"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

jueves, 27 de septiembre de 2018

Alma en Tránsito Capítulo 19: Operando en los asilos


19

OPERANDO  EN  LOS  ASILOS


     Ese oftalmólogo maduro que ya iba  de salida se apellidaba Ruiz Ramón. Tenía más de cuarenta años, era teniente coronel oftalmólogo y llegó de improviso al servicio de Oftalmología del Hospital Militar desde quién sabe donde.

     Yo estaba haciendo mi cuarto año de residencia y también mi especialidad  de un modo bastante “sui generis” en mis ratos libres.

     Fue de esas amistades espontáneas y rápidas entre el profesionista joven y el maduro que se dan sin darse uno cuenta.

     Prefería este colega la consulta externa al trabajo de sala y quirófano pues, según él, llegaban pacientes guapas y bien vestidas, cosa que raramente sucedía ya más adentro del hospital. Le encantaba la fotografía y le gustaba fotografiar personas, en especial si eran damas complacientes que aceptaran desvestirse para él, y gracias a este hobby me ayudó gustoso a tomar fotos de libros para mis presentaciones (en aquellos años era una bronca tomar fotografías de libros con grandes acercamientos pero él lo sabía hacer).

     Una tarde, tomando fotos del fondo del ojo (en libros, por supuesto; aún no había cámaras para tomarlas en vivo) me dijo:

     ---- No se lo diga a nadie, pero odio la Oftalmología.

     De esto hace ya casi cincuenta años y es la primera vez que lo digo; ¿me perdonará por esta vez doctor Ruiz Ramón?; total, es para ensalzarlo hablando bien de usted.

     Nunca supe por qué se dedicó a tal especialidad. Lo que le gustaba era: leer en ruso y las mujeres. Los años más felices de su vida fueron como médico joven en una unidad de tropa en que por algún motivo había vagones viejos de ferrocarril a los cuales gustaba de treparse y, acostado encima de alguno de ellos, a pleno sol, estudiar libros para aprender la lengua rusa.

     Tenía una chamba oficial, aparte del ejército, como  médico de dos asilos de ancianos de la Secretaría de Salubridad; uno por Azcapotzalco y otro por La Villa de Guadalupe. Nunca supe que tuviera consultorio privado y una vez me confesó todo emocionado que había pasado una prueba dificilísima que lo llenaba de fortaleza y autoestima.

     Consistió la prueba en hacer una solicitud para un empleo de no sé que madres, algo muy ajeno a la Medicina (creo que de conserje de un edificio o jefe de botones, o algo así). Al concedérsele el empleo  renunció a él …es más ni lo inició. Le bastaba saber que podría ganarse la vida todavía, cuando él quisiera, …lejos de la Oftalmología.

     Tal vez acabó por hacerlo pues un par de años después de que lo conocí desapareció para siempre. Fue el único oftalmólogo militar supuestamente con vida a quien jamás pudo localizar la Sociedad de Oftalmólogos Militares ni ninguno de sus allegados.

     Yo siempre añoré el ejercicio de la medicina y cirugía generales y me hubiera gustado tener un consultorito modesto para tal efecto, pero jamás odié a la Oftalmología, a la que considero, pésele a quien le pese, la reina de las especialidades.

     Me encanta ser todavía solicitado para curar catarros, diarreas y torceduras de la familia.

     Las cataratas que operé para aprender a hacerlo no fueron del Hospital Militar sino de esos asilos donde Conchi, mi primera esposa (a quien enseñé e hice mi ayudante) y yo llegábamos de noche con el coche cargado de instrumentos, suturas, jabón, material de quirófano, palanganas y fuentes luminosas para operar en la mesa de la cocina a algún viejito o viejita que yo había escogido desde en la mañana pasando visita con Ruiz Ramón.

     Las condiciones de aquellos asilos eran de gran pobreza y desaseo. Tanto, que una de esas noches al limpiar la cara de una anciana antes de operarla creí que sufría de alguna enfermedad pigmentaria de la piel y no eran más que cuajarones de mugre.

     Era patético ver a los ancianitos arrimados a las paredes, alguno de ellos con su pequeño radio de pilas amarrado a la muñeca con un mecate, tomando el sol o simplemente aislándose de los demás; sumidos en sus pensamientos, encorvados y limpiándose la saliva con algún trapito sucio y arrugado.

     Eso de los asilos llenos de ancianos enloquecidos con demencias agitadas que nos ponen en las películas no corresponde a la realidad. Los asilos de ancianos eran …y son, lugares tristes y silenciosos.

     A las dos semanas les quitaba puntos y al mes les ponía unos cristalazos con doce dioptrías de aumento, que era lo que en promedio correspondía al poder óptico que tenía el cristalino extraído y, por supuesto, no sustituído con un maravilloso lente intraocular como se hace hoy en día.

