"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

jueves, 16 de abril de 2015

Alma de cadete (parte 7)


     Declinaba ya el 55.

     De las siete materias del primer año, cuatro médicas y tres militares no reprobé ninguna aunque fue milagroso.

     Recuerdo entre otros profesores al general loco que me adentró en el proceloso mundo de las leyes y los reglamentos militares, (única materia en toda la carrera que sin cambiar de nombre ni aspecto se anunciaba como: primer ciclo y segundo ciclo para que se supiera, creo yo, lo serio que era el asunto); quien sugería suicidarse si supuestamente le robaban a uno la nómina y que me sentenció a darme de baja ignominiosamente de la  Escuela por haberme oído decir que en nuestro escudo nacional debería decir “ahí se va” (ni me corrió y ya de médico residente de cuarto año le operé a su esposa).

     Recuerdo también  al capitán topógrafo celoso de la felicidad de su sobrina que a trompicones me enseñó algo de lectura de cartas y topografía que no necesité recordar  hasta cincuenta años después cuando se puso de moda la topografía corneal para quitar lentes con laser; a la maestra añosa y platicadora buena onda que a más de uno le hizo entender sus inquietudes amorosas aunque de embriología sólo aprendiera eso de mórula cuando el niño parecía una frutita, blástula cuando parecía una  bolsita y gástrula cuando ya tenía el orificio que sería la boquita; a los pseudos fisiólogos y pseudo anatomistas, en particular al que me puso el uno y que llevaba el simpático e inspirador nombre de Idolino, ayudante joven de Villarreal quien era el titular de la materia.  

     Este Idolino Cabrera tenía pocos años de recibido y se sentía tal vez un iluminado de la cátedra de anatomía. Su sistema de calificar debe haber sido: poner a toda prisa la mano sobre cada examen, cerrar los ojos y pronunciar en voz alta un número al azar del uno al diez y luego anotarlo con tinta roja sobre la hoja respectiva. Pienso que era como aquellas chicas de laboratorio privado en que trabajó Ibancovichi ya de pasante las cuales por estar de charla telefónica con el novio ponían ‘positivo’ ó ‘negativo’ en los resultados echando volados y despachando el trabajo rápidamente.

     El único nombre rescatable de ese año caótico y aterrador fue el del maestro Schultz Contreras quien era risueño e irreverente creando en su clase de tejidos microscópicos un remanso de salud mental, broma y alegría. Era inspirador y daban ganas de aprender. Su carácter valiente le hizo perder su empleo en el Seguro Social años después por enfrentarse a las autoridades en una huelga médica que no fructificó.

     Fue mi primer ídolo; nada que ver con aspirantes a ídolos del tipo de Idolino.

     Algo es algo. Terminar el primer año, sin haber reprobado y con un maestro que admirar era un verdadero triunfo. Ya vendrían años mejores. Mi carácter había quedado demostrado y mi alma de cadete si bien sufrió más de trescientas horas de arresto (a las trescientas cincuenta lo corrían a uno de la Escuela) por docenas de causas que no entendía bien; empezó a fermentar favorablemente por el contacto con las almas de mis compañeros.

     El crisol comenzaba a calentarse. Ya dirían los años si en el fondo quedaba oro o plomo solamente.

     Como del segundo año no hay mucho que decir ya que llevé solamente dos materias cada semestre, comenzaré dándoles espacio a quienes fueron sangre de mi sangre: las chinches.

     Cumplido recuerdo les haré aquí así como Antonio Machado en su obra poética se lo hizo a las moscas… ¿por qué no yo a mis chinches?

     Las chinches habitaban en todas parte: en el piso de duela, en mis bolsillos, aplastadas entra las páginas de los libros, despanzurradas de un uñazo sobre las páginas de mis apuntes y aparecían en los momentos menos oportunos como aquél en casa de una visita que hicieron mis padres después de recogerme de la Escuela en la que, al poner mi gorra cuartelera sobre la mesa de la sala, salió corriendo una de ellas, por lo que yo como de rayo la envolví con la misma gorra y la metí en el bolsillo trasero del pantalón con la esperanza de que se estuviera quieta.

     Era por eso que mamá no me dejaba entrar a las habitaciones de la casa cuando llegaba de la Escuela los pocos días en que no estaba arrestado. Decía que si se le metía una chinche en la duela de los pisos o en el bajo alfombra de cualquier recámara ya era prácticamente imposible sacarlas por completo.

     Me ordenaba pasar directamente de la calle al frontón y ahí desnudarme, dejando la ropa en el piso, pasando a bañarme a las regaderas adyacentes de inmediato, incluyendo la ducha de presión.

