"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

jueves, 30 de julio de 2015

Alma de Cadete (Parte 18)


     Me sentía como pez en el agua. Incluso cuando la novia se me fue a España ese año después de varios años de noviazgo formal, por causas que nunca entendí, no me di a la tristeza. Mi confianza en mi mismo era enorme. Mis calificaciones mejoraban impresionantemente, los dieces y nueves “treinta y tres” (nunca he sabido si mis maestros eran muy masones o muy cristianos ya que tanto les gustaba este número) ya no eran raros para mí y aquel seis de agosto de 1959 en que me dejó solo el amor de mi carrera lo seguí recordando siempre tanto por eso como por que fue el día en que se lanzó sobre Hiroshima la primera bomba atómica en 1945, cuando yo tenía nueve años y mi almita sensible era apenas el embrión de la de cadete.

     Esta facilidad de recordar fechas y correlacionarlas me ha sido muy útil en mi vida pero también es como una espina innecesaria que no puedo ignorar. No hay año, por ejemplo en que no recuerde el día de mi primera comunión ó el día del primer matrimonio de mi hermano mayor o el día que papá llevó las trescientas gallinas (cien de cada color) para la granja que hizo por Tlalnepantla y así ad nauseam, hasta poder correlacionar lo que se hacía en la Europa de Carlomagno y en el África negra simultáneamente.

     Mi capacidad para ser una enciclopedia de cosas inútiles me obliga constantemente a callarme el hocico pues muchas amistades he perdido por su culpa.

     La clase del maestro Peña causaba miedo y lo normal era sentarse lejos de él con la quimera de evitar sus preguntas, las cuales eran tremendas. Por ejemplo: era frecuente que a una contestación del alumno el maestro revirara: “si es así qué y si no es así qué” llevando al infeliz a los terrenos de la escoleta mental en que el ejercicio combinado de los conocimientos y la inteligencia eran cosa que a mi me parecía sobrecogedora y que dejó huella indeleble en mi formación y mi manera de estudiar y aprender.

     Sentaba a sus alumnos en semicírculo delante de él y no se le escapaba ni uno. Por esto decidí sentarme exactamente delante de don Enrique ¿ya les dije que así se llamaba? y a preparar las clases hasta un poco más adelante de lo programado para ese día.

     Recuerdo con gusto y gran orgullo (hasta la fecha. Parece pendejada ¿verdad?) una mañana de clase en que supe algo que me preguntó tratando de quitarme lo presuntuoso y payaso. Estábamos comenzando a ver vías biliares y me dijo:

     ---- A ver ¡tú! Peninsular (eso de la zeta me traía jodido)… ¿cómo se clasifican las sales biliares según su función? ---   pregunta cuya respuesta era fácil pues hasta sonaba rítmica y poética pero que era para bastante más adelante.

     ---- Colagogas, coleréticas y colecistoquinéticas… maestro.

     Y el maestro Peña se sonrió y sacudió la cabeza levemente como diciendo: ‘pinche peninsular’… ya te agarraré.

     Pasé con el maestro Peña con muy buena calificación. Colaboré con él en diferentes escenarios. Era un hombre de tal fuerza y calidad que todo lo impregnaba y aprendía uno hasta de sus enfermeras… y esto es en serio pues eso de irme como perro sobre los problemas se lo aprendí a Aurea quien era su enfermera jefa en Gastro Sur: su sala y su feudo en el Hospital Central Militar.

     Si mi padre no hubiera sido quien fue y se me dijera que escogiera otro, yo pediría un par de hombres aparentemente diferentes pero idénticos: mi tío Eduardo: hermano de mi madre, lector insaciable, sacerdote  dominico, predicador  verdaderamente creyente; y el maestro Peña: general, médico militar, sabio, culto, historiador, ogro y supuesto ateo contumaz quien decía que el único milagro del cristianismo era que hubiera durado ya dos mil años. 

