La
entrada tardía a la Escuela tuvo sus ventajas ya que durante esos pocos
meses pasaron las peloneadas feroces que en aquellos tiempos eran duras. Sucedían
cuando yo ya no estaba presente y además tuve la peregrina pero maravillosa
idea de llevar conmigo un pequeño acordeón cuando se me dio dormitorio. Este
instrumento le gustó muchísimo a Mena Beltrán, un cadete de cuarto año que era
fuerte y respetado por todo mundo. Me lo pedía prestado y me hacía tocarle
alguna que otra canción a su novia a través del teléfono. Yo nada más sabía tocar
con la mano derecha, sin acompañamiento de la izquierda y mi repertorio no
pasaba del chotís ‘Madrid Madrid’ y de una tonada gallega llamada ‘Alborada de
Veiga’ que tarareaba mucho mi padre... pero era suficiente.
Mena fue mi ángel guardián todo ese primer
año. Fuimos grandes amigos futboleros y hace poco Ramiro García Reyes, desde
San Diego me dio la dirección de su correo electrónico ya que se hicieron
amigos cuando Ramiro recién llegó como Mayor Médico Cirujano a su primer
batallón en Culiacán y Mena, ya instalado, con buena posición y relaciones se
portó muy bien con él. Le escribí pero no me contestó. Ramiro dice que nunca
contesta... que le hable por teléfono y que me voy a sorprender de lo cariñoso
que es al habla... pero ya oigo mal... nunca me gustó el teléfono... no le
tengo a Mena tanta confianza... es una pena…
La
rapada llegó fulminante. Nadie se la disputó a Cortinas Arana quien era el
morenazo más fortachón del segundo año. Me hizo un corte a lo mohicano mientras
se moría de risa y me prohibía verlo de frente desde ese día hasta que él me lo
permitiera. Yo en venganza inmerecida
pues Cortinas era a toda madre (se suponía que era de salud mental sentir y
expresar ciertos resentimientos para no enloquecer muy rápido) le corrí un
apodo que fue famoso en la Escuela: "nepepocama" el cual él consideró
durante una corta temporada como honroso pues parecía nombre de emperador azteca...
hasta que se enteró que significaba: "negro, pendejo, poca
madre".
Apodo sensacional cuyo autor quedó perdido
en un saludable anonimato debido a que otros, resentidos, soslayadamente se
pelearon la autoría.
Al día siguiente de su entrada oficial, zorri
y el cuervo lucían esa cabeza ya rapada por el peluquero de la escuela quien la
sabía pulir a navaja dejando el tono blanco azuloso que tanto anhelé a pesar de
tener un cráneo ondulado y unas grandes orejas que me daban un aire tal
que justificaba plenamente las carcajadas de nepepocama.
Ni
que decir tiene que con la rapada, las gélidas madrugadas que ahora sí, ya tuve
que enfrentar en la lista de diana ó en las guardias, ya en la puerta de la
Escuela hacia la calle, ya enfrente del cuarto donde se guardaba diariamente la
bandera junto con una de Guatemala; me congelaban orejas y cogote a pesar del
grueso y alto cuello del capote.
Estas guardias forzosamente eran en las
peores horas pues los alumnos de años superiores se quedaban con las más
cómodas y propicias... y eso cuando hacían la hora y media que les correspondía
tanto en bandera como en la puerta pues lo habitual era pelonear a uno de
primer año haciéndolo cumplir turnos de guardia que no le correspondían.
Recordando la bandera de Guatemala
durmiendo junto a la nuestra cuando Ydígoras, presidente de aquél país, nos
había recién amenazado y los bustos de los discrepantes Obregón y Carranza
adornando la puerta principal de nuestra Escuela, siento que la paradoja no me
fue extraña en mi formación militar pero que tuvo la cualidad de hacerme
pensar, cuestionarme, preguntar y sacar conclusiones. Nunca me quedé con dudas
de ese tipo.