     ….Pero donde dormían los ejércitos de chinches gordas y rojas, era en la costura de las fundas de las colchonetas de hule espuma de los camastros.

     Ahí se acumulaban rápidamente por cientos. Eran tantas que periódicamente las empujaba con la uña del pulgar adentro de una lata vacía de grasa para zapatos, a lo largo y a lo ancho de mi colchoneta y luego de tapar la lata repleta con ellas las ponía en el fuego a oírlas crepitar ¿qué otra cosa se podía hacer más expedita e higiénica? Yo no era nadie para solicitar una fumigación. Creo que alguna se hizo eventualmente.

     Afortunadamente no reaccionaba mi piel a su picadura. Nunca me hicieron daño a pesar de que al yo aplastarlas mientras corrían por mi libreta de apuntes en las noches de estudio dejaban una  raya de sangre posiblemente sólo mía, aunque nunca supe si la velocidad depredadora de una chinche podía abarcar a alguno más de los cuatro cadetes que compartíamos la habitación… lo dudo pues mis cuatro litros de sangre eran suficientes para todos sus ejércitos (al menos los de mi colchoneta). Tenían un olor especial, así como de calicó mojado que se me hizo tan familiar durante la carrera, tanto como el olor a formol de los cadáveres  ó el de placenta mezclado con olor a guantes de hule. Otro olor que hasta la fecha identifico fuertemente con el mortuorio es el de las jergas húmedas.

     Así se hacen los recuerdos fuertes.

     Cuando un recuerdo se fragua acompañado de un olor, se hace indeleble. Algunos olores y recuerdos como los descritos pueden ser gratos pero no alegres. Otros, como el perfume de la mujer amada (todo el lunes sin lavarme las manos tratando de que no desapareciera de las mías el olor de la novia cuya manos brazos y todo lo que se pudiera estuvieron entre las mías el domingo anterior durante dos largas películas) cuando vuelven a uno de improviso e inesperadamente me causan la sensación de un suave golpe en la boca del estómago. El recuerdo es visceral.

     Este recuerdo tan emotivo me llega también cuando huelo chapopote pues era el olor de mi padre al llegar de trabajar y había estado descargando carros de ferrocarril en el escape de sus bodegas. Me encanta el olor del chapopote.

     A fines de segundo año conocí a la chica con la que me casé  pero esta historia no es de noviazgos. Me perdonarán las mujeres que me estén leyendo pero la cosa no va por ahí.

     Siento que la mujer en algunos casos es parte fundamental en el embellecimiento del alma del cadete pero en este escrito el asunto quedará en reposo “the matter rest” como dice mi hermano Felipe (también dice: “beat it” (sácatela de encima). A éste, mi hermano número cinco de los seis que fuimos, no le gusta leer novelas más que en Inglés y tal vez por eso me regala frases sajonas lacónicas con la esperanza de ayudarme en mis  muy latinos arrebatos sentimentales.

     Primer semestre del segundo año: Fisiología Humana con el Dr. García Ramos, famoso sin haber podido descubrir la causa pero cuyo laboratorio me dejó algo inolvidable que quiero platicar. Se enviaba un buen día a un cadete al ‘ranario’: cubo grande de ladrillo a un costado del campo de futbol donde entre lodo, agua sucia y hojarasca vivían ranas grandes y tortugas medianas destinadas al laboratorio de fisiología. Se le ordenaba traer una tortuga pues este animalito nos iba a enseñar el efecto de ciertas substancias en su corazón. Describiré todo el experimento pues me parece excelente para mostrar nuestras inquietudes, necesidades y recursos.

     Sin ninguna anestesia (a las tortugas y a las ranas no se les anestesiaba) se le separaba con bisturí el caparazón del pecho con lo cual quedaba al descubierto el corazoncito latiendo alegremente durante suficiente tiempo para que se le desprendiera de su lugar y se le colgara de algún artefacto sobre la mesa. Se seguía moviendo como la cola de una lagartija separada del cuerpo. Se mantenía perfundida la pequeña víscera con solución (creo que era agua de la llave) a través de un tubito de plástico de cierta manera que ya he olvidado pero tan sencilla que Abdul Hamid (con el tiempo excelente cirujano plástico hecho en Nueva York) en las vacaciones montó el experimento en Ixtepec, Oaxaca, de donde era oriundo, en la vitrina que miraba hacia la calle del negocio de ropa de su papá y fue una sensación colosal. La gente se agolpaba ante la vidriera del negocio viendo latir aquel corazón colgante y supongo que las ventas se fueron a las nubes.

