"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

miércoles, 1 de julio de 2015

Alma de Cadete (Parte 15)



     Si algún familiar de gente importante ó recomendado por motivo cualquiera llegó a entrar a la Escuela Médico Militar sin merecerlo, mientras yo viví en ella, les aseguro que salió de esta manera a menos que fuera alguien que tuviera las cualidades para ser médico militar… pero esto no era cosa de ‘enchílame otra’.

     El cuarto año de la carrera me hizo sentir especial. Tal vez por esas materias en que ya se interactuaba fuertemente con el paciente: ‘las clínicas’; de las que antes se nos daba la teoría…‘nosología’… vaya. Esto me hacía sentir diferente a cualquiera de mis épocas anteriores de estudiante. Me sentía “gente grande”. También influía el saber que ya nadie me sacaría de la Escuela como reprobado y, desde luego, una gran influencia en esa sensación era la imagen que me formé de los cadetes de cuarto y quinto, por no decir ya de los capitanes de sexto año, cuando ingresé a la Escuela. Eran todos ellos los dioses de mi panteón particular.

     Tal vez la única nosología que me hizo sentir gente grande desde antes de su clínica fue la de obstetricia debido al ser mitológico que la impartía.

     Este gran, pero gran maestro fue Don Raúl Fernández Doblado, apodado “el rorro” por ser muy bien parecido; tanto que era uno más de los individuos a los que la fantasía popular achacaba el suicidio de Miroslava, guapísima actriz de nuestro cine, por dolor de amores.

     La nosología de obstetricia nos la impartía durante el pésimo horario de tres a cuatro de la tarde; el mismo de aquella soporífera materia de teoría: anatomía descriptiva en el primer año y que me costó mi primera boleta de arresto por quedarme cuajado durante tan importante y peligrosa materia.

     En la clase del maestro Fernández Doblado nunca me dormí. Todavía me acuerdo de muchísimos asuntos que nos enseñó y del modo como los enseñaba. Fue la primera vez en mi vida que aprendí cosas para no hacerlas; es decir, no mencionar lo prohibido a la ligera sino profundizar en ello para que el rechazo fuera en serio. Cosas tales como el aborto provocado, el fórceps alto, la trituración fetal no fueron nada más conceptos vagos sino sabios rechazos.

     Cuando más adelante en mi vida hube de platicar con mis hijas acerca de los peligros que les ofrecía la adolescencia, me comporté ante ellas como este maestro lo hizo ante mí al enfrentarme con tan serios avatares y tentaciones. Pasaron bien ese examen y todos los demás. Resultaron extraordinarias.

     Fue también don Raúl sinodal mío en el examen profesional. Era reprobador pero magnífico. Nunca se preocupó por ascender. Rechazó cuanta ocasión tuvo de hacerlo y murió gloriosamente de “policía” después de muchos años de práctica y docencia como un bello anciano de pelo blanquísimo, porte erguido y con la aureola de haber sido, junto con el Dr. Castelazo Ayala (de extracción civil) los dos mejores gineco obstetras mexicanos de su época.

     Era ambidiestro y su técnica quirúrgica fue siempre tan fina y elegante que tuve compañeros que después de verlo operar comenzaron a comer con la mano izquierda.

     Esta fue, junto con la nosología de gastroenterología impartida principalmente por el también joven y muy preparado maestro García Carrizosa, una de las dos nosologías que para mí tenían sabor a clínicas. Me hacían sentir ya médico, no solamente estudiante de medicina. Capaz de enfrentar con éxito los problemas no quirúrgicos de esas especialidades.

     Creo que la fama grande de los médicos militares de mi generación y la cercanas a ella en obstetricia y en gastroenterología provenía de haber tenido maestros como estos; aunque desde luego, justo es decirlo, eran materias que nos despertaban gran interés por ser de la práctica diaria y tan cotidianas que no se consideraban como especialidad sino parte integrante obligatoria del bagaje profesional que todo buen médico militar debía poseer, junto con ortopedia, pediatría, respiratorio y desde luego todas las demás especialidades. Todas ellas eran fundamentales pero nunca tan glamorosas para nosotros como obstetricia y gastro.

