"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

jueves, 4 de junio de 2015

Alma de Cadete (Parte 12)

Algo espléndido de aquel tercer año fue el inicio de las guardias hospitalarias. Cada veinticuatro horas giraba uno de nosotros por el servicio de ‘Admisión y Emergencias’ por el cual pasaba cuanto paciente ingresaba al Hospital, ya fuera proveniente de la consulta externa como de lejanos azares de vida y de muerte.

      Ahí, dormitando en la litera de arriba del cuartito en donde nos alojábamos (el médico de guardia en un camastro sólo para él, un alumno de quinto en la litera de abajo y uno de tercero en la de arriba); a veces estudiando, a veces durmiendo pero siempre vestidos; fui testigo y protagonista de sucesos conmovedores que forjaron mi carácter ante lo crítico de la situación suscitada por muchos de ellos.

     Hace unos años un ortopedista amigo me mostró el área de ingresos en el hospital de traumatología de Magdalena de las Salinas.

     Es muy impresionante pues carece de todo aspecto humano. Me pareció, con sus grandes espacios fáciles de limpiar de sangre a chorro de manguera; aparatos y cables insertados en las paredes, cortinas de hule divisorias y el conocimiento de que ahí el aparato tal vez más importante sea la calculadora de mano para estar calculando pesos, miligramos y unidades de substancias para meterle al accidentado por donde se deba y se pueda; Me pareció, digo, un sitio de lavado de autos más que un lugar de lucha por salvar vidas humanas.

     Lo conocí vacío pero el olor me decía que las jergas, el agua y la sangre acababan de circular copiosamente.

     Ese día recordé vivamente aquellas ocho grandes bolsas de plástico que fueron llenadas de pedacería humana recién lavada con manguera en el piso del anfiteatro de Hospital Militar después de una severa explosión en unas prácticas de campaña. Cada bolsa era supuestamente uno de los ocho soldados muertos en el suceso y que debería entregársele a la familia de cada quien. Pero lo más macabro era un subteniente de la unidad; un jovencito delgado, alto y rubio que descansaba boca arriba perfectamente muerto y perfectamente uniformado sobre una plancha. Fue alcanzado nada más por una esquirla de menos de un centímetro pero exactamente sobre la bolsa izquierda de su camisola de campaña. Yo ya era médico. México no estaba en guerra pero ahí había nueve madres a las que la exclamación de la mía “¡me van a matar al hijo!” se les hizo realidad.

     Hubo más heridos aquel funesto mediodía. Se suspendieron las salidas. Nos vendamos las piernas y nos pasamos dos días seguidos operando día y noche en todos los quirófanos… pero esto sucedió algunos años después; cuando yo ya era médico así que será tema de mis cuatro años de vida en el Hospital Central Militar si es que Dios me indica que debo escribir más de todo este asunto.

     No se mueve la hoja del árbol ni se escribe la página de un libro si no es por Su  voluntad.

     Este servicio de admisión del hospital era como el segundo espaldarazo. El primero se me dio con los cadáveres. Este con los que no lo eran aunque algunos sí llegaron muertos, pero no era la regla.

     Hablaré de alguno como ejemplo:

     Una noche me despertó el rascar de botas sobre el suelo en el tejemaneje de bajar a alguien de un vehículo y acercarlo a la puerta del servicio. Aquel ruido de motor ronroneando voces bajas presurosas y botas serviciales me era ya casi familiar cuando una voz masculina  delgada y llorosa empezó a plañir: “borreguito, borrego, borreguito, no te mueras” “no te mueras borreguito”… y era tan doloroso escuchar esto que salté de la litera y al salir al aire estaba un soldadito llorando sobre el cadáver del amigo que le acababan de matar en un pinche antro donde no se debían haber metido pues no eran sus territorios de briaga y putería.

     El muerto; muerto estaba y el vivo se quedó sentadito, sollozando en una silla del pasillo mientras se hacían los trámites del ministerio público… cuando lo voy viendo ponerse azul-blanco. Al revisarlo sólo tenía un orificio puntiforme en un costado de la camisola, sin sangre ni nada sospechosos y en la piel, lo mismo… pero en la fluoroscopía que le hicimos hechos la madre ya tenía casi medio pulmón colapsado. Lo habían alcanzado con un filero de esos hechos con un pedazo grande de alambrón afilado y cinta adhesiva a modo de empuñadura que se guardaban los soldados de mi tiempo escondidos en el muslo. Este piquete le estaba llenando de aire la cavidad pleural y lo estaba llevando a la muerte llorándole al amigo… y ni cuenta se había dado.

     En aquellos años la tropa era inculta e ignorante. Mariguana y agresiva, celosa de sus territorios de desmadre.

     Aunque mi padre me contaba cosas increíbles de cuando llegó a México en los años veintes en el sentido de que los comedores y cocinas de las unidades de tropa eran las banquetas de la calle donde sus mujeres los alimentaban; y les daba crédito a los generales Amaro y Limón de haber levantado a un estatus mínimo de dignidad a nuestro ejército, todavía en los años sesentas; cuarenta años después dejaban mucho que desear.

     Lo ya platicado del libro de Julio Torri ‘de fusilamientos’ es una realidad. Pocas cosas más desagradables y tristes hay que un grupo de militares hechos una mierda física y moral.