     Ambos deben estar, junto con papá en la Gloria de Dios como grandes amigos esperando por mí.

     Pareciera que aquel quinto año. Aquel 1959; quedó sellado por la clínica de gastro rodeada de una pequeña cohorte de asuntos amorosos y militares pero no fue así.

     También conocí y se metió en mi alma de cadete para siempre otro maestro inolvidable: Don Abelardo Zertuche.

     Yo que conocí y sufrí  a tantos generalazos imponentes, que hasta la fecha, por el hecho de haber ostentado altísimas insignias y puestos se consideran distintos y elevados. Que escucho y he escuchado de tantas tropelías y quejas relacionadas  con el grado, el cargo y el escalafón. Que ser presidente de tal o cual sociedad o por lo menos asociación cambia la sonrisa y el comportamiento. Yo, digo, conocí a un hombre que fue todo eso y más. Que fue todo lo que uno se quiera imaginar como médico y como militar y vi al señor Secretario de la Defensa, Gral. Marcelino García Barragán presentarse sin boato ni protocolo una mañana en la sala de Oftalmología para saludar al maestro Zertuche y pedirle de un modo sencillo y cordial le hiciera el honor de aceptar ser director de Sanidad Militar, mientras platicaban de pié y recargados simplemente contra la pared del cuarto de curaciones.

     Este Secretario de la Defensa tuvo una hija que quería ser médico militar y por eso la Escuela se abrió  a las mujeres a partir de su mandato y aunque a mí me caía mal que se nos apareciera de madrugada en la Escuela pues vivía a un ladito de ella, quedó en mi recuerdo como un gran general y una bendición para la patria… si alguien le sabe algo que ni me lo diga porque lo mando a chingar a su madre.

     Don Abelardo fue un oftalmólogo famoso y competente que ocupaba el cargo de jefe del servicio de Oftalmología del Hospital Central Militar. Fue mi titular de la materia, misma que en la Universidad era opcional. Daba una cátedra de cariz artístico más que científico pues nos hacía pintar grandes cuadros de entidades patológicas de su especialidad que luego colgaba de las paredes de la sala.

     De su clase sólo me acuerdo de la mañana en que nos enseñó a evertir el párpado superior diciéndonos medio en broma, medio en serio que eso nos iba a dejar dinero por saber localizar y poder quitar cuerpos extraños que el vulgo no lograba extraer con maniobras a veces tan peregrinas pero tan bien orientadas como provocar el lagrimeo metiéndose detrás del párpado superior las pestañas del inferior (yo lo hice muchas veces de niño) o echándole al sufriente humo de cigarro en el ojo.

     Me acuerdo también del examen final en que me puso a un paciente con una masa negra en lo alto del centro del globo ocular a la cual ante su sonrisa clasifiqué como melanoma siendo que era nada más una protrusión de membranas internas apenas detenida por el tejido adelgazado de la córnea ‘estafiloma corneal’ se le llamaba y  si bien era causa de ceguera no lo era de muerte como el ‘melanoma’.

     El maestro estaba bien consciente de que su clase era de inspiración más que de información y me obsequió un hermoso ocho treinta y tres que me supo a gloria.

     Mucho podría escribir sobre tan excelente maestro pero de asuntos posteriores a la carrera.

     Fue piedra fundamental en mi especialización y en la oportunidad de retirarme tempranamente del ejército pero esto será harina de otro costal si Dios así lo dispone.

     Vuelvo a repetir, ya que frases como esa de ‘harina de otro costal’ y otras más; mucho me gustan por ser pueblerinas, de mi madre.

     ‘No se mueve la hoja del árbol ni se escribe la página del libro si no es por la voluntad de Dios’… vuelvo también a escribir.

     Yo quisiera no dar tantos nombres. Me choca ponerme en tu lugar querido lector(a) y atiborrarme de referencias de personas que tal vez no conozcas pero… ¿cómo le hago para hablar de experiencias y valores sin sujeto, verbo y predicado?

