"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

jueves, 9 de abril de 2015

Alma de cadete (Parte 6)


 Aquel año de mil novecientos cincuenta y cinco al que entré de diecisiete años me puso en contacto con algo sumamente peligroso: el sulfato de bencedrina; poderosa anfetamina  muy usada para no dormir y así sacar adelante las noches de estudio cuando, en las pocas horas de que  disponía después de las novatadas nocturnas, tenía que preparar las clases del día siguiente.

     En tiempo de exámenes hice un pacto con el teniente Elpidio Barrios escribiendo en un papel, con la sangre de cada uno, el juramento de no dormir más de tres horas diarias durante una semana seguida. Nos vencía el sueño a todas horas y de tal manera, que recurríamos a estos rituales dramáticos creyendo que así cumpliríamos el juramento, pero era imposible; incluso sentado sobre una piedra en el campo de futbol en noches de luna o lejos del cuarto y cerca del café recostado encima de la mesa del billar de la cafetería (quien lo haya hecho comprobará su dureza excepcional); incluso con la mochila abultada en la espalda y tirado boca arriba; incluso caminando; incluso con la cuerda de la cortina amarrada en el pescuezo; incluso sentado en el quicio de la ventana con el riesgo de caer al vacío… se quedaba uno dormido (alguno cayó pero afortunadamente hacia adentro de su cuarto y no hacia fuera, desde tres pisos de altura).

     Recuerdo haber despertado, una noche de guardia, tirado en el suelo, con el rifle lejos de mí después de fuerte batacazo que me di al chocar dormido contra la estatua de nuestro fundador Dr. Gracia García mientras daba pasos de ida y vuelta con el rifle al hombro  enfrente de la sala de bandera (desde entonces quedó ligeramente de tres cuartos el perfil del busto de nuestro fundador, lo cual le favoreció notablemente)

     La única vez que nuestra querida bandera no durmió con la de Guatemala, en su vitrina  fue cuando Avila Marcué, querido alumno y compañero de años superiores (y con los años excelente pediatra) no pudo resistir el sueño y se la llevó a su cuarto durmiéndose un buen rato en su camastro con ella doblada y escondida entre la camisola y el corazón. Avila Marcué alegó, cuando fue descubierto, que nunca abandonó su cuidado pues el lábaro patrio siempre estuvo resguardado con su pecho. El arresto fue severo, pero no se le hizo consejo de honor.

     Soto, quien ya iba en segundo año fue quien me enseñó el truco. Era una pastillita color de rosa en forma de corazón. Por veinte centavos comprabas dos en cualquier farmacia, sin receta, Con una bastaba para toda una noche. Se consideraba que dos hacían mucho daño y una vez que un compañero no se presentó a un servicio alegó que se había tomado dos bencedrinas para preparar un examen y que le habían caído muy mal. Le funcionó la marrulla pues estaba dentro de lo factible y común; pero su adicción podía llevar a consumirlas a montones y quedar enganchado en ello.

     Después del primer año ya nadie consumía este psicotrópico. Aunque era de consumo habitual entre traileros y choferes de autobús que manejaban largas noches sin descanso, los cadetes de la Escuela Médico Militar sólo lo tomaban la noche previa a un examen difícil durante los primeros semestres. Es más, muchos jamás lo probaron como fue el caso de Calderón Jaimes entre los de mi cuarto quien, pasara lo que pasara, a las once de la noche cerraba sus libros y apuntes y dormía hasta el toque de diana a menos que lo vinieran a pelonear o lo llamaran de algún cuarto para lo mismo. El se ponía a estudiar desde después de la temprana cena, cualidad que yo le envidiaba ya que para mí esas dos horas después de cenar me gustaban para la charla y la risa, sobre todo si llegaba al cuarto Pous quien iba en cuarto año pero se había hecho pronto buen amigo y su humorismo irreverente me encantaba, siendo de él de quien aprendí que lo que se aprende con gracia y salero y hasta con un poco de desdén es lo que más y mejor se queda en nuestras memorias.