     En una ocasión presencié la recogida de propiedades en los bolsillos de uno de aquellos soldados en el ministerio público del Hospital:

     ---- ¡Un paliacate¡ (pañolón rojo multi usos acartonado de mocos)

     ---- ¡Un escarmenador! (peine de dientes muy apretados para peinarse arrastrando las liendres de piojos y hasta de ladillas).

     ---- ¡Una quemadora! (pedazo semi quemado de hueso de pata de pollo usado como boquilla para consumir sin desperdicio el churrete de mariguana)

     ….Y nada más

     Mucho han cambiado las cosas pero yo aprendí a amar a esa gente hasta la humedad en los ojos y el dolor en la garganta… no así a los oficiales ya con varias casas; exigentes de atención médica a múltiples niños encuerados y batidos en cagada o a jefes que eran un pedazo de lo mismo pero con más ínfulas y generales que para qué les digo, con sus salas de muebles cubiertos de plástico, cantina incluida (¡a huevo!); exigentes de atención a los familiares de sus amantes… pero ¡ya!, en campañola y con chofer.

     Este tipo de militares que me resisto a llamar jefes… como aquel de altísimo rango de triste memoria que ofendía e insultaba soezmente a los médico militares jóvenes y quien, porque uno de nosotros siendo ya teniente coronel y diputado en Puebla se opuso con energía a ser pendejeado en público, lo castigó a trasladarse de inmediato a un pueblo de la costa de Guerrero donde las posibilidades de salir vivo eran mínimas.

     Desde aquí te felicito Héctor Fregoso excelente amigo, por haber sido valiente para defender tu honor e inteligente para salir vivo de ahí. Competente y carismático médico que supiste hacer de una plaza ‘de castigo’ como era Puebla por sus pocas y tan competidas oportunidades de progresar, una magnífica plaza tanto para ti como director del hospital militar de esa ciudad como para Toño Ricardez y Héctor Ibancovichi, ambos directores también de ese hospital después de ti.

     Nuestra generación ha tenido la gloria histórica de dar la friolera de catorce directores de hospitales militares y otros muchos puestos más de gran envergadura tanto en el medio castrense como en el civil.

     Y como dicen los buenos toreros…. “ahí queda eso”.

     Tu caso Héctor, me recuerda al de Urías, el marido de Betsabé a quien el rey David (otro buen cabrón) mandó al frente a morir para poder cogerse “legalmente” a la esposa.

     Parece mentira que en más de tres mil años la humanidad siga soportando y dándoles crédito a esta clase de seres que presumiendo de altos ideales, designios y respetos desprestigian unos a su estirpe por traer tanta calentura entre los huevos y otros a la patria y al ejército por traer sólo egolatría y crueldad sobre los hombros.

     No saben manejar el mando. Les quedó grande. Nunca tuvieron alma de cadete.

     El Ejército Mexicano es una institución noble, hermosa, de altísimos ideales. Es de lamentar que a través de su historia, de la que soy asiduo e interesado lector se vengan presentando tan nefastos elementos en todas sus áreas. También entre nosotros los médicos militares hay quienes me avergüenzan y también entre las filas ajenas a las de sanidad militar hay elementos cuya alma de cadete ha sido sublime. Pongo por ejemplo el ya mencionado y, para mí, paladín indiscutible de la patria; ejemplo para todo mexicano: el General Miguel Miramón. Prototipo ideal del alma de cadete ¿saben que su apodo era “el Macabeo”?

     Al escribir esto llevo cuarenta años fuera del ejército. Las cosas han cambiado favorablemente pero me temo que todavía queda mucho por hacer.

     Muchos de esos malos oficiales, jefes y generales fueron cadetes pero… ¿tuvieron alguna vez alma de cadete?

     Pido una disculpa a todos aquellos que no son de la calaña descrita; que sé que los hubo y los hay… y muchos… y admirables. Desgraciadamente no me tocó en suerte conocerlos ni tratarlos durante los pocos años que soporté la vida bajo su mando o simplemente en su compañía en unidades de tropa.

     Ya mejor no hablaré más de los casos terribles que llegaban a esa guardia de admisión y emergencia.

     Cualquiera puede creerse y sentirse escritor aterrorizando.

     Tan sólo quiero, para cerrar este capítulo, contar algo significativo que me viene a la memoria y me permite dar merecido reconocimiento a un teniente coronel médico militar joven, cirujano exitoso y gran maestro quien por tener en verdad alma de cadete murió de un modo parecido al que le iba a tocar al amigo del borreguito pero de un modo digno de ensalzarse.

      Fue el Dr. Kruger. Excelente ortopedista quien yendo de paseo en auto con su familia fue protagonista en un alcanzamiento automovilístico múltiple.

      Encorvado por dolor y falta de aire se puso a prestar auxilio a todo mundo hasta que cayó muerto. Una costilla fracturada le había perforado un pulmón y el aire del mismo le fue llenando la cavidad torácica hasta que el mediastino, con ese buen corazón adentro, sufrió una desviación brusca y dejó de palpitar.


     Ese fue uno de mis grandes maestros con quien tuve el honor de operar y aprender verdadera cirugía ortopédica corrigiendo secuelas de poliomielitis.  Alto y serio, parecido al Marshall Dillon… aquél de Dodge City en La Ley del Revólver que con tanto gusto veía mi padre en la televisión sentado en su sillón con alguno de los hijos sentado en el suelo y acurrucado entre sus rodillas.

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