     ….. Estos queridos amigos árabes… con razón Abdul  fue el primero en estrenar mansión en Bosques de las Lomas.

     Pero lo verdaderamente instructivo era que en pleno músculo cardiaco se clavaba una pajita de un par de centímetros de largo la cual se movía al unísono de la sístole y de la diástole: tac toooc, tac toooc, tac toooc.

     Decía un maestro de cardiología en años posteriores que si se pudiera acumular la fuerza de un corazón humano durante toda una vida, podría levantar tres metros sobre el nivel del mar a un acorazado pero otro maestro decía que el corazón era un huevón que se la pasaba descansando ya que su relajamiento ó diástole, era mucho más prolongado  que su contracción ó sístole, de tal manera que de cada veinticuatro horas se la pasaba flojeando más de dieciséis… igual que nosotros, según él. Me extrañaba que dijese esto; qué: ¿no fue cadete? ¿no vivió el eterno déficit de sueño que a veces nos hacía no ir a la casa un fin de semana ni ver a la novia ni a los amigos, prefiriendo quedarnos en la Escuela durmiendo cuarenta y ocho horas seguidas sin levantarnos ni para comer?

     Ya insertada la pajita se le administraba a ese pobre corazón tal o cual sustancia que fortalecía su contracción o que la retardaba o que la regularizaba o que la hacía más así o más asado; que si la atropina, que si la adrenalina, que si un digitálico pero… ¿cómo dejar un registro gráfico conservable de tan admirable cuestión?

     La Escuela Médico Militar por aquellos años nos ofrecía el siguiente recurso al que todo debíamos acudir: contaba el laboratorio con una lata vacía grande de leche en polvo Nido (me acuerdo bien) el cual estaba ensartado en una varilla metálica que giraba gracias a un motorcito en su base. El bote debía se cubierto por una tira de cartulina blanca la cual previamente se ahumaba encima de un montón de trapos, estopa ó lo que fuese que estuviera húmedo y produjera bastante humo. Ya una vez el bote envuelto total y circularmente por la cartulina, insertado en su varilla, sobre el motor y con la pajita en contacto con la cartulina ahumada, era puesto en movimiento giratorio muy lento e iba quedando dibujada en trazos blanquísimos la actividad del corazón a través de la pajuela… ¡¡que maravilla!! de veras, de veras, que sensación, que emoción pasmada con los ojos y la nariz húmedos tanto por el humo como por sentirnos cerca del misterio de la vida, la salud y la enfermedad, descubierto, descrito y observado con medios tan rupestres pero tan intensamente compartidos. El paso final era desprender la cartulina y pasarla (arrodillados en el suelo) con cuidado por una bandeja llena de agua de cola muy adelgazada y, ya una vez seca ir recortando pedazos y repartiéndolos en los alumnos participantes para ser pegados en sus apuntes con leyendas tales como “adrenalina”, “atropina”, “acetilcolina” o la “chingaderina” respectiva que se había perpetrado esa mañana.

     Estos apuntes que nunca supe ni pude formar completos por mi cuenta me los regaló un alumno de tercer año: Armando Soto y eran una verdadera belleza difícil de creer que hubieran sido hechos por un muchacho de menos de veinte años; sin estudios avanzados  previos de medicina. Gracias Armando. Aunque moriste hace mucho tiempo separado de todos nosotros, seguramente triste y resentido porque no te supimos entender ni cobijar con nuestro cariño; siempre estuviste y estarás en mi corazón.

     Por las tardes llegaba Don Salvador González Reynoso a introducirnos en el mundo de los microbios. Dulce maestro de pelo blanco que dejaba copiar. De los pocos en los seis años largos de carrera, que creía en el conocimiento colectivo más que en el individual. Yo, que lo consideré un pendejo por darnos tales libertades hoy me lleno de asombro y gratitud hacia él. Tenía el pudor suficiente para aparentar que cada quien respondía por sus conocimientos pero su tolerancia era tal que una tarde de examen sucedió lo siguiente:

     Los cuatro compañeros que compartíamos el cuarto nos habíamos repartido el temario de preguntas y cada uno estudió a fondo las que le tocaron en suerte con la consigna de que a la tarde siguiente, durante un examen, que era por escrito, nos sentaríamos juntos y copiaríamos unos de otros. Por cosas del destino me tocó sentarme junto a una ventana a la que le faltaba un vidrio. Mientras yo me esforzaba por estirar el pescuezo y ver las respuestas de mis compañeros se soltó un aguacero descomunal que amenazaba con inundarme las hojas de papel y empaparme de paso a mí. El maestro se me acercó suavemente para indicarme que me cambiara de lugar… ¿¡ cambiarme !? si me faltaban por contestar más de la mitad de las preguntas… yo sólo agaché la cabeza haciendo un desesperado gesto de negación mientras protegía los papeles con los brazos… ¿que creen que hizo el maestro?... pues continuó su ronda pausada por entre todos haciendo como que nos vigilaba para que no copiáramos. ¡Bendito seas maestro!, de ti empecé a intuir que copiar, comunicarse con otros, compartir conocimientos, bien podría ser el  camino futuro de mi incipiente sabiduría.