Las peloneadas eran duras y consistían en
cosas a veces ingeniosas pero casi todas estúpidas. Algunas me tocaron, sin
embargo la mayoría ya no pues había pasado el enervado período de novatear con
saña. Nunca recibí golpes que eran propinados en las nalgas mientas el cadete
nuevo gateaba por entre las piernas abiertas de los demás en caso de haberse
rebelado. Nunca me hicieron el dinamómetro consistente en recibir fuertes
puñetazos en los hombros por parte de dos cadetes para determinar cual de los
dos pegaba más fuerte. Nunca me pusieron una liga en la frente para estar
chicotéandome con ella jalándola y soltándola estúpidamente. Nunca recibí
peloneadas simplemente humillantes como que me orinara un cadete en las
valencianas o por el cuello de la camisola. Tampoco fui vendado de los ojos y
obligado a abrir la boca para recibir un gargajo que no era más que un ostión
pero secundado por la magistral actuación de uno cuantos. Ni llegué a ser aterrorizado
por ser acostado en la azotea, también con los ojos vendados en un pretil
cualquier noche en que algunos cadetes estaban de humor para hacer toda la
pantomima de zarandearlo a uno acostado haciéndole creer que en un descuido
caería al vacío: ---- "ten cuidado tú, acuérdate que el año pasado se les
cayó fulano"---- etc... cayendo, efectivamente, de un empujón pero no
hacia el vacío sino al piso de la misma azotea al otro lado del poco elevado
pretil. Sólo una vez me hicieron "cadete al horno" encerrándome un
rato desnudo pero con botas puestas en un locker alto con lumbre y humo bajo
mis pies.
Esta mala tradición desapareció, al menos
en nuestra Escuela, gracias a un compañero de mi generación: Cohen Yáñez cuando
fue director del plantel y se quedó muchas noches a dormir en el mismo hasta
que terminaron por completo.
La energía de este compañero y su
derechura le trajeron a través de los años no pocas enemistades y compañeros
resentidos pero él era así: primer lugar con suma frecuencia, jefe
intransigente y severo de grupo. Con el tiempo jefe de residentes, director de
esto y lo otro y lo de más allá. Valioso, exigente y crítico consigo mismo y
con los demás hasta la intolerancia clamorosa.
Fue su destino ser positivo y sumamente
eficiente a costa de su propia simpatía.
Me
llamó la atención siempre que ese crío de carita de ángel tuviese un alma
castrense tan acendrada pero con el paso de los años y cuando incursioné en las
artes marciales comprendí que los feos y nacos no eran los peligrosos sino esos
angelotes de buena familia que parecía que no mataban una mosca... ¡aguas con
ellos en los torneos iban por todas!... y con una carita sonriente y serena
propinaban nocauts a diestra y siniestra con elevada técnica y magnífica condición.
Justo es mencionar aquella novatada
estelarísima en que el alumno de segundo año tomaba bajo su cuidado a uno de
primero y entre ambos montaban el show de un ventrílocuo (el alumno avanzado)
que tomaba asiento y sentaba al pelón en sus rodillas mientras le metía la mano
por la espalda, debajo de la camisola y le iba haciendo plática que el novato
seguía concienzudamente conforme un script previo, aunque a veces gozosamente
espontáneo, haciendo voz de muñeco y moviendo adecuadamente la quijada pintada con
sendas rayas en las comisuras.
Se
me quedan muchas más en el tintero pero creo que ha quedado suficientemente
presentado el ambiente de los primeros meses en una instalación de cadetes en
los años en que yo ingresé. Esta es una mancha que si bien supo ser lavada,
ensombrece la auténtica gloria de haber pertenecido a una de tales escuelas.
Hay compañeros ya viejos ahora que todavía se enorgullecen de haberlas sufrido.
Yo creo que su gran crueldad estribaba más que nada en el tiempo que se le hacía
perder a un muchacho que tenía que estudiar un chingo, bolear otro chingo de zapatos
ajenos, prestigiar un montón de herrajes metálicos y… ¡cómo no! tener que salir
de madrugada a conseguir un club sándwich en quién carajos sabe dónde ni con
qué dinero para un cadete de cuarto año que tuvo ese antojo aunque “ya no
peloneaba”.
Era
reducido el aporte económico que recibían las instalaciones pues por aquellos años el presupuesto para la
Secretaría de la Defensa era el más reducido del país junto con el de la
Secretaría de Educación Pública; pero los temas de escasez irán surgiendo en mi
relato, forzosamente, más adelante, ya que fueron aderezo de diversas anécdotas
y sucesos memorables y aunque es difícil imaginar que las flamantes
instalaciones actuales de la Escuela Médico Militar hayan sido precarias hace apenas
cincuenta años, así fue; así las superamos y así llegamos a ser una generación
histórica de médicos militares, para gloria de nuestra Escuela, prestigio del
ejército mexicano y un paso más hacia el anhelado bienestar de nuestra patria.
