"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

lunes, 23 de noviembre de 2015

Alma de Cadete (Parte 24: EL DESENLACE)

   Mi tesis no fue tal; fue ‘nuestra tesis’ pues mi generación fue la primera en la historia de la Escuela en hacerla en conjunto. Versó sobre un tema psiquiátrico relacionado con la delincuencia juvenil y volvió a fortalecerse nuestra interacción trabajando en el Tribunal de Menores.

     Decididamente fuimos una generación sumamente interactiva e innovadora sin casi darnos cuenta, sin aspavientos. La revista, el equipo de futbol, la tesis colectiva, son muestras de nuestra gran armonía y capacidad de logros en conjunto.

     Decididamente nos quisimos y entendimos desde cadetes aunque a veces no lo pareciese.

     Hubo sólo tres veces durante la carrera en que llegué a las manos con un compañero ó tuve ganas de hacerlo.

     Una vez fue con  el muy callado, serio y estudioso Ramiro García Reyes.

      La cosa fue así:

      Llegamos Eliseo, Elpidio y yo un poco alegres después de una salida a bailar (me gustaba el danzón) y a echarnos unos tragos. Al entrar al cuarto vimos a Ramiro tan dormido, tan bien portadito, integrado al camastro de tal manera que casi ni se notaba que hubiera alguien ahí... que Eliseo, quien siempre gustó de los alardes, propuso que le quitáramos el bigote y rastrillo en mano ya nos disponíamos a intentarlo cuando el atacado brincó como un resorte y se puso de pie tirando golpes a en todas direcciones. Yo estiré un puño con tan mala suerte que le pegué en un ojo. Se detuvo el pleito y nos pusimos a dormir. Estoy seguro que Ramiro no se dio cuenta de que tenía el ojo morado hasta la mañana siguiente pues estaba muy enojado y en la formación de lista de diana me dijo por lo bajo:

     ---- Venancio: acabando, te espero en el gimnasio.

     En el gimnasio por poco y me noquea con un golpe certero en la punta del mentón y mientras me equilibraba me sacó el mole. No se le notaban ganas de terminar hasta no ponerme un ojo morado y así joderme también el ya muy cercano baile de pasantes al cual nadie iría, jamás, con un ojo a la funerala.

      Pedí paz y me la concedió.

     Así es Ramiro, orgullosos y entrón pero justo.

     Siempre he dicho que si te vas a echar un enemigo, busca que sea hombre y no mujer. Con un hombre te partes la madre y ahí muere todo pero a una mujer enemiga no te la acabas nunca.

     El segundo asunto en que tuve que aguantarme para no llegar a las manos fue por la insistencia de Baldomero Sánchez en estar, mientras estudiábamos, golpeando rítmicamente con su lápiz la pata de una mesa de madera mientras escuchaba en su radio corridos tamaulipecos. Estábamos en un área destinada al estudio y él no hacia caso de mi solicitud de silencio. Cómo fue que me aguanté, no lo sé, desde luego no fue por miedo pues Balo no era precisamente de quienes lo metían. Delgadito, con su elegante bigote y su trato fino ligeramente ausente, no era gente de agresividad física, aunque sí intelectual. Creo que me venció al estilo Gandhi con su resistencia pasiva. Me fui no con la música sino con mi silencio a otra parte y nunca más quise estudiar en  territorios frecuentados por Baldomero.

     La tercera y última vez recuerdo haberme ido sobre Héctor Fregoso blandiendo un taco de billar cogido por la punta, dispuesto a descargar la parte ancha sobre su cabeza. Héctor tenía un modo de reír que me crispaba alguna fibra oculta de mis enojos y de esa vez no recuerdo nada más que estábamos jugando billar y el empezó a reírse de mí. Alguien me detuvo y aquella nube roja que yo veía delante de mis ojos se disipó. Dos veces nada más en mi vida me ha sucedido eso de la nube roja y afortunadamente no pasó a mayores en ninguna de las dos.

