Me propuse durante ese año superar a todos
y llegar a ser uno de los tres mejores; uno de esos seres soñados como
imposibles cuando era cadete, pasante y médico interno de primero y segundo
año.
Ser ‘residente’ de cuarto año.
Decidí prepararme para el éxito sin medida
y así fue.
Nunca fui un ‘caza dieces’ pero ese año me
prometí que donde estuviera esperándome el diez yo lo encontraría y lo sacaría
de las orejas.
Dejé de jalar largos separadores metálicos
para que las costillas no le estorbaran la visión al cirujano aunque yo no
pudiera ver ni madre y empecé a ser yo el que veía y cortaba y cosía, pero no
nada más la piel al final de la operación, sino los delicados tejidos peritoneales
…y vasculares …y viscerales. Dejé de ser el que estaba pendiente de los hilos,
de las compresas calientes y del recuento de gasas, y empecé a ser el que
exigía los hilos ya ensartados en la aguja curva llevada por el porta agujas
que pegaba en la palma de mi mano firme pero suavemente cada vez que la
extendía, aparentemente indolente sin separar la mirada del campo operatorio
por arriba del cubre bocas bien adherido con tela adhesiva (había que dar el
ejemplo y no permitir de esa manera que nadie se permitiera andar enseñando los
pelos de la nariz y menos del bigote aventando sus microbios respiratorios
libremente sobre y alrededor de ese sagrario que era el campo operatorio).
Empezaba a ser ya el dueño de la pelota en
los quirófanos. No tanto como el ‘residente’ de cuarto ni como el jefe de ‘residentes’,
pero sí como unos del los diez fantásticos.
Esto de la autoridad en el escalafón, no
ya militar sino médico, era absoluta entre los médicos ‘residentes’. Podríamos
obedecer a regañadientes a un jefe de servicio, pero siempre bien a un ‘residente’
de cuarto o quinto año.
Aunque me adelante un poco, quiero contar
algo de mi cuarto año, no vaya a ser que se me olvide.
Es buenísimo para ilustrar esta situación.
Este respeto profundo que nos teníamos unos a otros no sólo en nuestros
conocimientos y habilidades, sino en nuestras creencias, religiosidades y
personalidades.
Una noche llegó una pobre mujer comatosa
por sangrado interno y con el producto del embarazo suelto entre los
intestinos. No por un embarazo extrauterino (en una de las trompas de Falopio)
roto hacia la cavidad abdominal. Era un feto ya grande que había desgarrado la
matriz y yacía muerto fuera de su nido.
Aquella mujer había tenido ya diez hijos y
este era su onceavo producto a término (ya había tenido muchos otros abortos
incompletos seguidos de legrados).
Las paredes de la matriz parecían de
papel.
Cuando ya iniciaba yo, como cirujano de
guardia del hospital (ya en cuarto año el Hospital Central Militar entero
descansaba durante la tarde y toda la noche sobre los hombros del ‘residente’
de cuarto año) la sutura de la pared uterina desgarrada y rota escuché una voz
a mi espalda.
Era mi jefe de ‘residentes’, quien había
decidido pasar la noche en el hospital (se decía que lo hacía para no andar de
cojelón en su casa pues ya tenía cinco hijas en los poco menos de cinco años
que llevaba de casado por lo que, además de garañón, le habíamos puesto de
apodo “El Cinco X” ya que pareciera no contar en su esperma con cromosoma Y
alguno). Era un excelente cirujano y un ser humano excepcional.
Me dijo bajito:
---- ¿Qué estás haciendo cabrón?
---- Cerrando pared uterina.
---- ¡Quita la matriz! ¿No ves que en el
próximo embarazo se va a morir y va a dejar huérfanos a diez hijos?
----Perdóname, pero no lo voy a hacer.
----Sí, sí …ya sé que no lo vas a hacer,
que no eres Dios. Retírate por favor. Yo voy a continuar la operación.
Y dicho y hecho, me quité los guantes y
dejé que mi jefe de ‘residentes’ tomara el papel de Dios que yo, por mis
escrúpulos de conciencia me negaba a asumir.
¿Creen ustedes que esto mermaba la opinión
de unos acerca de los otros? ¿O sus calificaciones?
