"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

martes, 26 de febrero de 2019

Alma en Tránsito Capítulo 34: Los héroes de la catarata


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LOS  HÉROES  DE  LA  CATARATA

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     Vale la pena hacer historia de la cirugía de la catarata porque demuestra claramente un montón de cosas interesantes de la ciencia, la tecnología, la religión y la psicología humana.

     Se supone que los egipcios (cuando quieras irte al culo de la Historia habla de los egipcios o de los chinos, no vayas a hablar de los negros ni de los esquimales porque la cagas) ya operaban cataratas dándole al pobre cristiano (¿que queéé?) terrible uñazo con el pulgar sobre el ojo para luxarle el cristalino. Precisamente por esto los impíos detractores de los milagros de Jesús dicen que así curaba él a los ciegos …bueno, les concedo el beneficio de la duda pero …¿adónde les clavaba la uña a los leprosos y a los paralíticos? …¡no hay que ser! …búsquense mejores argumentos para tirar por tierra milagros que no sólo hay que juzgar por el hecho físico sino por la repercusión.

     Decía mi querido maestro Don Enrique Peña y de la Peña que él no creía en milagros, pero que le parecía un milagro que la cristiandad ya tuviera dos mil años. Esto aunque parece un poco sarcástico tiene miga y lo mismo se puede aplicar al Guadalupanismo en México que al Budismo o al Islamismo. No hay que quedarse en los hechos inmediatos, yo procuro inculcar la palabrita: “teleológico” es decir, ¡mira lejos pendejo! Un milagro que cambia las leyes naturales para mí es inadmisible, pero algo que hace mejor al hombre y lo hace superar su animalidad sí puede acercarse a mi concepto de lo milagroso.

     La cirugía de catarata, en la más antigua ilustración que conozco, muestra a un cirujano vestido como payaso de Bocaccio, atrás de la cabeza extendida de un pobre hombre sentado en una silla. En una mano sostiene un instrumento horripilante parecido a un punzón cortante y con la otra le sostiene el occipucio contra su pecho. Lo que este carnicero está perpetrando es una cirugía ya de ojo abierto en que se trataba de quitar esa cosa opaca que tapaba la visión del interfecto.

     Pero  llegó a la historia, en el siglo deciocho: Daviel.

     Dos siglos para pasar del carnicero al cirujano soñado.

     Jacques Daviel, el maravilloso, el divino, al que se le hicieron fiestas y se le pintaron lienzos alegóricos incomparables. Si me está leyendo algún joven oftalmólogo le sugiero que se vaya al Text Book of Ophthalmology de Sir Stewart Duke Elder, esa maravillosa enciclopedia oftalmológica cuyo autor recibió en un congreso un aplauso ininterrumpido de quince minutos (me cae de madre) y quien en la sección referente al cristalino trae la foto de uno de esos lienzos.

     Esta ilustración es acojonante y conmovedora. Creo recordar que se ven ángeles saliendo por las esquinas a través de las nubes, tocando largas trompetas. A Daviel transportado en el carro de la fama con la frente coronada de laurel y a no se cuántos personajes mitológicos rindiéndole pleitesía. Todo esto, con el vestuario napoleónico de Jacques le da tal aire al lienzo que uno puede suponer confiadamente que fue fotografiado de una pared selecta del Louvre, como la que muestra a la Gioconda de Leonardo o en la sala especial de las Meninas de Velázquez en el del Prado.

     …Y …¿Sabes que fue lo que inventó Daviel? ¡Nada más una cuchara! la famosísima “cucharilla de Daviel” que todavía figuró entre mis primeros fierritos. Una cucharilla pequeñita alargada y con un largo mango que se metía al ojo ya abierto y de un cucharetazo sacaba el cristalino de su cápsula; …más o menos entero.

     Esta técnica fue llamada “extracción extracapsular” pues el cristalino era sacado de la cápsula.

     Aún así, la cápsula, por quedarse dentro del ojo, generalmente con algunos restos cristalinianos, daba opacidades que dieron en llamarse “catarata secundaria”, la que a veces se reoperaba dándole un corte en cruz cuando ya estaba más o menos dura y membranosa meses después.

     También los restos cristalinianos provocaban una reacción intra ocular con aumento de la presión dentro del ojo a lo que se le llamó “glaucoma faco anafiláctico”’ (“faco” quiere decir “cristalino”) o sea, glaucoma por reacción alérgica a los restos del cristalino.

     Así las cosas llegó el siglo veinte (otros dos siglos de espera) y vino la tendencia al cambio; a no sacar al cristalino de su cápsula sino a sacarlo con todo y cápsula, de ese modo quedaba todo más limpio.