     Mucho peor sería idealizar y conceptualizar sin casos concretos.


     Anaí, mi hija escritora me ha enfatizado que hable de hechos reales y ella sabe lo que dice pues por algo es Jefa de Escritores de Canal 11 y ya Random House / Mondadori empieza a publicarle sus novelas… así es que: si no es alguien con mayores laureles quien me critique, seguiré por el mismo camino.

jueves, 16 de julio de 2015

Alma de Cadete (Parte 17)

QUINTO  Y  SEXTO  AÑOS


     Era el quinto año el último de cadetes.

     Cadetes éramos todos aún aunque la mayoría, si no es que todos, ostentaban desde años atrás algún grado, ya fuera en forma de bellas cintas doradas en las mangas a saber:

     Una cinta en la manga izquierda: cadete de primera. Una en cada manga: cabo. Dos en cada manga: sargento segundo. Tres en cada manga: sargento primero el cual era el único y super respetado responsable de la disciplina y las boletas de arresto. El que paseaba silencioso por detrás de las formaciones anotando fallas y tramando castigos.

     O bien en forma de bonitas barras doradas:

     Una barra: subteniente. Dos: teniente. Dos y media (la de en medio más corta) ( y plateadas creo recordar, en vez de doradas): capitán segundo; también uno solamente y quien era el comandante de la compañía.

    Todos aún sin sueldo.
  
     Para ingresar al ejército de los haberes había que pasar al sexto año y ser capitanes primeros, con tres barras doradas y una constancia con foto, sellos y todo lo que hace bonito pero sobre todo con la firma del Presidente de la República, el jefe nato de las fuerzas armadas del país.

     Esto se llama “patente” y la mía todavía figura en una pared de mi consultorio aunque salí bastante deslucido en la fotografía. No así en la del título, en que nos hicieron repetir la foto hasta que salió como Dios manda.

     No recuerdo haber tenido ningún grado de cadete. Creo que mi pronunciación de la zeta,  mi fama de rebelde, acumulador irredento de boletas de arresto y mi modo de marchar parecido más al caminar abriendo plaza que al avanzar hacia la defensa de la patria, fueron factores suficientes para que nadie, ni yo mismo, me hicieran sentir soldado hasta ahora que descubro lo de mis buenas calificaciones en las materias correspondientes a pesar de la mala opinión que se formaron de mi espíritu castrense los inmediatos superiores durante mis cinco años como cadete.

     Con o sin grado, en quinto año se era rey en la Escuela. El único por arriba de uno, cuando  se iban los jefes, era el oficial de cuartel quien, excepto en rarísimas ocasiones, fue siempre un capitán pasante, de sexto año quien, aunque tal vez cinco años atrás había sido cabrón y peloneador, ahora era ya, generalmente, un gran amigo y compañero. El capitán segundo, comandante de la Compañía de cadetes era también un alumno de quinto año por lo que, aunque podía hacer uso de su grado y arrestar a un compañero de su mismo grupo, nunca lo hacía pues había códigos de amistad inviolables.

     Con los escasos riesgos inherentes a una brusca llegada vespertina o nocturna de un alto superior; en quinto años entraba uno y salía de la Escuela como Pedro por su casa.

     Recuerdo una noche de domingo en que estando yo de servicio me salí a misa.

     Mis padres llegaron a visitarme y cuando les informaron de dónde podían encontrarme fueron en mi busca y ahí estaba yo, con el cuello del capote levantado, sumido en mis reflexiones que ya eran muchas desde la temprana edad de veintidós años.

     Mi madre me dijo, años después y ya muerto papá, que él se emocionó aquella noche al verme y se le llenaron los ojos de agua; cosa insólita en él a quien solamente una vez en la vida vi llorar cuando regresó a la casa paterna después de quince años de haber salido de ella. Tiempo en que murieron sus padres mientras él se enfrentaba a su destino en América.

