la más fea. Pozos estaba vigilante y las parejas debían de pasar por debajo del foco más luminoso que para más señas era el que mayor nube de pinolillo tenía a su alrededor.

     Fue un éxito total. Recuerdo ver a Rosendo Magaña sacar casi a jalones a bailar a una matrona añosa fea y gordísima, moradita de risueña vergüenza con la cual se sacó uno de los primeros lugares.

     Magaña, como ya dije, era tal vez en aquél tiempo el más pobre del grupo y por ganarse una lanita era capaz de hacer bailar al Monumento a la Madre.

     Fueron unas prácticas hermosas en que hasta hubo un partido de futbol contra militares y civiles de la región, en que yo fui el portero e hice el ridículo pues el balón era uno de esos de gruesos gajos cafés de cuero, con correa incluida que con la lluvia y el lodazal se puso pesado y resbaloso a tal grado que al atajar por lo alto un tiro de esquina regalado se me fue de las manos como aquél recién nacido de cuando atendí mi primer parto y que metió su cabecita en el cajón de caca, orina y sangre casi hasta los ojos… y entró el gol…del mismo modo pendejo en que cometí mi primer y único ‘fumble’ obstétrico en quinto año.


     Con diez pesos que pude y supe guardar compré algo verdaderamente bonito de las artesanías tehuanas para mi novia y en un tiempo que se me pasó volando ya estábamos de regreso en la Ciudad de México para disfrutar, quienes no habíamos reprobado ninguna materia, de las breves vacaciones de fin de año. Los otros se quedarían acuartelados en la Escuela; presentarían los extraordinarios inmediatamente antes del inicio de las clases y muchos, muchos, saldrían para siempre de la Escuela sin chance alguno de volver a concursar para ingresar de nuevo.

jueves, 11 de junio de 2015

Alma de Cadete (Parte 13)

     El tercer año de la carrera cerró con una materia que me dio grandes éxitos en mi vida hospitalaria. Su nombre era “Semiología e Historia Clínica”. Este último examen del año lo presenté un veinticinco de Noviembre de l957 día de Santa Catalina de Alejandría y con él cubría la oportunidad número veinticuatro y última de reprobar y salir de la Escuela.

     Bendita Santa Catalina bajo cuyo encanto terminé tal odisea… y digo bendita y encantadora por haberle dado nombre a aquella copla de: “Catalina, Catalina” que hizo famosa Conchita Piquer, quien era la tonadillera favorita de mi padre. El me la cantaba como canción para dormir o mientras manejaba. La Piquer no la hizo famosa para niños sino como romanza de un triste amor: “Catalina, Catalina, quien te viera y quien te vio; que se te han puesto las sienes ‘moraítas’ de pasión”. Me gusta pensar que tal vez los textos semiológicos de principios del siglo veinte registraban como de importancia clínica este signo apasionado de las sienes y ojos ‘amorataos’ sin trauma físico (sólo moral) pues yo sólo conocí sienes verdes por los ‘chiquiadores’ que se ponía nuestra cocinera cuando le dolía la cabeza (tal vez , a veces, por dolores del alma).

     A saber: mujeres en coplas famosas con el síndrome de sienes u ojitos ‘moraos’: Catalina, La Lirio, María de la O y la Zarzamora.

     Si alguien aquí leyendo pero ignorante de mis preferencias musicales se interesa al respecto, puede estudiarlo buscando y bajando esas bellas coplas en: ‘you tube’.

     Otro 25 de Noviembre pero tres años después presenté y pasé mi último examen de la carrera: el profesional.

     Bendito día veinticinco. En él nací, en él aseguré mi estancia en la médico militar, en él me recibí, en él obtuve mi cinta negra. Sería buen día para nacer a la otra vida.

     Después del último examen de tercer año vinieron unas cortas vacaciones de medio Diciembre (la otra mitad fueron  prácticas de campaña) y luego…. ¡¡cuarto año!!

     La semiología, como su nombre lo indica, es el estudio de las señales, en este caso de los síntomas y signos que se le tomaban al paciente. Los síntomas eran los dichos por él o algún acompañante y los signos los que uno encontraba al explorarlo.

     Todo eso de palpar, percutir, auscultar, etc. etc.… pero ya por escrito, para poder ser leídos, analizados, discutidos y por supuesto, calificados.

     Este escrito es la ‘historia clínica’ la cual tiene muy definido su desarrollo y enorme importancia.

     Toda historia clínica muestra algo del espíritu de quien la escribe. Por ejemplo, ese comienzo de: “adulto del sexo masculino que aparenta la edad que dice tener” con que se comenzaba si el paciente era un adulto menor de sesenta años, debía ser modificado a partir de esta edad y poner: “anciano de sexo tal y tal etc. etc.” cosa que yo a partir de que mi padre los cumplió me negué a poner llevándome leves pero cariñosas llamadas de atención de mis maestros mayores (no así de los menores de sesenta años). Me chocaba la idea de llamar anciano a un adulto de sesenta años o algo más. De hecho me siento pionero en esa lucha que ha fructificado en otros ámbitos. Ahora ya apareció el término “tercera edad”, “adultos mayores”, desapareció el de “Instituto Nacional de la Senectud”, se cambiaron nombres de entidades clínicas como aquél de “maculopatía senil” que ahora se llama “maculopatía relacionada con la edad”.

     Todo esto que parece leve es muy importante. Uno de los tres grandes fantasmas de la vejez es la falta de trato digno (los otros son el dolor y la soledad). Cualquier lucha por lograr el alivio de ellos debe ser vista con gran aprecio.

     Buen interrogatorio y buena exploración, decía el maestro Peña; con conocimientos anatómicos y fisiológicos lleva, a huevo, a un buen diagnóstico. Si un buen interrogatorio y una cuidadosa exploración quedan bien establecidos por escrito, la historia clínica es un deleite y garantiza un buen resultado para el paciente y para quien la elaboró. Lo difícil era hacer esto en aquellas madrugadas plenas de cansancio y de saturación de trabajo.

     Un buen diagnóstico, se me enseñó, es previo al tratamiento y al pronóstico: no al revés. El pronóstico es para el final por ser lo más difícil. ¡Hay de ti si te equivocas! Lo mismo te desprestigias dando equivocadamente uno malo que uno bueno. Si no se cumple ¡caput con toda tu pinche ciencia!

     Ese medio diciembre de prácticas se llevó a cabo en el istmo de Tehuantepec y tuvo de nuevo ese cariz profundo y hermoso de pertenencia y hermandad que tuvieron las prácticas de l955 en Irapuato; pero esta vez yo ya era de los hermanos mayores aunque no todavía de los ‘más mayores’ como lo fui en diciembre de 1960 ya terminada la carrera.

     En estas prácticas de fin del tercer año ya no tuve nada más que trabajar con caca para los coproparasitoscópicos en serie. Hice mucho más pero antes de platicarlo debo decir que en las de primer año en Irapuato hubo algunos momentos interesantes y hasta felices. En aquel l955 llegamos directamente al campo de futbol del Irapuato que estaba bastante de capa caída mostrando mechones de césped muy aislados entre la mucha tierra apelmazada, rodeada de tribunas medio desvencijadas. Creo que nunca había arribado a la primera división.  Ahí pasamos la primera noche y luego fuimos alojados en un viejo cuartel con chinches y pulgas que casi salen en comitiva a recibirnos.