     El mundo de los microbios, llámense virus, bacterias y demás contlapaches como las ricketsias… y hasta el mundo de los asesinos de mayor tamaño como los parásitos, nunca me fue hostil en mis intentos de dominio tal vez por este primer contacto amable con su conocimiento. Incluso Ernesto Calderón llegó a meterse tanto en su investigación, manejo y publicación de trabajos científicos acerca de tales bichos que destacó enormemente en el mundo médico nacional e internacional (él era uno de los cuatro que compartimos aquel aguacero vespertino).

      Nadie reprobaba microbiología y parasitología. De ese año de cuatro materias me podían haber sacado en la de García Ramos mas no en la de González Reynoso. Pasé las dos pero quedaba ¡horror de los horrores! bioquímica, con el puntillosísimo y exigente Calva Cuadrilla, con sus clases áridas, con sus preguntas de pié de página cuando si apenas me podía aprender los títulos de los capítulos y una que otra de esas grecas misteriosas llenas de rayitas y letras que en realidad eran las vitaminas ó los azucares, los cuales a su vez se convertían en grasas por misteriosos ciclos de nombres germánicos.

     Ahí estaba todo un mundo de datos exigentes que me exigían ser minucioso, donde un error era casi matemático y el margen para, ya no digamos inventar, sino improvisar era nulo.

     Bioquímica: la tercera parca junto con anatomía y fisiología.

     La cuarta parca mitológica no era una sola, podía ser cualquiera de las otras veintiun materias que llevamos durante los tres primeros años de la carrera. Fueron veinticuatro en total las materias sujetas a examen final durante esos tres años. Pasándolas… ya chingaste pues en cuarto año la nación ya había gastado mucho en ti y tenía que amortizarte. Lo peor que te podía pasar si reprobabas el extraordinario en cuarto año (ya nadie reprobaba el cincuenta por ciento de materias de un semestre pues los casos rarísimos (hubo uno en mi generación de un becado hondureño) de tamaña insolvencia mental ya estaban fuera de la Escuela) era que te mandaran una temporada a filas en un batallón de cualquier lugar del país y luego volver a repetir el año con la generación que venía detrás de ti.

     En mi grupo sucedió tres veces que algún compañero se incorporara de la generación inmediatamente anterior a la mía y fueron por causa de enfermedad ó accidente pero nunca por reprobada.

     Toledo Rubio, Soto Rodríguez y Martínez Duncker fueron los tres queridos compañeros que hicieron los últimos años de la carrera junto con nosotros y nos honraron con su personalidad que vino a enriquecer a nuestro grupo.

      A Toledo lo rescaté como compañero prófugo de mi lado desde la preparatoria y causante de mi motivación para entrar a la Médico Militar.

     Soto fue una ráfaga de sabiduría y locura que pasó como un torbellino y se nos perdió hasta que supimos de él cuando ya llevaba cinco años de muerto. Había corrido el rumor de que lo habían fusilado como coronel de guerrilleros en Guatemala y nos fue fácil creerlo pero no; murió desgraciadamente sin gloria alguna por alguna pinche enfermedad como cualquier otra en un hospital pequeño como cualquier otro.

     Lástima. A mí siempre me ha parecido atractiva la muerte por fusilamiento; aún con la lúgubre descripción que hace Julio Torri en su “De fusilamientos” y alguna versión que leí de la muerte de un prócer a quien lo fusilaron sentado y lo dejaron con las tripas de fuera; sollozante, pidiendo el final que tardaba en llegar, con los ojos vendados. A pesar de eso muchas veces llegué a soñar en ser y en morir  como Miguel Miramón y no de un cáncer en los huesos como murió Soto.

     …. La eutanasia… apasionante tema que no vale la pena tratar de legalizar mientras tengamos tan malos gobernantes y seamos tan malos ciudadanos. Lo único que puede hacer cada quien es comprometer secretamente a quien lo va a ayudar a bien morir si las cosas se ponen muy feas.

