Pues llegamos a Juchitán. Poblado de ranas sonoras y para mí siempre
invisibles que atronaban toda la noche con su croar. Se me dijo que eran
enormes y los machos pequeños pero con unas poderosas ventosas en los pulgares
que le permitían estar subidos en el guayabo sin que nadie los pudiera
desprender fácilmente. Incluso alguien me aseguró que una vez puso la bota debajo
de una rana que cargaba con el amante y de una fuerte patada los lanzó volando
muchos metros quedando el rano tan campante apretado contra el lomo de su amada.
Llovía frecuente y torrencialmente
tarde y noche, a tal grado que el agua cubría el estribo de los camiones pero a
las diez de la mañana el suelo ya estaba cuarteado de seco.
La primera noche dormimos en
los pasillos descubiertos de un viejo hospital deshabitado; en el campo. Los
techos eran viejas vigas cubiertas de ramaje seco y paja. Había paredes
correspondientes al edificio pero no mirando hacia un gran espacio descubierto
que seguramente fue un bello patio en algún tiempo lejano.
Aquella primera noche alguien empezó a
comentar en voz alta lo espantosas que eran unas tarántulas enormes que se
habían visto en las cercanías y, mientras empezaba a cundir el temor, alguien
gritó:
---- ¡La tarántula!, ¡la tarántula!
…Y alguna cosa misteriosa,
tarantuliforme y oscura pasó rauda por sobre algunos de nosotros para rato
después volverlo a hacer tan velozmente y tan alto que algunos supusimos se
trataba de una bola de zacate a guisa de tarántula voladora.
Acabé por dormirme pensando
que si era tarántula… bueno… pues que le cayera encima al más pendejo y como yo
no me consideraba tal, enganché el sueño sobre la manga de hule extendida en el
suelo, la mochila de almohada y la manta por arriba… por si las tarántulas.
Ya avanzada la noche desperté
empapado de las piernas por el chubasco. Me arrimé a la pared de atrás y me encogí
todo lo que pude volviendo a dormir hasta el toque de diana.
Ese mediodía sucedió la culminación
del caso tarántula pues después de ir a entrevistar a la población; al regresar
y antes de comer, se nos autorizó ir a nadar a una poza cercana. Un compañero
de otra generación de cuyo nombre no quiero acordarme lanzó un grito y se
desmayó mientras una enorme tarántula salía de prisa por la entrepierna de su
traje de baño ya casi completamente aplicado contra sus testículos (yo creo que
también la araña salió espantadísima)
Las entrevistas eran como ir
de safari pues había que llevar el acerado marrazo en la mano para defenderse
de los numerosos perros que acudían a nuestro encuentro ladrando y gruñendo
enloquecidos.
Luego venían las quejas y las
mentiras de la población selvática que entrevistábamos al profundizar en zonas
silvestres.
Las quejas no son noticia. Siguen
siendo las mismas después de más de cincuenta años y todas tienen que ver con
la falta de alimento (cuando éste falta ya ni se acuerdan de que les falta
ropa, casa, utensilios, educación, servicios y todo, todo, todo eso que ya casi
es carencia folklórica y que a veces me hace recordar aquella frase lapidaria
que Gabriel García Márquez puso en boca uno de sus dictadores novelescos: “pobres
siempre los habrá y el día que la mierda valga algo los pobres nacerán sin
culo”
Las mentiras versaban sobre su
alimentación pues, por lo que decían comer, eran absolutamente vegetarianos.
Aquello que nos enseñaban en la
Escuela de que hay dos que tres aminoácidos esenciales de origen animal sin los
cuales el ser humano no sobrevive, parecía ser un mito.
Bueno… bueno…es que ni en
leche, ni en miel ni en nada había sustancia animal… sólo hierbas, raíces y
algunas verduras y frutas.
Sin embargo no era mito. Esta
gente comía insectos y roedores pero les avergonzaba decirlo.
No todo fue pobreza extrema.
Fuimos invitados a bailes en la plaza de Juchitán y a bailar a las “velas” de
los López y de los Pineda que eran famosas en Ixtepec y en Tehuantepec. También
nadamos en Salina Cruz.
Las tehuanitas son lindas de
jovencitas; de mayores todas se convertían en unos costales de papas.
Hubo una preciosa criatura,
con la que bailé en la plaza, que me enseñó algo de Zapoteco. Antes de que el
nombre femenino ‘Nallely’ se pusiera de moda esta beldad indígena ya me había
enseñado que “nat yi eli mash que bisha lúa” significaba “yo te quiero más que a mis
ojos”. Era tan linda, tan primitiva y tan digna de ser apreciada y
cuidada que me sentí morir de pena cuando, bailando, creí pisar una rana bajo
una de mis botas torpes siendo que era un piececito descalzo de ella que no se
veía por estar cubierto con sus largas enaguas. No movió ni un músculo de la
cara; más bien sonrió.
Pero no debo engañar a nadie
con estos amables sucesos. Éramos más cabrones que bonitos y una noche en una
de esas “velas” decidimos que todas, pero todas esas mujeres bailarían con
nosotros.
El grupo de amigos del cual formaba parte esa
noche puso las normas: cada pieza costaría un peso a cada uno y los guardaría
el Dr. Pozos Labardini quien era el fotógrafo de la expedición. Hombre que por
su edad y su dominio de la fotografía y la cinematografía castrense y académica
en nuestra Escuela y Hospital, era el indicado para fungir también como juez.
El premio después de cada pieza sería el monto de lo aportado por todos antes
de la misma y se le daría a quien bailara con la más fea. Pozos estaba
vigilante y las parejas debían de pasar por debajo del foco más luminoso que
para más señas era el que mayor nube de pinolillo tenía a su alrededor.
Fue un éxito total. Recuerdo
ver a Rosendo Magaña sacar casi a jalones a bailar a una matrona añosa fea y
gordísima, moradita de risueña vergüenza con la cual se sacó uno de los
primeros lugares.
Magaña, como ya dije, era tal
vez en aquél tiempo el más pobre del grupo y por ganarse una lanita era capaz
de hacer bailar al Monumento a la Madre.
Fueron unas prácticas hermosas
en que hasta hubo un partido de futbol contra militares y civiles de la región,
en que yo fui el portero e hice el ridículo pues el balón era uno de esos de
gruesos gajos cafés de cuero, con correa incluida que con la lluvia y el lodazal
se puso pesado y resbaloso a tal grado que al atajar por lo alto un tiro de
esquina regalado se me fue de las manos como aquél recién nacido de cuando
atendí mi primer parto y que metió su cabecita en el cajón de caca, orina y
sangre casi hasta los ojos… y entró el gol…del mismo modo pendejo en que cometí
mi primer y único ‘fumble’ obstétrico en quinto año.
Con diez pesos que pude y supe
guardar compré algo verdaderamente bonito de las artesanías tehuanas para mi
novia y en un tiempo que se me pasó volando ya estábamos de regreso en la Ciudad
de México para disfrutar, quienes no habíamos reprobado ninguna materia, de las
breves vacaciones de fin de año. Los otros se quedarían acuartelados en la
Escuela; presentarían los extraordinarios inmediatamente antes del inicio de
las clases y muchos, muchos, saldrían para siempre de la Escuela sin chance alguno
de volver a concursar para ingresar de nuevo.
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