     El que papá no haya sabido de mí vida envuelta en tantos asuntos difíciles que tuve que vivir y sobrevivir me llena de consuelo. Murió cuando yo todavía era una temprana realidad y un brillante prospecto.

     En ese año llevé la materia reina entre reinas de toda la carrera. La materia que uno anhelaba llevar cuando en años inferiores veía a los alumnos de quinto año estudiándola y discutiéndola sobre unos apuntes mimeografiados en una gruesa libreta negra y elaborados por los tres grandes maestros del curso. Era la “clínica de gastroenterología”, impartida por los queridos e inolvidables maestros Peña y de la Peña, Carrizosa y Albarrán.

     Ahí si me sentí ya médico capaz de vivir de mi profesión. La bolsa de aparatos para consumir, digerir y excretar que forma la mayoría de nuestro cuerpo me entregaba sus misterios.

     La mayoría de padecimientos que enfrenté durante los siguientes cinco años en que terminé la carrera e hice mi residencia hospitalaria fueron de tipo digestivo. La inmensa mayoría de oportunidades quirúrgicas eran del aparato digestivo. La gran sorpresa de mis familiares y maestros fue que yo no haya sido un especialista en aparato digestivo.

     A esto se refería mi amigo Sáenz Pascasio cuando me decía en mi hospital MIG que yo era un pendejo por no practicar la medicina y la cirugía en el área que ya dominaba desde antes de hacerme oftalmólogo.

     Quiero aclarar el significado de MIG: María Inmaculada de Guadalupe y no Muerte Inmediata Garantizada, como dicen las malas lenguas.

     Esta, mi formación; tan sólida antes de especializarme, me alejó de mis colegas oftalmólogos. Siempre me sentí diferente. Siempre sentí rechazo a compartir mi profesión y mi tiempo entre gente que no sabía la diferencia entre una anestesia epidural y una raquídea. Como aquel oftalmólogo que me contaba en una cena que, practicando su muy breve vida hospitalaria en medicina y cirugía general, aplicó una raquianestesia “muy bien hecha” en que incluso tuvo la precaución de poner la gotita de suero en el pabellón de la aguja para ver que sí era absorbida y a continuación meter la dosis requerida de anestésico. El paciente murió de inmediato y este pendejo, que había confundido las técnicas y que metió una cantidad indebida de anestésico para ráquea en una epidural, todavía decía con los ojos muy abiertos: ¡nunca he sabido por qué se murió!

     Con el tiempo las cosas cambiaron. La oftalmología se tornó una altísima especialidad de grandes requerimientos en cuanto a estudios y curvas de aprendizaje. Se redujo aún más el requisito previo de práctica general para hacerse especialista en ella, se ampliaron los años para ser oftalmólogo y el dominio de aparatos sumamente sofisticados, el láser, la microcirugía, los fragmentadores y emulsificadores ultrasónicos fueron linderos que mi especialidad fue la primera en rebasar y ofrecer como opción viable al resto de la profesión.

     De hecho los oftalmólogos fuimos los pioneros en laser y, desde luego, en la endoscopía al ser los primeros facultativos favorecidos por El Altísimo al poder contemplar por vez primera en los tres millones de años de tránsito de la humanidad doliente, el soberbio panorama de un órgano vivo y funcional, por adentro:

     El fondo del ojo.


     Yo creo que Helmholtz ha de haber tenido un orgasmo descomunal cuando vio por primera vez el maravilloso espectáculo del fondo ocular, tan solemne y conmovedor… o más, que las fotos del universo que nos regala el Hubble hoy en día.

jueves, 9 de julio de 2015

Alma de Cadete (Parte 16)