¡De ninguna manera!
Él sabía que yo estaba de guardia y que
iba a ser fiel a mis principios religiosos. El no estaba para juzgarme, sino
para cumplir con sus deberes como cuidador mío y de los cerca de mil pacientes
que viajábamos juntos esa noche en nuestro gran trasatlántico.
Ya me imagino a los superiores diciéndole:
---- Oye, esta noche está el pinche loco
de López Rodríguez de guardia. Es un chingón, pero está medio tronado con eso
de su religiosidad. Cuídalo.
Así era el ambiente espiritual de esa
maravillosa época de mi vida. Pero no más maravillosa que ésta, ya de viejo, en
que ¡por fin! aprendí la enorme y consoladora diferencia que hay entre la
religiosidad y la verdadera espiritualidad.
He dejado de ser un ciego burócrata del
espíritu. He logrado llegar al sacerdocio, pero no de religión alguna. He
cumplido con aquello que, acabado de
recibir, me dijo sugerentemente mi querido tío Eduardo:
---- Ya eres médico, ya eres militar; ya
sólo te falta ser sacerdote.
¡Misión cumplida!
Pero
me estoy adelantando mucho. Aún había mucho camino que recorrer, mucho que
aprender y mucho que olvidar.
Algo que aprendí ese tercer año de
residencia fue a operar estando sumamente incómodo.
Se trataba de una paciente con pelvis
helicoidal, es decir, que su pelvis parecía una hélice …¡qué hélice ni que
nada! ...era una charamusca.
No era una simple y discreta ‘pelvis
helicoidal’ del raquitismo; era un cinturón pélvico ‘charamuscoidal’ con sus
nalguitas chuecas seguidas de sus piernecitas torcidas una sobre la otra desde
la cintura hasta los pies de un modo impresionante, a pesar de lo cual esta
mujer se desplazaba caminando con tan marcadas ondulaciones e inclinaciones que
a más de un soldado deben haber emocionado y motivado hacia su conquista como
caso muy factible de amor espiritual y servicial, pero casi imposible de
fornicación y amor carnal. Bueno …bueno …¿quién y cómo la pudo embarazar? …era
difícil de creer…
Pero sí …era posible puesto que ya tenía
múltiples hijos, y tantos que para éste, que era su cuarto embarazo, ya tenía
siete chiquillos productos de dos embarazos gemelares y uno de triates.
Esta deforme pero simpática dama era otra
Petra Cotes, la mulata de ‘Cien Años de Soledad’ a cuyo influjo todo se
multiplicaba generosamente.
Meterle la herramienta de hacer niños
seguramente no fue nunca tan difícil como sacárselos ya hechos, pues se le
podía meter de ladito o por detrás pero acostarla boca arriba para hacerle una
cesárea era misión imposible.
Tuve que operarla sentada y volteada de
lado mientras todos hacíamos, agachados y torcidos como ella (alguno sentado en
el suelo trabajando hacia arriba), precarios equilibrios sosteniendo en buena
posición: bisturí, pinzas, charolas, compresas y demás aparatos e instrumentos
para lograr una exitosa cesárea casi “al aire”.
Ahora sí que ella fue operada como Horacio
‘con una nalga en el espacio’ y trajo al mundo otros dos futuros soldaditos
hermosos y saludables que obtuvieron su primera calificación (qué chinga ser
calificado ya no más nacer) perfecta: un ‘Apgar’ de diez.
Esto del Apgar es una joya mnemotécnica
pues en la palabra Apgar, que es el apellido de Virginia Apgar, anestesióloga
especializada en Obstetricia, lleva en
el epónimo el acrónimo que hace recordar los parámetros que mide en sí misma.
Que son: “A” de Apariencia; “P” de Pulso;
“G” de Gesticulación; “A” de Actividad y “R” de Respiración.
Cuando ya de oftalmólogo viejo me
preguntan acerca de cómo me puedo acordar de tanta pendejada (que debería ya
haber, saludablemente, olvidado) respondo que no lo sé, pero secretamente creo
que muchas las recuerdo porque son, o les he dado en mi mente, una forma simple
y rotunda. Esto me parece que es cosa de familia.
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