     La cirugía se ha vuelto muchos menos mutilante y mucho más reconstructiva.

     Estas gafas yo las compraba muy baratas en el centro de la ciudad, ya hechas, por una de esas ópticas antiguas que todavía se ven anunciándose como “hospital de anteojos”.

     Así aprendí a graduar lentes y a operar cataratas, a la sombra de un tipazo que odiaba la oftalmología. Creo que más del cincuenta por ciento de todo lo que he ganado en el ejercicio de la especialidad ha sido a través de esos dos rubros.

     No fue de mis compañeros maestros “electrónicos”, no fue de los “cinta negra” del servicio de Oftalmología del Hospital Militar; fue de un “cinta menos que marrón” excelente pero a quien la falta de amor por su trabajo no lo hizo encumbrarse por sobre todos los demás …que pudo haberlo hecho fácilmente con tan sólo ese ingrediente: el amor por su trabajo.

     Casos cercanos a mi vida de personajes como Ruiz Ramón me
mostraron lo interesante que es la vida misteriosa no nada más en las novelas.



miércoles, 5 de septiembre de 2018

Alma en Tránsito Capítulo 18: La droga y la escritura


18

LA  DROGA  Y  LA  ESCRITURA


     Como oftalmólogo novato, sin apoyo de otros, me estrené a partir de enero de 1965, recién terminada mi residencia y especialización, en el Servicio Médico de la Secretaría de la Defensa Nacional, poco antes de ser transferido a la Segunda Compañía de Sanidad Militar. Fue una experiencia inenarrable de soledad y compromiso que no sentía desde que di mi primera consulta privada a domicilio siendo pasante, una noche de guardia en el Sanatorio Durango.

     Esa primera consulta a domicilio fue la también la primera que cobré en mi vida. Fueron veinte pesos y ese billete puesto en mi mano por la hija de la paciente aquella noche en un departamento modesto de la Colonia Condesa jamás lo podré olvidar. Fue un espaldarazo en que se me concedía algo así como “el grado de caballero de la legión de honor de la libre profesión”.

     Fue una noche en que se le solicitó un médico a domicilio al Sanatorio Durango y se me indicó que fuera y cobrara la consulta conforme mi criterio (pero no más de cincuenta pesos).

     Era un edificio como tantos de esa colonia,  ahí por las calles de Salamanca, en un oscuro segundo piso. La viejita enferma tenía un cáncer de hígado con insuficiencia hepática …gracias a Dios pues la insuficiencia de este maravilloso órgano sume a quien la sufre en un delicioso sopor del que no sale hasta que muere. Es una de las muertes que, de no ser la fulminante como la de mi padre, o por fusilamiento, sería mi favorita si pudiera pedirle a Dios tamaño favor.

     La anciana tenía puesto un suero intravenoso y se le había tapado. Había que destaparlo o canalizarle otra vena. Su cuidadora, supuestamente enfermera, no lo había logrado y se confiaba en que yo lo pudiera hacer.
    
     En el maletín yo cargaba un montón de cosas, desde el estetoscopio hasta un tanquecito de oxígeno y laringoscopio con diferentes hojas y cánulas para intubación endotraqueal.

     Ya cuando rolé por las pediatrías me había hecho ducho (“le dijo la trucha al trucho: …te quiero mucho”) en disecar venitas de infantes en tan mala condición que pescarles una vena para pasarles un suero era misión imposible. Llegué a poner venoclisis urgentes en venas de la piel cabelluda y hasta en la dorsal del pene en pacientes sumamente desnutridos o muy quemados, pero mi fuerte era abrir piel en el brazo, localizar la vena, abrirla, meterle un catéter, dar un par de puntos …y listo, asunto arreglado en menos de cinco minutos …mucho menos que en canalizar una vena difícil como era el caso de comatosos con vasos colapsados u obesos con vasos perdidos entre la grasa.

     Así lo hice esa noche de la Condesa …y cobré veinte pesos.

     Los primeros de miles y millones que me iban a desmadrar la vida para siempre …bueno, no para siempre …ya te contaré más adelante …tal vez en otro libro porque  digo y repito sin cansarme: “no se mueve la hoja del árbol ni se escribe la página de un libro si no es por la voluntad de Dios”. 

     Ya como oftalmólogo en la Secretaría de la Defensa no cobraba las consultas, pero me sentía a todísima madre, con un consultorio bien equipado, limpio y con una enfermera bonita,  competente y atenta.