     Cuando era niño, en las escuelas religiosas se hablaba de “una buena muerte” y en cierta ocasión pregunté que era una ‘buena muerte’ a lo que se me contestó que era morirse muy viejito, lleno de descendientes, con los asuntos arreglados y en paz con Dios.

     Eso de morir en paz con Dios siempre me ha gustado. Morir enamorado de Dios como Santa Teresa de Jesús con su “que muero porque no muero”… pero lo demás… guácala... Alguna esposa querida… Algunos hijos y nietos queridos… y ya… y rápido… como mi padre que cayó muerto en Chapultepec caminando con un amigo que le contó un buen chiste, cogidos del brazo. Al soltar la carcajada papá soltó también la vida. Ni cuenta se dio.

     Salud y buen ánimo hasta el final. Me dicen que soy un idiota por pensar que es atractivo  morir sano pero no me gusta la idea de morir muy enfermo… tendré que pensarlo… tengo tiempo todavía… Ultimadamente eso de morir no es trabajo que me corresponda; sale solito y todo mundo lo hace perfectamente bien… no hay que preparar exámenes como para entrar a la Médico Militar.

jueves, 9 de abril de 2015

Alma de cadete (Parte 6)


 Aquel año de mil novecientos cincuenta y cinco al que entré de diecisiete años me puso en contacto con algo sumamente peligroso: el sulfato de bencedrina; poderosa anfetamina  muy usada para no dormir y así sacar adelante las noches de estudio cuando, en las pocas horas de que  disponía después de las novatadas nocturnas, tenía que preparar las clases del día siguiente.

     En tiempo de exámenes hice un pacto con el teniente Elpidio Barrios escribiendo en un papel, con la sangre de cada uno, el juramento de no dormir más de tres horas diarias durante una semana seguida. Nos vencía el sueño a todas horas y de tal manera, que recurríamos a estos rituales dramáticos creyendo que así cumpliríamos el juramento, pero era imposible; incluso sentado sobre una piedra en el campo de futbol en noches de luna o lejos del cuarto y cerca del café recostado encima de la mesa del billar de la cafetería (quien lo haya hecho comprobará su dureza excepcional); incluso con la mochila abultada en la espalda y tirado boca arriba; incluso caminando; incluso con la cuerda de la cortina amarrada en el pescuezo; incluso sentado en el quicio de la ventana con el riesgo de caer al vacío… se quedaba uno dormido (alguno cayó pero afortunadamente hacia adentro de su cuarto y no hacia fuera, desde tres pisos de altura).

     Recuerdo haber despertado, una noche de guardia, tirado en el suelo, con el rifle lejos de mí después de fuerte batacazo que me di al chocar dormido contra la estatua de nuestro fundador Dr. Gracia García mientras daba pasos de ida y vuelta con el rifle al hombro  enfrente de la sala de bandera (desde entonces quedó ligeramente de tres cuartos el perfil del busto de nuestro fundador, lo cual le favoreció notablemente)

     La única vez que nuestra querida bandera no durmió con la de Guatemala, en su vitrina  fue cuando Avila Marcué, querido alumno y compañero de años superiores (y con los años excelente pediatra) no pudo resistir el sueño y se la llevó a su cuarto durmiéndose un buen rato en su camastro con ella doblada y escondida entre la camisola y el corazón. Avila Marcué alegó, cuando fue descubierto, que nunca abandonó su cuidado pues el lábaro patrio siempre estuvo resguardado con su pecho. El arresto fue severo, pero no se le hizo consejo de honor.

     Soto, quien ya iba en segundo año fue quien me enseñó el truco. Era una pastillita color de rosa en forma de corazón. Por veinte centavos comprabas dos en cualquier farmacia, sin receta, Con una bastaba para toda una noche. Se consideraba que dos hacían mucho daño y una vez que un compañero no se presentó a un servicio alegó que se había tomado dos bencedrinas para preparar un examen y que le habían caído muy mal. Le funcionó la marrulla pues estaba dentro de lo factible y común; pero su adicción podía llevar a consumirlas a montones y quedar enganchado en ello.

     Después del primer año ya nadie consumía este psicotrópico. Aunque era de consumo habitual entre traileros y choferes de autobús que manejaban largas noches sin descanso, los cadetes de la Escuela Médico Militar sólo lo tomaban la noche previa a un examen difícil durante los primeros semestres. Es más, muchos jamás lo probaron como fue el caso de Calderón Jaimes entre los de mi cuarto quien, pasara lo que pasara, a las once de la noche cerraba sus libros y apuntes y dormía hasta el toque de diana a menos que lo vinieran a pelonear o lo llamaran de algún cuarto para lo mismo. El se ponía a estudiar desde después de la temprana cena, cualidad que yo le envidiaba ya que para mí esas dos horas después de cenar me gustaban para la charla y la risa, sobre todo si llegaba al cuarto Pous quien iba en cuarto año pero se había hecho pronto buen amigo y su humorismo irreverente me encantaba, siendo de él de quien aprendí que lo que se aprende con gracia y salero y hasta con un poco de desdén es lo que más y mejor se queda en nuestras memorias.

