Nunca antes me había ocupado de adonde
estudiar pues eran asuntos que siempre estaban predeterminados por mis padres.
La única vez que tuve que hacer algo al respecto fue para entrar a la
preparatoria ya que en el colegio donde había estudiado los últimos años y que, como todos los anteriores, había
sido religioso, acababa de abrir su preparatoria pero no incluía todavía la de
medicina.
En aquél
mil novecientos cincuenta y tres todavía eran dos años de preparatoria y eran
diferentes para los diversos tipos de carrera: una preparatoria era para
contadores, otra para ingenieros y arquitectos, otra para médicos, biólogos ó
dentistas y, finalmente otra para ciencias químicas.
Mi
madre me llevó una tarde a entrevistarme con el director del colegio Cristóbal
Colón, el único de aquel entonces con este prestigiado nombre; en la colonia
San Rafael y ahí, en una entrevista jovial e informal, fui aceptado.
Para la carrera me presenté yo solo en
Ciudad Universitaria y entregué todos los papeles necesarios con objeto de
iniciar ahí mis estudios de medicina. Cuando me decidí a concursar en la Médico
Militar tenía todo arreglado para entrar a la Universidad Nacional Autónoma de
México.
La
preparación de los exámenes de admisión era sobre materias que se supone tenían
que ver con la medicina y que todo bachiller en el área tenía que haber
cursado: física, química, biología, botánica, zoología, inglés y francés. En
preparatoria llevé dos años balines de Francés pues era colegio lasallista. Nunca
supe si en otras preparatorias impartían la materia. Pienso que no se le daba
mucha importancia para la admisión pues era idioma que ya iba de salida en los
libros y congresos aunque tenía gran fuerza diplomática aún. El Papa que salió
de Roma a las Naciones Unidas en aquellos años y que fue muy noticiado, habló
en Francés en la sede de esa organización.
No
conocí a ningún compañero que hablara siquiera un poco de Francés y casi
ninguno que hablara algo de Inglés en aquellos primeros años aunque hoy en día
es el primer idioma para algunos de ellos como Ramiro García Reyes, quien nació
en un pequeñísimo pueblo michoacano ya desaparecido bajo las aguas de la presa
del Infiernillo y quien ahora es un soberbio cirujano de transplantes y
urólogo, retirado en San Diego California después de haberse especializado
durante largos años en Estados Unidos y Canadá. O como César Miranda Acevedo, afamado
gineco obstetra y gineco oncólogo especializado en ese país y casado con una
ciudadana del mismo ó como Gizaw Tshehai quien después de haberse hecho médico
con nosotros se fue a su patria: Etiopía, llegando a Secretario de Salud y de
donde tuvo que emigrar a Estados Unidos, en donde radica y trabaja ahora
después del golpe de estado que le costó el imperio a Haile Selassie y casi la
vida a mi compañero y a su familia de la cual su esposa es paisana nuestra. Ó
también como Abdul Hamid y tantos otros cadetes, hispanohablantes que se
especializaron aprendiendo, dominando y haciendo suyos otros idiomas en países
lejanos. Cosa nada fácil en algunos casos como el de Ramiro quien en la costa
occidental de Canadá tuvo que atender a muchos pacientes chinos cuando él
apenas se defendía en Inglés y dependía para hacer las historias clínicas de un
intérprete; por supuesto no al Español. Si este intérprete no estaba de humor ó
se hallaba encabronado y se le ocurría traducirle como en los chistes de la
Malinche y Cortés con Cuauhtémoc ó Moctezuma… pa’ pinche bronca.
Es curioso como en una generación o dos
cambiaba hasta el lenguaje de las grandes ocasiones. Tuve maestros que todavía
alcanzaron a ir a congresos hablados en Latín y se decía que para probar a los
que verdaderamente sabían esa lengua, se les contaban chistes usándola. Por el
modo de reír o sonreír pescaban a los farsantes.
