Mi padre murió en un día como hoy, hace dos años. Hace
uno, murió Paco de Lucía. A mi padre le hubiera gustado saber que murió el
mismo día que su ídolo, es el tipo de cosa que hubiera contado con placer. Unos
años antes, le di una computadora usada y le pedí que se pusiera a escribir.
Era un narrador nato y leer sus cartas siempre fue un gozo, estaban repletas
de anécdotas y datos curiosos, igual que sus conversaciones. Mi padre tenía una
memoria prodigiosa y un don especial para aderezar cualquier historia y
volverla memorable. Así que un día se puso a escribir su biografía, y con la
misma obsesión con que se entregó a cada pasatiempo que tuvo a lo largo de su
vida, desde la guitarra flamenca y el Tae Quon Do pasando por la pintura y el
ajedrez, no pudo parar. En año y pico produjo cinco tomos, abarcando del año
1955 al 2009.
La historia comienza cuando ingresó como cadete a estudiar
medicina a la escuela Médico Militar a los dieciocho años, su formación es el
hilo conductor de los primeros tomos y su quehacer como oftalmólogo continúa
hasta el último. Pero el contenido de fondo es su relación con las sustancias y
una adicción que marcó su vida hasta que finalmente logró su recuperación, ya
con setenta años de edad. En este largo recorrido no fueron pocos sus avatares
y peripecias; hubo periodos muy luminosos y otros de gran oscuridad, que casi
le costaron la ruptura definitiva con su familia y con su quehacer como médico.
Pero cada etapa estuvo permeada por la constante de una poderosísima pulsión de
vida que yo no he visto en ningún otro ser humano, y que cristalizó en una
recuperación completa. En sus últimos años, le devolvió inclusive amistades de
su juventud como estudiante de medicina que creyó perdidas durante décadas. Y
le devolvió también, para la fortuna de quienes tenemos el privilegio de
leerlo, sus ganas y su capacidad de narrar escribiendo.
Mi padre puso en mis manos todos sus manuscritos en su
día para custodiarlos y disponer de ellos si él faltaba. Nada le hubiera
gustado más que ver publicados sus cinco libros: Alma de cadete, Alma de mayor, Alma en tránsito, Alma en caída y Alma recuperada.
Fueron varios los intentos, tanto suyos como míos, de moverlos en diferentes
casas editoriales. Los dictámenes siempre arrojaron una sentencia similar: la
obra es "demasiado personal", "demasiado amplia"; "no
termina de ser una autobiografía ni un libro de superación personal". Una
amiga que se dedica a esto me recomendó hacer una fuerte labor de edición,
depuración y síntesis, para convertir los cinco tomos en uno solo más
claramente orientado a la superación personal, más "vendible". Le di muchas vueltas al qué hacer con los escritos de mi padre, pero depurarlos y
comprimirlos nunca me pareció una buena solución. Creo que gran parte de su
valor y su fuerza residen justamente en su espontaneidad, y esa espontaneidad
proviene de la cocción original de sus ideas y de su proyección sin filtros. En
resumen, la potencia de esos textos está en su voz. Y esa corre el gran riesgo
de quedar desafinada y medio afónica si se edita. Aún cuando así venda.
Yo escribí un blog durante varios años. Mi padre era su
principal y más fervoroso lector. En su momento, Coyoacán Jane (así se llamaba)
fungió como puente entre mis diarios y el trabajo de escritura por encargo. Fue
el espacio donde me atreví, por primera vez, a explorar y a expresar las
turbulencias, los viajes internos y las ideas que me absorbían. En resumen, me
atreví a eso: a publicar. Porque publicar no es tener un libro el anaquel de
una tienda y recibir regalías por ello -de eso también puedo dar cuenta-.