     Tiempo después comprobé esta teoría estudiando el famoso libro de Harry Loraine: “cómo obtener una super memoria” que fue casi libro de texto para mí pues en aquellos años consideraba a la memoria tan importante que llegué a pensar que si Dios me mandase un ángel a preguntarme ---- ¿Qué es lo que más deseas en la vida hijo mío? ---- yo sin dudarlo contestaría: ---- una memoria fotográfica, Señor.---- Las otras dos cualidades del intelecto: juicio y voluntad me parecía tenerlas en grado suficiente para pasar cualquier examen pero la memoria… ¡ah, la memoria!... la pinche, traicionera y veleidosa memoria…

     Tiempo ha que entrego gran parte de mi tiempo al servicio en pro de drogadictos y alcohólicos y creo firmemente que el hecho de haber facilidad para el consumo de estupefacientes no induce a su consumo si existe motivación y ambiente como el de los cadetes de nuestra Escuela. Los casos de fármaco dependencia, drogadicción y  alcoholismo, ya los teníamos latentes como en cualquier grupo humano en algunos de quienes convivimos como cadetes y sólo se dispararon en muy pocos hasta que salimos de aquel ambiente; sobre todo al ámbito civil. Si se pudieran inculcar los ingredientes esenciales del alma de un cadete en cada muchacho drogadicto y/o alcohólico sin tener por fuerza que meterlo al ejército sería un gran logro en la lucha por la prevención y tratamiento de este gran flagelo.

     Los bailes como chambelanes del primer año eran un servicio que resarcía tanto sufrimiento y eran sólo para pelones.

     Bastaba que algún general amigo de los directivos pidiera un grupo de cadetes para el baile de graduación ó quince años de su hija para que se armara suceso tan maravilloso.

     Después de la cena, poco después de las seis de la tarde salía un camión militar por la puerta de la Escuela con doce ó quince gozosos cadetes sintiéndose niños dioses; de diferentes complexiones y estaturas para practicar el baile en la casa de la futura festejada. Yo fui escogido para dos de ellos: unos quince años y un baile de coronación de reina (de la que me tocó la suerte de ser su chambelán) del colegio Elizabeth Brooks. En ambos disfruté de sendos romances que no llegaron al matrimonio pero que bien pudieron haber llegado como es el caso de más de uno de mis compañeros que por estas fechas andan cumpliendo sus bodas de oro no sólo profesionales sino matrimoniales con aquellas criaturas tiernas y maravillosas.

     Claro que de estas relaciones podían salir complicaciones inesperadas muy diferentes de las típicas relacionadas con el ‘truco de la bolita’ tan socorrido en mis tiempos para pescar marido y al cual le tuve tanto miedo que no faltó alguna enfermera que me corrió la fama de puto por no ser proclive a esos escarceos. Mi caso fue más sofisticado pues sin yo saberlo un maestro de una materia militar en primer año era tío de la chica con que empecé a salir a raíz de uno de estos bailes y no habiendo florecido dicha relación, me vi sujeto a una animosidad de aquel capitán topógrafo que impartía la materia que afortunadamente no llegó a mayores pues cualquier asignatura, por simple que fuera, podía ser causa de baja del plantel si no se pasaba exitosamente.

     Otro desaguisado que pudo llegar a mayores fue el de mi amistad con una linda criatura que tenía una pierna enyesada y que presenciaba los ensayos sin participar en ellos; terminando los cuales la cortejaba sin saber que era la novia del hijo de los dueños de la casa, oficial éste que estaba comisionado fuera del D. F. pero que, como era quien iba manejando al sobrevenir el accidente en que esa lindura se fracturó, la tenían alojada en casa de los padres de él para estarla llevando a consultas de ortopedia al Hospital Central Militar.

     Creo que ella ó era muy coqueta o no lo quería mucho pues no me aclaró las cosas a tiempo.

     ¡Desde qué temprano las mujeres nos complican bella y peligrosamente la vida!