Hay un programa de T.V. que me empezó a gustar por la actuación de un
pequeño sabelotodo quien en una ocasión en que nadie se rió de uno de sus
chistes dijo muy serio que en Latín tenía más gracia, lo cual me pareció una
ocurrencia sumamente original y digna de ser repetida cuando me pasara a mí lo
mismo con alguno de mis chistes.
Toledo ya era un cadete fortachón que parecía
que iba a reventar las costuras del uniforme y había logrado pasar a segundo
año cuando yo concursaba apenas. Como muchas otras amistades verdaderas,
comenzamos a ser amigos tardíamente y mis primeros protectores y amigos de años
superiores, como en toda situación crítica, me fueron llegando por donde
menos me lo imaginaba.
Me
preparé para los exámenes de admisión después de haber depositado la fianza de
setecientos cincuenta pesos que me dio papá y que me devolvieron ya de capitán
en sexto año sin haber entendido para que chingados se pedía la tal fianza.
Aunque yo aparecía con frecuencia entre los primeros lugares de mi
salón nunca fui un estudiante machetero y la mayoría de mis exámenes los
preparaba en el camión rumbo al colegio un rato antes. En la casa nunca estudié
mucho pues éramos seis hermanos y tenía muchas inquietudes que satisfacer de la
más diversa índole así como muchísimo que leer ya que un hermano de mi madre,
sacerdote, era buen y gran amigo de los dueños de la editorial Porrúa por lo
cual constantemente aparecían libros regados en cualquier lugar de la casa. Tal
vez también eran inquietudes para combatir el encierro ya que mamá nos tuvo
vedado el acceso a la calle, excepto para algunos mandados, hasta la preparatoria
y aún en ella no era raro que mandara el coche para recogerme.
Cuando recuerdo a mamá en el
coche del año y con chofer no puedo dejar de pensar que fue una verdadera reina
asistida por nanas, cocineras, sirvientas, jardinero, chofer y hasta elevador
para subir un piso en la casa; de la planta baja a las recámaras. Todo esto le
llegó poco a poco de un esposo que fue un hombre magnífico, dulce y silencioso,
absolutamente triunfador e inspirador en todas sus actividades.
En
una sobremesa; con gran regocijo de la concurrencia, mi madre dijo que ella en
ocasiones soñaba que vivía en un palacio con trono y manto de terciopelo rojo
con armiño, como en las películas de Sissy Emperatriz.
Yo
no sonreí, convencido de que lo había hecho realidad.
Era pues mi costumbre estudiar en
el camión, ya libre de los múltiples momentos de ensoñación radiofónica a
través de 'la estación más española' , 'la hora libanesa' (siempre me ha
gustado ese cuasi flamenco), la reseña nocturna diaria del partido estelar del
frontón México, las canciones de los hermanos Martínez Gil, (más otros boleros)
y mis agarrones con Manolo. Primero de mis hermanos quien apagaba mi radio y
ponía el suyo a todo volumen con música clásica no más por joder pues él en
aquellos tiempos vivía la época del junior insoportable que tenía que trabajar
con el papá a huevo después de haber hecho unos cuantos estudios en la 'escuela
bancaria y comercial' a pesar de que quiso estudiar medicina (pero la salud de
papá sufrió algún evento de salud que llevó las cosas a casi meternos a los
tres hermanos mayores en una escuela militarizada con sistema de internado e
inmolar a Manolo en el infierno de los negocios que siempre detestó).
Creo
que llegué a ver algún folleto de una tal 'Universidad Latinoamericana'
militarizada, con caballerizas; que no me disgustó para nada.
