Algo espléndido de aquel tercer año fue el inicio de las guardias hospitalarias.
Cada veinticuatro horas giraba uno de nosotros por el servicio de ‘Admisión y
Emergencias’ por el cual pasaba cuanto paciente ingresaba al Hospital, ya fuera
proveniente de la consulta externa como de lejanos azares de vida y de muerte.
Ahí, dormitando en la litera de arriba del
cuartito en donde nos alojábamos (el médico de guardia en un camastro sólo para
él, un alumno de quinto en la litera de abajo y uno de tercero en la de arriba);
a veces estudiando, a veces durmiendo pero siempre vestidos; fui testigo y
protagonista de sucesos conmovedores que forjaron mi carácter ante lo crítico
de la situación suscitada por muchos de ellos.
Hace unos años un ortopedista
amigo me mostró el área de ingresos en el hospital de traumatología de Magdalena
de las Salinas.
Es muy impresionante pues
carece de todo aspecto humano. Me pareció, con sus grandes espacios fáciles de
limpiar de sangre a chorro de manguera; aparatos y cables insertados en las
paredes, cortinas de hule divisorias y el conocimiento de que ahí el aparato
tal vez más importante sea la calculadora de mano para estar calculando pesos,
miligramos y unidades de substancias para meterle al accidentado por donde se
deba y se pueda; Me pareció, digo, un sitio de lavado de autos más que un lugar
de lucha por salvar vidas humanas.
Lo conocí vacío pero el olor
me decía que las jergas, el agua y la sangre acababan de circular copiosamente.
Ese día recordé vivamente
aquellas ocho grandes bolsas de plástico que fueron llenadas de pedacería
humana recién lavada con manguera en el piso del anfiteatro de Hospital Militar
después de una severa explosión en unas prácticas de campaña. Cada bolsa era
supuestamente uno de los ocho soldados muertos en el suceso y que debería
entregársele a la familia de cada quien. Pero lo más macabro era un subteniente
de la unidad; un jovencito delgado, alto y rubio que descansaba boca arriba perfectamente
muerto y perfectamente uniformado sobre una plancha. Fue alcanzado nada más por
una esquirla de menos de un centímetro pero exactamente sobre la bolsa
izquierda de su camisola de campaña. Yo ya era médico. México no estaba en
guerra pero ahí había nueve madres a las que la exclamación de la mía “¡me van
a matar al hijo!” se les hizo realidad.
Hubo más heridos aquel funesto mediodía. Se
suspendieron las salidas. Nos vendamos las piernas y nos pasamos dos días
seguidos operando día y noche en todos los quirófanos… pero esto sucedió
algunos años después; cuando yo ya era médico así que será tema de mis cuatro
años de vida en el Hospital Central Militar si es que Dios me indica que debo
escribir más de todo este asunto.
No se mueve la hoja del árbol
ni se escribe la página de un libro si no es por Su voluntad.
Este servicio de admisión del
hospital era como el segundo espaldarazo. El primero se me dio con los
cadáveres. Este con los que no lo eran aunque algunos sí llegaron muertos, pero
no era la regla.
Hablaré de alguno como
ejemplo:
Una noche me despertó el
rascar de botas sobre el suelo en el tejemaneje de bajar a alguien de un
vehículo y acercarlo a la puerta del servicio. Aquel ruido de motor ronroneando
voces bajas presurosas y botas serviciales me era ya casi familiar cuando una
voz masculina delgada y llorosa empezó a
plañir: “borreguito, borrego, borreguito, no te mueras” “no te mueras
borreguito”… y era tan doloroso escuchar esto que salté de la litera y al salir
al aire estaba un soldadito llorando sobre el cadáver del amigo que le acababan
de matar en un pinche antro donde no se debían haber metido pues no eran sus
territorios de briaga y putería.
El muerto; muerto estaba y el
vivo se quedó sentadito, sollozando en una silla del pasillo mientras se hacían
los trámites del ministerio público… cuando lo voy viendo ponerse azul-blanco.
Al revisarlo sólo tenía un orificio puntiforme en un costado de la camisola,
sin sangre ni nada sospechosos y en la piel, lo mismo… pero en la fluoroscopía
que le hicimos hechos la madre ya tenía casi medio pulmón colapsado. Lo habían
alcanzado con un filero de esos hechos con un pedazo grande de alambrón afilado
y cinta adhesiva a modo de empuñadura que se guardaban los soldados de mi
tiempo escondidos en el muslo. Este piquete le estaba llenando de aire la
cavidad pleural y lo estaba llevando a la muerte llorándole al amigo… y ni
cuenta se había dado.
En aquellos años la tropa era
inculta e ignorante. Mariguana y agresiva, celosa de sus territorios de
desmadre.
Aunque mi padre me contaba
cosas increíbles de cuando llegó a México en los años veintes en el sentido de
que los comedores y cocinas de las unidades de tropa eran las banquetas de la
calle donde sus mujeres los alimentaban; y les daba crédito a los generales
Amaro y Limón de haber levantado a un estatus mínimo de dignidad a nuestro
ejército, todavía en los años sesentas; cuarenta años después dejaban mucho que
desear.
Lo ya platicado del libro de
Julio Torri ‘de fusilamientos’ es una realidad. Pocas cosas más desagradables y
tristes hay que un grupo de militares hechos una mierda física y moral.
