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OPERANDO
EN LOS ASILOS
Ese oftalmólogo maduro que ya iba de salida se apellidaba Ruiz Ramón. Tenía más
de cuarenta años, era teniente coronel oftalmólogo y llegó de improviso al
servicio de Oftalmología del Hospital Militar desde quién sabe donde.
Yo estaba haciendo mi cuarto año de
residencia y también mi especialidad de
un modo bastante “sui generis” en mis ratos libres.
Fue de esas amistades espontáneas y
rápidas entre el profesionista joven y el maduro que se dan sin darse uno cuenta.
Prefería este colega la consulta externa
al trabajo de sala y quirófano pues, según él, llegaban pacientes guapas y bien
vestidas, cosa que raramente sucedía ya más adentro del hospital. Le encantaba
la fotografía y le gustaba fotografiar personas, en especial si eran damas
complacientes que aceptaran desvestirse para él, y gracias a este hobby me
ayudó gustoso a tomar fotos de libros para mis presentaciones (en aquellos años
era una bronca tomar fotografías de libros con grandes acercamientos pero él lo
sabía hacer).
Una tarde, tomando fotos del fondo del ojo
(en libros, por supuesto; aún no había cámaras para tomarlas en vivo) me dijo:
---- No se lo diga a nadie, pero odio la
Oftalmología.
De esto hace ya casi cincuenta años y es
la primera vez que lo digo; ¿me perdonará por esta vez doctor Ruiz Ramón?;
total, es para ensalzarlo hablando bien de usted.
Nunca supe por qué se dedicó a tal
especialidad. Lo que le gustaba era: leer en ruso y las mujeres. Los años más
felices de su vida fueron como médico joven en una unidad de tropa en que por
algún motivo había vagones viejos de ferrocarril a los cuales gustaba de
treparse y, acostado encima de alguno de ellos, a pleno sol, estudiar libros
para aprender la lengua rusa.
Tenía una chamba oficial, aparte del
ejército, como médico de dos asilos de
ancianos de la Secretaría de Salubridad; uno por Azcapotzalco y otro por La
Villa de Guadalupe. Nunca supe que tuviera consultorio privado y una vez me
confesó todo emocionado que había pasado una prueba dificilísima que lo llenaba
de fortaleza y autoestima.
Consistió la prueba en hacer una solicitud
para un empleo de no sé que madres, algo muy ajeno a la Medicina (creo que de
conserje de un edificio o jefe de botones, o algo así). Al concedérsele el
empleo renunció a él …es más ni lo
inició. Le bastaba saber que podría ganarse la vida todavía, cuando él
quisiera, …lejos de la Oftalmología.
Tal vez acabó por hacerlo pues un par de
años después de que lo conocí desapareció para siempre. Fue el único
oftalmólogo militar supuestamente con vida a quien jamás pudo localizar la
Sociedad de Oftalmólogos Militares ni ninguno de sus allegados.
Yo siempre añoré el ejercicio de la
medicina y cirugía generales y me hubiera gustado tener un consultorito modesto
para tal efecto, pero jamás odié a la Oftalmología, a la que considero, pésele
a quien le pese, la reina de las especialidades.
Me encanta ser todavía solicitado para
curar catarros, diarreas y torceduras de la familia.
Las cataratas que operé para aprender a
hacerlo no fueron del Hospital Militar sino de esos asilos donde Conchi, mi
primera esposa (a quien enseñé e hice mi ayudante) y yo llegábamos de noche con
el coche cargado de instrumentos, suturas, jabón, material de quirófano,
palanganas y fuentes luminosas para operar en la mesa de la cocina a algún
viejito o viejita que yo había escogido desde en la mañana pasando visita con
Ruiz Ramón.
Las condiciones de aquellos asilos eran de
gran pobreza y desaseo. Tanto, que una de esas noches al limpiar la cara de una
anciana antes de operarla creí que sufría de alguna enfermedad pigmentaria de
la piel y no eran más que cuajarones de mugre.
Era patético ver a los ancianitos
arrimados a las paredes, alguno de ellos con su pequeño radio de pilas amarrado
a la muñeca con un mecate, tomando el sol o simplemente aislándose de los
demás; sumidos en sus pensamientos, encorvados y limpiándose la saliva con
algún trapito sucio y arrugado.
Eso de los asilos llenos de ancianos
enloquecidos con demencias agitadas que nos ponen en las películas no
corresponde a la realidad. Los asilos de ancianos eran …y son, lugares tristes
y silenciosos.
A las dos semanas les quitaba puntos y al
mes les ponía unos cristalazos con doce dioptrías de aumento, que era lo que en
promedio correspondía al poder óptico que tenía el cristalino extraído y, por
supuesto, no sustituído con un maravilloso lente intraocular como se hace hoy
en día.
La cirugía se ha vuelto muchos menos
mutilante y mucho más reconstructiva.
Estas gafas yo las compraba muy baratas en
el centro de la ciudad, ya hechas, por una de esas ópticas antiguas que todavía
se ven anunciándose como “hospital de anteojos”.
Así aprendí a graduar lentes y a operar
cataratas, a la sombra de un tipazo que odiaba la oftalmología. Creo que más
del cincuenta por ciento de todo lo que he ganado en el ejercicio de la
especialidad ha sido a través de esos dos rubros.
No fue de mis compañeros maestros “electrónicos”,
no fue de los “cinta negra” del servicio de Oftalmología del Hospital Militar;
fue de un “cinta menos que marrón” excelente pero a quien la falta de amor por
su trabajo no lo hizo encumbrarse por sobre todos los demás …que pudo haberlo
hecho fácilmente con tan sólo ese ingrediente: el amor por su trabajo.
Casos cercanos a mi vida de personajes
como Ruiz Ramón me
mostraron lo
interesante que es la vida misteriosa no nada más en las novelas.
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