Las pocas noches de estudio algo más intenso
con miras a los exámenes para obtener el ingreso a la Médico Militar los viví
metido entre los seis hermanos en una misma habitación. Eran tres literas dobles
en una granja rumbo a Tlalnepantla que papá había levantado para descansar de
sus arrechuchos. Mi padre descansaba
trabajando en el ínterin del cambio de casa de la buena y querida colonia
Industrial de toda mi niñez a la entonces cara y muy exclusiva colonia Lindavista
(ahí vivía Díaz Ordaz… imagínense)
El mismo año en que entré al
ejército mi padre, con cincuenta y cinco años de edad, estrenó casa de dos mil
ochocientos metros cuadrados, fuente, palmeras, alberca, frontón y perreras de
tal tamaño que albergaron durante una temporada a dos panteras y tiempo después
a once perros.
Creo que lo que más le gustaba a papá de
su casa era salir al jardín por la noche a darles pan dulce tirando trozos al
aire a sus perros favoritos los cuales siempre fueron aquellos que el recogió
todos jodidos y no los grandes pastores alemanes (que acabaron con la tortuga y
la pareja de pavos reales de mamá de los cuales, las hermosas plumas adornaron
un jarrón de la sala durante muchos años) ni los de caza traídos de
Checoslovaquia por Manolo.
Mi padre fue un verdadero líder
industrial de negocios limpios y cuando murió trece años después me parecía que
el Panteón Español no iba dar cabida en sus corredores y cuarteles a tanta
gente que lo fue a despedir. Esto me proporcionó cierto alivio en unos momentos
de inmenso dolor que afortunadamente no he vuelto a sufrir de tamañas
proporciones.
Para esas noches de estudio, primeras en mi vida; me
echaba un cafecito y un vaso de coca cola (aún no conocía el sulfato de
bencedrina), me fumaba unos cuantos 'delicados' y cuando me ganaba el sueño trepaba
en mi litera con uno de aquellos enormes despertadores ‘westclox’ de doble
campana apretado entre la barriga y la colchoneta para dormir una o dos horas
tratando de no despertar a los hermanos cuando sonara agitando febrilmente su
badajo niquelado entre las dos campanas bicicleteras.
Esto
duró poco y mientras tanto acudí a los exámenes físico y psicológico. Este
consistió en unas cuantas hojas para llenar con ciertas anotaciones y supongo
que eran mero trámite pues, a pesar de tal supuesto examen, entraban cada año
un chingo de neuróticos y locochones.
Siempre ha estado en pié la pregunta de por qué el alto índice de psicopatología
y suicidio entre los hijos de la Escuela Médico Militar y nunca he sabido con
certeza si se debe a que el ejército nos volvió locos o ya lo estábamos al
decidir meternos en él.
El
examen físico fue en la enfermería de la Escuela, donde un grupo de entusiastas
cadetes de años superiores nos tomaban la presión, la estatura, el peso y lo
más íntimo era la introducción de un dedo explorador entre cada testículo y la
ingle haciendo pujar al aspirante para detectar alguna hernia inguinal.
En
aquel tiempo no se veían tatuajes ni se hablaba de homosexualidad, sida o
hepatitis. Recuerdo vivamente el alboroto que se armó cuando se llamó en voz
alta al aspirante Ibancovichi pues resulta que era hijo del teniente coronel médico
cirujano Antonio Ibancovichi, Ayudante General de la Escuela y cuyo parentesco
hizo que se amenazara a mi compañero entre bromas y gestos con practicarle
repetidos tactos rectales que no se le hicieron, hasta donde yo sé.
Los
exámenes académicos fueron todos por escrito durante varias mañanas gélidas en
que concursé embozado con una bufanda amarilla lo más delgada posible pues
quería parecer elegante y torero aún en la desgracia catarral y moqueando
asquerosamente bajo los efectos de un pinche resfriado inoportuno.