     Tiempo después comprobé esta teoría estudiando el famoso libro de Harry Loraine: “cómo obtener una super memoria” que fue casi libro de texto para mí pues en aquellos años consideraba a la memoria tan importante que llegué a pensar que si Dios me mandase un ángel a preguntarme ---- ¿Qué es lo que más deseas en la vida hijo mío? ---- yo sin dudarlo contestaría: ---- una memoria fotográfica, Señor.---- Las otras dos cualidades del intelecto: juicio y voluntad me parecía tenerlas en grado suficiente para pasar cualquier examen pero la memoria… ¡ah, la memoria!... la pinche, traicionera y veleidosa memoria…

     Tiempo ha que entrego gran parte de mi tiempo al servicio en pro de drogadictos y alcohólicos y creo firmemente que el hecho de haber facilidad para el consumo de estupefacientes no induce a su consumo si existe motivación y ambiente como el de los cadetes de nuestra Escuela. Los casos de fármaco dependencia, drogadicción y  alcoholismo, ya los teníamos latentes como en cualquier grupo humano en algunos de quienes convivimos como cadetes y sólo se dispararon en muy pocos hasta que salimos de aquel ambiente; sobre todo al ámbito civil. Si se pudieran inculcar los ingredientes esenciales del alma de un cadete en cada muchacho drogadicto y/o alcohólico sin tener por fuerza que meterlo al ejército sería un gran logro en la lucha por la prevención y tratamiento de este gran flagelo.

     Los bailes como chambelanes del primer año eran un servicio que resarcía tanto sufrimiento y eran sólo para pelones.

     Bastaba que algún general amigo de los directivos pidiera un grupo de cadetes para el baile de graduación ó quince años de su hija para que se armara suceso tan maravilloso.

     Después de la cena, poco después de las seis de la tarde salía un camión militar por la puerta de la Escuela con doce ó quince gozosos cadetes sintiéndose niños dioses; de diferentes complexiones y estaturas para practicar el baile en la casa de la futura festejada. Yo fui escogido para dos de ellos: unos quince años y un baile de coronación de reina (de la que me tocó la suerte de ser su chambelán) del colegio Elizabeth Brooks. En ambos disfruté de sendos romances que no llegaron al matrimonio pero que bien pudieron haber llegado como es el caso de más de uno de mis compañeros que por estas fechas andan cumpliendo sus bodas de oro no sólo profesionales sino matrimoniales con aquellas criaturas tiernas y maravillosas.

     Claro que de estas relaciones podían salir complicaciones inesperadas muy diferentes de las típicas relacionadas con el ‘truco de la bolita’ tan socorrido en mis tiempos para pescar marido y al cual le tuve tanto miedo que no faltó alguna enfermera que me corrió la fama de puto por no ser proclive a esos escarceos. Mi caso fue más sofisticado pues sin yo saberlo un maestro de una materia militar en primer año era tío de la chica con que empecé a salir a raíz de uno de estos bailes y no habiendo florecido dicha relación, me vi sujeto a una animosidad de aquel capitán topógrafo que impartía la materia que afortunadamente no llegó a mayores pues cualquier asignatura, por simple que fuera, podía ser causa de baja del plantel si no se pasaba exitosamente.

     Otro desaguisado que pudo llegar a mayores fue el de mi amistad con una linda criatura que tenía una pierna enyesada y que presenciaba los ensayos sin participar en ellos; terminando los cuales la cortejaba sin saber que era la novia del hijo de los dueños de la casa, oficial éste que estaba comisionado fuera del D. F. pero que, como era quien iba manejando al sobrevenir el accidente en que esa lindura se fracturó, la tenían alojada en casa de los padres de él para estarla llevando a consultas de ortopedia al Hospital Central Militar.

     Creo que ella ó era muy coqueta o no lo quería mucho pues no me aclaró las cosas a tiempo.

     ¡Desde qué temprano las mujeres nos complican bella y peligrosamente la vida!

     Como desde primer año frecuentaba y conocía el Hospital por las clases de anatomía en cadáver, me las arreglaba para verla también ahí... hasta que alcancé a oír en la casa de los ensayos una voz femenina baja y lejana que susurró… se anda viendo con el gachupín… lo cual, si no me hizo emprender la retirada vergonzosa, si me llevó a suspender el trato en el D. F. continuándolo en Cuautla, de donde era originaria. Fueron tan escasas las visitas que el asunto se fue enfriando a pesar de intentos epistolares extensos pero infructuosos.

      Estos ensayos y sus leves pero emotivas consecuencia; sucesos verdaderamente  dulces  de mi vida de cadete, iluminaron parte de ese difícil primer año, ayudándome a sobrellevarlo y superarlo.

