"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

miércoles, 25 de enero de 2017

Alma de Mayor (Parte 18)

     Para ilustrar esto contaré una anécdota de Manolo, mi ahora muy querido hermano mayor (de adolescente era insoportable, el cabrón) a quien desde aquí rindo homenaje como hombre sabio entre los sabios, intolerante entre los intolerantes y competitivo entre los competitivos.

     Manolo es autodidacta y autodidacta egregio por no decir sublime. Una muestra viviente de que el autodidacta en muchas ocasiones supera al profesionista formal. Este tipo de autodidacta es capaz de percibir lo que es la Calidad (así, con mayúscula). La detecta lejos de él, la anhela  y por eso lucha por ella; la alcanza de un modo extraordinariamente amoroso e intenso y la maneja después mejor que aquel que lo estudió todo, que lo aprendió todo, menos a ser su enamorado, a querer a la Calidad como se quiere a la mujer amada y a ser diverso (de aquí viene ‘divertido’), a manejar sabiamente las situaciones nuevas –¡con cuánta frecuencia son los autodidactas los innovadores!– y a destacar de un modo especial entre aquellos que creyeron ser el ‘Juan Camaney’ de la Calidad y se quedaron en ‘Don Regino Burrón’, el buen proveedor, el ‘acarrea alubias’ nada más de esa exigente y hermosísima hembra llamada Calidad.

     Tal vez la Calidad tenga otros nombres pues la Calidad es el Buda, es la realidad científica y la meta del arte …el areté, la excelencia, ¡el dharma!

     Calidad tal vez sea también uno de los muchos sinónimos de Dios, a quien se le puede ver y amar instalado cómodamente tanto en los circuitos de una computadora, como en los pétalos de una flor, como en los tornillos de una motocicleta.

     Parece fácil: ¿cómo vivir con Calidad? …simplemente hazte perfecto y luego vive con naturalidad …pero no vivas tan independiente …para crear una obra maestra tienes que ser parte de ella.
    
     Pues una vez mi querido hermano, soportando a un joven egresado de la escuela de diseño de la UAM donde Manolo daba clases de Semiótica, y quien presumía de haber hecho un diseño maravilloso (el alumno, no mi hermano) de no recuerdo qué madres, fue parado en seco por ese impresionante maestro, quien le dijo:

     ---- Mira …buey …mira …venme a presumir cuando hayas diseñado algo tan chingón como una tortilla.

     ---- Y …¿qué tiene una pinche tortilla de especial como diseño? (así se llevaba Manolo con sus alumnos, de ‘tú’ y con groserías, muy al estilo  socialista–hippie tardío).

     ---- Pues ni más ni menos que en su simplísima estructura y diseño nos da servicio como plato, como cuchara ¡y como alimento!
    
     …Y yo agregaría: ‘pasando a ser parte de nosotros mismos’.
    
     Estas joyas de la enciclopedia de los conocimientos inútiles siempre las he disfrutado y han dado sabor a mi vida …qué significa ‘laser’ ‘inri’ ‘apgar’ y muchas cosas no tan escuetas, pero sí lindas como esa mnemotecnia que me enseñó mi hija Dunia de cuando trabajó entre pacientes terminales con sida en el Hospital de Nutrición. Mnemotecnia para especificar si estaban en depresión o en aceptación o en esto o en lo otro utilizando algunos de esos términos característicos que les encantan a los queridos y nunca bien ponderados Psicólogos y Psiquiatras.

     Por cierto …y antes de continuar …¿saben la diferencia entre “neurótico”, “psicótico” y “psiquiatra” …¿sí? ...¿no? ...pues consiste en que el neurótico construye castillos en el aire; el psicótico vive en ellos y el psiquiatra es quien les cobra la renta.

     Las siglas provenían del clásico letrero restaurante–cabaretero: ‘Nos Reservamos el Derecho de Admisión’.

     La “N” era Negación; la “R” Regateo; la “D” Depresión y la “A” Aceptación.

     En ese orden mental llevaban esos pobres amigos su padecimiento y conforme a esa calificación se les orientaba y proporcionaba el apoyo psicológico que requerían

     Por cierto que cuando Dunia (la única verdadera ‘doctora’ de mi clan pues ostenta licenciatura, maestría y doctorado) me lo platicó, le pregunté que en qué etapa estaban los que ella manejaba y me dijo categóricamente:

     ---- Papá: todos están en negación.

     …Y ya se estaban muriendo.