¡
Primer año en la Escuela Médico Militar ! quienes lo vivimos hemos quedado
hermanados para siempre... y no solamente con quienes lo compartieron esos dos
semestres sino con todos aquellos que lo han vivido a través de la historia de
la Escuela.
Hubo compañeros como Giovanni Porras quien
no pudo continuar los estudios en la Médico debido a un examen
extraordinario no superado del primer año en una materia por cierto no médica
sino militar; quien toda su vida como magnífico médico cirujano se ha identificado
con el ejército y con quienes fueron sus compañeros ese año. Hoy en día, a
punto de cumplir sus bodas de oro profesionales, sigue apareciendo en las fotos
de esa generación y ofreciendo sus servicios al ejército a pesar de ser
egresado de otro importante centro de estudios y un muy reconocido galeno
mexicano.
Era
tan, pero tan fácil ser botado de la Escuela que soy un convencido de que,
fuera de algún caso raro, todos los que lograron ingresar eran merecedores de
terminar la carrera en ella y que sólo el azar determinaba esa circunstancia. Aseguro
que entre las más de ochenta materias que cursé durante los seis años de su
duración, no hubo una que dominara y que no tuviera insondables océanos de
preguntas que pude no haber sabido contestar si el azar no hubiese estado de mi
parte… Inclusive me sorprendía que no me preguntaran de lo mucho que ignoraba.
Justo es reconocer que hubo veces en que un
derroche de verborrea y picardía natural innata me hizo conseguir el pase, como
en el examen oral final de anatomía en que no sabiendo ni madre de lo que se me
preguntó salí airoso.
El
tema a desarrollar era 'relaciones del uretero'; tubito largo y delgado que va
de cada riñón a la vejiga. Eso era lo único que sabía pues no me dio tiempo de
estudiar la anatomía de los interiores viscerales de las cavidades torácica y
abdominal. En el estudio de músculos, huesos y sistema nervioso se me fueron
todas las horas de estudio que tuve disponibles y las cavidades no se disecaban
en los cadáveres tanto por falta de tiempo como por estar perdidas todas las
relaciones en esos mazacotes secos. Nuestros cadáveres no eran frescos como los
de la UNAM provenientes del Servicio Médico Forense y recientemente fallecidos
(incluso después de haber pasado Anatomía ya en segundo año en que cursé pocas
materias, compramos un cadáver Tshehai y yo al cual fuimos disecando regiones
desconocidas, muchas noches después de cenar). La víspera del examen final abrí
un librito de anatomía muy compendiado (le decíamos “el mayito” por apellidarse
“May” el autor y era una ridiculez comparado con mis cuatro enormes tomos del
“Testut”). Me detuve un rato leyendo los nombres de las arterias que emergen de
la aorta abdominal; que si el tronco celíaco, que si la coronaria estomáquica,
que si la utero ovárica y tantas otras de bellos nombres nunca escuchados. Tan
bellos y descriptivos por sí mismos que me los aprendí como ejercicio
memorístico simplemente; seguro que eso no era pregunta de examen pero sí algo
para descansar la mente diversificándola y tal vez sabiendo algo más o menos
mnemotécnico de que presumir algún día que no fuera el clásico
"pedorro" de las inserciones musculares que recibe el húmero por su cara interna en ese canal fino y
alargado llamado ‘la corredera bicipital… a pesar de que ahí no se inserta el
bíceps ¡carajo! Los músculos de mi primera
mnemotecnia fueron: pectoral, dorsal ancho y romboides. O el famoso " ¡oh,
oh!, mamá, papá, traigo mini falda, etc." de los nervios craneales (olfatorio,
óptico, motor ocular común, patético, trigémino, motor ocular externo, facial,
etc.)