     Como desde primer año frecuentaba y conocía el Hospital por las clases de anatomía en cadáver, me las arreglaba para verla también ahí... hasta que alcancé a oír en la casa de los ensayos una voz femenina baja y lejana que susurró… se anda viendo con el gachupín… lo cual, si no me hizo emprender la retirada vergonzosa, si me llevó a suspender el trato en el D. F. continuándolo en Cuautla, de donde era originaria. Fueron tan escasas las visitas que el asunto se fue enfriando a pesar de intentos epistolares extensos pero infructuosos.

      Estos ensayos y sus leves pero emotivas consecuencia; sucesos verdaderamente  dulces  de mi vida de cadete, iluminaron parte de ese difícil primer año, ayudándome a sobrellevarlo y superarlo.

     Entre enero y septiembre de l955 aquel grupo desmadejado de jóvenes civiles se había convertido en un manojo de gallardos cadetes que competían airosamente en brío, elegancia y armonía con los del Colegio Militar, la Escuela Naval de Veracruz y no se diga ya con las otras escuelas militares así como con todos los muchos elementos que conforman un desfile ó una valla militar

     La valla militar del primero de septiembre era solamente de cadetes y era una verdadera pesadilla. Su objeto era rendir honores al paso del presidente de la república a la llegada y a la salida de dar su informe anual en la cámara de diputados. Por ahí vi pasar, a pocos metros de distancia, el rostro rejuvenecido de Ruiz Cortines al final de su sexenio y el cada vez más demacrado de López Mateos en el transcurso del suyo. El primero con su comitiva de lujosos autos Lincoln negros incluyendo, por supuesto, el descubierto en que iba él y el segundo con Mercedes Benz del mismo tipo  y color.

     Este servicio se desarrollaba así: Uniformados de gala y armados con mosquetón formábamos desde las nueve de la mañana una valla a cada lado de las calles de Bolívar en el centro de nuestra ciudad. De pié, sobre el pavimento, pegados a la banqueta y mirando hacia la calle pasábamos de la posición de ‘firmes’ a la de ‘descanso’ y viceversa conforme se nos ordenaba por el superior correspondiente. Por ningún motivo podía uno abandonar su lugar y su porte marcial a menos que se desmayara lo cual empezaba a suceder allá por las once de la mañana cuando se oía de vez en cuando el batacazo del mosquetón y un cuerpo de cadete que caían estrepitosamente. Una vez recuperado, volvía a ser puesto el desmayado en su lugar y otra vez… a pié firme.

     Por ahí de las doce aparecía la descubierta de caballería del colegio militar con su hermosa marcha dragona a toques de clarín seguida por la comitiva de lujosos autos ya mencionada.

     Pasado esto comenzaba el informe presidencial que era escuchado por todos a través de altavoces para tal efecto.

     A continuación del largísimo informe venía la contestación al mismo por el político que había sido escogido para tal fin y ya terminado todo esto, cerca de las tres de la tarde reaparecía la comitiva en sentido contrario dándosenos finalmente la orden de ‘cerrar filas’ para, unidos los cadetes de cada lado de la calle, nos dirigiéramos en fila de dos en fondo a los camiones y regresáramos a la Escuela.

     Nunca me desmayé en una valla de estas (en la de los funerales por la muerte de Manuel Ávila Camacho sí estuve a punto cuando llevaba contadas más de trescientas coronas fúnebres transportadas por delante de nosotros en su rancho de La Herradura).

     En ésta, mi primera valla del primero de septiembre me fui de bruces al cerrar filas por el hecho de no poder doblar las rodillas. No se me había advertido que esto sucedía después de tan prolongada posición extendida de las corvas. 

     En la valla de los siguientes cuatro años ya desde que desaparecía la comitiva de regreso del presidente empezaba a flexionar y estirar imperceptiblemente las rodillas (tremenda boleta de arresto y rapada significaba cualquier movimiento fuera de ‘firmes’ ó ‘descanso’) (cabe aclarar que una rapada septembrina era funesta pues ya lucía crecido el pelo después de la segunda y última rapada del año estando además el baile de pasantes a la puerta los últimos días de septiembre) (en aquel tiempo andar rapado no era bien visto, como ahora).                                                                                                                                 

     Mi tío Eduardo, el sacerdote, el de los libros, el amigo de los Porrúa, tenía su iglesia en la calle de Donceles, ahí cerca y pasaba por mis espaldas varias veces durante esas horas dándome puñetazos suaves en los riñones, cosa que estaba permitida a nuestros oficiales y que a él yo creo que nadie se atrevía a impedir pues, como siempre a través de su larga vida (excepto durante la persecución religiosa de Calles, en que anduvo disfrazado de torerillo y diciendo misa a escondidas) anduvo vestido de saco y pantalón negros con alzacuello blanco.