Publicar, además de una auto invasión a la privacidad, como decía Mc Luhan, es
aventar tus palabras al mundo, y con ellas un cacho de tu alma, sin saber qué
suerte tendrán; pero lo haces porque por encima del miedo, de la
autocomplacencia o el reconocimiento, prevalece la necesidad, la urgencia, de
compartir. De tocar. De tocar-se con y a través de los otros. Y después de
muchas vueltas, concluí que eso era lo que mi papá anhelaba en el fondo de su
corazón cuando tecleó sus memorias sin parar, ferozmente, amorosamente, a lo
largo de casi dos años.
Mi padre fue un hombre de su tiempo. Es decir, de todos
los tiempos que le tocaron vivir. Y por ello sé que tener un blog hubiera sido
algo satisfactorio para él. Le hubiera gustado la inmediatez, recibir
comentarios y responderlos. Pese a resistirse durante mucho tiempo a usar el
internet -mientras viví en España nos escribimos cartas tradicionales por el
correo convencional porque no había forma de convencerlo de que se sacara una
cuenta de e-mail- sus últimos años se convirtió en un devoto del internet,
fascinado con la renovada correspondencia con sus amistades, antiguas y
recientes. Mi papá conoció el poder del intercambio virtual, lo disfrutó, y
seguramente hubiera abierto él mismo este blog de haber tenido más tiempo.
Tal vez algún día publiquemos Alma en una editorial en forma, en papel, con portada, solapa y
todo lo demás. Por lo pronto, se me estaban quemando las manos de tener esos
tesoros en mi cajón y en el disco duro sin que nadie sea partícipe de esto. De
la vida de un hombre que se pudo dar el lujo de ser un cabrón bien hecho y
redimirse, de perderlo todo y recuperarlo, de un alma atribulada desde la
infancia y a la vez curiosa, ávida, lúcida, que jamás dejó de jugar, y que
demostró que nunca es tarde para empezar de nuevo.
Algo muy raro me sucede cuando leo a mi padre. Es como
si de veras estuviera ahí. Lo escucho. Creo que la palabra escrita tiene la
formidable capacidad de resucitar a los muertos, de traerlos a la vida de un
tirón. Me parece que es hora de que quienes quisieron a Eduardo López y lo
extrañan como yo, tengan la oportunidad de volver a escuchar su voz recia, su
risa franca, su leve ceceo, su inflexión seria y suave para decir lo
importante, que era casi todo y casi nada a la vez. Me parece imperioso que mi
hijo tenga esa oportunidad cuando descubra el fabuloso caudal de la lectura.
Otro de los motivos de compartir los textos de mi padre
en este formato, es que de veras sean leídos. Sospecho que de haberlos
tomado, impreso y repartido entre sus seres queridos, como en algún
momento contemplé, en muchos casos hubieran terminado arrumbados en un librero,
acumulando polvo en una mesa de noche. Y no es que les falte calidad y atractivo, pero lo cierto es que la extensión acojona... cinco
tomos imponen. Pero de esta manera, dosificados, "soltando" un capítulo
cada dos semanas, me parece que se asegura mejor su lectura. Entre otras cosas
porque irán generando cierto suspenso, que es el mejor ingrediente que tiene
cualquier historia.
Esta es la única ocasión en que yo participaré en el
blog de Eduardo López, y lo es con la intención exclusiva de introducirlo y de
explicar la dinámica bajo la cual he decidido compartir este legado. Espero que
poco a poco las palabras de Eduardo vayan resonando más y más, que se corra la
voz de su voz, que esto se comparta y adquiera más lectores, como a él le
hubiera gustado. Lo que él pueda opinar ahora mismo de todo esto, poco importa.
No tenemos manera de saberlo. Importa lo que hizo, lo que vio, lo que amó y
aborreció, y lo que abrazó con su existencia. Y todo eso ¡qué alivio! está
contenido en los cinco tomos que iré compartiendo, capítulo a capítulo, en este
espacio.