     Ahí aprendí el nombre de medicamentos oftalmológicos que me eran desconocidos, al ir viendo las anotaciones y prescripciones de quienes me habían precedido en el servicio, anotadas cuidadosamente en los expedientes, como siempre fue buena costumbre de los médicos militares desde nuestra carrera hospitalaria.

     Quien me había precedido era el famoso y querido “Jalapo” Miguel Hernández Ceballos, quien era un año mayor que yo y se había especializado en el Hospital General junto con David Gutiérrez, Alvarado Arreguín y Aveleyra. Los cuatro “electrónicos”, como les decía un oftalmólogo ya añoso que iba de salida y de quien después te quiero platicar pues era especial y dejó huella honda en mi vida a pesar de ser bastante menospreciado por los demás colegas.

     Estos cuatro “electrónicos” fueron los que se me adelantaron por pocas cabezas en mis intenciones de ser el único oftalmólogo joven estrella del Hospital Central Militar. Unos fueron mandados a provincia y otros se quedaron en el D.F. llegando incluso a tener junto conmigo un hermoso piso de consultorios en Polanco, del que también hablaré como parte bella y trascendente de mi vida.

    ¡Carajo! …ya se me están acumulando mucho los temas pendientes …a ver como le hago. …Total …hay tiempo de sobra por delante …y por papel y cinta ya no tengo que preocuparme desde que aprendí a escribir con esta maravilla de computadora portátil.

     Esta linda máquina ha hecho también obsoleta la famosa frase de Ernest Heminway: “el mueble más importante en el mobiliario de un escritor es el cesto de los papeles”

     ¿Cómo le habrán hecho tantos y tantos escritores que no gozaban de ella? ¿Cómo borrar pavadas? ¿Cómo tener algo limpio que presentar para su registro y publicación? ¿Cómo le hizo Malcolm Lowry para recordar y volver a escribir siete veces su novela: “Bajo el Volcán”, que tantas veces perdió en sus mega pedas? Tan admirable es la labor de este hombre extraordinario que Manolo, mi hermano mayor, se ha ido a las faldas de los volcanes para recorrer y conocer las cantinas que frecuentó este genio y donde fue escribiendo una y otra vez su obra maestra.

     Aunque parezca mentira no lo he leído, ni a él ni a Jack Kerouak …y tengo que hacerlo pues siempre sostuve que el genio no se refleja en la obra artística como es debido si se está alcoholizado o drogado (contra lo que se supone: Kerouak escribió su famoso y premiado “En el Camino” bajo el efecto del café solamente, sin alcohol ni drogas de por medio y sin computadora, en un enorme rollo de papel, en tan sólo tres semanas de inspirada sobriedad).

     Este asunto lo he tratado en muchas ocasiones con mis ahijados pintores, escultores, poetas, músicos, escritores y escultores (…como se da el alcoholismo y la drogadicción entre las almas sensibles) y siempre tengo que estar sobre de él porque salen a cado rato argumentos difíciles de rebatir.

     Te prometo que no me tardo en darme un agarrón con Lowry, pero tal vez a Kerouak lo deje para después ya que no tengo ganas de leer cosas escandalosas en estos momentos.

Alma en Tránsito Capítulo 17: La leche de la chata



17

LA  LECHE  DE  LA  CHATA


     El riesgo de muerte del que hablaba hace rato lo vine a comprender hasta hace menos de un año escuchando a mi compañero Héctor Fregoso contar lo que le sucedió siendo teniente coronel y director del Hospital Militar de Puebla cuando un día el Secretario de la Defensa lo ofendió de palabra y Héctor se le encaró. Esa misma noche recibió la notificación de suspensión como director de dicho hospital y órdenes de presentarse al batallón acantonado en Atoyac de Alvarez, sitio de la refriega constante y mortal con  Lucio Cabañas y su gente.

     Aún se da de santos  Fregoso de haber salido vivo de ahí (morían a montones de uno y otro bando) y haber conseguido darse de baja para seguir con su libre profesión y sus brillantes actividades como diputado por el estado de Puebla.

     Pues yo, en aquellos lejanos dos años de servicio en el ejército; últimos de mi vida castrense, un mediodía recibí órdenes provenientes del general Mazón de ir a dar consulta al familiar de una amistad de su mujer en casa del diablo y, aunque se ponía una campañola con chofer a mi disposición, me limité, malhumorado, a transferirle la orden a Alberto Gómez del Campo, compañero que estaba ese día de guardia para las visitas domiciliarias.

     Terminé mis dos horas de consulta obligatoria y me retiré para comer en casa y luego atender mi consulta privada vespertina.

     Alberto fue a la visita solicitada cuando terminó su turno respectivo, que era de dos horas a seguir del mío.