     Así se le dio otra vez la vuelta a la tortilla. Así aprendí y así lo hice hasta fines de los setentas y principios de los ochentas en que comenzaron a aparecer lentecitos intra oculares, es decir, que se podían poner adentro del ojo en vez de aquellos horrendos lentes convencionales de doce dioptrías o bien aquellos lentes de contacto duros que tardaron mucho en perfeccionarse, ablandarse y tolerarse.

     Esto regresó la tortilla a su posición anterior, pero perfeccionada. Volvimos a la extracción extra capsular pues acabó por demostrarse que el lente intra ocular ideal necesitaba reposar en una cápsula que lo ayudara a sostenerse.

     …Y vuelta la burra al trigo, pero ahora la burra venía enjaezada con microscopios, materiales visco elásticos, aparatos de fragmentación, emulsificación, aspiración y ya no quiero hablar de las suturas tan finas que nada más de respirar cerca de ellas volaban, porque ahora ya es raro que se usen. Yo cierro con agua …¿Lo puedes creer? ¡Sí! el pequeñísimo corte de uno y medio milímetros en plena córnea por donde se hace toda la operación (el lente intra ocular es flexible y se inyecta ¡sí mano! ¡Se inyecta, y ya atrás de la pupila él solito se desdobla y acomoda tan campante!), ese corte diminuto y biselado no necesita sutura, tan sólo con un poco de suero inyectado en sus labios es suficiente para que se hinchen durante una horas un poquitín y se adhieran lo suficiente para que por ahí no entren ni salgan ¡que ya digo el iris o cualquier otro tejido intra ocular!  ¡Ni el líquido del humor acuoso! Me gustaría decir que: ¡ni los microbios …vaya!

     Mucha tecnología se ha desarrollado para bien. Me siento orgulloso de pertenecer al elenco de esta “comedia humana” que Balzac jamás imaginó.

     Yo creo que no necesitamos otro Balzac sino a otro Dante que escriba otra “Divina Comedia”, pero no terrorífica con oscuras ilustraciones de Gustavo Doré, sino bella y luminosa, ilustrada con las luces de un Sorolla y que se refiera a la Historia de la Medicina.

     Nuestra historia es de cambios …sí…pero para bien, Nunca volvemos a los disparates.
    
     ¡Ahí queda eso! …señores de la política.

      En el periódico Excelsior de estos años 1965 y 66 en que está instalada mi narración aparecía, en la sección de “sociales”, una columna titulada: “Reporteando por la Colonia Española”, en la que aparecían puntualmente los nombres de los españoles operados de catarata en el Sanatorio Español (creo que ya expliqué que en aquellos años todavía no se le decía “hospital”, igual que al que yo fundé no se le dijo así hasta muchos años después. Ahora ambos son hospitales: aquel Español tan querido en que nací y trabajé y este Mig bien amado en que trabajo y no sé si moriré; aunque ya estuve a punto de lograrlo nada más que eso es harina de otro costal).

     Desde luego, casi todos aparecían operados por Rafael Payró.

     Querido amigo y compañero Don Rafael Payró Fernández: no sé si vive usted o no, pero donde quiera que esté reciba lo aquí escrito como algo de emotivo reconocimiento muy superior a lo que aquel Aurelio Viña, reportero de la Colonia Española, hizo por usted y su bendito nombre.

      Finalmente quiero decir que este Rafael (el otro fue Aveleyra ¿se acuerdan?) simulaba estar encabronado con su esposa y las “damas vicentinas” quienes, haciendo caravanas con sombrero ajeno, le hacían dar un chingo de consultas gratuitas en su consultorio particular.

     A este tipo de consultas otro compañero, el que a continuación pasará a la báscula, les decía “tifus”.

Alma en Tránsito Capítulo 33: Mis inventos


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MIS  INVENTOS


     Consistía la extracción de la catarata, durante mis comienzos, en dos tipos diferentes de procedimiento: el “tumbling” y el “por deslizamiento”. Este último consistía en coger la cápsula del cristalino suavemente por la zona cercana al ecuador más cercano a ti (el cirujano de ojos siempre está sentado a la cabeza del paciente) y jalar suavemente hacia uno mismo en sentido lineal hasta sacarlo íntegro, sin ruptura alguna ni pérdida de masas cristalinianas en el interior del ojo. El “tumbling”, que era lo que hacía Payró ante la admiración de todos nosotros, consistía en pescar el cristalino por la parte más alejada y sacarlo dándole una maroma sobre sí mismo. ¡Qué chingón, pero que complicado! ¡Que arriesgado para manos diferentes a las de Rafael!

