"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

jueves, 16 de julio de 2015

Alma de Cadete (Parte 17)

QUINTO  Y  SEXTO  AÑOS


     Era el quinto año el último de cadetes.

     Cadetes éramos todos aún aunque la mayoría, si no es que todos, ostentaban desde años atrás algún grado, ya fuera en forma de bellas cintas doradas en las mangas a saber:

     Una cinta en la manga izquierda: cadete de primera. Una en cada manga: cabo. Dos en cada manga: sargento segundo. Tres en cada manga: sargento primero el cual era el único y super respetado responsable de la disciplina y las boletas de arresto. El que paseaba silencioso por detrás de las formaciones anotando fallas y tramando castigos.

     O bien en forma de bonitas barras doradas:

     Una barra: subteniente. Dos: teniente. Dos y media (la de en medio más corta) ( y plateadas creo recordar, en vez de doradas): capitán segundo; también uno solamente y quien era el comandante de la compañía.

    Todos aún sin sueldo.
  
     Para ingresar al ejército de los haberes había que pasar al sexto año y ser capitanes primeros, con tres barras doradas y una constancia con foto, sellos y todo lo que hace bonito pero sobre todo con la firma del Presidente de la República, el jefe nato de las fuerzas armadas del país.

     Esto se llama “patente” y la mía todavía figura en una pared de mi consultorio aunque salí bastante deslucido en la fotografía. No así en la del título, en que nos hicieron repetir la foto hasta que salió como Dios manda.

     No recuerdo haber tenido ningún grado de cadete. Creo que mi pronunciación de la zeta,  mi fama de rebelde, acumulador irredento de boletas de arresto y mi modo de marchar parecido más al caminar abriendo plaza que al avanzar hacia la defensa de la patria, fueron factores suficientes para que nadie, ni yo mismo, me hicieran sentir soldado hasta ahora que descubro lo de mis buenas calificaciones en las materias correspondientes a pesar de la mala opinión que se formaron de mi espíritu castrense los inmediatos superiores durante mis cinco años como cadete.

     Con o sin grado, en quinto año se era rey en la Escuela. El único por arriba de uno, cuando  se iban los jefes, era el oficial de cuartel quien, excepto en rarísimas ocasiones, fue siempre un capitán pasante, de sexto año quien, aunque tal vez cinco años atrás había sido cabrón y peloneador, ahora era ya, generalmente, un gran amigo y compañero. El capitán segundo, comandante de la Compañía de cadetes era también un alumno de quinto año por lo que, aunque podía hacer uso de su grado y arrestar a un compañero de su mismo grupo, nunca lo hacía pues había códigos de amistad inviolables.

     Con los escasos riesgos inherentes a una brusca llegada vespertina o nocturna de un alto superior; en quinto años entraba uno y salía de la Escuela como Pedro por su casa.

     Recuerdo una noche de domingo en que estando yo de servicio me salí a misa.

     Mis padres llegaron a visitarme y cuando les informaron de dónde podían encontrarme fueron en mi busca y ahí estaba yo, con el cuello del capote levantado, sumido en mis reflexiones que ya eran muchas desde la temprana edad de veintidós años.

     Mi madre me dijo, años después y ya muerto papá, que él se emocionó aquella noche al verme y se le llenaron los ojos de agua; cosa insólita en él a quien solamente una vez en la vida vi llorar cuando regresó a la casa paterna después de quince años de haber salido de ella. Tiempo en que murieron sus padres mientras él se enfrentaba a su destino en América.

     El que papá no haya sabido de mí vida envuelta en tantos asuntos difíciles que tuve que vivir y sobrevivir me llena de consuelo. Murió cuando yo todavía era una temprana realidad y un brillante prospecto.

     En ese año llevé la materia reina entre reinas de toda la carrera. La materia que uno anhelaba llevar cuando en años inferiores veía a los alumnos de quinto año estudiándola y discutiéndola sobre unos apuntes mimeografiados en una gruesa libreta negra y elaborados por los tres grandes maestros del curso. Era la “clínica de gastroenterología”, impartida por los queridos e inolvidables maestros Peña y de la Peña, Carrizosa y Albarrán.

     Ahí si me sentí ya médico capaz de vivir de mi profesión. La bolsa de aparatos para consumir, digerir y excretar que forma la mayoría de nuestro cuerpo me entregaba sus misterios.

     La mayoría de padecimientos que enfrenté durante los siguientes cinco años en que terminé la carrera e hice mi residencia hospitalaria fueron de tipo digestivo. La inmensa mayoría de oportunidades quirúrgicas eran del aparato digestivo. La gran sorpresa de mis familiares y maestros fue que yo no haya sido un especialista en aparato digestivo.

     A esto se refería mi amigo Sáenz Pascasio cuando me decía en mi hospital MIG que yo era un pendejo por no practicar la medicina y la cirugía en el área que ya dominaba desde antes de hacerme oftalmólogo.

     Quiero aclarar el significado de MIG: María Inmaculada de Guadalupe y no Muerte Inmediata Garantizada, como dicen las malas lenguas.

     Esta, mi formación; tan sólida antes de especializarme, me alejó de mis colegas oftalmólogos. Siempre me sentí diferente. Siempre sentí rechazo a compartir mi profesión y mi tiempo entre gente que no sabía la diferencia entre una anestesia epidural y una raquídea. Como aquel oftalmólogo que me contaba en una cena que, practicando su muy breve vida hospitalaria en medicina y cirugía general, aplicó una raquianestesia “muy bien hecha” en que incluso tuvo la precaución de poner la gotita de suero en el pabellón de la aguja para ver que sí era absorbida y a continuación meter la dosis requerida de anestésico. El paciente murió de inmediato y este pendejo, que había confundido las técnicas y que metió una cantidad indebida de anestésico para ráquea en una epidural, todavía decía con los ojos muy abiertos: ¡nunca he sabido por qué se murió!

     Con el tiempo las cosas cambiaron. La oftalmología se tornó una altísima especialidad de grandes requerimientos en cuanto a estudios y curvas de aprendizaje. Se redujo aún más el requisito previo de práctica general para hacerse especialista en ella, se ampliaron los años para ser oftalmólogo y el dominio de aparatos sumamente sofisticados, el láser, la microcirugía, los fragmentadores y emulsificadores ultrasónicos fueron linderos que mi especialidad fue la primera en rebasar y ofrecer como opción viable al resto de la profesión.

     De hecho los oftalmólogos fuimos los pioneros en laser y, desde luego, en la endoscopía al ser los primeros facultativos favorecidos por El Altísimo al poder contemplar por vez primera en los tres millones de años de tránsito de la humanidad doliente, el soberbio panorama de un órgano vivo y funcional, por adentro:

     El fondo del ojo.


     Yo creo que Helmholtz ha de haber tenido un orgasmo descomunal cuando vio por primera vez el maravilloso espectáculo del fondo ocular, tan solemne y conmovedor… o más, que las fotos del universo que nos regala el Hubble hoy en día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario