"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

jueves, 26 de marzo de 2015

Alma de cadete (parte 5)



     Como chocarrero insuperable, recuerdo el episodio de aquella mujer anciana que falleció después de pasar largos años sentada. Ya acostadita y desnuda sufrió un proceso espantable para enderezarle las piernas con fines de poderla entregar dispuesta para el féretro. Primeramente se le trató de desdoblar las rodillas empujando fuertemente las rodillas hacia atrás estando acostada boca arriba con lo cual aquel par de soldados ordenanzas sólo lograron que ella se incorporara bruscamente con gran alboroto de los mismos. Luego, como tenían indicaciones de lograrlo a como diera lugar, procedieron a romper las rodillas a martillazos con un marro…

     Años después cuando ya de médico residente conocí a los pacientes vivos y sufrientes que luego llegaban muertecitos al departamento de patología sentía admiración y respeto por ellos porque ya habían pasado el trance y se veían tranquilos... hasta satisfechos siendo que, muchas veces, poco antes de llegar, eran piltrafas físicas y emocionales, aterrorizadas. Niños, adultos, viejos... todos tranquilos una vez traspuesto el sublime e ignoto tránsito.

     Algo excepcional en cuanto a mover fibras desconocidas o inesperadas  tiene la contemplación de la muerte desde el cadáver. A veces ternura, otras terror, otras burlas o risa, otras lágrimas, otras erotismo desenfrenado.

     Yo experimenté algunas y observé otras que nunca hubiera imaginado en propios y ajenos, como por ejemplo la propensión al sexo de alguna amiga ocasional después de haber contemplado un cadáver o la falta de sensibilidad de algún compañero de otro grupo; por demás fina persona, que la noche anterior a su examen final de anatomía destrozó a golpes de bisturí los genitales externos de cuanto cadáver femenino había dispuesto para dicho examen, por no tener él ya tiempo de estudiar esa región y estar muerto de miedo de que lo fueran a poner a disecarla al día siguiente.

     Esto me hace pensar  en cómo el miedo excesivo puede ser primo hermano de la crueldad ó, simplemente, del mal gusto activo.

     Si yo hubiera sentido necesidad de destrozar todas las regiones anatómicas que desconocía para el examen final, hubiera tenido que hacer picadillo a todos los muertitos la noche anterior. Tal vez tanta ignorancia me impidió caer en las garras de un suceso tan de mal gusto y crueldad estética como en el que cayó ese compañero ¿será válido relacionar esta experiencia con los sucesos de la Europa nazi? ¿será ésta una prueba de como un buen hombre puede cometer actos horrorosos bajo el efecto del miedo? ¿habitará un gran miedoso  adentro de cada hombre cruel?... yo creo que sí, porque aquellos pelones más culeros eran luego los peloneadores más activos y crueles, siendo que los más valientes no se interesaron nunca en este tipo de actividades.

     Pienso y reflexiono en que el famoso "conócete a ti mismo" escrito en el frontispicio del oráculo de Delfos  tal vez tuvo como refuerzo y  adentro del templo de Apolo un anfiteatro, un departamento funerario que visitar para practicar esa 'conocencia' tan difícil de lograr y tan cara y apreciada cuando se cree haber logrado.

     Sigo sintiendo después de tantísimos años, que eso de visitar  a los cadáveres y empezar a disecarlos desde el primer día de ingresado a la Escuela fue un honor del que no me sentía merecedor y el espaldarazo que me daba una sociedad que creía en mí y con la cual quedaba comprometido desde entonces.

     Años más tarde se trató de popularizar en el medio civil un plan de estudios que sostenía la supuesta inconveniencia de iniciar los avatares de una profesión dedicada a preservar y promover la vida, con el estudio de la muerte en forma de cadáveres y enfermedades. El plan consistía en empezar por visitar colectividades humanas saludables.

     El plan fracasó.

     La muerte y el cadáver como expresión artística fue algo que no conocí hasta muchos años después cuando fui invitado a conocer la necroteca de Ciudad Universitaria. Ahí, en el cuarto piso de la facultad de medicina hay un lugar magnífico para el estudio y comprensión del cuerpo humano desde el punto de vista anatómico que me hizo sentir coraje por haber tenido que aprender tanta belleza sin claridad didáctica y de una manera deprimente, apresurada y cubierta de un barniz de fealdad y confusión difícil de narrar. En este amplio recinto ya no me llamaron tanto la atención los cortes anatómicos embebidos en material transparente o con el territorio vascular impregnado de colorido. Ya la tomografía computarizada, la resonancia magnética, la supresión digital habían cobrado en mí su cuota de asombro. Lo que me fascinó fueron las maquetas tridimensionales del sistema nervioso en que si uno apretaba un letrerito, por ejemplo: "núcleo de Edinger Westphal" aparecía el méndigo núcleo iluminado y parpadeando desde un sitio adentro del cerebro que yo nunca me hubiera imaginado pues al estudiarlo en el libro de texto, tuve que darle presencia, volúmen y profundidad en territorios más que quiméricos que sólo mi memoria y mi fantasía entendían con fin de poder hablar de él si me era preguntado en algún examen.

     Terminando los exámenes del primer semestre la Escuela hizo una visita de quince días a Irapuato en prácticas de campaña. Fue la primera vez que tuve la sensación de pertenencia. Hasta entonces había sido una horrible vivencia de desapego y desamor por parte de todos los alumnos de otros años excepto por algunos pocos cuya memoria  quiero ensalzar.

     La primera ayuda de un cadete, de años superiores y de modo desinteresado jamás se olvida. En mi caso me la proporcionó Castro Orvañanos de tercer año ayudándome a prestigiar y usar el uniforme de gala.

     Pareciera un gran honor recibir tempranamente el bello uniforme de franela negra con vivos amarillos con el cual se marchaba en los desfiles pero el estreno era siempre para ir unos pocos a uno de los muchos servicios nocturnos de madrugada, generalmente para velar algún cadáver de militar de alta graduación que en una ocasión, entre el olor a velones y a la ligera descomposición del cuerpo hizo que nadie quisiera entrar al relevo y nos dejaron a los cadetes casi toda la noche en las cuatro esquinas del féretro.

     Este fue el caso de mi primer servicio de gala y de la ayuda de Felipe Castro quien había sido compañero en la primaria de mi hermano Ángel. Su finura de trato y el cariño que se traslucía en él siempre estuvieron presentes durante los años que nos tratamos.

     Igualmente poco después, empecé a recibir consejos de dos compañeros de  primaria de Manolo, el mayor de mis hermanos: Luis Limón Limón, también de tercer año y Jaime Pous Ferrer de cuarto año, hijo éste y también sobrino de queridísimos maestros médicos militares, uno de ellos ex director de la Escuela y el otro Don Ramón Pous Roca de tan entrañable recuerdo como pediatra infectólogo jefe de dicho servicio en el Centro Médico La Raza, del Seguro Social, adonde nos impartía la materia. Fue Don Ramón un gran y querido maestro que con los años me dio plaza de oftalmólogo en el Hospital Infantil de San Juan de Aragón de donde era director también. Los médicos militares rendíamos culto al pluri empleo.

     Yo llegué a tener tres consultorios y cinco chambas simultáneamente en los comienzos del ejercicio de mi especialidad.

     Jaime Pous varios años después trajo al mundo a mis dos primeras hijas… y pronto lo perdimos. El alma de Pous era una gota de Dios que Este reclamó pues el océano divino por alguna razón ignota lo quería rápido de vuelta en su seno.

     Los tres: católicos de hueso colorado, estuvieron metidos en un gran lío por haber llevado un sacerdote a confesar cadetes que lo quisieran hacer, dentro de un coche, en la explanada, bajo las estrellas de la madrugada en un jueves primero de mes con miras a comulgar al día siguiente conforme aquella costumbre que fue tan popular; supuestamente debida a una promesa de alguna aparición virginal cuyo origen ya confundo, en el sentido de que quien hubiese comulgado nueve primeros viernes y muriese con la imagen de la virgen del Carmen en su poder (venía en todos los escapularios) no moriría sin confesión.

     Esto estaba prohibido en una instalación militar, así como también se prohibía entrar a militares uniformados en las iglesias cantinas y pulquerías. Paradojas pintorescas a las que se podía hacer la vista gorda (yo me casé la primera vez, por la iglesia, uniformado) (y era esa la costumbre tolerada) pero en el caso del sacerdote de aquella madrugada todo salió mal pues un jefe viejo del personal administrativo de la Escuela se enteró y armó tal escándalo que por poco se les hace consejo de honor a mis piadosos amigos. Es bueno dejar asentado que los tres eran magníficos estudiantes y cadetes. Mucho mejores elementos que el coronel de marras.

     El escapulario que yo portaba al ingresar a la Escuela me fue quitado al vérmelo el sargento primero de la compañía mientras corría sin camisola alrededor de la explanada una de tantas mañanas de instrucción militar; alumno  difícil de quinto año  quien fue amonestado por haberlo hecho (qué diferencia de aquel sargento primero con el de mi generación, excelente militar y amigo: Eugenio Turrent quien misteriosamente, al igual que Calderón y yo, nos licenciamos de inmediato apenas cumplimos nuestros respectivos contratos, habiendo sido, al menos ellos, excelentes militares). Se me devolvió la prenda pero no recuerdo haberla seguido usando durante el primer año aunque luego usé por muchos años mi medalla de bautizo que la conservaba mi madre (en prevención de que yo la perdiera) y que me la dio ya cuando estaba yo muy mayor. Esta medalla llevaba la imagen requerida y yo me sentí a salvo de morir sin confesión durante muchos años en que creía en el infierno y me aterrorizaba la idea de la condenación eterna.

     Terminadas las prácticas de campaña, en que lo único que tuve que hacer fue batir mierda con un abatelenguas para exámenes de parásitos intestinales de la población civil, vinieron las vacaciones y luego el comienzo del segundo semestre el cual ya tuvo diferente cariz sin dejar de ser la segunda mitad del terrible primer año en la Escuela Médico Militar.

     Se iniciaban las materias ya no simplemente descriptivas sino funcionales, como Fisiología que era otro gran coco.

     En esta materia sentí por primera vez el pánico de no tener en donde estudiar con señalamientos precisos por parte de mis maestros. Fue la primera vez que me sentí gente mayor en el ámbito académico; como si me dijeran: "tú sabrás dónde y qué estudias pero responderás de ello.... ya lo verás". Estudié en los apuntes de Armando Soto, que fue un brillantísimo alumno malogrado de la generación anterior a la mía. También estudié en unas revistas ¡primera vez que estudié en revistas! de la UNAM. Hubo un texto dizque "el bueno" que nos presentó un maestro supuestamente fisiólogo pero que era ortopedista... en fin, el caos y el peligro en busca de sacar de la escuela al pendejo que se dejara morir en la confusión.

     Me pregunto si en esos principios éramos superiores los alumnos a los maestros y he llegado a la conclusión de que sí, de que éramos los alumnos los que hacíamos parecer buenos a los maestros. Los grandes maestros llegan hasta que el alumno está preparado para esa epifanía y eso empezó a suceder según mi leal sentir y entender en tercer año con el maestro Píndaro Martinez Elizondo y con su modo de enseñarme a explorar a los pacientes: palpación, percusión, epigastrio, hipocondrios, flancos, toda la magia del saber realmente y saberse el camino. Tal vez haya compañeros que sientan que antes hubo grandes maestros como Schultz Contreras en Anatomía Microscópica o Don Salvador González Reynoso en Microbiología pero yo lo sentí hasta el tercer año, en mil novecientos cincuenta y siete con Píndaro.

     Después vinieron en tropel los grandes, grandes maestros pero aún no aparecerán en escena pues como ya dije: el gran maestro llega hasta que el alumno lo merece.

     Pasaron materias como: 'leyes y reglamentos militares' con aquel general exaltado que años después matara al archimandrita griego en las instalaciones y arreglos del Teatro Helénico por quítame allá esas vigas. Embriología con aquella maestra Zámano, mujer añosa magnífica, con quien se podía hablar de todo dejando la embriología para un poco después... y tal vez alguna otra materia médica o militar de tan poca monta que ni recuerdo guardo de ellas.

     Tan sólo Bioquímica brillaba en el reino del terror impartida por el maestro Calva Cuadrilla, seco y puntilloso  quien se solazaba mandando alumnos para afuera del ejército preguntando asuntos que venían con letras minúsculas en los pies de página; como las misteriosas cláusulas secretas de los contratos de las compañías de seguros.