Así que, sin más, sin ediciones, sin censuras, sin
cambiarle una sola coma, tal y como él hubiera preferido leerlo y ser leído, aquí lo
tienen. Buen viaje a sus palabras.
PRÓLOGO
Por Eduardo F. López Rodríguez
He descubierto, al ir escribiendo, que soy
afortunado por tener tantas cosas guardadas en la memoria. Asuntos que ya no
recordaba y que incluso creía ignorar han ido surgiendo espléndidos y me hacen
amar mi vida tal y como se me dio vivirla.
Una vida que, de no haber escrito sobre
ella, tal vez hubiera seguido el camino de otras tantas que se deslavan poco a
poco hasta casi desaparecer de la memoria y que, a pesar de haber sido
fascinantes, ricas en experiencias, luminosas en su fortaleza y transmisoras de
esperanza, llega a parecerle a sus dueños que nunca vivieron con intensidad y
que su paso por la vida fue intrascendente.
Creo y sostengo que toda vida es
apasionante si se sabe narrar pues en cada una de ellas por miserable ó rica
que sea, digna o indigna, larga o breve, está Dios en forma de chispa de su
gran hoguera; gota de su océano inmenso.
Escribo este libro como un acto de amor a
mis maestros, a mis compañeros y a mis pacientes.
A mi familia y amigos.
Pero sobre todo …sobre todo, lo escribo
para aquellos que viajan a través de la vida prisioneros de la depresión ...de
la tristeza y, con cierta frecuencia del alcohol ó de alguna otra adicción,
…adicciones añejas de las que tan difícil es salir, y que hacen creer que la
vida no tiene sentido …que nunca lo tuvo …o que lo tuvo y se perdió.
En este libro deseo mostrar como se puede
recuperar la autoestima y la felicidad volviendo a los tiempos idos; no
perdidos pues el tiempo nunca se pierde …el tiempo da vueltas …vuelve …siempre
es el mismo …nos puede volver a llenar de alegría y de ilusiones no sólo en el
recuerdo sino en la obra escrita.
Durante
todo su escrito tuve presente en mi memoria a nueve compañeros médicos
militares que coincidieron conmigo como estudiantes y que no pudieron salir
airosos de esa transición. Dos de ellos murieron por suicidio, otro de sida,
uno asesinado, otro terminó purgando larga condena por homicidio pasional, dos
quedaron incapacitados en instituciones psiquiátricas y dos viven con problemas
importantes debidos al alcoholismo.
Para los
pocos que éramos …fuimos demasiados …y muchos los que se quedaron en el
tránsito.
No es
fácil escribir de un modo ordenado y ecuánime sobre estos años de transición.
Es difícil determinar y seguir un cauce. Tiende a desbordarse la escritura y a
filtrarse todo tipo de anécdota, de reflexión, de broma y de tragedia como el
agua abundante sobre un terreno sediento.
Cuando se cae en la drogadicción ó en el alcoholismo, o en ambos, es
inútil toda justificación. Se acepta el problema como una enfermedad y se le
busca solución a sabiendas de que no es diferente porque seas hombre o mujer,
joven o viejo, guapo o feo, religioso o no, rico o pobre, blanco o de color.
Siempre
es la misma mierda y mientras no aceptas que estás metido en ella hasta los
ojos no sales.
Hasta que
no aceptas que necesitas ayuda, no sales …te digo que no sales. La voluntad
está enferma y no le puedes pedir más que cierto grado de fortaleza.
Y no es
que debas andar por los baldíos con el costal a cuestas y rodeado de perros para estar de mierda hasta los ojos.
Basta con que el consumo te esté creando problemas.
Este
libro es la historia de mis problemas y de cómo me fui metiendo en ellos siendo
un joven bueno y exitoso, como lo son todos nuestros hijos; todos nuestros
sobrinos; todos nuestros nietos …hasta que caemos en la droga, en el alcohol y
lo que es más frecuente, en ambos (los alcohólicos puros ya son una especie en
vías de extinción) para volvernos, tarde o temprano, unos
hijos de puta (con perdón de las madres que poco o nada -aunque a veces mucho- tienen que ver con el asunto).