Estos diez minutos de juego y memorización
de palabras me dieron el pase pues yo hablé de ellas aventándolas por diestra y
siniestra imaginándome el trayecto simplemente por sus nombres. Nunca hablé de
otros elementos relacionados y en contacto con el uretero pero mi sinodal,
Alger de León, quien era por suerte cirujano y no patólogo, o sea que operaba gente viva y no solo muerta; debe haberse percatado que ese
terrible suceso de cortar inadvertidamente una arteria importante con el
consiguiente chisgueteo de sangre y alarma, difícilmente iba a presentarse
cuando el pendejo sentado frente a él fuera médico cirujano. Me concedieron el seis
(a pesar del uno del parcial) después de pasar la disección en cadáver presentando músculos
peroneos que nunca había visto en mi vida más que dibujados pero que eran tan
ordenaditos y fáciles de encontrar que pude atinarles en su
identificación y echándole toda la imaginación al hueco poplíteo que era
le región conocida por mí más cercana a los peroneos (las corvas siempre me han
fascinado) y adonde me subí en mi disección sin ser esa región la que se me
había ordenado… Pero los nombres de cada músculo peroneo no me los sabía y sin
embargo los de los vasos y nervios de ese hueco sí.
"Pa que te vas culo nervioso" en
vez de "paquete vásculo nervioso" les decía a estos paquetes de
arteria vena y nervio el maestro Pardo Atristáin, que no era ni patólogo ni
cirujano sino laboratorista y administrador pero un buen anatomista; simpático,
ligeramente irreverente y mucho mejor profesor que quien figuraba como jefe de
la materia, el Dr. Villarreal quien tan sólo era un tomador de clases pero que
me enseñó desde temprana edad el tipo de maestro que yo no quería llegar a ser.
Esto también se enseñaba en la Escuela Médico Militar y lo tuve muy presente
todo el tiempo que enseñé anatomía ocular en el post grado, ya como
oftalmólogo; llegando a inventar mnemotecnias irreverentes que se hicieron
clásicas e inolvidables como aquella del ligamento suspensor de Lockwood en el
párpado superior al cual bauticé como "el suspensorio de palo seguro"
y que es prácticamente imposible de olvidar después de haber soltado la sonrisa
cómplice o la carcajada justiciera.
La
anatomía es la materia de materias en la carrera de medicina.
Algún compañero hubo que reprobó el ordinario
y el extraordinario de anatomía por puro pánico y el terrible track de la
garganta que le impidió hablar a pesar de sabérselo todo.
Siento, después de haberlo vivido, que la
anatomía es una materia para pulsar el carácter y la capacidad de salir
adelante más que de conocimientos.
El enfrentamiento con los cadáveres el primer
día de clases me descubrió cosas de mi mismo. Toleré de pié el primer día sin
asco ni vértigo pero cuando al final de la clase pasé al baño a orinar estuve
orinando, con los ojos húmedos, deprimido y dando gracias por ser uno de los
que poseían humedad en la orina y en el llanto.
No uno de aquellos seres casi momificados, acartonados, tan morenitos,
tan indigentes, tan penetrantes en su olor a formol, tan dignos de ser amados y
respetados y sin embargo tan sujetos al destazamiento y al chacoteo.
Recuerdo haberme encontrado en algún rincón
del anfiteatro un rosario modestísimo, negro, polvoriento y mugroso que hice mi
rosario durante aquellos años en que fui ferviente militante de la religión de
mis mayores.
En
aquella juventud temprana yo le apostaba todo a la vida. La muerte me parecía
absolutamente intolerable y no hubiera entendido aquello de mi santa querida,
la Teresa de Avila: "vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que
muero porque no muero”.
Realmente el tal anfiteatro no era tal
sino la sala de autopsias del Hospital Central Militar pues aún la Escuela no
contaba con anfiteatro. Ahí aprendí también a ver a los muertos recién
fallecidos del hospital y a conocer asuntos de cadáveres y restos humanos a
veces sublimes y a veces chocarreros. Para tener desocupadas las mesas de
autopsias después de las clases se amontonaba a nuestros muertitos secos en
unas como tribunas de barras metálicas que estaban arrimadas a las paredes o
sea que los muertos frescos eran rodeados en las tribunas por muchos cadáveres
acostados boca abajo o boca arriba que dormían su tránsito con algún brazo
deshilachado colgante o amorosamente encimados unos con otros;
independientemente de su edad, tamaño o sexo. Si algo había para aprender eso
de..."no somos nada" era suficiente una visita a ese lugar.
Lo
sublime era ver como llegaban la mayoría de recién muertos con caras tranquilas
y hasta contentas. Curados de todo.
Faltaban veintitrés años para que un Jim
Jones llevara en Guyana a una multitud al suicidio y crimen colectivo
convenciéndolos de que la muerte era mejor que la vida y faltaban más de
cincuenta años para que yo volviera a pensar en tan solemnes asuntos.
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