"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

jueves, 23 de mayo de 2019

Alma en Tránsito Capítulo 37: Vivir no es sólo existir... es morir en la moto


37

VIVIR  NO  ES  SÓLO  EXISTIR
…ES MORIR  EN  LA  MOTO


     El servicio de Oftalmología del Español era un servicio con dos cabezas, y eso de los servicios bicéfalos siempre ha sido disfuncional.

     Decía mi padre, con ese su sentido del humor celta excelente, que para que un negocio funcionara bien debía tener tres patrones: uno al frente, otro enfermo y el tercero de viaje.

     El médico viejo buena onda y el viejo nefasto no se llevaban bien, no se comunicaban …pero eran igual de jefes.

     Oftalmología no se fue para arriba al levantarse el gran edificio hospitalario conocido como la “Unidad Pablo Diez” (famoso benefactor, paisano leonés) porque nunca estuvo uno de ellos peleando por: médicos, equipo y todo tipo de prebendas como lo hicieron Parás para Cardiología, Álvarez Bravo para Ginecología y Obstetricia, Matute para Gastro, Pino para Ortopedia, Azcárate para Otorrino y todos, todos los jefes de servicio que pelearon, prepararon y mejoraron su territorio en aquél nuevo magnífico hospital que, cuando yo me presenté en las instalaciones viejas para hacer mi solicitud de trabajo, apenas era un dibujo de enormes líneas blancas trazadas con cal en el piso.

     Tuvieron que pasar muchos años; mucha agua pasó por debajo de ese molino para que las cosas cambiaran y para entonces yo ya no era uno de los molineros …de hecho ya no había ninguno de aquellos junto a los cuales fui moliendo el trigo con que amasé poco a poco, en aquel tiempo, el bendito pan de mi profesión esponjado con la levadura de tan noble especialidad.

     Ese oftalmólogo gallego como ya te dije, me convenció de que yo era especial y de que estaría mejor sólo dando consulta que asociado con otros (que no fueran él).

     Recordé lo que me había dicho mi padre acerca de montar consultorio en casa e hice la prueba.

     Puse  consultorio también en mi casa.

     ¡Puta madre! Se fue para arriba como la espuma.

     Puse un letrerazo, no …dos letreros …uno enorme en una barda de la avenida Montevideo, la más importante de Lindavista, todo negro pero con unas letras blancas de a metro cada una que decían “OCULISTA” (me encabronaba la palabrita, pero no cabía de buen tamaño la de: “oftalmólogo”. Además ésta no era bien conocida por el pópulo; algunos creían que ser oculista era algo como ser “dentista”’, no médico “como todos”. Se hacían …y se hacen bolas aún con eso de: “oculista”, “optometrista” y “oftalmólogo” …apenas me estoy dejando de encabronar por ello) y debajo de ella, a todo lo largo, una enorme flecha que apuntaba hacia la esquina como diciendo “ahí está”, a la vueltecita . Sobre la puerta de mi garage puse otro mucho más discreto y aún así me avergonzaba un poco pues tenía mi nombre y estaba en mi casa; como que me sentía  “oftalmólogo prostituto” (“se vende oftalmólogo”).

     Y menos mal que me decidí a todo esto de los anuncios ya que la competencia, aunque escasa, era tremenda, con programas de radio de treinta minutos cada uno dos veces al día y anuncios en la estación radiofónica que daba (¿todavía la dará?) la hora minuto a minuto. Cada minuto se escuchaba el nombre y datos de la competencia, cada minuto durante las veinticuatro horas del día, un mil cuatrocientas cuarenta y cuatro veces al día.

     Los pronósticos de mi padre se cumplieron de nuevo.

     Llegaba yo del campo militar  (era un rato delicioso manejar escuchando a “Tres Patines” durante escasa media hora sin tener que ver enfermos) …y ya había pacientes sentados a la mesa comiéndose una sopita mientras yo no estaba. No se iba ni uno.

     Poco a poco fui dejando todo por aquel consultorio.

     Fue como un regalo de Dios, pero como decimos entre padrinos y ahijados en el mundo de las adicciones: “ten cuidado con lo que le pides a Dios, porque capaz que te lo cumple”.

     En aquellos dos o tres años entre l965 y l967 mi vida diaria se desplazaba vertiginosamente desde Lindavista hasta los rumbos del aeropuerto donde trabajé como oftalmólogo en el hospital infantil de San Juan de Aragón, pasando por el Hospital Central Militar a donde iba para mantenerme actualizado y seguirme perfeccionando, el Campo Militar, el Sanatorio Español, el consultorio de Tacuba y el de Polanco. Además tenía que llevar y traer pedidos de anteojos, medicamentos, acudir a cursos (fui durante años y años a cursos y más cursos) y atender mis obligaciones como supuesto buen padre de familia e hijo cariñoso y considerado.