     Anatomía, Fisiología, Bioquímica, quienes pasábamos por entre estas tres parcas y sobrevivíamos ya teníamos  aseguradas tres puntas de las cinco que tiene la estrella de mayor; la cual ostentaríamos en la frente cinco años después. Era tanta la ilusión, que yo en primer año me puse ante un espejo del baño y me hice dos autorretratos: uno con gorra y estrella de mayor y otro con gorra pero de cirujano, con cubrebocas (pinche autorretrato premonitorio de las futuras y lejanísimas épocas de la supuesta epidemia de influenza porcina que acabamos de sufrir, ficción ó no, en que nada más nos vimos los ojos por arriba de un cubrebocas que dejó de ser símbolo de algo noble y elevado para convertirse en un hilacho húmedo y asqueroso durante tres semanas de injusto  pavor).

jueves, 19 de marzo de 2015

Alma de cadete (parte 4)


La entrada tardía a la Escuela tuvo sus ventajas ya que durante esos pocos meses pasaron las peloneadas feroces que en aquellos tiempos eran duras. Sucedían cuando yo ya no estaba presente y además tuve la peregrina pero maravillosa idea de llevar conmigo un pequeño acordeón cuando se me dio dormitorio. Este instrumento le gustó muchísimo a Mena Beltrán, un cadete de cuarto año que era fuerte y respetado por todo mundo. Me lo pedía prestado y me hacía tocarle alguna que otra canción a su novia a través del teléfono. Yo nada más sabía tocar con la mano derecha, sin acompañamiento de la izquierda y mi repertorio no pasaba del chotís ‘Madrid Madrid’ y de una tonada gallega llamada ‘Alborada de Veiga’ que tarareaba mucho mi padre... pero era suficiente.

     Mena fue mi ángel guardián todo ese primer año. Fuimos grandes amigos futboleros y hace poco Ramiro García Reyes, desde San Diego me dio la dirección de su correo electrónico ya que se hicieron amigos cuando Ramiro recién llegó como Mayor Médico Cirujano a su primer batallón en Culiacán y Mena, ya instalado, con buena posición y relaciones se portó muy bien con él. Le escribí pero no me contestó. Ramiro dice que nunca contesta... que le hable por teléfono y que me voy a sorprender de lo cariñoso que es al habla... pero ya oigo mal... nunca me gustó el teléfono... no le tengo a Mena tanta confianza... es una pena…

     La rapada llegó fulminante. Nadie se la disputó a Cortinas Arana quien era el morenazo más fortachón del segundo año. Me hizo un corte a lo mohicano mientras se moría de risa y me prohibía verlo de frente desde ese día hasta que él me lo permitiera. Yo en venganza  inmerecida pues Cortinas era a toda madre (se suponía que era de salud mental sentir y expresar ciertos resentimientos para no enloquecer muy rápido) le corrí un apodo que fue famoso en la Escuela: "nepepocama" el cual él consideró durante una corta temporada como honroso pues parecía nombre de emperador azteca... hasta que se enteró  que significaba: "negro, pendejo, poca madre".

     Apodo sensacional cuyo autor quedó perdido en un saludable anonimato debido a que otros, resentidos, soslayadamente se pelearon la autoría.

     Al día siguiente de su entrada oficial, zorri y el cuervo lucían esa cabeza ya rapada por el peluquero de la escuela quien la sabía pulir a navaja dejando el tono blanco azuloso que tanto anhelé a pesar de tener un cráneo ondulado y unas grandes  orejas que me daban un aire tal que justificaba plenamente las carcajadas de nepepocama.

     Ni que decir tiene que con la rapada, las gélidas madrugadas que ahora sí, ya tuve que enfrentar en la lista de diana ó en las guardias, ya en la puerta de la Escuela hacia la calle, ya enfrente del cuarto donde se guardaba diariamente la bandera junto con una de Guatemala; me congelaban orejas y cogote a pesar del grueso y alto cuello del capote.

     Estas guardias forzosamente eran en las peores horas pues los alumnos de años superiores se quedaban con las más cómodas y propicias... y eso cuando hacían la hora y media que les correspondía tanto en bandera como en la puerta pues lo habitual era pelonear a uno de primer año haciéndolo cumplir turnos de guardia que no le correspondían.

     Recordando la bandera de Guatemala durmiendo junto a la nuestra cuando Ydígoras, presidente de aquél país, nos había recién amenazado y los bustos de los discrepantes Obregón y Carranza adornando la puerta principal de nuestra Escuela, siento que la paradoja no me fue extraña en mi formación militar pero que tuvo la cualidad de hacerme pensar, cuestionarme, preguntar y sacar conclusiones. Nunca me quedé con dudas de ese tipo.