    Al día siguiente, llegando al Campo, me encontré con una boleta de arresto por cuarenta y ocho horas por no haber ido de inmediato a dar la susodicha consulta.

     Monté en justa cólera y me puse a teclear un acta por abuso de autoridad contra el comandante de la primera zona militar …me valía madre …¿Quién era él para andar despilfarrando los bienes de la nación consumiendo combustible y campañola así como tiempo de chofer y médico militares con pacientes no derecho habientes? ¡Qué!, ¿no había yo cumplido con las ordenanzas de rigor transmitiendo la orden por los conductos debidos al personal responsable de cumplirla? ¡Qué!, ¿los reglamentos podían pisotearse de esa manera?

     Cuando Don Rubén Rodríguez Carvajal, mi jefe en la Compañía, se percató de lo que yo estaba haciendo palideció y me sugirió; casi me suplicó, que no hiciera tamaña pendejada (yo estaba en mi derecho de hacerlo y nadie me podía ordenar que no lo hiciera).

     Coincidió conmigo en mi creencia de que en tiempo de paz era más de temerse un acta por abuso de autoridad que una por insubordinación (en tiempo de guerra la insubordinación causa pena de muerte con juicio sumario), pero me dijo que el único que estaba por arriba del general Mazón era el Secretario de la Defensa y que ése, si iba a chingar a alguien, iba a ser a mí.

     Creí que mi teniente coronel, Don Rubén, tenía miedo a represalias contra él (así era yo) y acepté su propuesta de cumplir las cuarenta y ocho horas sin salir de la enfermería (haciéndose él de la vista gorda) y no pasando la boleta a mi expediente (lo cual me valía madre pues yo ya estaba a punto de solicitar mi licencia ilimitada y los ascensos no figuraban en mis planes).

     Este buen y pacífico médico también me preguntó, más adelante, si estaba yo bien seguro de desear licenciarme. Si sabía lo que hacía.

     Siempre lo consideré, siendo yo joven, una persona pusilánime. Los años me han hecho verlo como un buen jefe atento a mi bienestar.

     Desde aquí le mando un reconocimiento cariñoso donde quiera que esté, mi querido protector. Tenga usted la seguridad de que lo guardo en el corazón con una fuerza emocionada que mi juventud e inexperiencia no me permitió sentir ni expresar a su debido tiempo.

      A estas alturas del libro me pongo a pensar en el aparente desperdicio de diez años de preparación para venir a desarrollar todas las pequeñas actividades hasta aquí relatadas, pero después del primer impacto vengo a recordar y considerar que durante estos dos años en filas también ejercí una medicina y cirugía de altos vuelos en el Hospital Español.

     Antes de pasar a esto déjenme beber hasta el fondo mi cáliz de amargura y resentimiento hacia esa nefasta ‘superioridad’.

    Los oficiales, jefes (como era mi caso) y generales, cobrábamos cada quincena, pero la tropa cada "quinta" (cinco días) y a éstos les pagaba no un pagador intendente sino el comandante de su unidad. Era casi constumbre que la tropa pidiera prestado y que al pago siguiente se le descontara lo prestado más los intereses, que eran proporcionalmente enormes; por ejemplo, de cien pesos prestados se les cobraban, además de éstos, otros veinte, lo cual venía siendo el veinte por ciento “a la quinta”. Esto era agio total y absoluto (más del uno por ciento mensual se consideraba agiotismo). Las únicas que eran más explotadas por el agio eran las "Marías", quienes por cada caja de chicles que vendían en las calles, la cual a ellas les costaba cien pesos, pagaban cinco de intereses, diariamente.

Claro está que los prestamistas de La Merced, a quienes traté y a uno de ellos vendí el rancho Jalapango, jugaban con cifras y porcentajes estratosféricos, pero que eran compensatorios tanto para los deudores como para ellos ante las enormes pérdidas que a veces enfrentaban.

     Si tú quieres comprar la carga de un camión  con diez toneladas de chiles que está llegando al D. F. en tiempo de demanda no te pones mucho a pensar en recibir o no un préstamo inmediato de varios cientos de miles de pesos con un veinte por ciento de interés diario si vas a chingarle  la mercancía al competidor y a ganar un ochenta por ciento el negociarlo al día siguiente …pero …¿una María? …¿un pobre soldado? Por eso acababan por desertar y meses después aparecían en otras unidades de estados lejanos a sabiendas de sus acreedores, quienes se sabían hacer de la vista gorda.

     A esos intereses que se embolsaban los comandantes sangrando a sus subalternos se les llamaba “la leche de la chata” y eran algo así como derecho institucional del que hasta con gracejo se hablaba en las unidades de tropa.

     Y …a otra cosa mariposa porque me estoy encabronando.