     En alguna ocasión me metía un dulce en la boca rápidamente desde su posición trasera de golpeador renal.

     La sed era para mi otro gran agobio pues soy de vejiga pequeña y como me dan ganas de orinar con frecuencia, dejaba de tomar líquidos desde muchas horas antes de salir de la Escuela rumbo al servicio. De esta manera nunca tuve ese problema que, de haberse presentado, no habría tenido otra solución que mojar el pantalón (detalle sin importancia por ser negro) y encharcar la calle discretamente lo cual no tenía importancia tampoco pues había alcantarillas y nadie se andaría fijando en esas minucias. Las chicas se detenían y nos miraban a la cara desde la banqueta de enfrente; nunca a los pies.

     Siempre he dicho que el mejor modo de disimular unos zapatos sucios es poner la mejor sonrisa.

     El desfile era otro boleto. Totalmente diferente. A eso de las diez de la mañana del dieciséis de septiembre ya estábamos departiendo con cierto desorden pero perfectamente uniformados y prestigiados con cueros, armas y metales esplendorosos esperando las órdenes para iniciar una emotiva marcha desde 20 de Noviembre hasta muy arriba de Reforma, por donde hoy en día se encuentra el auditorio nacional, lugar adonde las unidades iban tomando las laterales rumbo a los camiones que ya las esperaban para regresar a sus respectivas instalaciones.

     La entrada al zócalo era acojonante. Totalmente acojonante pues el ritmo que nos iba marcando nuestra banda de guerra, al frente, se diluía con el enorme sonido de la gran banda de guerra que en la explanada, enfrente del palacio nacional, tocaba estruendosamente mezclándose a su vez con el himno nacional tocado por la también enorme banda de música y que se transmitía por altavoces elevados en todos los ámbitos de la también enorme plaza de la constitución. Si a esto se le agrega el rugido de los jets vampiro recién comprados  que pasaban una y otra vez por los cielos encima de nosotros, y la voz, también a través de los altavoces, del militar locutor que reseñaba el nombre, número de unidades, comandante, etc. de cada contingente que iba apareciendo en escena, es fácil suponer que, sobre todo en el primer desfile, la emoción se mezclara con el pánico pues era sumamente fácil perder el paso.

     Eso de perder el paso era la peor tragedia que podía ocurrirle a uno. Todo el año practicando para luego bailar en vez de marchar, llevar el braceo a destiempo, voltear fuera de orden el rostro hacia la ventana de palacio donde estaban los gobernantes sonrientes acompañados de los jefes máximos del ejército y la armada, no era cosa fácil de que pasara desapercibida pues aunque fuera una fracción de segundo el descontrol, quedaba plasmado para toda la eternidad en las constantes placas fotográficas que se estaban disparando y que la superioridad examinaría concienzudamente.

     La rapada septembrina era el menor de los castigos.

     Después de salir del zócalo por cinco de mayo ya todo era vida y dulzura, no importaba llevar un verdadero torrente de serpentinas enganchadas en el mosquetón; cola inmensa de tiras de papel multicolor que te pisaba el de atrás y te desbalanceaba el arma lo cual también saldría fotografiado (aunque ya era menos el número de fotógrafos y menor el riesgo) y hasta ¡horror! ¡horror impensable!, que se te cayera estrepitosamente el pesado rifle.

     Aparte de esas vicisitudes; de algún resbalón en la mierda, molida ya por otros pies, defecada por los briosos corceles del Colegio Militar, que desfilaban por delante; no tuve que sufrir más que la entrada de un confeti en un ojo a la altura del palacio de bellas artes y que no me pude ni quise sacar hasta el final del desfile por motivos sobradamente expuestos ya.

     Aunque se sale de las dimensiones de este libro no me aguanto las ganas de contar que el único momento difícil del desfile que me tocó ya siendo médico en una unidad de tropa fue yendo sentado  en la cabina de un vehículo militar de sanidad y que en cada momento de suspender la velocidad de marcha era objeto de mortificantes chanzas de las damas paradas en la banqueta las que con fuerza me arrojaban a la cara, desde cerca, grandes puñados de confeti… nada que ver con lo que les hacen las turistas a los guardias del palacio de Buckingham.

     Si consideramos que septiembre comenzaba con la infame valla del informe presidencial, mediaba con el emotivo desfile de las fiestas patrias y terminaba con el anhelado baile de pasantes puedo asegurar que era un buen mes pues aunque comenzaba fatal, seguía glorioso y acababa arrebatador.