     Viendo esto yo desarrollé una técnica diferente y la llevé a cabo con enorme éxito haciendo inclusive que después Alcon desarrollara y vendiera un aparato parecido al mío, pero mucho más caro y con elegantes ampolletas metálicas desechables de gas refrigerante en vez de hielo seco (luego vendrían ya los muy perfeccionados aparatos de criocirugía oftálmica con consola, tanque de gas estacionario y diversas sondas, unas para extraer el cristalino otras para cauterizar los desgarros en la cirugía del desprendimiento de retina, otras para destruir por congelación los mecanismos de producción del humor acuoso en casos de glaucoma doloroso rebelde a todo tratamiento).

     Perdónenme tanto detalle, pero quiero dejar bien claro la gran aplicación que tuvo y tiene el bendito frío en mi especialidad.

   
     Consistía mi técnica en la “crío extracción” de la catarata. La extracción por medio del frío.

     Vas a ver:

     En un frasco gotero grande cualquiera, de material plástico, de esos de gotas para los ojos, fabriqué  un aparatito chingón; le quité el fondo y le metí un grueso alambre de cobre de ocho centímetros de largo del que asomaba como un centímetro por la punta. Esta la aplané y angulé ligeramente en su extremo para que quedara como una zapatita. El resto del alambre adentro del frasco gotero quedaba cubierto por hielo seco y el gran orificio del fondo lo cerraba con el mismo tapón del frasco que antes lo tenía enroscado en la punta y ahora lo tenía encajado en el agujero que yo le había hecho en la culera.

     Quedaba mi aparato ya listo para usarse como un frasco gotero cualquiera por cuya punta asomaba un alambre y por atrás lo que había sido el tapón delantero pero perforado también para que por ahí saliera el humito del hielo seco con que lo llenaba.

     Se veía hermoso el chimistreto ese: “el crío extractor de López Rodríguez”’ sacando la catarata limpiamente y aventando su chorrito de humo por la cola.

     La primera vez que armé el aparatejo fue en la cocina de mi casa; cogí una uva, la despellejé un par de milímetros, la puse sobre un plato, le apliqué mi humeante invento y la uva quedó bien adherida a la punta de mi alambre que se prendía a ella con un maravilloso y firme halo blanco congelado.

     Vi a la uva colgando triunfalmente.

     ¡Carajo! ¡Sólo faltó el Himno a la Alegría de Beethoven!

     Esto era mucho mejor que el “erisifaco” que era lo que usaba todo mundo en vez de la difícil y rasgadora pinza y que se pegaba al cristalino por medio del vacío provocado por un motorcito manejado a través de un pedal o bien (o mal, diría yo) por un chupón conectado a una cabecita metálica redonda y hueca que se aplicaba en la superficie del cristalino y la cual, al jalar, seguía rompiendo, aunque no con tanta frecuencia como la pinza, la cápsula cristaliniana.

     Lo publiqué en la revista del Sanatorio Español, dando datos del costo, inferior a veinte centavos; y la primera vez que Rafael Payró se asomó al quirófano a verme operar se le salió la siguiente fina  expresión:

     ---- ¡Ahora cualquier pendejo va a operar cataratas!
  
     Y no es que Payró fuera mala persona; es que lo que dijo era la neta del planeta.

     La crío extracción perduró mucho tiempo, hasta que cambió la técnica de sacar totalmente el cristalino por la de sacarlo sin su cápsula (otra vez la burra al trigo) hará hace unos veinte o treinta años.

     De eso del frío en la Oftalmología me siento precursor a mucha honra pues ya lo intuía yo para cirugía de la retina (como se sigue usando hasta la fecha, además del láser y otro montón de madres que utilizan los que ejercen la cirugía de retina. Algunos la llaman burlona y humorísticamente “retina ficción” acusando a los retinólogos de pegar la retina a como dé lugar aunque quede verdosa e inservible, pero “pegada”, que es lo que ellos “te ofrecieron” …o qué …¿todavía querías que viera?) y, no habiendo aparatos de frío en mi especialidad, llevé a un taller especializado en refrigeración uno de cirugía de estómago ya desechado: el tan esperado y luego frustrante aparato de Wangesgteen (apellido ilustre ya desde mucho antes entre otras cosas por su aparato de succión en los bloqueos intestinales y que tantas vidas había salvado) que era para congelar un globo que se metía por el esófago hasta el estómago y curar así, por congelación, úlceras pépticas, pero que pronto se abandonó ya que al extraerlo en un par de ocasiones se trajo pegada la mucosa del estómago provocando hemorragias importantes.

     El taller quebró, fue clausurado; el aparato desapareció y el plan no lo desarrollé porque caí en demasiadas cosas, en demasiado trabajo, en demasiados planes, en el consumo de medicamentos psicotrópicos, en infidelidades …en el desorden y finalmente, después de muchos años de enorme éxito artificial e incontrolable, en la caída de la que ya hablaré en mi próximo libro si Dios no dispone otra cosa.