     Por lo menos así fue para mí y sin embargo, me hice oftalmólogo… arcanos del alma de un cadete romántico y sentimental que escogió su especialidad por motivos amorosos ante la sorpresa de propios y extraños y hasta de cierta desilusión paterna ya que por aquel entonces la oftalmología era una especialidad bastante doméstica con ínfulas de princesa y apenas leves destellos de la reina en que años más tarde se convertiría.

     Quien crea que los estudios universitarios son tan sólo informativos y ya no formativos de carácter sino tan sólo de criterios de aplicación; está equivocado. La carrera me formó el carácter tanto o más que la secundaria, considerada como la época escolar formativa por excelencia y, ateniéndome a lo que decía el también gran maestro Don Abelardo Zertuche: “tu carácter será tu dote o será tu azote”: doy gracias a la Escuela Médico Militar, al Hospital Central Militar, al Ejército Mexicano y a todos los integrantes del mismo que me abrieron el frasco de las esencias de sus conocimientos y personalidades para hacerme salir adelante en este viaje llamado vida.

     …“En este viaje que llaman vida / dolido el pecho y el alma herida / tristes cantares al viento doy / ¿por qué así sufro? / ¿qué pena tengo?… es porque ignoro de donde vengo / … y a dónde voy.

     Así poetizaba Juana de Ibarbouru y lo reproducía un bello monumento en forma de libro abierto en la alameda central antes del sismo de 1985 en que algún vivales se lo robó.

     El alma de un cadete tiene sentido de pertenencia y muchos otros sentidos que espero este libro vaya haciendo ver en y entre sus líneas. Sentidos y significados que ayudan a consolar el desconsuelo, a poblar la soledad, y a darle a la vida anhelo de compromiso como lo hizo, encendiendo mi inspiración y sentido del deber desde la infancia, aquél magnífico libro  “Corazón” ‘Diario de un Niño’ que tantas noches nos leyó mi padre, para dormirnos, a mis hermanos y a mi.

      ¿Qué si hubo en cuarto año alguna materia militar?... sí, si la hubo. Fue: ‘Instrucción de Tropas de Sanidad’ y me saqué uno de los numerosos ochos que ya empezaban a brincar en el petate de mis calificaciones. Claro que no fue como el magnífico nueve treinta y tres de ‘Administración de Hospitales’ pero era una estupenda calificación comparada con la pléyade de seises de los primeros años.

     Hubo cuatro seises, en examen final, gloriosos en mi carrera, que quiero platicar para conocimiento de aquellas personas que crean que un seis es poca cosa.

     El primero de ellos fue el ya platicado en el examen final de anatomía cuando necesitaba un once para lograr promediar el seis; esto debido a aquel ignominioso uno de mediados del semestre.

     El segundo fue el final de nosología de gastro pues me habían puesto cero en el único examen anterior debido a que estuve de guardia en obstetricia y necesitaba, por lo tanto, un doce para promediar el soñado seis.

     El tercer gloriosísimo seis me lo regaló el titular de urología pues al contestar la única y larga pregunta del examen que fue: ‘hable Ud. de varicocele’, que versifica sobre cosas de venas en el testículo, yo desarrollé amplia y brillantemente ‘hidrocele’ que se tata de agua en el testículo sin un pinche vaso que ver. En aquella ocasión llegué al examen después de una exhaustiva y larga noche de faje con la novia en que no estudié ni madre porque me las sabía de todas, todas… y sin embargo confundí los nombres de dos enfermedades. Me estaba pasando como aquel refugiado judío cuando la segunda guerra mundial y el holocausto que llevaba documentos falsos perfectos y una memorización bárbara de toda una supuesta vida falsa con pelos y señales hasta en su más mínima expresión y el cual, a la hora de mostrar los documentos a los nazis que subieron al autobús en que iba, se dio cuenta con espanto que no recordaba su nuevo nombre. Afortunadamente lo recordó a tiempo y, también afortunadamente el querido maestro Azcárraga a quien desde aquí rindo admirado y agradecido recuerdo, se hizo solidario con mi romance y mis conocimientos previos durante el curso… y me obsequió el seis.