     Para suavizar el relato contaré un chiste al respecto:

     Estaban tres pacientes con sida en etapa terminal hospitalizados en una sala común. Uno era francés, otro español y el tercero mexicano. Una noche, todo a oscuras, se ilumina el cuarto con una luz intensa y desconocida escuchándose una retumbante voz que decía:

     ---- Hijos míos: soy Dios. Como pronto moriréis estoy dispuesto a concederos un último deseo.

     El francés dice:

     ---- Señog: concédeme ig a Pagís a despedigme de una hegmosa mujeg a quien amo.

    ---- ¡Concedido! Retumba la voz de Dios.

     El español (quien por cierto era catalán) …(vaya, como de Monterrey pero gachupas) dice:

     ---- Yo te hubiera musho de agradecer shi me dejarash liquidar un negocillo en Barcelona que mucha falta le hará a la mi familia despuésh de yo haber fallecío.

    ---- ¡Concedido! ...¿y tú? ...le dice Dios al mexicano:

     ---- Yo …yo Señor …este …yo quisiera por favorcito …que me dejes ir a Jiuston pa’ pedir otra opinión.

     Los dos primeros estaban en una mezcla de aceptación y regateo. Nuestro paisano estaba en plena negación (que también se le dice: ‘ir a cien’: ‘a …cién …dose …pendejo’).

     Bueno, ¿y de las cosas que convenía haberme saludablemente olvidado? ¿Qué pasa Lopillos? ¿Otra vez perdido entre tus viejos chistes y anécdotas ancestrales?

     Una de ellas (no tanto de las ancestrales sino de las que, por traumática, debería olvidar) fue aquella vez que me mandaron en un vuelo a Chetumal para recoger a un herido paralizado igual que el ‘Cachito’. Podían haber mandado a un médico interno de primero o segundo año pero el caso era grave pues cursaba ya con serias complicaciones urinarias y respiratorias y al parecer era muy recomendado, tanto que a huevo tuvimos que permitir que fuera la ‘ñora’ en el avión. Pinche caricatura de bombardero que era una mirruña de una sola hélice con escotillas en el piso por donde supuestamente se tiraban a mano las bombas y por donde se podía ir uno para abajo si pisaba mal. Apenas si había espacio para el paciente acostado con su suero y oxígeno, para tener todavía que aceptar a una señora gorda con todo y bolsas de ropa más algunas cajas de cartón sumadas a su inquieto y estorboso ‘ego / cariño’.

     El frío era de poca madre y el espectáculo de la selva lacandona a nuestros pies daba más escalofrío pues la mera idea de caer en ese interminable mar verde me causaba pavor ya que jamás se podría vislumbrar nuestra mísera nave entre tanta feracidad. Lo peor del caso era que a cada rato el motor empezaba a toser y el avioncito a rebrincar, por lo que el mecánico de la nave salía de la diminuta cabina del frente, pasaba nalgoteando con dificultad por entre nosotros y tentaleaba alguna palanca cercana al techo, la cual torcía y bombeaba repetida y vigorosamente hasta que las cosas volvían temporalmente a la normalidad.

     Tal vez ameritaría haber sido olvidado todo este episodio pero no. Lo recuerdo casi con gozo ya que tiempo después le tocó lo mismo a otro compañero muy refinado y exquisito al que le dio diarrea durante el vuelo y tuvo que pedir con gran pena de su parte al familiar que le prestara (¿la pensaría devolver?) la funda de la almohada del enfermo y que se volteara a mirar para otro lado cada vez que defecaba. El olor debe haber sido de miedo, (más que el miedo de caerse en la selva lacandona).

     Pasó tanto miedo que todavía tuvo que cagar, por enésima vez, ya aterrizados en la ciudad de México, de aguilita, debajo del avión (el me dijo que abajo pero yo creo que fue a un ladito pues debajo de esa chingadera sólo cabía, cuando mucho, un perro acostado).

      Lo que sí debería olvidar (y no puedo) de aquel viaje fue la visita a la enfermería de Ixtepec, Oaxaca, adonde aterrizamos para pasar la noche de ida hacia Chetumal (la autonomía de vuelo de nuestro avión no daba para llegar de la ciudad de México a la capital de Quintana Roo en un solo día). Ahí yacían unos cuantos pacientes y entre ellos se paseaba, junto con el médico militar al cargo, un coronel diplomado del estado mayor dándose ínfulas, repartiendo órdenes e indicándole al Mayor M. C. pasarle sangre a ‘ese de hasta allá’ porque ‘se ve algo pálido’.