Cuentan
que murió un alcohólico drogadicto y mientras San Pedro buscaba su nombre en el
registro, aquel vio allá adentro un tipo enorme, con una espada reluciente y le
preguntó a San Pedro:
---- ¿Ese es el Cid Campeador?
---- No mi buen, es el Arcángel San
Miguel, el que puso Dios de guardia en el paraíso para que no entraran Adán y
Eva después de expulsarlos.
---- ¿Y que chingados hace ahora?
---- Es quien cuida de los policías y
fuerzas armadas.
----
¡Aaah! ¿y ese otro tan brillante, con alas y un micrófono en la mano?
---- Ese es el Arcángel San Gabriel, quien
le comunicó a María la noticia de su
embarazo.
---- Y ¿a qué se dedica ahora?
---- Pues a evitarles el mal a todos los
locutores y miembros de agencias noticiosas.
…Y así siguió Eduardo preguntando y
recibiendo contestaciones . Que si aquél era Uriel, el Arcángel del medio día,
que si aquel otro San José, el cuidador de las once mil vírgenes …hasta que se
le ocurrió preguntar:
---- Oye Pedrín: y …¿quién
cuida en el mundo a los
alcohólicos, drogadictos y todos los
demás de
la onda adictiva?
---- A esos, mi querido
Eduardo, los cuida Dios personalmente …a su manera. Nadie los toca más que Él.
Este
libro es el testimonio de cómo Dios manejó mi caso.
A L M A D E
C A D E T E
PRIMERO Y SEGUNDO AÑOS
Toledo Rubio era pentatleta y llegó a
clase corriendo. El sudor se le fue secando detrás de las orejas conforme avanzaba
la clase. No se veía mal pues era fuerte, callado y estudioso pero la costumbre
de lavarme las orejas por detrás, ya que sólo me las lavaba por delante, fue lo
primero que comencé a hacer en la vida por la influencia de un cadete. Cadete en
ciernes apenas, pero ya en posesión de un alma grande y generosa.
Cursaba algunas materias que debía de
segundo de preparatoria en mi salón y de él yo sólo sabía que ‘vivía en el
pentatlón’, lo cual se me figuraba un lugar algo militar y gimnástico al que
recurrían muchachos de provincia que estudiaban en el Distrito Federal.
Ibancovichi era diferente. Alivianado compañero
y amigo de cada día; de ojo azul, sonrisa rápida y charla fácil. Me había
invitado a estudiar un par de veces a su casa por la colonia Irrigación y se le
notaba siempre de buen humor. Satisfecho de sí mismo y en posesión también de
un alma buena… esa gota de Dios… que lo convierte a uno en un buen militante de
la vida cuando se acrisola con otras almas de cadete como nos sucedió a él, a
Toledo y a mí en la Escuela Médico Militar.
Un día me preguntó:
---- ¿Ya sabes que Toledo Rubio entró a la
Médico?
---- ¿Cual Médico?
---- La Escuela Médico Militar buey ¿no
sabes lo que es?
---- No tengo idea... ¿y para qué se metió ahí
Yo sabía que para ser médico, en México D.
F. se estudiaba en la Universidad Nacional y para ser medico rural, en el
Politécnico. No existían la Salle ni la Ibero ni la Anáhuac.
---- ¿No has oído hablar de la Médico
Militar?... ¡es la mejor escuela de medicina del país... tarado!
Aquella misma noche estaba yo con mi dedo
índice recorriendo las páginas blancas de hasta atrás del directorio telefónico
donde sabía de un modo confuso que aparecían todas esas direcciones que no eran
domicilios particulares como el de mis papás.