     La primera nube roja me pasó durante una manejada por el Paseo de la Reforma en que cuatro cabroncetes desde un convertible empezaron a ofenderme y a chulear a mi novia. Cuando me di cuenta estaba parado junto a ellos retándolos a golpes arriesgándome a una paliza brutal ya que mi nube roja no me dejaba recordar mi absoluta falta de preparación en esos asuntos.

     Por ese y muchos otros incidentes fue que me metí al Tae Kwon Do. Desde entonces no me he vuelto a dar de golpes con nadie ni me ha aparecido la nube roja ni tengo sueños violentos.

     Lo recomiendo ampliamente como terapia para todos esos hijos o nietos que se andan metiendo en líos.

     Debo hacer notar que Ramiro García Reyes, Baldomero Sánchez López y Héctor Fregoso Tovar son hoy en día mis amigos y compañeros tan cercanos que en estos últimos quince días han estado en contacto conmigo por lo menos tres veces cada uno ya sea de modo personal , telefónico o por correo electrónico.

     Así es el alma de cadete… así es el abarrote… como dice esa mi gran y querida amiga… mi esposa; con quien también las relaciones tuvieron que pasar por duro crisol para dejar, finalmente, oro puro en el rescoldo.

     El uniforme… el coche… la tesis… el mando… las mujeres… el sueldo. Brutal entrada en el mundo fascinante del hombre que dejó de ser adolescente sin darse cuenta.

     El año l946 en aquellos pueblos de España; de su verano y aquellas aulas de hermanos maristas donde repetí el cuarto año de primaria y me empecé a sacar primeros lugares al sentirme importante por el amor que se profesaba a lo mexicano… me veían en el chaleco el escudo del Colegio México y los niños me hacían preguntas bien intencionadas y cariñosas acerca de los símbolos en él representados. Aquel año, junto con el 1960 de mi sexto año de carrera. Han sido años en que no recuerdo pena alguna.

     Aquí quiero hacer una reflexión acerca de la felicidad.

     Le preguntaron cuando ya tenía más de noventa años de edad al califa Abderramán tercero; Gran Califa de Córdoba en tiempos en que era el mas grande y hermoso califato del mundo árabe; cuántos días felices recordaba haber tenido en su vida él, que era sumamente, rico, culto, poderoso y querido.

     Abderramán lo pensó largamente unos días y contestó que sólo trece.

     Yo me chingo a Abderramán tercero. Puedo asegurar que he sido feliz dos años completos y tendría que hacer muchas sumas más todavía.

     Ese sexto año era un ir y venir exultante. Las clases de aula eran pocas en comparación con las idas y venidas a lugares muy interesantes relacionados con las materias que se estudiaron.

     Aparte del Hospital de La Raza y El Colegio Militar, íbamos a las instalaciones de Geografía y Estadística, de la IBM, de algún centro de salud en Tlaxcala, al mercado de Sonora, al rastro de Ferrería y ya no recuerdo a cuántos lugares más en alegre, interesado y estudioso tropel.

     Todavía conocí el sistema de cómputo con tarjetas perforadas en alguna oficina gubernamental, los enormes aparatos de computación en salas refrigeradas de la IBM, los primeros transistores mostrados como joyas en urnas de vidrio marcando la desaparición del bulbo en los radios y en la televisión todavía incipiente.

     Visitamos colonias perdidas y conocimos los basureros de Santa Fe, ahora zonas de lujo inenarrable y en fin, tantas cosas de las que ya no quiero hablar detenidamente pues no quiero caer en ese síndrome senil de ir desglosando con triste deleite cómo eran antes las cosas.

     Algo que me dejó huella importante en mi formación espiritual y psicológica--- ¿dónde termina una y empieza la otra?--- fue el rastro de aves, el cual quiero describir para darle fuerza a mi reflexión.