     Fue en esos campos aledaños al cuartel donde tuve la extraordinaria experiencia de sentarme a cagar junto a un maestro y otros militares de alta graduación.

     Las letrinas eran cajones largos de madera con orificios suficientes para poner las nalgas alrededor. Por abajo estaban llenos de cal.

     Los artefactos mingitoriales eras embudos aplicados a tubos largos clavados en la tierra.

     Toda esta parafernalia evacuatoria estaba disimulada de tal manera que no se diera un espectáculo demasiado abierto al público; por demás indiferente.

     Desde luego, el primer momento era acojonante pero luego las cosas marchaban divinamente y aparecía una nueva y duradera hermandad.

     Me acordé mucho en aquella ocasión del libro “Sin Novedad en el Frente” en el que se relata como los soldados pasaban momentos felices en las trincheras sentados zurrando en letrinas que acomodaban de tal manera que ponían la tapa de un tambo sobre sus rodillas y jugaban de cuatro en cuatro largas partidas de cartas entre combate y combate.

     El hecho de conocernos el largo de nuestros penes, la forma de nuestras nalgas y el olor de nuestros pedos sin pena alguna se lo debo al ejército desde algo antes, cuando compartía la única ducha y el también único excusado para dos cuartos de a cuatro cada uno en la Escuela Médico Militar.

     En una ocasión, durante aquella práctica, nos llevaron a un balneario de aguas termales en Abasolo y ahí me atraqué de unas semillas que se daban en grandes vainas que colgaban de los árboles. Dulces y babosas golosinas que me sorprendían por su abundancia y gratuidad inofensiva.

     El recuerdo intenso que tengo de aquel paseo se lo debo a Gizaw Tshehai, queridísimo compañero etíope que a pesar de su negrura se nos desaparecía buceando en lo profundo de las aguas y cuando ya todos nos preocupábamos por  no verlo en mucho rato salía bruscamente sonriendo en el extremo más inesperado del balneario.

     Este querido amigo con gran alma de cadete tiene una historia que vale la pena relatar:

     Llegó a México becado por el gobierno del aquel entonces emperador de Etiopía Haile Selassie y hablando poco español fue a dar equivocada, pero afortunadamente, para que lo aprendiera, al Colegio Militar.

     Después de un año ahí pasó a la escuela militar que le correspondía que era la nuestra.

      Se decía que si era hijo de alguien de la nobleza o que si lo era de un militar muerto por defender al emperador. Nunca lo supe pero él indudablemente irradiaba nobleza. Soportaba sonriente nuestras bromas, a veces pesadas y recuerdo en especial cuando le decíamos entre muchas otras ironías que para qué se uniformaba de gala, que bastaba con que se encuerara; se pintara los vivos amarillos con una brocha y listo… a desfilar.

     Fue un alumno distinguido y en sexto año cuando a los mexicanos no otorgaron las tres barras de capitán primero a él le llegaron de Etiopía unos juegos no de tres barras sino de tres conos dorados que siempre supuse eran lo mismo, pero de allá.

     El padrino de nuestra generación fue el mismísimo emperador, el Negus, el León de Judea, quien a través de su embajador y en pleno baile de pasantes (los bailes no eran poca cosa; se hacían en Bellas Artes o en el Castillo de Chapultepec… aunque no siempre se conseguían y teníamos que conformarnos con el Country Club ó algo por el estilo) nos regaló a cada uno una hermosa y grande moneda conmemorativa de oro con su efigie , fechas y palabras grabadas y todo eso que lleva una medalla de esa magnitud guardada en un hermoso estuche de cuero negro.

     El destino de esta medalla fue de gran importancia en mi vida pero eso también es harina de otro costal y de muchos, muchos años después.

     Gizaw y yo en el segundo semestre de primer año fuimos a disecar por la noche en varias ocasiones un cadáver que Erasmo, el muertero, nos vendió por ciento cincuenta pesos.

     Por cierto que este Erasmo murió tras una intervención que le hizo aquel loco de Sánchez Garibay y en la que yo entré de segundo ayudante durante mi residencia hospitalaria para corregirle lo saltón que tenía el ojo derecho retirándole el techo de la órbita (últimos brincos que daba la “operación de Nafziger” pues ya se decía que no servía ni madres ya que el ojo seguía igual de saltón porque el cerebro se prolapsaba hacia abajo ya que andamos sobre dos patas y no sobre cuatro como el resto de los mamíferos).

     Gizaw hizo sus dos años como médico interno en el Hospital Central Militar (donde una noche tuvimos que subir corriendo los que cenábamos tranquilamente porque los familiares de un paciente muerto al bronco aspirar flemas ya lo querían madrear a él, que ninguna culpa había tenido más que estar de interno en esa sala y ser negro).

     Gizaw Tshehai llegó a ser general y secretario de salud en su país. Ahora radica en Minnesota a donde hubo de cambiar su residencia después de ser objeto de cárcel y penurias sin nombre él, su esposa, mexicana por cierto, y sus hijos debido a que eran de la élite imperial cuando cayó bruscamente el Emperador.

     Como podemos ver, cuando Gizaw se da una zambullida, ya sea en Abasolo ó en mi libro, se tarda un chingo en salir y sale por donde menos uno lo espera.

     Para esos quince días de prácticas mi padre me había refaccionado con cincuenta pesos que se me fueron como agua sin darme cuenta y a la mitad de los días de cuartel ya pasaba hambre. La comida no era lo mismo y un buen día me encontré echando volados contra compañeros de quinto año apostando lo poquísimo que me quedaba. Creí firmemente que no me pagarían cuando mi ganancia se elevó a cuarenta pesos pero pagaron, sí señor, esas prácticas eran de verdadera hermandad, ya no eran peloneadas.

      Recuerdo que uno de esos alumnos avanzados era Gilberto Sáenz Pascasio con quien durante muchos años llevé gran amistad ya en el medio civil y quien siendo alumno de quinto año se enfrentó con aquel teniente coronel jefe de instrucción, experto tirador, de cuyo nombre ni me acuerdo ni quiero acordarme pero que le decíamos ‘Pedro el malo’ (me tuvo sin salir franco un mes y juró que me sacaría de la Escuela ya ni me acuerdo por qué) solicitándole que le permitiera subir a su cuarto por su pistola para discutir con él el supuesto derecho que tenía el superior aquel a ofenderlo por pasar lista vestido de blanco por estar apenas llegando de una guardia en Admisión y Emergencias en el Hospital.

     Saenz me hizo dejar de hablarle de ‘usted’ como era la costumbre durante toda la carrera. Costumbre que se quedaba todavía por muchos años después.

     Me decía, mientras descansábamos en el vestidor de médicos de los quirófanos del MIG, hospital que fundé con otros colegas civiles y una congregación religiosa, que yo era un pendejo por haberme dedicado a operar ojos nada más siendo que en cuatro años de hospital yo ya sabía operar muchísimas cosas más, incluso mejor que las que operaba como “hojalatero”.

     Aquellos cuarenta pesos los compartí con algunos compañeros comprando pan y fruta; llenándonos de tortas de plátano que me parecieron ricas y saciadoras.

      En este atracón recuerdo a Eliseo Fernández Pérez quien fue jefe de grupo después del teniente Barrios Tapia y antes de Jaime Cohen. Eliseo, sin ser compañero del mismo cuarto pasó muchas noches estudiando conmigo.