     Entre enero y septiembre de l955 aquel grupo desmadejado de jóvenes civiles se había convertido en un manojo de gallardos cadetes que competían airosamente en brío, elegancia y armonía con los del Colegio Militar, la Escuela Naval de Veracruz y no se diga ya con las otras escuelas militares así como con todos los muchos elementos que conforman un desfile ó una valla militar

     La valla militar del primero de septiembre era solamente de cadetes y era una verdadera pesadilla. Su objeto era rendir honores al paso del presidente de la república a la llegada y a la salida de dar su informe anual en la cámara de diputados. Por ahí vi pasar, a pocos metros de distancia, el rostro rejuvenecido de Ruiz Cortines al final de su sexenio y el cada vez más demacrado de López Mateos en el transcurso del suyo. El primero con su comitiva de lujosos autos Lincoln negros incluyendo, por supuesto, el descubierto en que iba él y el segundo con Mercedes Benz del mismo tipo  y color.

     Este servicio se desarrollaba así: Uniformados de gala y armados con mosquetón formábamos desde las nueve de la mañana una valla a cada lado de las calles de Bolívar en el centro de nuestra ciudad. De pié, sobre el pavimento, pegados a la banqueta y mirando hacia la calle pasábamos de la posición de ‘firmes’ a la de ‘descanso’ y viceversa conforme se nos ordenaba por el superior correspondiente. Por ningún motivo podía uno abandonar su lugar y su porte marcial a menos que se desmayara lo cual empezaba a suceder allá por las once de la mañana cuando se oía de vez en cuando el batacazo del mosquetón y un cuerpo de cadete que caían estrepitosamente. Una vez recuperado, volvía a ser puesto el desmayado en su lugar y otra vez… a pié firme.

     Por ahí de las doce aparecía la descubierta de caballería del colegio militar con su hermosa marcha dragona a toques de clarín seguida por la comitiva de lujosos autos ya mencionada.

     Pasado esto comenzaba el informe presidencial que era escuchado por todos a través de altavoces para tal efecto.

     A continuación del largísimo informe venía la contestación al mismo por el político que había sido escogido para tal fin y ya terminado todo esto, cerca de las tres de la tarde reaparecía la comitiva en sentido contrario dándosenos finalmente la orden de ‘cerrar filas’ para, unidos los cadetes de cada lado de la calle, nos dirigiéramos en fila de dos en fondo a los camiones y regresáramos a la Escuela.

     Nunca me desmayé en una valla de estas (en la de los funerales por la muerte de Manuel Ávila Camacho sí estuve a punto cuando llevaba contadas más de trescientas coronas fúnebres transportadas por delante de nosotros en su rancho de La Herradura).

     En ésta, mi primera valla del primero de septiembre me fui de bruces al cerrar filas por el hecho de no poder doblar las rodillas. No se me había advertido que esto sucedía después de tan prolongada posición extendida de las corvas. 

     En la valla de los siguientes cuatro años ya desde que desaparecía la comitiva de regreso del presidente empezaba a flexionar y estirar imperceptiblemente las rodillas (tremenda boleta de arresto y rapada significaba cualquier movimiento fuera de ‘firmes’ ó ‘descanso’) (cabe aclarar que una rapada septembrina era funesta pues ya lucía crecido el pelo después de la segunda y última rapada del año estando además el baile de pasantes a la puerta los últimos días de septiembre) (en aquel tiempo andar rapado no era bien visto, como ahora).                                                                                                                                 

     Mi tío Eduardo, el sacerdote, el de los libros, el amigo de los Porrúa, tenía su iglesia en la calle de Donceles, ahí cerca y pasaba por mis espaldas varias veces durante esas horas dándome puñetazos suaves en los riñones, cosa que estaba permitida a nuestros oficiales y que a él yo creo que nadie se atrevía a impedir pues, como siempre a través de su larga vida (excepto durante la persecución religiosa de Calles, en que anduvo disfrazado de torerillo y diciendo misa a escondidas) anduvo vestido de saco y pantalón negros con alzacuello blanco.

     En alguna ocasión me metía un dulce en la boca rápidamente desde su posición trasera de golpeador renal.