Finalmente apareció: Escuela Médico
Militar: Av. tal de tal, número tantos etc. etc. ¡Ah!, el confiable dedo índice
del cual decía papá que con él y dólares en la bolsa se podía viajar por todo
el mundo sin necesidad de aprender a hablar Inglés. También, muchos años
después, un joven oftalmólogo en formación decía humorísticamente que si
tuviese que escoger un único instrumento para ejercer la especialidad, escogería
el dedo del maestro Fonte pues con ese dedo, circulando por delante de los ojos
de los pacientes se conseguían diagnósticos
insospechados.
Escribí mi carta a mano, como me imaginaba
que se escribían todas las cartas personales importantes, pidiendo informes que
me confirmaran el por qué la Escuela Médico Militar era lo mejor de lo mejor y
al otro día me eché la caminata al correo del mercado de la colonia Industrial
donde ponía mi muy ocasional correspondencia para Manolín, el primo paralítico
de España a quien le había prometido ser médico para curarlo cuando se cayó del
andamio y se rompió el cuello estando en vísperas de ser traído a México por mi
papá para hacer de él su mano derecha en los negocios ya que los hijos iban
para profesionistas independientes hechos la mocha. Costumbre ésta muy en boga
entre el tipo de emigrantes de preguerra civil española. En algunos raros casos
algún hijo salía bueno para los negocios, no como el clásico junior intolerante
y pendejo sino como el viejo español bueno y cazurro… pero no era frecuente.
Además, el que un español triunfador trajese al sobrino consentido a México
hacía bonito, daba caché. Desgraciadamente el sobrino que años después escogió
mi padre (yo ya era médico y las secciones de médula seguían siendo incurables)
ya no era el que me inspiró para hacerme médico y resultó incompatible con mi
familia a la muerte de papá.
Este mercado, al que acudí a echar la
carta, me gustaba y tenía relación con mis dos robos y únicos supuestos pecados
mayores que hube de confesar ajenos a los asuntos aquellos tan sumamente prohibidos
de andarse tocando cositas (pero durante dos larguísimos años de secundaria y
víctima de turbios escrúpulos de conciencia, me pasaba horas enteras en el
confesionario). El primer robo y el único exitoso, fue varios años antes con la
complicidad de mi hermano Ángel, inmediatamente mayor que yo, por quien yo
anhelaba ser tomado en cuenta aunque fuera para morir en aras de un delito
cualquiera… pero en su compañía. Nos robamos una noveluca de aventuras de Doc
Savage en un puesto de la banqueta. El segundo fue frustrado pero el mercado
tuvo la culpa por haber sido ahí donde ví por vez primera el ‘chicle globe
confitado, lo más rico del mercado’ y me decidí a tomar diez centavos más del
monedero de mamá cuando me estaba mandando por el pan. En ese momento fui
descubierto estúpidamente pues me puse nervioso y mamá al hacerme volver a
contar me lanzó aquella su mirada terrorífica ineludible y perforante; me hizo
confesar y a continuación recibí tal paliza acompañada de exclamaciones tales
como la de: ¡¡prefiero ver a un hijo muerto antes que verlo en la cárcel!! que
la vocación de ladrón ya nunca prendió en mí.
Eché la carta y esperé pero no recibí
contestación. Esto me convenció de que sí era una buena escuela. Además eso de
ser militar y portar uniforme siendo la familia de un medio en donde nunca se
había visto tal me preció sumamente atractivo y decidí notificárselo a mis
padres.
Papá lo tomó con calma, casi con gusto (yo
no sabía entonces que uno de sus agentes vendedores tenía un sobrino estudiando
ahí) (papá nunca andaba por la vida diciendo cosas de más). Mamá, como era su
costumbre se puso protagónica, lúgubre, dramática y demás esdrújulas clamando
al cielo que esa carrera era muy peligrosa y que si había guerra le matarían al
hijo.