     Las peloneadas eran duras y consistían en cosas a veces ingeniosas pero casi todas estúpidas. Algunas me tocaron, sin embargo la mayoría ya no pues había pasado el enervado período de novatear con saña. Nunca recibí golpes que eran propinados en las nalgas mientas el cadete nuevo gateaba por entre las piernas abiertas de los demás en caso de haberse rebelado. Nunca me hicieron el dinamómetro consistente en recibir fuertes puñetazos en los hombros por parte de dos cadetes para determinar cual de los dos pegaba más fuerte. Nunca me pusieron una liga en la frente para estar chicotéandome con ella jalándola y soltándola estúpidamente. Nunca recibí peloneadas simplemente humillantes como que me orinara un cadete en las valencianas o por el cuello de la camisola. Tampoco fui vendado de los ojos y obligado a abrir la boca para recibir un gargajo que no era más que un ostión pero secundado por la magistral actuación de uno cuantos. Ni llegué a ser aterrorizado por ser acostado en la azotea, también con los ojos vendados en un pretil cualquier noche en que algunos cadetes estaban de humor para hacer toda la pantomima de zarandearlo a uno acostado haciéndole creer que en un descuido caería al vacío: ---- "ten cuidado tú, acuérdate que el año pasado se les cayó fulano"---- etc... cayendo, efectivamente, de un empujón pero no hacia el vacío sino al piso de la misma azotea al otro lado del poco elevado pretil. Sólo una vez me hicieron "cadete al horno" encerrándome un rato desnudo pero con botas puestas en un locker alto con lumbre y humo bajo mis pies.

     Esta mala tradición desapareció, al menos en nuestra Escuela, gracias a un compañero de mi generación: Cohen Yáñez cuando fue director del plantel y se quedó muchas noches a dormir en el mismo hasta que terminaron por completo.

     La energía de este compañero y su derechura le trajeron a través de los años no pocas enemistades y compañeros resentidos pero él era así: primer lugar con suma frecuencia, jefe intransigente y severo de grupo. Con el tiempo jefe de residentes, director de esto y lo otro y lo de más allá. Valioso, exigente y crítico consigo mismo y con los demás hasta la intolerancia clamorosa.

     Fue su destino ser positivo y sumamente eficiente a costa de su propia simpatía.

     Me llamó la atención siempre que ese crío de carita de ángel tuviese un alma castrense tan acendrada pero con el paso de los años y cuando incursioné en las artes marciales comprendí que los feos y nacos no eran los peligrosos sino esos angelotes de buena familia que parecía que no mataban una mosca... ¡aguas con ellos en los torneos iban por todas!... y con una carita sonriente y serena propinaban nocauts a diestra y siniestra con elevada técnica y magnífica condición.

     Justo es mencionar aquella novatada estelarísima en que el alumno de segundo año tomaba bajo su cuidado a uno de primero y entre ambos montaban el show de un ventrílocuo (el alumno avanzado) que tomaba asiento y sentaba al pelón en sus rodillas mientras le metía la mano por la espalda, debajo de la camisola y le iba haciendo plática que el novato seguía concienzudamente conforme un script previo, aunque a veces gozosamente espontáneo, haciendo voz de muñeco y moviendo adecuadamente la quijada pintada con sendas rayas en las comisuras.

     Se me quedan muchas más en el tintero pero creo que ha quedado suficientemente presentado el ambiente de los primeros meses en una instalación de cadetes en los años en que yo ingresé. Esta es una mancha que si bien supo ser lavada, ensombrece la auténtica gloria de haber pertenecido a una de tales escuelas. Hay compañeros ya viejos ahora que todavía se enorgullecen de haberlas sufrido. Yo creo que su gran crueldad estribaba más que nada en el tiempo que se le hacía perder a un muchacho que tenía que estudiar un chingo, bolear otro chingo de zapatos ajenos, prestigiar un montón de herrajes metálicos y… ¡cómo no! tener que salir de madrugada a conseguir un club sándwich en quién carajos sabe dónde ni con qué dinero para un cadete de cuarto año que tuvo ese antojo aunque “ya no peloneaba”.