     El cuarto fue en medicina legal, materia amenísimamente impartida, a pesar de ser tan horrorosa, por el Dr. Miguel Cervantes. Materia que se me hizo fácil y a cuyo examen final llegué tan bien preparado que casi apenas terminadas de dictar las preguntas por el maestro ya me estaba yo levantando y poniendo muy orondo, todo ya contestado, sobre su escritorio… me puso cero por payaso. Gracias a mis humildes disculpas este buen maestro también me regaló el cuarto y último seis glorioso de la carrera, de esos que ‘valen más que un diez’.

     ¡Cuán homogéneo y equilibrado tiene que ser el carácter de aquellos primeros lugares consetudinarios! ¡Cuán serios y dedicados tienen que ser! Lástima que en muchos de ellos la falta de fantasía y cierto grado de locura no les permiten destacar en el noble arte de la práctica médica; tantas veces poética, tantas veces filosófica… tantas veces simplemente intuitiva.

     Se me ocurre pensar que a mis lectores no cercanos a mí en edad les ha de valer madre que ponga ó no los nombres de mis maestros, inclusive les ha de pasar lo que a mí cuando escuchaba o leía apasionados relatos escolares de generaciones anteriores a la mía… me quedaba insensible… y hasta molesto. Nombres que para estos escribientes significaron grandes íconos de su formación profesional y a quienes, plenos de entusiasmo, les otorgaron amplios renglones, párrafos y hasta páginas o capítulos; me fastidiaban. Apellidos tales como: Izquierdo, Meneses Hoyos y otros; protagonistas de múltiples y sonadas anécdotas, me eran indiferentes. Me brincaba sus referencias a veces hasta con enojo.

     Estoy arrepentido de haberlo hecho y desde aquí les rindo real homenaje pues han sido también mis mentores a través de sus alumnos quienes a su vez fueron mis maestros tan cercanos, tan importantes y algunos… justo es decirlo… tan queridos y llorados.

     Ahora que tengo a la vista todas mis calificaciones y materias que cursé en la Escuela Médico Militar y noto con asombro que mis mejores calificaciones las obtuve en las materias militares y de índole administrativa y que el llegar a estar a la cabeza de mi generación al terminar 1963 y pasar a ser uno de los tres privilegiados residentes de cuarto año con primer lugar y promedio histórico no fue, ni muchos menos, por ser el mejor médico cirujano de mi grupo sino por ser, sin saberlo el más minucioso y disciplinado intendente de cada sala por la que pasaba. El que  traía en la punta de los dedos toda la información y el que menos trabajo les dejaba pendiente a mis superiores. Me conmueve darme cuenta hasta ahora pues siempre me consideré mal militar y pésimo intendente. Dejo constancia de esto pues creo que vale la pena notar lo poco que me conocía a mi mismo a pesar de considerarme chingón y sabio cuando apenas era un médico en ciernes que afortunadamente no equivocó el camino en lo que a su profesión se refiere… y eso gracias a todas las herramientas de reajuste psicoemocional que una educación formal proporciona.

     Esto de tener “buena madera” es decir, buena formación familiar y educación formal me hizo salir adelante cuando la meta estaba enfrente y levantarme cuando la meta quedaba muy arriba… o yo había caído muy abajo.

     “No se que encanto fatal / tiene tu nota sentida… etc. etc.” dice la “Apología del Tango” de Maroni

Y yo digo:”No se que encanto chingón / tiene el alumno de cuarto / que tanto admira el pelón”. Es real, es una influencia enorme pues no está tan cerca de uno como para poder menospreciarlo ni tan lejos como para desconocerlo.

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