Cuando yo entré y fui pelón en la Escuela Médico Militar conocí en cuarto año a compañeros que fueron amigos, maestros y médicos importantes míos y de mi familia. Ahí apareció en mi vida Jaime Pous Ferrer quien antes de morir trajo al mundo a mis hijas mayores y, siendo gineco obstetra me introdujo al desconocido mundo de la genética y los síndromes del recién nacido tan poco vistos en pediatría de la carrera pero tan vistos en la especialidad de oftalmólogo. Ahí conocí al extraordinario amigo, compañero, maestro y consejero: David Gutiérrez Pérez quien me hizo oftalmólogo puntero de esta especialidad en el Hospital Central Militar cuando él ingresó como adjunto siendo yo residente de cuarto año. David abrió, conmigo, la especialidad en el Hospital y después de compartir el ejercicio de la misma me operó exitosamente mis tempranas cataratas permitiéndome continuar con el ejercicio de mi profesión con una visión cómoda y perfecta.

     A estas dos excelentes almas de cadete les rindo desde aquí el homenaje que nunca les supe hacer.

     También al ir incursionando en las clínicas y viendo a los maestros trabajar iba uno aprendiendo que la grandeza no se lleva con la vanidad y que grandes, grandes gigantes la cagaban por ello.

     Vi a un gran obstetra desgarrar una vejiga por poner fórceps altos nada más por presumir que eso no se debía hacer más que en sus manos.

     Vi a un gran urólogo hacer el ridículo queriendo preparar un trabajo original con película del paciente, biopsia de testículo y frotis de mucosa oral a un pobre joven homosexual a quien madreaban sus vecinos quien deseaba cambiar de sexo, en vez de enviarlo con los cirujanos plásticos y los psiquiatras para ayudarlo a enfrentar el cambio.

     Vi a un cirujano general experimentado presumir de poder operar un apéndice por una incisión de dos centímetros y dejar un postoperatorio de varios meses por andar con mamadas y causar serias complicaciones al encontrarse con un apéndice retrocecal que no supo identificar.

     Vi maestros que en las fiestas intercambiaban esposas pero que se atrevían a fundar y promover movimientos formales de integración matrimonial.

     Como quiero hacer notar. El ego y sus tropelías no fueron privativos de algunos altos jefes militares sino también de algunos cirujanos consagrados.

     Pero me he salido del cuarto año y quiero regresar a él con el notorio suceso de que en el primer semestre de ese año Ernesto Toledo Rubio, el compañero admirado de la preparatoria quien con sus pose estudiosa en la banca de enfrente y sus orejas con seco sudor pentatlónico me llevó, a través de la verba sonriente de Ibancovichi, a las puertas de la Médico Militar… entró a formar parte de mi generación para retomar sus estudios interrumpidos durante varios meses de inactividad por hepatitis.

     Toledo fue el amigo reposado, atento, de sonrisa de Gioconda a quien nunca pude separar del recuerdo de Aviña, otro compañero delgadito y pálido, lo opuesto de Toledo, de familia acomodada que nunca llegó a clase en preparatoria acalorado, terroso y sudado como Toledo Rubio. Aviña llegaba caminando lentamente y una mañana no llegó, cayo muertecito unos pasos antes de entrar. Nunca supe qué lo mató pero siempre he recordado vivamente mis primer enfrentamiento con la muerte de un amigo adolescente y casi siempre recordé a Toledo joven como poseedor de algo fuerte y misterioso que le faltó a Aviña para no morir… la salud… ese bienestar… ese don… ese misterio.

     Esto de la muerte en la niñez y en la adolescencia me afectaba fuertemente. Ya en tercer año de primaria murió un compañerito en las vacaciones por haberse ido por el desagüe de una alberca. En secundaria otro ahogado en vacaciones en un río de la huasteca potosina, Aviña en preparatoria y en la Médico Militar la muerte en el dormitorio de un cadete por el disparo en broma de un compañero que ignoraba que ese mosquetón estaba cargado.

     Esas muertes cercanas y juveniles ponían un tinte de tristeza y melancolía en mi alma que me costaba meses superar.

     Siempre me ha conmovido la muerte del hombre. Más aún la muerte del hombre por el hombre y sobre todo… sobre todo… algo que me es insoportable… la tortura del hombre por el hombre.