     Éramos, junto con Eliseo tres más quienes estudiábamos juntos tirados en aquellos cuatro catres y compartimos también aquel banquete de pan y plátanos. Fuimos la mitad de los ocho cadetes que nunca reprobamos: Ernesto Calderón, Ramiro García Reyes, Eliseo Fernández Pérez y yo. Quede esto de muestra para quienes no creen que la intensa interacción enseña y forja el carácter independientemente de los libros, los maestros y los enfermos.

     Eliseo vive sus glorias de médico aguerrido, estudioso y valiente como ningún otro en Campeche. Absolutamente congruente consigo mismo es para mí un ejemplo del ciudadano íntegro y leal, incapaz de engañar. Jamás dispuesto a dejarse engañar; ni siquiera a simular ante la arbitrariedad o la injusticia.

     Cuando sueño con mi vida de cadete él aparece siempre como jefe de grupo. Será que su porte y su mirada me impresionaban a pesar de que sabía que era un alma de Dios dispuesto siempre a la ayuda pronta sin interés alguno.

     Ahora bien, esto de que yo nunca reprobé es un decir pues sí reprobé dos exámenes finales. De cómo y por qué me regalaron el seis esos queridísimos maestros Azcárraga en Urología y Cervantes en Medicina Legal ya les contaré pues son de después del tercer año y todavía estoy atorado en éste maravilloso año de l957.

     Pues sí; en diciembre de l957 fuimos en un largo viaje apiñonados como sardinas en un tren pequeño, de vía estrecha en el cual unos y otros nos alternábamos los asientos y el suelo mientras dormíamos charlábamos o leíamos cualquier pedazo de papel (en esos pisos me encontré fragmentos (la mayoría limpios) del “Rojo y Negro” de Stendhal que devoré con gusto así como de “La Cartuja de Parma” del mismo y nunca supe quien andaba por ahí limpiándose el culo con páginas tan bellas que siempre recordaré con cariño y que entraron a mi vida de modo tan poco elegante pero indeleble.

     Lo mejor del viaje era cuando alguien  cogía la guitarra y empezaba la cantada, sobre todo aquella “sanmarqueña” que era siempre un irreverente y lépero éxito global.

     Paramos un rato en Veracruz y se nos permitió bajar unos momentos. Durante muchos años presumía de haber estado en Veracruz, tierra de Abel Antonio Ricardez excelente compañero, futbolista y médico cirujano muy brillante quien junto con Cohen y yo logramos los tres primeros lugares que nos lanzaron a un cuarto año de residencia haciendo la envidia y desesperación de algunos sumamente esforzados como el muy querido y ya desaparecido Rubén Virgilio Hernández Sánchez quien al entrar a la Escuela Médico Militar renunció a los tres años de medicina que ya había cursado en Oaxaca; eminentísimo cancerólogo que antes de serlo enojado dijo que esos escogidos para residentes de cuarto año lo habían sido por ser los consentidos que habían trabajado en l960, como pasantes, las guardias nocturnas del Sanatorio Durango; feudo médico militar en el que tenían sus consultorios nada menos que el director y el subdirector del Hospital entre otras grandes luminarias que, para no tener que nombrarlos a todos con el riesgo de que alguno se me olvide, sólo diré que uno de tantos era Don Rafael Moreno Valle, jefe del servicio de ortopedia del Hospital Militar, ex director del mismo, senador y gobernador del estado de Puebla… y era uno de tantos. A mí el que más me impresionaba era un médico de baja estatura, asociado de Moreno Valle que había conseguido el hecho magnífico de haber conquistado y llevado al matrimonio ni más ni menos que a la más linda y buena rejoneadora mexicana: Juanita Aparicio.

     Le hice ver a Rubén Virgilio  que el gran Arnulfo Treviño Cervantes había pasado por el Durango y ya estaba en Monterrey haciéndose rico, famoso y necesario para la patria al lado de su amado padre, médico militar del mismo nombre y figura emérita de aquellas y otras muchas regiones. Que Manuel López Atristáin, futuro otorrinolaringólogo de polendas, Director del Hospital y médico predilecto de José López Portillo siendo presidente de la república también había renunciado a ese tipo de contienda por motivos personales, inescrutables para mí y que Toño Ricardez no había pasado por el Durango. 

     Me gusta pensar en Rubén Virgilio como  poseedor de un carácter igual al de mi admirado José Vasconcelos del ‘Ulises Criollo’ quien habiendo sido brillantísimo de joven fue envejeciendo con amargura y muriendo tempranamente en comparación con el resto del grupo, pero no creo que haya sido por criollo pues  Rubén era oaxaco nato, un Benito Juárez redivivo; ni por amargoso ya que Rosendo Magaña también murió antes que la mayoría y era un verdadero pan.

     Rosendo Magaña Barragán era de tal dulzura que una tarde me llevó a su humildísima casa (su papá era policía vial) para consolarme escuchando sus discos de “los tecolines" simplemente porque le dije que una de sus canciones (Siempreviva) me recordaba a aquella dulce niña que fue reina del colegio Elizabeth Brooks la cual me hizo sentirme soñado con su vals y compañía una noche inolvidable en que fui su chambelán y con un noviazgo de manita sudada y besos de pajarito un par de meses más hasta que muy seria me cortó explicándome que una señora que leía el futuro en los cerillos le había dicho que su chambelán sería su novio pero no por mucho tiempo y que como sus amigas le hacían burla pues ella era chaparrita y yo alto y decían que parecía mi bastón; ya era hora de dar por terminado el romance.

     Rosendo Magaña llegó a general y ocupó altos puestos directivos. Fue mi compañero de muchísimos exámenes de “cuatro en cuatro”: Islas Marroquín, López Atristáin, López Rodríguez, Magaña Barragán. Así, hermanadas por el miedo y ligadas por las primeras letras de sus apellidos estas cuatro almas de cadete navegaron durante seis años por el proceloso mar de los exámenes orales viajando de casi niños a hombres verdaderos. De bachilleres adolescentes a Mayores Médicos Cirujanos del ejército mexicano.

     Y no puedo seguir sin detenerme en el aquel entonces Jorge Teófilo Islas Marroquín; y digo el aquel entonces Jorge Teófilo porque hace poco me hizo saber como cosa importante que en 1980 se había quitado el “Teófilo” y era solamente “Jorge”. Porqué prefirió el nombre de un santo mata dragones al de un enamorado de Dios es cosa que un día de estos le voy a preguntar pues me acaban de decir que incursionó en la ¿“cienciología”? o en la ¿“dianética”? Esto, en un excelente general; neurólogo y neurofisiólogo con un muy lustroso doctorado en ciencias biomédicas; con la para mí más completa y equilibrada trayectoria tanto académica civil como castrense de todo el grupo, me parece sumamente interesante. No se si lo será para ustedes pero a mi me fascinan estas cosas misteriosas y más cuando suceden en un alma extraordinaria.

     Continuaré con los finales de tercer año pues  el asunto de las prácticas de campaña en Oaxaca sigue vigente.

     Ya después de Veracruz todo fue tren. En algún lugar se disminuía la velocidad y atendíamos a las ofertas de dulces y antojos de la población indígena. En algún otro paraje algún desventurado sacó la cabeza por la ventana y perdió el casco. No estoy seguro si fue Ibancovichi o Pulido. Lo he oído contar tantas veces por ambos que ya confundo al protagonista con el historiador pero dejaré que pase a tomar el puesto en mi narración un personaje extraordinario: Rodolfo Pulido Gómez.