     La sed era para mi otro gran agobio pues soy de vejiga pequeña y como me dan ganas de orinar con frecuencia, dejaba de tomar líquidos desde muchas horas antes de salir de la Escuela rumbo al servicio. De esta manera nunca tuve ese problema que, de haberse presentado, no habría tenido otra solución que mojar el pantalón (detalle sin importancia por ser negro) y encharcar la calle discretamente lo cual no tenía importancia tampoco pues había alcantarillas y nadie se andaría fijando en esas minucias. Las chicas se detenían y nos miraban a la cara desde la banqueta de enfrente; nunca a los pies.

     Siempre he dicho que el mejor modo de disimular unos zapatos sucios es poner la mejor sonrisa.

     El desfile era otro boleto. Totalmente diferente. A eso de las diez de la mañana del dieciséis de septiembre ya estábamos departiendo con cierto desorden pero perfectamente uniformados y prestigiados con cueros, armas y metales esplendorosos esperando las órdenes para iniciar una emotiva marcha desde 20 de Noviembre hasta muy arriba de Reforma, por donde hoy en día se encuentra el auditorio nacional, lugar adonde las unidades iban tomando las laterales rumbo a los camiones que ya las esperaban para regresar a sus respectivas instalaciones.

     La entrada al zócalo era acojonante. Totalmente acojonante pues el ritmo que nos iba marcando nuestra banda de guerra, al frente, se diluía con el enorme sonido de la gran banda de guerra que en la explanada, enfrente del palacio nacional, tocaba estruendosamente mezclándose a su vez con el himno nacional tocado por la también enorme banda de música y que se transmitía por altavoces elevados en todos los ámbitos de la también enorme plaza de la constitución. Si a esto se le agrega el rugido de los jets vampiro recién comprados  que pasaban una y otra vez por los cielos encima de nosotros, y la voz, también a través de los altavoces, del militar locutor que reseñaba el nombre, número de unidades, comandante, etc. de cada contingente que iba apareciendo en escena, es fácil suponer que, sobre todo en el primer desfile, la emoción se mezclara con el pánico pues era sumamente fácil perder el paso.

     Eso de perder el paso era la peor tragedia que podía ocurrirle a uno. Todo el año practicando para luego bailar en vez de marchar, llevar el braceo a destiempo, voltear fuera de orden el rostro hacia la ventana de palacio donde estaban los gobernantes sonrientes acompañados de los jefes máximos del ejército y la armada, no era cosa fácil de que pasara desapercibida pues aunque fuera una fracción de segundo el descontrol, quedaba plasmado para toda la eternidad en las constantes placas fotográficas que se estaban disparando y que la superioridad examinaría concienzudamente.

     La rapada septembrina era el menor de los castigos.

     Después de salir del zócalo por cinco de mayo ya todo era vida y dulzura, no importaba llevar un verdadero torrente de serpentinas enganchadas en el mosquetón; cola inmensa de tiras de papel multicolor que te pisaba el de atrás y te desbalanceaba el arma lo cual también saldría fotografiado (aunque ya era menos el número de fotógrafos y menor el riesgo) y hasta ¡horror! ¡horror impensable!, que se te cayera estrepitosamente el pesado rifle.

     Aparte de esas vicisitudes; de algún resbalón en la mierda, molida ya por otros pies, defecada por los briosos corceles del Colegio Militar, que desfilaban por delante; no tuve que sufrir más que la entrada de un confeti en un ojo a la altura del palacio de bellas artes y que no me pude ni quise sacar hasta el final del desfile por motivos sobradamente expuestos ya.

     Aunque se sale de las dimensiones de este libro no me aguanto las ganas de contar que el único momento difícil del desfile que me tocó ya siendo médico en una unidad de tropa fue yendo sentado  en la cabina de un vehículo militar de sanidad y que en cada momento de suspender la velocidad de marcha era objeto de mortificantes chanzas de las damas paradas en la banqueta las que con fuerza me arrojaban a la cara, desde cerca, grandes puñados de confeti… nada que ver con lo que les hacen las turistas a los guardias del palacio de Buckingham.

     Si consideramos que septiembre comenzaba con la infame valla del informe presidencial, mediaba con el emotivo desfile de las fiestas patrias y terminaba con el anhelado baile de pasantes puedo asegurar que era un buen mes pues aunque comenzaba fatal, seguía glorioso y acababa arrebatador.

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