Una
vez que se dejó convencer de que los médicos militares no son de los que disparan
desde las trincheras, me prestó a Margarito su chofer y el hermosísimo Chrysler
verde semiautomático (en él aprendí a manejar gracias a ese hombre viejo, canoso,
buen chofer y magnífica persona) con el cual entramos una tarde por la gran
explanada hasta las oficinas donde me entregaron unos panfletos con
bastante indiferencia. Poco sabía yo todavía que eso de meter el Chrysler (...y
con chofer ¡háganme el chingado favor!) a la Escuela Médico Militar era
peligrosísimo cuando aún no se llegaba por lo menos al segundo año de la carrera.
La
Escuela Médico Militar aquella tarde gris de fines de 1954 parecía cualquier
cuartel amarillo y mojado, con su asta sin bandera, su explanada lluviosa y sus
largos pasillos techados donde se les estaba pasando lista a un grupo de
jóvenes uniformados de color beige y gorras de trapo. Eran los reprobados del
semestre, que estaban acuartelados sin goce de vacaciones y que se preparaban
para el examen extraordinario al terminar éstas; con gran ahínco pues si
reprobaban los echaban para afuera. El que más me llamó la atención fue uno de
ellos que al quitarse la gorra se veía calvo, cosa que yo supuse se debería a
tanto estudiar. Era éste el querido Camou quien pasaba a tercer año y luego
sería presidente de nuestra sociedad de alumnos por su jovialidad y simpatía
sin reservas. Bajo su presidencia salió el primer número de nuestra Revista de
la Escuela Médico Militar "Scientia et Veritas" de tan grato recuerdo,
dirigida por Sergio Mendoza y yo (en respuesta a su generosa invitación cuando
ambos éramos cadetes de tercer año).
En la Escuela Médico Militar no había
fósiles y era una beca del cien por ciento; alojamiento y manutención incluidas
más un peso diario de 'pre', a la que se entraba, si se era mexicano, por
estricto concurso. Los pocos cadetes extranjeros que había no concursaban para
entrar pero salían de la Escuela, reprobados; con frecuencia.
Durante mis seis años de Escuela recuerdo
haber compartido con becados de Costa Rica, Honduras, Panamá, Bolivia, Estados
Unidos y Etiopía. Estas becas sin concurso eran cosa que yo no sabía cómo se
daban y supongo que era asunto de relaciones internacionales de nuestros
gobiernos.
Los ingresados que ya pertenecían al
ejército desde antes, gozaban del beneficio de ser escogidos aún sin tan buenas
calificaciones como los de extracción civil. Muchos terminaron la carrera;
muchos fueron dados de baja por no estar a la altura requerida como buenos
estudiantes. En fin, los exámenes finales y extraordinarios de cada semestre
fueron siempre el mejor cedazo para civiles mexicanos, extranjeros y militares
previos, entre los cuales, como entre cualquier grupo humano había buenos,
regulares y malos.
Ya estos tres asuntos: ingreso por examen
de selección, ausencia de fósiles y alojamiento sin pérdida de tiempo en
transportación hacían empezar a ver que eso de ser la mejor escuela del país (y
del mundo; decía y sigo diciendo) bien podía ser una realidad.
Más adelante aparecerían otras
características importantes para sostener esta gran superioridad, como son: el
profesorado desinteresado, el gran hospital para nosotros solos, el internado rotatorio
obligatorio y la intensa interacción intelectual y espiritual entre unos y
otros durante los largos años de carrera y vida hospitalaria.
Con estas impresiones regresé a casa dispuesto
a luchar para ser médico militar... no sé bien por qué. Tal vez fue puro
encantamiento frente al reto y la conciencia sorda de que a partir de entonces
mi vida podría valer lo suficiente como para ser escrita.
Anden, comenten...
ResponderEliminarEstoy ansiosa por seguir leyendo. Me encanta su prosa y ya no puedo esperar. Gracias Anai por brindarnos sus memorias.
ResponderEliminarUn beso. Pilar