     Cuando leo memorias de la Escuela Médico Militar ó del Hospital Central Militar a otros narradores, de otros años, siento algo difícil de explicar. Sé que son hermanos todos los que ahí aparecen aunque sus nombres muchas veces me son desconocidos y sus apodos me parecen sin gracia por no poderlos correlacionar. Incluso me parecen usurpadores y no merecedores de la gloria que yo conocí y viví con los que me fueron cercanos.

     He pensado mucho en esto desde antes de escribir este libro. Sé que hay miles de anécdotas que desconozco, cientos o miles de nombres que merecen ser dichos, que lo que a mi me parece tierno o jocoso a otros les puede parecer chocante, soso y ajeno… como me sucede a veces a mi con lo que otros cuentan.

     Creo que esto es inevitable por la gran intensidad con que se vive la carrera a tal grado que pareciera que la Escuela Médico Militar y el Hospital Central Militar nacen con uno y mueren con uno.

     Quisiera de todo corazón que mis compañeros se volviesen cercanos para todo quien esto lea y que se les llegue a querer como los quiero yo. Que mis recuerdos no causen extrañeza ni disgusto alguno. Que si yerro en algunos datos se me dé el crédito de la libertad y de la fantasía literaria.

     Espero que Rodolfo  los cautive como me cautivó a mí desde que lo conocí en las  frías y embozadas mañanas de los exámenes de admisión… y como él, todos los demás.

     Su fácil charla y sonrisa en un rostro de nariz aguileña y cuerpo nalgón le daban enorme éxito entre las chicas y amistad rápida entre los jóvenes. Fue el primer amigo que hice bajo los techos y entre las paredes de nuestra Escuela cuando lo único que teníamos en común era un sueño, el de ser médicos militares. Pero como ‘estamos hechos de la misma materia que nuestros sueños’ conectamos bien y rápido.

     Esta frase de Shakespeare podría haber sido el punto inicial del psicoanálisis con tres siglos de anticipación; pero William se refería, creo yo, a los sueños estando despierto.

     No todos los que soñaban con ser médicos militares soñaban con lo que Pulido y yo soñábamos por eso no con cualquiera hicimos amistad esos días pero ya como cadetes encontramos en todos nosotros ese romanticismo de acero, ese anhelo de anarquía organizada, esa búsqueda de la felicidad a través de la obra. Esa alma de cadete que nos identificó plenamente a unos con otros.

     Rodolfo pulido siempre fue dulce, bueno y competente. Hoy en día es un estupendo urólogo y una garantía de calor humano donde quiera que estemos reunidos.

     Siento que entre aquellas frías mañanas de enero de l955 y estas lluviosas tardes de septiembre del 2009 el tiempo no ha transcurrido entre él y yo. Este risueño y anecdótico inquisidor todavía intercambia preguntas y conocimientos conmigo como si estuviéramos a punto de entrar a un examen. En el último desayuno en que estuvimos juntos me puso a parir preguntándome acerca del efecto que tienen en los ojos ciertos medicamentos usados para aliviar la hipertrofia benigna de la próstata ¡háganme el chingado favor!... afortunadamente cuando ya César Miranda estaba entrando al quite se me prendió el foco y recordé algo al respecto que me sacó del apuro.

     Ya estoy valorando y sopesando la conveniencia de buscar y actualizar mis últimos ‘Year Book of Ophthalmology’ y pedir prestados los últimos de Urología. Para estudiarlos y llevarlos bajo el brazo cuando vaya a las pachangas donde esté Pulido.

     Este otro gran amigo: César Miranda Acevedo, sobrino de grandes luminarias del clero y de la política mexicana cuando él era muy joven (un cardenal, un secretario de estado) pudo y supo disfrutar de tales beneficios pero también sufrirlos.

     Logró el permiso para irse a especializar a Estados Unidos y regresar hecho un gran gineco obstetra experto en oncología y enfermedades mamarias así como conquistar el grado de general aunque también algunas puertas se le fueron cerrando después, empujadas por la envidia de quienes no gozaron de tanto privilegio.

     Se habrán dado cuenta mis lectores de cuan numerosas referencias he hecho del grado de general y es que nuestra generación estuvo llena de ellos. Muy tempranamente, cuando era lo normal tener dos o tres generales en una generación, en la nuestra ya había ocho.

     Ahora son tantos que los pocos que nos retiramos tempranamente con el grado de ‘mayor’ (los que solamente llegamos a “policías” como dice entre sonrisas Ernesto Calderón) casi nos sentimos la elite del grupo.

     Uno de estos ‘policías’ fue, sorpresivamente, Eugenio Turrent, quien ocupó el puesto ni más ni menos que de sargento primero de la compañía en quinto año. Puesto que sólo se otorgaba a cadetes con fuerte personalidad castrense. Eugenio no siguió desarrollando esta personalidad en el seno del instituto armado pero, habiéndose licenciado tempranamente, sí la siguió usando, con toda seguridad, en el medio civil ya que en el sector salud ocupó muy altos puestos de mando que exigían gran  responsabilidad y disciplina.

     Miranda era de los que, al abandonar el camastro, en las madrugadas, bajo las notas de la banda de guerra rumbo a la explanada; entonaba por lo bajo alguna canción seguramente relacionada con la última chica de sus amores.

     Dormía en el cuarto contiguo al mío, baño de por medio con cuatro lavabos, un excusado y una regadera para ocho cadetes y me causaba impresión la enorme diferencia de sus despertares con los de Ramiro García Reyes quien dormía en mi cuarto y despertaba con un humor de la puta madre. Con los años he venido a reconocer la también enorme diferencia que hubo entre la infancia y adolescencia de uno y otro incluyendo la temprana muerte del papá de Ramiro poco antes de su ingreso a la Escuela Médico Militar.

      Ambos se especializaron en Estados Unidos cuando que en aquel tiempo desconocían casi por completo el Inglés y ambos me siguen honrando a través de los años con su  amistad y confianza.

     De Ramiro ya hablé al principio de este libro pero quiero rendirle honores por haber tenido el valor de separarse del ejército cuando, ya sobradamente cumplido su contrato, se le negaba una y otra vez dicha separación y no podía él satisfacer su ansia de perfeccionamiento y terminación de su especialización en urología y transplantes en Estados Unidos.

     Sé de buena fuente que su locker en una de las grandes e importantes universidades por las que pasó fue el de Christian Barnard. Aquel legendario cirujano pionero sudafricano de los transplantes cardiacos y cuyo locker no se le daba a cualquier pendejo. Ostentaba éste una placa  con el nombre de aquel insigne cardiólogo que a fines de los sesentas conmovió al mundo llevando a cabo el primer transplante exitoso de corazón.

     En estos lugares decidió Ramiro abrevar su enorme caudal de conocimientos y perfeccionar la extraordinaria facilidad quirúrgica que siempre lo caracterizó.

     Ramiro nunca se andaba con mamadas.

     Sin haberes, sin clientela, con esposa, madre viuda y dos hijas niñas todavía se lanzó a la aventura de la vida y la perfección buscando la felicidad y el significado de s     El tercer año de la carrera cerró con una materia que me dio grandes éxitos en mi vida hospitalaria. Su nombre era “Semiología e Historia Clínica”. Este último examen del año lo presenté un veinticinco de Noviembre de l957 día de Santa Catalina de Alejandría y con él cubría la oportunidad número veinticuatro y última de reprobar y salir de la Escuela.