     Estos militares de mangas bellamente adornadas con esas hojas plateadas llamadas ‘sardinetas’ eran egresados de la Escuela Superior de Guerra y ocupaban altos puestos de mando. Los había y los hay muy eficientes, pero en mis tiempos agarraron fama de aparentar saber de todo, por lo que se les puso el apodo de ‘penicilinos’.

     Ese mi primer contacto cercano con uno de ellos fue tan desagradable por su ignorancia y altanería en un santuario médico, que desde entonces ya empezó a fraguarse en mí la convicción de que yo no iba a poder hacer carrera larga en el seno del ejército.


     “Entre la seguridad y la libertad siempre aposté por la libertad”.

jueves, 19 de enero de 2017

Alma de Mayor (Parte 17)

     Me propuse durante ese año superar a todos y llegar a ser uno de los tres mejores; uno de esos seres soñados como imposibles cuando era cadete, pasante y médico interno de primero y segundo año.

     Ser ‘residente’ de cuarto año.

     Decidí prepararme para el éxito sin medida y así fue.

     Nunca fui un ‘caza dieces’ pero ese año me prometí que donde estuviera esperándome el diez yo lo encontraría y lo sacaría de las orejas.
    
     Dejé de jalar largos separadores metálicos para que las costillas no le estorbaran la visión al cirujano aunque yo no pudiera ver ni madre y empecé a ser yo el que veía y cortaba y cosía, pero no nada más la piel al final de la operación, sino los delicados tejidos peritoneales …y vasculares …y viscerales. Dejé de ser el que estaba pendiente de los hilos, de las compresas calientes y del recuento de gasas, y empecé a ser el que exigía los hilos ya ensartados en la aguja curva llevada por el porta agujas que pegaba en la palma de mi mano firme pero suavemente cada vez que la extendía, aparentemente indolente sin separar la mirada del campo operatorio por arriba del cubre bocas bien adherido con tela adhesiva (había que dar el ejemplo y no permitir de esa manera que nadie se permitiera andar enseñando los pelos de la nariz y menos del bigote aventando sus microbios respiratorios libremente sobre y alrededor de ese sagrario que era el campo operatorio).

     Empezaba a ser ya el dueño de la pelota en los quirófanos. No tanto como el ‘residente’ de cuarto ni como el jefe de ‘residentes’, pero sí como unos del los diez fantásticos.

     Esto de la autoridad en el escalafón, no ya militar sino médico, era absoluta entre los médicos ‘residentes’. Podríamos obedecer a regañadientes a un jefe de servicio, pero siempre bien a un ‘residente’ de cuarto o quinto año.

     Aunque me adelante un poco, quiero contar algo de mi cuarto año, no vaya a ser que se me olvide.

     Es buenísimo para ilustrar esta situación. Este respeto profundo que nos teníamos unos a otros no sólo en nuestros conocimientos y habilidades, sino en nuestras creencias, religiosidades y personalidades.

     Una noche llegó una pobre mujer comatosa por sangrado interno y con el producto del embarazo suelto entre los intestinos. No por un embarazo extrauterino (en una de las trompas de Falopio) roto hacia la cavidad abdominal. Era un feto ya grande que había desgarrado la matriz y yacía muerto fuera de su nido.

     Aquella mujer había tenido ya diez hijos y este era su onceavo producto a término (ya había tenido muchos otros abortos incompletos seguidos de legrados).

     Las paredes de la matriz parecían de papel.

     Cuando ya iniciaba yo, como cirujano de guardia del hospital (ya en cuarto año el Hospital Central Militar entero descansaba durante la tarde y toda la noche sobre los hombros del ‘residente’ de cuarto año) la sutura de la pared uterina desgarrada y rota escuché una voz a mi espalda.

     Era mi jefe de ‘residentes’, quien había decidido pasar la noche en el hospital (se decía que lo hacía para no andar de cojelón en su casa pues ya tenía cinco hijas en los poco menos de cinco años que llevaba de casado por lo que, además de garañón, le habíamos puesto de apodo “El Cinco X” ya que pareciera no contar en su esperma con cromosoma Y alguno). Era un excelente cirujano y un ser humano excepcional.

     Me dijo bajito:

     ---- ¿Qué estás haciendo cabrón?

     ---- Cerrando pared uterina.

     ---- ¡Quita la matriz! ¿No ves que en el próximo embarazo se va a morir y va a dejar huérfanos a diez hijos?

     ----Perdóname, pero no lo voy a hacer.