     Los camiones, pletóricos de gallinas en proceso de asfixia descargaban en los andenes por los que discurría larga y alta cadena provista de ganchos cada veinte o treinta centímetros en los cuales se enganchaban las patas de los animales que iban siendo sacados metódica y parsimoniosamente de los huacales.

     Así, aleteando boca abajo y boqueando, iban transitando su camino hacia la muerte a través de un largo recorrido junto a las altas paredes de aquel enorme centro de sacrificio donde, de dos en dos, espaciados por poco más de un metro entre sí se hallaban sentados don matarifes armados de un cuchillito que introducían hábilmente por la boca, hacia el cerebro, después de, con la mano libre, haberle tomado y abierto el pico maniobrando en sus comisuras, rápida y eficazmente.

     Eran dos para que no pasara ninguna gallina viva por el alto túnel que desembocaba en las pilastras de agua hirviendo a donde bajaban y se sumergían las cadenas con su, todavía muchas veces aleteando, sangrienta carga.

     Más adelante y ya puesto a punto el plumaje, mojado y caliente, pasaba la cadena con su carga itinerante y dantesca entre dos largas hileras de rodillos giratorios con aspas flexibles que a rápidos y monótonos chicotazos desplumaban a las gallinas.

     A veces, cuando veo cuerpos humanos semidesnudos desplazándose por sus carriles en competencias natatorias me he acordado de el rastro de aves de ferrería y he pensado en los misterios de la vida y de la muerte mientras escucho gritos y algarabía por algún nuevo record implantado.

     Nunca mejor aplicado el conocido término de “la cadena alimenticia”.

     Es ocioso describir la continuación del proceso hasta llegar a lo que se supone que debíamos aprender y que era el control sanitario de la carne y las vísceras antes de ser empacados y refrigerados.

     Para mi la gran enseñanza de esa visita fue el descubrir que la supuesta crueldad es la misma en el rastro de Ferrería que en el campo en que se siega el trigo o en el agujero en que los cuerpos humanos son devorados por los gusanos. Que el miedo a la muerte sólo es cuestión de matices y de aspectos y que los mismos cadáveres aparecen en las segadoras de Millet o de Gaugin, que en el buey desollado ó la lección de anatomía de Rembrandt.

     Hay un fragmento conmovedor de la novela “Opus Nigrum” de Marguerite Yourcenar en que habla de las últimas reflexiones de Zenón antes de suicidarse para no morir quemado en la hoguera y describe cómo le dan ganas de defecar… y lo hace en el piso frío y húmedo de su celda… y como aquella masa humeante y maloliente lo conmueve.

     Esta descripción de la relación íntima, intensa, y persistente que hay entre la muerte, la putrefacción y la vida es uno de los pasajes más hermosos que haya leído en la literatura universal.

     Mucho aprendí de ese sexto año a través de materias ya más relacionadas con la salud pública que con la individual. Bellos títulos tales como: ‘Medicina Social’, ‘Saneamiento del Medio Militar y Civil’, ‘Higiene Materno Infantil’ fueron apareciendo corolados de altas calificaciones en mis boletas respectivas.

     Habían pasado seis años desde aquel ‘uno’ en anatomía hasta estos nueves y dieces.

     Había pasado mi adolescencia e iniciaba mi juventud en compañía de otras veinticuatro poderosas almas de cadete que conmigo habían atravesado el Estigia proceloso de seis años de práctica y estudio, a bordo de la barca de Caronte, que fue nuestra Escuela; transformando el espantable Hades, golpe a golpe, en un paraíso lleno de oportunidades y satisfacciones

     A estas veinticinco almas, sobrevivientes de las treinta y tres iniciales se nos sumaron tres.

     Veintiocho formamos nuestra generación histórica que al momento de estarse escribiendo esto estamos a punto de cumplir cincuenta años de recibidos.

     Vaya éste escrito como muestra de amor y agradecimiento para todos.


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