     Bendita Santa Catalina bajo cuyo encanto terminé tal odisea… y digo bendita y encantadora por haberle dado nombre a aquella copla de: “Catalina, Catalina” que hizo famosa Conchita Piquer, quien era la tonadillera favorita de mi padre. El me la cantaba como canción para dormir o mientras manejaba. La Piquer no la hizo famosa para niños sino como romanza de un triste amor: “Catalina, Catalina, quien te viera y quien te vio; que se te han puesto las sienes ‘moraítas’ de pasión”. Me gusta pensar que tal vez los textos semiológicos de principios del siglo veinte registraban como de importancia clínica este signo apasionado de las sienes y ojos ‘amorataos’ sin trauma físico (sólo moral) pues yo sólo conocí sienes verdes por los ‘chiquiadores’ que se ponía nuestra cocinera cuando le dolía la cabeza (tal vez , a veces, por dolores del alma).

     A saber: mujeres en coplas famosas con el síndrome de sienes u ojitos ‘moraos’: Catalina, La Lirio, María de la O y la Zarzamora.

     Si alguien aquí leyendo pero ignorante de mis preferencias musicales se interesa al respecto, puede estudiarlo buscando y bajando esas bellas coplas en: ‘you tube’.

     Otro 25 de Noviembre pero tres años después presenté y pasé mi último examen de la carrera: el profesional.

     Bendito día veinticinco. En él nací, en él aseguré mi estancia en la médico militar, en él me recibí, en él obtuve mi cinta negra. Sería buen día para nacer a la otra vida.

     Después del último examen de tercer año vinieron unas cortas vacaciones de medio Diciembre (la otra mitad fueron  prácticas de campaña) y luego…. ¡¡cuarto año!!

     La semiología, como su nombre lo indica, es el estudio de las señales, en este caso de los síntomas y signos que se le tomaban al paciente. Los síntomas eran los dichos por él o algún acompañante y los signos los que uno encontraba al explorarlo.

     Todo eso de palpar, percutir, auscultar, etc. etc.… pero ya por escrito, para poder ser leídos, analizados, discutidos y por supuesto, calificados.

     Este escrito es la ‘historia clínica’ la cual tiene muy definido su desarrollo y enorme importancia.

     Toda historia clínica muestra algo del espíritu de quien la escribe. Por ejemplo, ese comienzo de: “adulto del sexo masculino que aparenta la edad que dice tener” con que se comenzaba si el paciente era un adulto menor de sesenta años, debía ser modificado a partir de esta edad y poner: “anciano de sexo tal y tal etc. etc.” cosa que yo a partir de que mi padre los cumplió me negué a poner llevándome leves pero cariñosas llamadas de atención de mis maestros mayores (no así de los menores de sesenta años). Me chocaba la idea de llamar anciano a un adulto de sesenta años o algo más. De hecho me siento pionero en esa lucha que ha fructificado en otros ámbitos. Ahora ya apareció el término “tercera edad”, “adultos mayores”, desapareció el de “Instituto Nacional de la Senectud”, se cambiaron nombres de entidades clínicas como aquél de “maculopatía senil” que ahora se llama “maculopatía relacionada con la edad”.

     Todo esto que parece leve es muy importante. Uno de los tres grandes fantasmas de la vejez es la falta de trato digno (los otros son el dolor y la soledad). Cualquier lucha por lograr el alivio de ellos debe ser vista con gran aprecio.

     Buen interrogatorio y buena exploración, decía el maestro Peña; con conocimientos anatómicos y fisiológicos lleva, a huevo, a un buen diagnóstico. Si un buen interrogatorio y una cuidadosa exploración quedan bien establecidos por escrito, la historia clínica es un deleite y garantiza un buen resultado para el paciente y para quien la elaboró. Lo difícil era hacer esto en aquellas madrugadas plenas de cansancio y de saturación de trabajo.

     Un buen diagnóstico, se me enseñó, es previo al tratamiento y al pronóstico: no al revés. El pronóstico es para el final por ser lo más difícil. ¡Hay de ti si te equivocas! Lo mismo te desprestigias dando equivocadamente uno malo que uno bueno. Si no se cumple ¡caput con toda tu pinche ciencia!

     Ese medio diciembre de prácticas se llevó a cabo en el istmo de Tehuantepec y tuvo de nuevo ese cariz profundo y hermoso de pertenencia y hermandad que tuvieron las prácticas de l955 en Irapuato; pero esta vez yo ya era de los hermanos mayores aunque no todavía de los ‘más mayores’ como lo fui en diciembre de 1960 ya terminada la carrera.

     En estas prácticas de fin del tercer año ya no tuve nada más que trabajar con caca para los coproparasitoscópicos en serie. Hice mucho más pero antes de platicarlo debo decir que en las de primer año en Irapuato hubo algunos momentos interesantes y hasta felices. En aquel l955 llegamos directamente al campo de futbol del Irapuato que estaba bastante de capa caída mostrando mechones de césped muy aislados entre la mucha tierra apelmazada, rodeada de tribunas medio desvencijadas. Creo que nunca había arribado a la primera división.  Ahí pasamos la primera noche y luego fuimos alojados en un viejo cuartel con chinches y pulgas que casi salen en comitiva a recibirnos.

     Fue en esos campos aledaños al cuartel donde tuve la extraordinaria experiencia de sentarme a cagar junto a un maestro y otros militares de alta graduación.

     Las letrinas eran cajones largos de madera con orificios suficientes para poner las nalgas alrededor. Por abajo estaban llenos de cal.

     Los artefactos mingitoriales eras embudos aplicados a tubos largos clavados en la tierra.

     Toda esta parafernalia evacuatoria estaba disimulada de tal manera que no se diera un espectáculo demasiado abierto al público; por demás indiferente.

     Desde luego, el primer momento era acojonante pero luego las cosas marchaban divinamente y aparecía una nueva y duradera hermandad.

     Me acordé mucho en aquella ocasión del libro “Sin Novedad en el Frente” en el que se relata como los soldados pasaban momentos felices en las trincheras sentados zurrando en letrinas que acomodaban de tal manera que ponían la tapa de un tambo sobre sus rodillas y jugaban de cuatro en cuatro largas partidas de cartas entre combate y combate.

     El hecho de conocernos el largo de nuestros penes, la forma de nuestras nalgas y el olor de nuestros pedos sin pena alguna se lo debo al ejército desde algo antes, cuando compartía la única ducha y el también único excusado para dos cuartos de a cuatro cada uno en la Escuela Médico Militar.

     En una ocasión, durante aquella práctica, nos llevaron a un balneario de aguas termales en Abasolo y ahí me atraqué de unas semillas que se daban en grandes vainas que colgaban de los árboles. Dulces y babosas golosinas que me sorprendían por su abundancia y gratuidad inofensiva.

     El recuerdo intenso que tengo de aquel paseo se lo debo a Gizaw Tshehai, queridísimo compañero etíope que a pesar de su negrura se nos desaparecía buceando en lo profundo de las aguas y cuando ya todos nos preocupábamos por  no verlo en mucho rato salía bruscamente sonriendo en el extremo más inesperado del balneario.

     Este querido amigo con gran alma de cadete tiene una historia que vale la pena relatar:

     Llegó a México becado por el gobierno del aquel entonces emperador de Etiopía Haile Selassie y hablando poco español fue a dar equivocada, pero afortunadamente, para que lo aprendiera, al Colegio Militar.