     ----Sí, sí …ya sé que no lo vas a hacer, que no eres Dios. Retírate por favor. Yo voy a continuar la operación.

     Y dicho y hecho, me quité los guantes y dejé que mi jefe de ‘residentes’ tomara el papel de Dios que yo, por mis escrúpulos de conciencia me negaba a asumir.

     ¿Creen ustedes que esto mermaba la opinión de unos acerca de los otros? ¿O sus calificaciones?

     ¡De ninguna manera!

     Él sabía que yo estaba de guardia y que iba a ser fiel a mis principios religiosos. El no estaba para juzgarme, sino para cumplir con sus deberes como cuidador mío y de los cerca de mil pacientes que viajábamos juntos esa noche en nuestro gran trasatlántico.

     Ya me imagino a los superiores diciéndole:

     ---- Oye, esta noche está el pinche loco de López Rodríguez de guardia. Es un chingón, pero está medio tronado con eso de su religiosidad. Cuídalo.

     Así era el ambiente espiritual de esa maravillosa época de mi vida. Pero no más maravillosa que ésta, ya de viejo, en que ¡por fin! aprendí la enorme y consoladora diferencia que hay entre la religiosidad y la verdadera espiritualidad.

     He dejado de ser un ciego burócrata del espíritu. He logrado llegar al sacerdocio, pero no de religión alguna. He cumplido  con aquello que, acabado de recibir, me dijo sugerentemente mi querido tío Eduardo:

     ---- Ya eres médico, ya eres militar; ya sólo te falta ser sacerdote.

     ¡Misión cumplida!

     Pero me estoy adelantando mucho. Aún había mucho camino que recorrer, mucho que aprender y mucho que olvidar.

     Algo que aprendí ese tercer año de residencia fue a operar estando sumamente incómodo.

     Se trataba de una paciente con pelvis helicoidal, es decir, que su pelvis parecía una hélice …¡qué hélice ni que nada! ...era una charamusca.

     No era una simple y discreta ‘pelvis helicoidal’ del raquitismo; era un cinturón pélvico ‘charamuscoidal’ con sus nalguitas chuecas seguidas de sus piernecitas torcidas una sobre la otra desde la cintura hasta los pies de un modo impresionante, a pesar de lo cual esta mujer se desplazaba caminando con tan marcadas ondulaciones e inclinaciones que a más de un soldado deben haber emocionado y motivado hacia su conquista como caso muy factible de amor espiritual y servicial, pero casi imposible de fornicación y amor carnal. Bueno …bueno …¿quién y cómo la pudo embarazar? …era difícil de creer…

     Pero sí …era posible puesto que ya tenía múltiples hijos, y tantos que para éste, que era su cuarto embarazo, ya tenía siete chiquillos productos de dos embarazos gemelares y uno de triates.

     Esta deforme pero simpática dama era otra Petra Cotes, la mulata de ‘Cien Años de Soledad’ a cuyo influjo todo se multiplicaba generosamente.

     Meterle la herramienta de hacer niños seguramente no fue nunca tan difícil como sacárselos ya hechos, pues se le podía meter de ladito o por detrás pero acostarla boca arriba para hacerle una cesárea era misión  imposible.

     Tuve que operarla sentada y volteada de lado mientras todos hacíamos, agachados y torcidos como ella (alguno sentado en el suelo trabajando hacia arriba), precarios equilibrios sosteniendo en buena posición: bisturí, pinzas, charolas, compresas y demás aparatos e instrumentos para lograr una exitosa cesárea casi “al aire”.

     Ahora sí que ella fue operada como Horacio ‘con una nalga en el espacio’ y trajo al mundo otros dos futuros soldaditos hermosos y saludables que obtuvieron su primera calificación (qué chinga ser calificado ya no más nacer) perfecta: un ‘Apgar’ de diez.

     Esto del Apgar es una joya mnemotécnica pues en la palabra Apgar, que es el apellido de Virginia Apgar, anestesióloga especializada en Obstetricia,  lleva en el epónimo el acrónimo que hace recordar los parámetros que mide en sí misma.

     Que son: “A” de Apariencia; “P” de Pulso; “G” de Gesticulación; “A” de Actividad y “R” de Respiración.


     Cuando ya de oftalmólogo viejo me preguntan acerca de cómo me puedo acordar de tanta pendejada (que debería ya haber, saludablemente, olvidado) respondo que no lo sé, pero secretamente creo que muchas las recuerdo porque son, o les he dado en mi mente, una forma simple y rotunda. Esto me parece que es cosa de familia.