QUINTO Y SEXTO AÑOS
Era el quinto año el último de
cadetes.
Cadetes éramos todos aún
aunque la mayoría, si no es que todos, ostentaban desde años atrás algún grado,
ya fuera en forma de bellas cintas doradas en las mangas a saber:
Una cinta en la manga
izquierda: cadete de primera. Una en cada manga: cabo. Dos en cada manga:
sargento segundo. Tres en cada manga: sargento primero el cual era el único y
super respetado responsable de la disciplina y las boletas de arresto. El que
paseaba silencioso por detrás de las formaciones anotando fallas y tramando
castigos.
O bien en forma de bonitas
barras doradas:
Una barra: subteniente. Dos:
teniente. Dos y media (la de en medio más corta) ( y plateadas creo recordar,
en vez de doradas): capitán segundo; también uno solamente y quien era el
comandante de la compañía.
Todos aún sin sueldo.
Para ingresar al ejército de
los haberes había que pasar al sexto año y ser capitanes primeros, con tres
barras doradas y una constancia con foto, sellos y todo lo que hace bonito pero
sobre todo con la firma del Presidente de la República, el jefe nato de las
fuerzas armadas del país.
Esto se llama “patente” y la
mía todavía figura en una pared de mi consultorio aunque salí bastante
deslucido en la fotografía. No así en la del título, en que nos hicieron
repetir la foto hasta que salió como Dios manda.
No recuerdo haber tenido
ningún grado de cadete. Creo que mi pronunciación de la zeta, mi fama de rebelde, acumulador irredento de
boletas de arresto y mi modo de marchar parecido más al caminar abriendo plaza
que al avanzar hacia la defensa de la patria, fueron factores suficientes para
que nadie, ni yo mismo, me hicieran sentir soldado hasta ahora que descubro lo
de mis buenas calificaciones en las materias correspondientes a pesar de la
mala opinión que se formaron de mi espíritu castrense los inmediatos superiores
durante mis cinco años como cadete.
Con o sin grado, en quinto año
se era rey en la Escuela. El único por arriba de uno, cuando se iban los jefes, era el oficial de cuartel
quien, excepto en rarísimas ocasiones, fue siempre un capitán pasante, de sexto
año quien, aunque tal vez cinco años atrás había sido cabrón y peloneador,
ahora era ya, generalmente, un gran amigo y compañero. El capitán segundo,
comandante de la Compañía de cadetes era también un alumno de quinto año por lo
que, aunque podía hacer uso de su grado y arrestar a un compañero de su mismo
grupo, nunca lo hacía pues había códigos de amistad inviolables.
Con los escasos riesgos
inherentes a una brusca llegada vespertina o nocturna de un alto superior; en
quinto años entraba uno y salía de la Escuela como Pedro por su casa.
Recuerdo una noche de domingo
en que estando yo de servicio me salí a misa.
Mis padres llegaron a
visitarme y cuando les informaron de dónde podían encontrarme fueron en mi
busca y ahí estaba yo, con el cuello del capote levantado, sumido en mis
reflexiones que ya eran muchas desde la temprana edad de veintidós años.
Mi madre me dijo, años después
y ya muerto papá, que él se emocionó aquella noche al verme y se le llenaron los
ojos de agua; cosa insólita en él a quien solamente una vez en la vida vi
llorar cuando regresó a la casa paterna después de quince años de haber salido
de ella. Tiempo en que murieron sus padres mientras él se enfrentaba a su
destino en América.
El que papá no haya sabido de
mí vida envuelta en tantos asuntos difíciles que tuve que vivir y sobrevivir me
llena de consuelo. Murió cuando yo todavía era una temprana realidad y un
brillante prospecto.
En ese año llevé la materia
reina entre reinas de toda la carrera. La materia que uno anhelaba llevar
cuando en años inferiores veía a los alumnos de quinto año estudiándola y discutiéndola
sobre unos apuntes mimeografiados en una gruesa libreta negra y elaborados por
los tres grandes maestros del curso. Era la “clínica de gastroenterología”,
impartida por los queridos e inolvidables maestros Peña y de la Peña, Carrizosa
y Albarrán.
Ahí si me sentí ya médico
capaz de vivir de mi profesión. La bolsa de aparatos para consumir, digerir y
excretar que forma la mayoría de nuestro cuerpo me entregaba sus misterios.
La mayoría de padecimientos
que enfrenté durante los siguientes cinco años en que terminé la carrera e hice
mi residencia hospitalaria fueron de tipo digestivo. La inmensa mayoría de
oportunidades quirúrgicas eran del aparato digestivo. La gran sorpresa de mis
familiares y maestros fue que yo no haya sido un especialista en aparato
digestivo.
A esto se refería mi amigo Sáenz Pascasio
cuando me decía en mi hospital MIG que yo era un pendejo por no practicar la
medicina y la cirugía en el área que ya dominaba desde antes de hacerme
oftalmólogo.
Quiero aclarar el significado
de MIG: María Inmaculada de Guadalupe y no Muerte Inmediata Garantizada, como
dicen las malas lenguas.
Esta, mi formación; tan sólida
antes de especializarme, me alejó de mis colegas oftalmólogos. Siempre me sentí
diferente. Siempre sentí rechazo a compartir mi profesión y mi tiempo entre
gente que no sabía la diferencia entre una anestesia epidural y una raquídea. Como
aquel oftalmólogo que me contaba en una cena que, practicando su muy breve vida
hospitalaria en medicina y cirugía general, aplicó una raquianestesia “muy bien
hecha” en que incluso tuvo la precaución de poner la gotita de suero en el
pabellón de la aguja para ver que sí era absorbida y a continuación meter la
dosis requerida de anestésico. El paciente murió de inmediato y este pendejo, que
había confundido las técnicas y que metió una cantidad indebida de anestésico
para ráquea en una epidural, todavía decía con los ojos muy abiertos: ¡nunca he
sabido por qué se murió!
Con el tiempo las cosas
cambiaron. La oftalmología se tornó una altísima especialidad de grandes
requerimientos en cuanto a estudios y curvas de aprendizaje. Se redujo aún más
el requisito previo de práctica general para hacerse especialista en ella, se
ampliaron los años para ser oftalmólogo y el dominio de aparatos sumamente
sofisticados, el láser, la microcirugía, los fragmentadores y emulsificadores
ultrasónicos fueron linderos que mi especialidad fue la primera en rebasar y
ofrecer como opción viable al resto de la profesión.
De hecho los oftalmólogos
fuimos los pioneros en laser y, desde luego, en la endoscopía al ser los primeros
facultativos favorecidos por El Altísimo al poder contemplar por vez primera en
los tres millones de años de tránsito de la humanidad doliente, el soberbio
panorama de un órgano vivo y funcional, por adentro:
El fondo del ojo.
Yo creo que Helmholtz ha de
haber tenido un orgasmo descomunal cuando vio por primera vez el maravilloso
espectáculo del fondo ocular, tan solemne y conmovedor… o más, que las fotos
del universo que nos regala el Hubble hoy en día.
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