     Estas idas y venidas llegaron a ser más adelante tan conflictivas por las obras del Circuito Interior que se iniciaron en lo que era Cuitláhuac y Jacarandas (mis vías normales para el Español y el Militar desde Lindavista) que tuve que aprender a andar en motocicleta.

     Tenía, como ves, mi trabajo del Hospital Español, de la Segunda Compañía de Sanidad en el Campo Militar Número Uno, el consultorio de Polanco, otro que abrí con el oftalmólogo de marras del Español en la calzada México Tacuba y una chamba como oftalmólogo en el Hospital Infantil de San Juan de Aragón a la cual acudí muchos meses por no fallarle a un querido maestro, director del mismo, quien me invitó, pero a la que acabé por renunciar sin haber cobrado jamás un centavo, aunque, eso sí, teniendo que checar tarjeta con un pendejo sombrerudo que se sentía dueño del hospital desde su pinche caseta.

     Insisto mucho en esto del trabajo excesivo porque fue causa importante de mi caída en los psico estimulantes. Creía firmemente en aquel poema de Gregorio Marañón, médico, pensador, escritor y poeta madrileño, quien escribía:

                                 “Vivir no es sólo existir
                                  sino existir y crear,
                                  saber gozar y sufrir
                                  y no dormir sin soñar.
                                  Descansar …es empezar a morir”

     Igual andaba volando con mi “carabela” amarilla, motocicleta chafa de repartidor con la que aprendí (me costó doce mil pesos nuevecita, de agencia …bueno …de juguetería o de mueblería, ya no me acuerdo dónde las vendían, y tenía una calamidad de motor de dos tiempos _de esos que hacen taca taca taca taca_ con una sola bujía que se le empapaba de aceite a cada rato y cuya máquina sonaba como cuando le jalas el agua a un excusado de esos antiguos de caja alta y cadena larga) como igual volaba poco después con una BMW 900 de poca madre, negra con plateado y con dos Hondas padrísimas, una “500” guinda y años después con otra Goldwing 1100 verde pasto, con maletas, que pesaba más de 500 kilos.

     Con esta moto, muchos años después, me estrellé una noche contra un poste en pleno Paseo de la Reforma al cerrárseme y aventarme contra el camellón un taxista envidioso de mi moto y de mi chava, dando  por terminado con esto mis ardores motocicleteros. Ni ella ni yo llevábamos casco …¡Cómo! ¡¿Presumir nuestros palmitos con las caras tapadas?! Asun, mi esposa, quien era mi “chava” en aquel entonces , quedó inconsciente tirada en la banqueta y yo, chorreando sangre con la nariz y un pómulo rotos y vidrios de los anteojos amarillos (bien padrotes ¿no? dizque para manejo nocturno) clavados en la piel cabelluda (que sangra un chingo), medio encuerado pues me había quitado la camisa para limpiar la sangre de mi cara; no sabía si levantarla a ella o a la moto que derramaba gasolina con peligro de incendiarse, explotar y matarnos a los dos.

     Una pareja joven nos ayudó. Mientras él y yo levantábamos aquella moto que pesaba más que una vaca, ella reconfortaba a Asun, que ya comenzaba a decir ..¿on toy? y a mover brazos y piernas …gracias a Dios.

     Asun no murió, como supondrán, y algo después me regaló una motocicletita de unos cuantos centímetros que adornó mi buró unos años hasta que se me quitó por completo la afición por las motos …pero no el amor por ellas.

     Pocas cosas hay que me hagan detener o voltear cuando camino por la calle como no sea una buena motocicleta subida en la banqueta. Las veo y las acaricio. Me encantan.

     Una motocicleta grande y hermosa parada junto a un portón vetusto de madera en Coyoacán, con el fondo de una barda de piedra coronada de bugambilia, me parece que podría ser un poster perfecto para anunciar la entrada al paraíso.
    
     Eran tantas las prisas que a veces me sorprendía jalando el agua del excusado al  sentarme a cagar antes de haber comenzado.

     Pensar en que algún día llegaría a ser un ciudadano que contara con tiempo de llevar su ropa a la tintorería (no tenía que hacerlo, pero me parecía una bonita idea) me parecía una quimera.