     Después de un año ahí pasó a la escuela militar que le correspondía que era la nuestra.

      Se decía que si era hijo de alguien de la nobleza o que si lo era de un militar muerto por defender al emperador. Nunca lo supe pero él indudablemente irradiaba nobleza. Soportaba sonriente nuestras bromas, a veces pesadas y recuerdo en especial cuando le decíamos entre muchas otras ironías que para qué se uniformaba de gala, que bastaba con que se encuerara; se pintara los vivos amarillos con una brocha y listo… a desfilar.

     Fue un alumno distinguido y en sexto año cuando a los mexicanos no otorgaron las tres barras de capitán primero a él le llegaron de Etiopía unos juegos no de tres barras sino de tres conos dorados que siempre supuse eran lo mismo, pero de allá.

     El padrino de nuestra generación fue el mismísimo emperador, el Negus, el León de Judea, quien a través de su embajador y en pleno baile de pasantes (los bailes no eran poca cosa; se hacían en Bellas Artes o en el Castillo de Chapultepec… aunque no siempre se conseguían y teníamos que conformarnos con el Country Club ó algo por el estilo) nos regaló a cada uno una hermosa y grande moneda conmemorativa de oro con su efigie , fechas y palabras grabadas y todo eso que lleva una medalla de esa magnitud guardada en un hermoso estuche de cuero negro.

     El destino de esta medalla fue de gran importancia en mi vida pero eso también es harina de otro costal y de muchos, muchos años después.

     Gizaw y yo en el segundo semestre de primer año fuimos a disecar por la noche en varias ocasiones un cadáver que Erasmo, el muertero, nos vendió por ciento cincuenta pesos.

     Por cierto que este Erasmo murió tras una intervención que le hizo aquel loco de Sánchez Garibay y en la que yo entré de segundo ayudante durante mi residencia hospitalaria para corregirle lo saltón que tenía el ojo derecho retirándole el techo de la órbita (últimos brincos que daba la “operación de Nafziger” pues ya se decía que no servía ni madres ya que el ojo seguía igual de saltón porque el cerebro se prolapsaba hacia abajo ya que andamos sobre dos patas y no sobre cuatro como el resto de los mamíferos).

     Gizaw hizo sus dos años como médico interno en el Hospital Central Militar (donde una noche tuvimos que subir corriendo los que cenábamos tranquilamente porque los familiares de un paciente muerto al bronco aspirar flemas ya lo querían madrear a él, que ninguna culpa había tenido más que estar de interno en esa sala y ser negro).

     Gizaw Tshehai llegó a ser general y secretario de salud en su país. Ahora radica en Minnesota a donde hubo de cambiar su residencia después de ser objeto de cárcel y penurias sin nombre él, su esposa, mexicana por cierto, y sus hijos debido a que eran de la élite imperial cuando cayó bruscamente el Emperador.

     Como podemos ver, cuando Gizaw se da una zambullida, ya sea en Abasolo ó en mi libro, se tarda un chingo en salir y sale por donde menos uno lo espera.

     Para esos quince días de prácticas mi padre me había refaccionado con cincuenta pesos que se me fueron como agua sin darme cuenta y a la mitad de los días de cuartel ya pasaba hambre. La comida no era lo mismo y un buen día me encontré echando volados contra compañeros de quinto año apostando lo poquísimo que me quedaba. Creí firmemente que no me pagarían cuando mi ganancia se elevó a cuarenta pesos pero pagaron, sí señor, esas prácticas eran de verdadera hermandad, ya no eran peloneadas.

      Recuerdo que uno de esos alumnos avanzados era Gilberto Sáenz Pascasio con quien durante muchos años llevé gran amistad ya en el medio civil y quien siendo alumno de quinto año se enfrentó con aquel teniente coronel jefe de instrucción, experto tirador, de cuyo nombre ni me acuerdo ni quiero acordarme pero que le decíamos ‘Pedro el malo’ (me tuvo sin salir franco un mes y juró que me sacaría de la Escuela ya ni me acuerdo por qué) solicitándole que le permitiera subir a su cuarto por su pistola para discutir con él el supuesto derecho que tenía el superior aquel a ofenderlo por pasar lista vestido de blanco por estar apenas llegando de una guardia en Admisión y Emergencias en el Hospital.

     Saenz me hizo dejar de hablarle de ‘usted’ como era la costumbre durante toda la carrera. Costumbre que se quedaba todavía por muchos años después.

     Me decía, mientras descansábamos en el vestidor de médicos de los quirófanos del MIG, hospital que fundé con otros colegas civiles y una congregación religiosa, que yo era un pendejo por haberme dedicado a operar ojos nada más siendo que en cuatro años de hospital yo ya sabía operar muchísimas cosas más, incluso mejor que las que operaba como “hojalatero”.

     Aquellos cuarenta pesos los compartí con algunos compañeros comprando pan y fruta; llenándonos de tortas de plátano que me parecieron ricas y saciadoras.

      En este atracón recuerdo a Eliseo Fernández Pérez quien fue jefe de grupo después del teniente Barrios Tapia y antes de Jaime Cohen. Eliseo, sin ser compañero del mismo cuarto pasó muchas noches estudiando conmigo.

     Éramos, junto con Eliseo tres más quienes estudiábamos juntos tirados en aquellos cuatro catres y compartimos también aquel banquete de pan y plátanos. Fuimos la mitad de los ocho cadetes que nunca reprobamos: Ernesto Calderón, Ramiro García Reyes, Eliseo Fernández Pérez y yo. Quede esto de muestra para quienes no creen que la intensa interacción enseña y forja el carácter independientemente de los libros, los maestros y los enfermos.

     Eliseo vive sus glorias de médico aguerrido, estudioso y valiente como ningún otro en Campeche. Absolutamente congruente consigo mismo es para mí un ejemplo del ciudadano íntegro y leal, incapaz de engañar. Jamás dispuesto a dejarse engañar; ni siquiera a simular ante la arbitrariedad o la injusticia.

     Cuando sueño con mi vida de cadete él aparece siempre como jefe de grupo. Será que su porte y su mirada me impresionaban a pesar de que sabía que era un alma de Dios dispuesto siempre a la ayuda pronta sin interés alguno.

     Ahora bien, esto de que yo nunca reprobé es un decir pues sí reprobé dos exámenes finales. De cómo y por qué me regalaron el seis esos queridísimos maestros Azcárraga en Urología y Cervantes en Medicina Legal ya les contaré pues son de después del tercer año y todavía estoy atorado en éste maravilloso año de l957.

     Pues sí; en diciembre de l957 fuimos en un largo viaje apiñonados como sardinas en un tren pequeño, de vía estrecha en el cual unos y otros nos alternábamos los asientos y el suelo mientras dormíamos charlábamos o leíamos cualquier pedazo de papel (en esos pisos me encontré fragmentos (la mayoría limpios) del “Rojo y Negro” de Stendhal que devoré con gusto así como de “La Cartuja de Parma” del mismo y nunca supe quien andaba por ahí limpiándose el culo con páginas tan bellas que siempre recordaré con cariño y que entraron a mi vida de modo tan poco elegante pero indeleble.

     Lo mejor del viaje era cuando alguien  cogía la guitarra y empezaba la cantada, sobre todo aquella “sanmarqueña” que era siempre un irreverente y lépero éxito global.