     Hoy, ya viejo,  creo que he aprendido algo que puedo decir en pocas palabras, tomándoselas prestadas a Plotino: “Pero donde más cerca de Dios podemos estar es en nuestra propia alma. Sólo allí podemos unirnos con el gran misterio de la vida. En muy raros momentos podemos incluso llegar a sentir que nosotros mismos somos el misterio divino”.

      Creo que nuestra alma es una gota de Dios que me ha hecho su edecán.
 
     Creo que en mí y en todos nosotros está “Dios que transita”.

     … Y como durante seis años lo anduve paseando por la Escuela Médico Militar de mi querido México, aquí dejo cumplida constancia del viaje.

     Ya no temo a la muerte ni me parece terrible la de otros pero me sigue inquietando la manera en cómo me ha de llegar.

     No sólo fue Ernesto Toledo, pues en el segundo semestre se nos unieron Carlos Martinez Duncker y Armando Soto Rodríguez. Par de genios que les gustaban las armas de fuego y sus juegos lo cual marcó la vida de ambos. En uno de esos juegos a Soto se le fue un balazo por tener las manos grasosas de tacos que un pelón les convidaba a su vez en un restaurant vecino a la Escuela. Cuando Soto bajó el percutor para amedrentar al cadete de primer año se le resbaló y el tiro le dio debajo de la clavícula; no penetró a tórax; no impidió que el cadete siguiera sus estudios, pero Soto Rodríguez y Martínez Duncker fueron sometidos a consejo de honor y enviados un año a filas.

     Les fue bien. El director de la Escuela Médico Militar consiguió que no se les procesara por la vía civil.

     Ambos terminaron la carrera con mi grupo y nunca se pudieron integrar en lo amistoso y emocional totalmente a nosotros a pesar de haber sido sumamente brillantes.

     Armando Soto nunca se supo perdonar y fue el primero de nosotros en morir  hace ya cinco años, separado y desconocido en un hospital de Villahermosa. Martínez Duncker brilló mucho en Medicina Nuclear, tuvo una vida tan azarosa como la mía, vive retirado en Cuernavaca y tiene tres hijos extraordinarios cuyos currícula leídos en internet duran más que una semana sin pan (como decía mi padre para referirse a algo muy, muy largo). Desde aquí te saludo Carlos y te aseguro que me siento honrado con tu amistad y que tu generación no es la de tu comienzo sino la del final de tu carrera, la mía, la nuestra, la l955 / l960. La “generación histórica”.

     Deseo terminar mi semblanza del cuarto año de carrera con las guardias en obstetricia.

     Era requisito para tener derecho a examen final de clínica de obstetricia demostrar haber atendido treinta partos. Tenían que ser atenciones reales, no simplemente asistencias al trabajo hecho por un superior y si bien el superior estaba junto a uno, el parto era atendido real e íntegramente por el alumno de cuarto año al cual el superior, le extendía una boleta certificándolo en cada ocasión.

     Fue en el primero de esta larga serie que se me resbaló el producto por no saber engancharlo de brazo y muslito como rápidamente aprendí a raíz de este incidente; testereándolo y cachándolo cuando ya iba de cabeza rumbo al cajón abierto por debajo del periné materno y que para esas horas ya estaba casi lleno de sangre, líquido amniótico,  heces fecales y orina. Mi primer atendido (que si vive debe tener cincuenta y un años) alcanzó a meter el coco hasta las cejas en aquella pócima y yo estuve atentísimo a que se le estuvieran poniendo gotas antibióticas en los ojos además de las de argirol que se les ponían de rutina al nacer dizque para evitar las impresionantes conjuntivitis gonorréicas adquiridas con relativa frecuencia en el canal del parto.

     Precioso cuarto año.


     Te dejo de cantar pues me faltan dos años todavía y con lo rollero que soy... no quiero que mi libro salga gordo pues nadie lo va a querer leer.