     Era reducido el aporte económico que recibían las instalaciones  pues por aquellos años el presupuesto para la Secretaría de la Defensa era el más reducido del país junto con el de la Secretaría de Educación Pública; pero los temas de escasez irán surgiendo en mi relato, forzosamente, más adelante, ya que fueron aderezo de diversas anécdotas y sucesos memorables  y aunque es difícil imaginar que las flamantes instalaciones actuales de la Escuela Médico Militar hayan sido precarias hace apenas cincuenta años, así fue; así las superamos y así llegamos a ser una generación histórica de médicos militares, para gloria de nuestra Escuela, prestigio del ejército mexicano y un paso más hacia el anhelado bienestar de nuestra patria.

     ¡ Primer año en la Escuela Médico Militar ! quienes lo vivimos hemos quedado hermanados para siempre... y no solamente con quienes lo compartieron esos dos semestres sino con todos aquellos que lo han vivido a través de la historia de la Escuela.

     Hubo compañeros como Giovanni Porras quien no pudo continuar los estudios en la Médico debido a un examen extraordinario no superado del primer año en una materia por cierto no médica sino militar; quien toda su vida como magnífico médico cirujano se ha identificado con el ejército y con quienes fueron sus compañeros ese año. Hoy en día, a punto de cumplir sus bodas de oro profesionales, sigue apareciendo en las fotos de esa generación y ofreciendo sus servicios al ejército a pesar de ser egresado de otro importante centro de estudios y un muy reconocido galeno mexicano.

     Era tan, pero tan fácil ser botado de la Escuela que soy un convencido de que, fuera de algún caso raro, todos los que lograron ingresar eran merecedores de terminar la carrera en ella y que sólo el azar determinaba esa circunstancia. Aseguro que entre las más de ochenta materias que cursé durante los seis años de su duración, no hubo una que dominara y que no tuviera insondables océanos de preguntas que pude no haber sabido contestar si el azar no hubiese estado de mi parte… Inclusive me sorprendía que no me preguntaran de lo mucho que ignoraba.

     Justo es reconocer que hubo veces en que un derroche de verborrea y picardía natural innata me hizo conseguir el pase, como en el examen oral final de anatomía en que no sabiendo ni madre de lo que se me preguntó salí airoso.

     El tema a desarrollar era 'relaciones del uretero'; tubito largo y delgado que va de cada riñón a la vejiga. Eso era lo único que sabía pues no me dio tiempo de estudiar la anatomía de los interiores viscerales de las cavidades torácica y abdominal. En el estudio de músculos, huesos y sistema nervioso se me fueron todas las horas de estudio que tuve disponibles y las cavidades no se disecaban en los cadáveres tanto por falta de tiempo como por estar perdidas todas las relaciones en esos mazacotes secos. Nuestros cadáveres no eran frescos como los de la UNAM provenientes del Servicio Médico Forense y recientemente fallecidos (incluso después de haber pasado Anatomía ya en segundo año en que cursé pocas materias, compramos un cadáver Tshehai y yo al cual fuimos disecando regiones desconocidas, muchas noches después de cenar). La víspera del examen final abrí un librito de anatomía muy compendiado (le decíamos “el mayito” por apellidarse “May” el autor y era una ridiculez comparado con mis cuatro enormes tomos del “Testut”). Me detuve un rato leyendo los nombres de las arterias que emergen de la aorta abdominal; que si el tronco celíaco, que si la coronaria estomáquica, que si la utero ovárica y tantas otras de bellos nombres nunca escuchados. Tan bellos y descriptivos por sí mismos  que me los aprendí como ejercicio memorístico simplemente; seguro que eso no era pregunta de examen pero sí algo para descansar la mente diversificándola y tal vez sabiendo algo más o menos mnemotécnico de que presumir algún día que no fuera el clásico "pedorro" de las inserciones musculares que recibe el húmero  por su cara interna en ese canal fino y alargado llamado ‘la corredera bicipital… a pesar de que ahí no se inserta el bíceps ¡carajo! Los músculos de mi  primera mnemotecnia fueron: pectoral, dorsal ancho y romboides. O el famoso " ¡oh, oh!, mamá, papá, traigo mini falda, etc." de los nervios craneales (olfatorio, óptico, motor ocular común, patético, trigémino, motor ocular externo, facial, etc.)