     Paramos un rato en Veracruz y se nos permitió bajar unos momentos. Durante muchos años presumía de haber estado en Veracruz, tierra de Abel Antonio Ricardez excelente compañero, futbolista y médico cirujano muy brillante quien junto con Cohen y yo logramos los tres primeros lugares que nos lanzaron a un cuarto año de residencia haciendo la envidia y desesperación de algunos sumamente esforzados como el muy querido y ya desaparecido Rubén Virgilio Hernández Sánchez quien al entrar a la Escuela Médico Militar renunció a los tres años de medicina que ya había cursado en Oaxaca; eminentísimo cancerólogo que antes de serlo enojado dijo que esos escogidos para residentes de cuarto año lo habían sido por ser los consentidos que habían trabajado en l960, como pasantes, las guardias nocturnas del Sanatorio Durango; feudo médico militar en el que tenían sus consultorios nada menos que el director y el subdirector del Hospital entre otras grandes luminarias que, para no tener que nombrarlos a todos con el riesgo de que alguno se me olvide, sólo diré que uno de tantos era Don Rafael Moreno Valle, jefe del servicio de ortopedia del Hospital Militar, ex director del mismo, senador y gobernador del estado de Puebla… y era uno de tantos. A mí el que más me impresionaba era un médico de baja estatura, asociado de Moreno Valle que había conseguido el hecho magnífico de haber conquistado y llevado al matrimonio ni más ni menos que a la más linda y buena rejoneadora mexicana: Juanita Aparicio.

     Le hice ver a Rubén Virgilio  que el gran Arnulfo Treviño Cervantes había pasado por el Durango y ya estaba en Monterrey haciéndose rico, famoso y necesario para la patria al lado de su amado padre, médico militar del mismo nombre y figura emérita de aquellas y otras muchas regiones. Que Manuel López Atristáin, futuro otorrinolaringólogo de polendas, Director del Hospital y médico predilecto de José López Portillo siendo presidente de la república también había renunciado a ese tipo de contienda por motivos personales, inescrutables para mí y que Toño Ricardez no había pasado por el Durango. 

     Me gusta pensar en Rubén Virgilio como  poseedor de un carácter igual al de mi admirado José Vasconcelos del ‘Ulises Criollo’ quien habiendo sido brillantísimo de joven fue envejeciendo con amargura y muriendo tempranamente en comparación con el resto del grupo, pero no creo que haya sido por criollo pues  Rubén era oaxaco nato, un Benito Juárez redivivo; ni por amargoso ya que Rosendo Magaña también murió antes que la mayoría y era un verdadero pan.

     Rosendo Magaña Barragán era de tal dulzura que una tarde me llevó a su humildísima casa (su papá era policía vial) para consolarme escuchando sus discos de “los tecolines" simplemente porque le dije que una de sus canciones (Siempreviva) me recordaba a aquella dulce niña que fue reina del colegio Elizabeth Brooks la cual me hizo sentirme soñado con su vals y compañía una noche inolvidable en que fui su chambelán y con un noviazgo de manita sudada y besos de pajarito un par de meses más hasta que muy seria me cortó explicándome que una señora que leía el futuro en los cerillos le había dicho que su chambelán sería su novio pero no por mucho tiempo y que como sus amigas le hacían burla pues ella era chaparrita y yo alto y decían que parecía mi bastón; ya era hora de dar por terminado el romance.

     Rosendo Magaña llegó a general y ocupó altos puestos directivos. Fue mi compañero de muchísimos exámenes de “cuatro en cuatro”: Islas Marroquín, López Atristáin, López Rodríguez, Magaña Barragán. Así, hermanadas por el miedo y ligadas por las primeras letras de sus apellidos estas cuatro almas de cadete navegaron durante seis años por el proceloso mar de los exámenes orales viajando de casi niños a hombres verdaderos. De bachilleres adolescentes a Mayores Médicos Cirujanos del ejército mexicano.

     Y no puedo seguir sin detenerme en el aquel entonces Jorge Teófilo Islas Marroquín; y digo el aquel entonces Jorge Teófilo porque hace poco me hizo saber como cosa importante que en 1980 se había quitado el “Teófilo” y era solamente “Jorge”. Porqué prefirió el nombre de un santo mata dragones al de un enamorado de Dios es cosa que un día de estos le voy a preguntar pues me acaban de decir que incursionó en la ¿“cienciología”? o en la ¿“dianética”? Esto, en un excelente general; neurólogo y neurofisiólogo con un muy lustroso doctorado en ciencias biomédicas; con la para mí más completa y equilibrada trayectoria tanto académica civil como castrense de todo el grupo, me parece sumamente interesante. No se si lo será para ustedes pero a mi me fascinan estas cosas misteriosas y más cuando suceden en un alma extraordinaria.

     Continuaré con los finales de tercer año pues  el asunto de las prácticas de campaña en Oaxaca sigue vigente.

     Ya después de Veracruz todo fue tren. En algún lugar se disminuía la velocidad y atendíamos a las ofertas de dulces y antojos de la población indígena. En algún otro paraje algún desventurado sacó la cabeza por la ventana y perdió el casco. No estoy seguro si fue Ibancovichi o Pulido. Lo he oído contar tantas veces por ambos que ya confundo al protagonista con el historiador pero dejaré que pase a tomar el puesto en mi narración un personaje extraordinario: Rodolfo Pulido Gómez.

     Cuando leo memorias de la Escuela Médico Militar ó del Hospital Central Militar a otros narradores, de otros años, siento algo difícil de explicar. Sé que son hermanos todos los que ahí aparecen aunque sus nombres muchas veces me son desconocidos y sus apodos me parecen sin gracia por no poderlos correlacionar. Incluso me parecen usurpadores y no merecedores de la gloria que yo conocí y viví con los que me fueron cercanos.

     He pensado mucho en esto desde antes de escribir este libro. Sé que hay miles de anécdotas que desconozco, cientos o miles de nombres que merecen ser dichos, que lo que a mi me parece tierno o jocoso a otros les puede parecer chocante, soso y ajeno… como me sucede a veces a mi con lo que otros cuentan.

     Creo que esto es inevitable por la gran intensidad con que se vive la carrera a tal grado que pareciera que la Escuela Médico Militar y el Hospital Central Militar nacen con uno y mueren con uno.

     Quisiera de todo corazón que mis compañeros se volviesen cercanos para todo quien esto lea y que se les llegue a querer como los quiero yo. Que mis recuerdos no causen extrañeza ni disgusto alguno. Que si yerro en algunos datos se me dé el crédito de la libertad y de la fantasía literaria.

     Espero que Rodolfo  los cautive como me cautivó a mí desde que lo conocí en las  frías y embozadas mañanas de los exámenes de admisión… y como él, todos los demás.

     Su fácil charla y sonrisa en un rostro de nariz aguileña y cuerpo nalgón le daban enorme éxito entre las chicas y amistad rápida entre los jóvenes. Fue el primer amigo que hice bajo los techos y entre las paredes de nuestra Escuela cuando lo único que teníamos en común era un sueño, el de ser médicos militares. Pero como ‘estamos hechos de la misma materia que nuestros sueños’ conectamos bien y rápido.

     Esta frase de Shakespeare podría haber sido el punto inicial del psicoanálisis con tres siglos de anticipación; pero William se refería, creo yo, a los sueños estando despierto.