En una ocasión presencié la
recogida de propiedades en los bolsillos de uno de aquellos soldados en el
ministerio público del Hospital:
---- ¡Un paliacate¡ (pañolón
rojo multi usos acartonado de mocos)
---- ¡Un escarmenador! (peine
de dientes muy apretados para peinarse arrastrando las liendres de piojos y
hasta de ladillas).
---- ¡Una quemadora! (pedazo semi
quemado de hueso de pata de pollo usado como boquilla para consumir sin
desperdicio el churrete de mariguana)
….Y nada más
Mucho han cambiado las cosas
pero yo aprendí a amar a esa gente hasta la humedad en los ojos y el dolor en
la garganta… no así a los oficiales ya con varias casas; exigentes de atención
médica a múltiples niños encuerados y batidos en cagada o a jefes que eran un
pedazo de lo mismo pero con más ínfulas y generales que para qué les digo, con
sus salas de muebles cubiertos de plástico, cantina incluida (¡a huevo!);
exigentes de atención a los familiares de sus amantes… pero ¡ya!, en campañola
y con chofer.
Este tipo de militares que me
resisto a llamar jefes… como aquel de altísimo rango de triste memoria que
ofendía e insultaba soezmente a los médico militares jóvenes y quien, porque
uno de nosotros siendo ya teniente coronel y diputado en Puebla se opuso con
energía a ser pendejeado en público, lo castigó a trasladarse de inmediato a un
pueblo de la costa de Guerrero donde las posibilidades de salir vivo eran
mínimas.
Desde aquí te felicito Héctor
Fregoso excelente amigo, por haber sido valiente para defender tu honor e
inteligente para salir vivo de ahí. Competente y carismático médico que supiste
hacer de una plaza ‘de castigo’ como era Puebla por sus pocas y tan competidas
oportunidades de progresar, una magnífica plaza tanto para ti como director del
hospital militar de esa ciudad como para Toño Ricardez y Héctor Ibancovichi,
ambos directores también de ese hospital después de ti.
Nuestra generación ha tenido la
gloria histórica de dar la friolera de catorce directores de hospitales
militares y otros muchos puestos más de gran envergadura tanto en el medio
castrense como en el civil.
Y como dicen los buenos
toreros…. “ahí queda eso”.
Tu caso Héctor, me recuerda al
de Urías, el marido de Betsabé a quien el rey David (otro buen cabrón) mandó al
frente a morir para poder cogerse “legalmente” a la esposa.
Parece mentira que en más de
tres mil años la humanidad siga soportando y dándoles crédito a esta clase de
seres que presumiendo de altos ideales, designios y respetos desprestigian unos
a su estirpe por traer tanta calentura entre los huevos y otros a la patria y
al ejército por traer sólo egolatría y crueldad sobre los hombros.
No saben manejar el mando. Les
quedó grande. Nunca tuvieron alma de cadete.
El Ejército Mexicano es una
institución noble, hermosa, de altísimos ideales. Es de lamentar que a través
de su historia, de la que soy asiduo e interesado lector se vengan presentando
tan nefastos elementos en todas sus áreas. También entre nosotros los médicos
militares hay quienes me avergüenzan y también entre las filas ajenas a las de
sanidad militar hay elementos cuya alma de cadete ha sido sublime. Pongo por
ejemplo el ya mencionado y, para mí, paladín indiscutible de la patria; ejemplo
para todo mexicano: el General Miguel Miramón. Prototipo ideal del alma de
cadete ¿saben que su apodo era “el Macabeo”?
Al escribir esto llevo cuarenta
años fuera del ejército. Las cosas han cambiado favorablemente pero me temo que
todavía queda mucho por hacer.
Muchos de esos malos oficiales,
jefes y generales fueron cadetes pero… ¿tuvieron alguna vez alma de cadete?
Pido una disculpa a todos
aquellos que no son de la calaña descrita; que sé que los hubo y los hay… y
muchos… y admirables. Desgraciadamente no me tocó en suerte conocerlos ni
tratarlos durante los pocos años que soporté la vida bajo su mando o
simplemente en su compañía en unidades de tropa.
Ya mejor no hablaré más de los
casos terribles que llegaban a esa guardia de admisión y emergencia.
Cualquiera puede creerse y
sentirse escritor aterrorizando.
Tan sólo quiero, para cerrar
este capítulo, contar algo significativo que me viene a la memoria y me permite
dar merecido reconocimiento a un teniente coronel médico militar joven,
cirujano exitoso y gran maestro quien por tener en verdad alma de cadete murió
de un modo parecido al que le iba a tocar al amigo del borreguito pero de un
modo digno de ensalzarse.
Fue el Dr. Kruger. Excelente ortopedista quien
yendo de paseo en auto con su familia fue protagonista en un alcanzamiento
automovilístico múltiple.
Encorvado por dolor y falta de aire se puso a
prestar auxilio a todo mundo hasta que cayó muerto. Una costilla fracturada le
había perforado un pulmón y el aire del mismo le fue llenando la cavidad torácica
hasta que el mediastino, con ese buen corazón adentro, sufrió una desviación
brusca y dejó de palpitar.
Ese fue uno de mis grandes maestros
con quien tuve el honor de operar y aprender verdadera cirugía ortopédica
corrigiendo secuelas de poliomielitis. Alto y serio, parecido al Marshall Dillon…
aquél de Dodge City en La Ley del Revólver que con tanto gusto veía mi padre en
la televisión sentado en su sillón con alguno de los hijos sentado en el suelo
y acurrucado entre sus rodillas.
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