     Estos diez minutos de juego y memorización de palabras me dieron el pase pues yo hablé de ellas aventándolas por diestra y siniestra imaginándome el trayecto simplemente por sus nombres. Nunca hablé de otros elementos relacionados y en contacto con el uretero pero mi sinodal, Alger de León, quien era por suerte cirujano y no patólogo, o sea que operaba  gente viva y no solo  muerta; debe haberse percatado que ese terrible suceso de cortar inadvertidamente una arteria importante con el consiguiente chisgueteo de sangre y alarma, difícilmente iba a presentarse cuando el pendejo sentado frente a él fuera médico cirujano. Me concedieron el seis (a pesar del uno del parcial) después de pasar la  disección en cadáver presentando músculos peroneos que nunca había visto en mi vida más que dibujados pero que eran tan ordenaditos y fáciles de encontrar que pude  atinarles en su identificación y echándole toda la imaginación al hueco poplíteo que era le región conocida por mí más cercana a los peroneos (las corvas siempre me han fascinado) y adonde me subí en mi disección sin ser esa región la que se me había ordenado… Pero los nombres de cada músculo peroneo no me los sabía y sin embargo los de los vasos y nervios de ese hueco sí.

     "Pa que te vas culo nervioso" en vez de "paquete vásculo nervioso" les decía a estos paquetes de arteria vena y nervio el maestro Pardo Atristáin, que no era ni patólogo ni cirujano sino laboratorista y administrador pero un buen anatomista; simpático, ligeramente irreverente y mucho mejor profesor que quien figuraba como jefe de la materia, el Dr. Villarreal quien tan sólo era un tomador de clases pero que me enseñó desde temprana edad el tipo de maestro que yo no quería llegar a ser. Esto también se enseñaba en la Escuela Médico Militar y lo tuve muy presente todo el tiempo que enseñé anatomía ocular en el post grado, ya como oftalmólogo; llegando a inventar mnemotecnias irreverentes que se hicieron clásicas e inolvidables como aquella del ligamento suspensor de Lockwood en el párpado superior al cual bauticé como "el suspensorio de palo seguro" y que es prácticamente imposible de olvidar después de haber soltado la sonrisa cómplice o la carcajada justiciera.

     La anatomía es la materia de materias en la carrera de medicina.

     Algún compañero hubo que reprobó el ordinario y el extraordinario de anatomía por puro pánico y el terrible track de la garganta que le impidió hablar a pesar de sabérselo todo.

     Siento, después de haberlo vivido, que la anatomía es una materia para pulsar el carácter y la capacidad de salir adelante más que de conocimientos.   

     El enfrentamiento con los cadáveres el primer día de clases me descubrió cosas de mi mismo. Toleré de pié el primer día sin asco ni vértigo pero cuando al final de la clase pasé al baño a orinar estuve orinando, con los ojos húmedos, deprimido y dando gracias por ser uno de los que poseían humedad en la orina y en el llanto.  No uno de aquellos seres casi momificados, acartonados, tan morenitos, tan indigentes, tan penetrantes en su olor a formol, tan dignos de ser amados y respetados y sin embargo tan sujetos al destazamiento y al chacoteo.

     Recuerdo haberme encontrado en algún rincón del anfiteatro un rosario modestísimo, negro, polvoriento y mugroso que hice mi rosario durante aquellos años en que fui ferviente militante de la religión de mis mayores.

     En aquella juventud temprana yo le apostaba todo a la vida. La muerte me parecía absolutamente intolerable y no hubiera entendido aquello de mi santa querida, la Teresa de Avila: "vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero”.

     Realmente el tal anfiteatro no era tal sino la sala de autopsias del Hospital Central Militar pues aún la Escuela no contaba con anfiteatro. Ahí aprendí también a ver a los muertos recién fallecidos del hospital y a conocer asuntos de cadáveres y restos humanos a veces sublimes y a veces chocarreros. Para tener desocupadas las mesas de autopsias después de las clases se amontonaba a nuestros muertitos secos en unas como tribunas de barras metálicas que estaban arrimadas a las paredes o sea que los muertos frescos eran rodeados en las tribunas por muchos cadáveres acostados boca abajo o boca arriba que dormían su tránsito con algún brazo deshilachado colgante o amorosamente encimados unos con otros; independientemente de su edad, tamaño o sexo. Si algo había para aprender eso de..."no somos nada" era suficiente una visita a ese lugar.

      Lo sublime era ver como llegaban la mayoría de recién muertos con caras tranquilas y hasta contentas. Curados de todo.

     Faltaban veintitrés años para que un Jim Jones llevara en Guyana a una multitud al suicidio y crimen colectivo convenciéndolos de que la muerte era mejor que la vida y faltaban más de cincuenta años para que yo volviera a pensar en tan solemnes asuntos.