     No todos los que soñaban con ser médicos militares soñaban con lo que Pulido y yo soñábamos por eso no con cualquiera hicimos amistad esos días pero ya como cadetes encontramos en todos nosotros ese romanticismo de acero, ese anhelo de anarquía organizada, esa búsqueda de la felicidad a través de la obra. Esa alma de cadete que nos identificó plenamente a unos con otros.

     Rodolfo pulido siempre fue dulce, bueno y competente. Hoy en día es un estupendo urólogo y una garantía de calor humano donde quiera que estemos reunidos.

     Siento que entre aquellas frías mañanas de enero de l955 y estas lluviosas tardes de septiembre del 2009 el tiempo no ha transcurrido entre él y yo. Este risueño y anecdótico inquisidor todavía intercambia preguntas y conocimientos conmigo como si estuviéramos a punto de entrar a un examen. En el último desayuno en que estuvimos juntos me puso a parir preguntándome acerca del efecto que tienen en los ojos ciertos medicamentos usados para aliviar la hipertrofia benigna de la próstata ¡háganme el chingado favor!... afortunadamente cuando ya César Miranda estaba entrando al quite se me prendió el foco y recordé algo al respecto que me sacó del apuro.

     Ya estoy valorando y sopesando la conveniencia de buscar y actualizar mis últimos ‘Year Book of Ophthalmology’ y pedir prestados los últimos de Urología. Para estudiarlos y llevarlos bajo el brazo cuando vaya a las pachangas donde esté Pulido.

     Este otro gran amigo: César Miranda Acevedo, sobrino de grandes luminarias del clero y de la política mexicana cuando él era muy joven (un cardenal, un secretario de estado) pudo y supo disfrutar de tales beneficios pero también sufrirlos.

     Logró el permiso para irse a especializar a Estados Unidos y regresar hecho un gran gineco obstetra experto en oncología y enfermedades mamarias así como conquistar el grado de general aunque también algunas puertas se le fueron cerrando después, empujadas por la envidia de quienes no gozaron de tanto privilegio.

     Se habrán dado cuenta mis lectores de cuan numerosas referencias he hecho del grado de general y es que nuestra generación estuvo llena de ellos. Muy tempranamente, cuando era lo normal tener dos o tres generales en una generación, en la nuestra ya había ocho.

     Ahora son tantos que los pocos que nos retiramos tempranamente con el grado de ‘mayor’ (los que solamente llegamos a “policías” como dice entre sonrisas Ernesto Calderón) casi nos sentimos la elite del grupo.

     Uno de estos ‘policías’ fue, sorpresivamente, Eugenio Turrent, quien ocupó el puesto ni más ni menos que de sargento primero de la compañía en quinto año. Puesto que sólo se otorgaba a cadetes con fuerte personalidad castrense. Eugenio no siguió desarrollando esta personalidad en el seno del instituto armado pero, habiéndose licenciado tempranamente, sí la siguió usando, con toda seguridad, en el medio civil ya que en el sector salud ocupó muy altos puestos de mando que exigían gran  responsabilidad y disciplina.

     Miranda era de los que, al abandonar el camastro, en las madrugadas, bajo las notas de la banda de guerra rumbo a la explanada; entonaba por lo bajo alguna canción seguramente relacionada con la última chica de sus amores.

     Dormía en el cuarto contiguo al mío, baño de por medio con cuatro lavabos, un excusado y una regadera para ocho cadetes y me causaba impresión la enorme diferencia de sus despertares con los de Ramiro García Reyes quien dormía en mi cuarto y despertaba con un humor de la puta madre. Con los años he venido a reconocer la también enorme diferencia que hubo entre la infancia y adolescencia de uno y otro incluyendo la temprana muerte del papá de Ramiro poco antes de su ingreso a la Escuela Médico Militar.

      Ambos se especializaron en Estados Unidos cuando que en aquel tiempo desconocían casi por completo el Inglés y ambos me siguen honrando a través de los años con su  amistad y confianza.

     De Ramiro ya hablé al principio de este libro pero quiero rendirle honores por haber tenido el valor de separarse del ejército cuando, ya sobradamente cumplido su contrato, se le negaba una y otra vez dicha separación y no podía él satisfacer su ansia de perfeccionamiento y terminación de su especialización en urología y transplantes en Estados Unidos.

     Sé de buena fuente que su locker en una de las grandes e importantes universidades por las que pasó fue el de Christian Barnard. Aquel legendario cirujano pionero sudafricano de los transplantes cardiacos y cuyo locker no se le daba a cualquier pendejo. Ostentaba éste una placa  con el nombre de aquel insigne cardiólogo que a fines de los sesentas conmovió al mundo llevando a cabo el primer transplante exitoso de corazón.

     En estos lugares decidió Ramiro abrevar su enorme caudal de conocimientos y perfeccionar la extraordinaria facilidad quirúrgica que siempre lo caracterizó.

     Ramiro nunca se andaba con mamadas.

     Sin haberes, sin clientela, con esposa, madre viuda y dos hijas niñas todavía se lanzó a la aventura de la vida y la perfección buscando la felicidad y el significado de su vida a través de su obra.

     Mucho hemos comentado él y yo la similitud que tuvo su decisión migratoria con las que tomaron su padre y el mío cuando rompieron lazos y abandonaron querencias para lanzarse a la vida y a la conquista de sus sueños. Su padre abandonado un paupérrimo pueblo de Michoacán y el mío uno similar en la España árida y profunda del norte castellano.

     Se nos quedó allá Ramiro. Abrió una muy exitosa clínica en Arizona donde trabajó cerca de treinta años prestigiando la imagen del médico militar mexicano y ahora descansa junto a una muy hermosa familia en California pero su alma de cadete está presente entre nosotros a través de sus viajes esporádicos y su abundante e inspiradora correspondencia.

       Ramiro y Gizaw viven en Estados Unidos, sin embargo las almas y corazones de aquellos dos cadetes imparables para quienes el mundo les ha quedado pequeño, siguen palpitando entre nosotros.

     …Y de las prácticas en el Istmo ¿qué?... ¿qué desmadre es éste Lopillos?... ¡carajo!... basta que uno de tus compañeros pierda el casco para que tú pierdas el hilo de la narración.
u vida a través de su obra.

     Mucho hemos comentado él y yo la similitud que tuvo su decisión migratoria con las que tomaron su padre y el mío cuando rompieron lazos y abandonaron querencias para lanzarse a la vida y a la conquista de sus sueños. Su padre abandonado un paupérrimo pueblo de Michoacán y el mío uno similar en la España árida y profunda del norte castellano.

     Se nos quedó allá Ramiro. Abrió una muy exitosa clínica en Arizona donde trabajó cerca de treinta años prestigiando la imagen del médico militar mexicano y ahora descansa junto a una muy hermosa familia en California pero su alma de cadete está presente entre nosotros a través de sus viajes esporádicos y su abundante e inspiradora correspondencia.

       Ramiro y Gizaw viven en Estados Unidos, sin embargo las almas y corazones de aquellos dos cadetes imparables para quienes el mundo les ha quedado pequeño, siguen palpitando entre nosotros.


     …Y de las prácticas en el Istmo ¿qué?... ¿qué desmadre es éste Lopillos?... ¡carajo!... basta que uno de tus compañeros pierda el casco para que tú pierdas el hilo de la narración.

Pues llegamos a Juchitán...