Llegar desde cerca de Tlalnepantla hasta
la Escuela Médico Militar… arribita de Polanco en camión y tempranísimo fue una
experiencia que de tan desagradable la tengo bloqueada en la memoria (no había
rutas directas de camión que cubrieran tan peregrina combinación de destinos;
mis conocimientos de la ciudad y aledaños eran todos alrededor de la avenida
Insurgentes y para orientarme siempre fui subnormal) ( tal vez me llevaba
Margarito pero no lo recuerdo y lo dudo mucho). La que sí tengo viva es la de
la bola de cabrones concursantes que regresaban en mi camión comentando en voz
alta sus éxitos ante las preguntas y haciéndome sentir el más pendejo de los
mortales.
Ninguno de esos entró.
Fue una mañana de principios de enero
cuando se nos formó a todos en la explanada para dictar los resultados.
Nerviosamente había yo prendido un cigarro
antes de que esto sucediera cuando se me acercó un cadete que llevaba algo
brillante en la gorra cuartelera; creo que era la barrita de subteniente de
cadetes pero yo aún no sabía nada de grados ni de cadetes ni de no cadetes ni
de nada. Sólo sabía decir: "señor" a lo que, una vez, bastante tiempo
después y cuando se supone que ya me debía saber todos los grados por elevados
y poco frecuentes que me parecieran; un militar gordo y oscuro me rugió:
"¡¡el señor está en los cielos mi cadete!! ¡¡Yo soy su coronel!!"
Pues
este subteniente de cadetes al ver que yo fumaba Raleigh ese día (estúpido de
mí que fumando delicados en la prepa ya me quería dar importancia) me dijo: ¡hay
de usted (todo era en "usted") si es que entra y lo veo fumando
esta marca !... Si entra‘de pelón’ (rapaban a todos dos veces en el primer
año), que lo veo muy difícil pues está usted horroroso y tiene cara de idiota,
tendrá que fumar Carmencitas o Faros. Y ya no recuerdo más pero intuí que se
trataba de sufrir algo que debería de ser terrible.
Este
cadete resultó ser después un querido compañero en el equipo de futbol (que
fundamos entre algunos de mi generación) y que tantas satisfacciones nos diera
durante la carrera y la vida hospitalaria siendo años después un colega con mi
misma especialidad, radicado en Irapuato: el famoso "charro" Alvarado
Arreguín de gratísima memoria e intachable trayectoria y que fuera miembro de
la escolta de nuestra escuela por su porte, tipo, escolaridad y buenas maneras
en los desfiles.
Según Ibancovichi dice (y lo debe de saber por
haber sido su papá quien fue) éramos como ochocientos los concursantes de ese
año de mil novecientos cincuenta y cinco.
Recuerdo bien que el primer nombre pronunciado
fue 'Eduardo Arnulfo' y siendo yo Eduardo Federico, mi subconsciente sentido
mágico de las cosas me hizo suponer que yo andaba cerca. De entre nuestra multitud
de aspirantes se desprendió a la carrera un adolescente menudo y sonriente. Era
el pequeño gigante Eduardo Arnulfo Treviño Cervantes de quien ya hablaré pues
hay mucho que decir de él, de lo que ha hecho y de lo que sigue haciendo con
más de setenta años de vida; trabajando brillantemente para el país a través
del gobierno de Nuevo León.
Siguieron nombres y más nombres hasta que
apareció el mío allá por el lugar treinta y dos.
Me
incorporé al grupo de los trémulos 'mister universo' y esperé.
Estábamos sentados en cuatro camastros
cinco jovenzuelos. Todos eran ya dioses menos yo.
Nuestra generación había sido escasísima, tal
vez la más menguada de que se tenía memoria por la simple razón de que los
egresados, capitanes primeros de sexto año, pasantes que se habían convertido
en mayores médicos cirujanos eran nada más doce. Era una generación devastada y
nosotros sufríamos las consecuencias. Entre los egresados y los reprobados
permitían un pequeño número de nuevas plazas para completar las ciento cincuenta
de que constaba una compañía de sanidad... que eso era la Escuela como unidad
militar
En
ese año de mil novecientos cincuenta y cinco acababan de ingresar treinta y un
aspirantes y yo era el treinta y dos.
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