"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

jueves, 9 de julio de 2015

Alma de Cadete (Parte 16)

Cuando yo entré y fui pelón en la Escuela Médico Militar conocí en cuarto año a compañeros que fueron amigos, maestros y médicos importantes míos y de mi familia. Ahí apareció en mi vida Jaime Pous Ferrer quien antes de morir trajo al mundo a mis hijas mayores y, siendo gineco obstetra me introdujo al desconocido mundo de la genética y los síndromes del recién nacido tan poco vistos en pediatría de la carrera pero tan vistos en la especialidad de oftalmólogo. Ahí conocí al extraordinario amigo, compañero, maestro y consejero: David Gutiérrez Pérez quien me hizo oftalmólogo puntero de esta especialidad en el Hospital Central Militar cuando él ingresó como adjunto siendo yo residente de cuarto año. David abrió, conmigo, la especialidad en el Hospital y después de compartir el ejercicio de la misma me operó exitosamente mis tempranas cataratas permitiéndome continuar con el ejercicio de mi profesión con una visión cómoda y perfecta.

     A estas dos excelentes almas de cadete les rindo desde aquí el homenaje que nunca les supe hacer.

     También al ir incursionando en las clínicas y viendo a los maestros trabajar iba uno aprendiendo que la grandeza no se lleva con la vanidad y que grandes, grandes gigantes la cagaban por ello.

     Vi a un gran obstetra desgarrar una vejiga por poner fórceps altos nada más por presumir que eso no se debía hacer más que en sus manos.

     Vi a un gran urólogo hacer el ridículo queriendo preparar un trabajo original con película del paciente, biopsia de testículo y frotis de mucosa oral a un pobre joven homosexual a quien madreaban sus vecinos quien deseaba cambiar de sexo, en vez de enviarlo con los cirujanos plásticos y los psiquiatras para ayudarlo a enfrentar el cambio.

     Vi a un cirujano general experimentado presumir de poder operar un apéndice por una incisión de dos centímetros y dejar un postoperatorio de varios meses por andar con mamadas y causar serias complicaciones al encontrarse con un apéndice retrocecal que no supo identificar.

     Vi maestros que en las fiestas intercambiaban esposas pero que se atrevían a fundar y promover movimientos formales de integración matrimonial.

     Como quiero hacer notar. El ego y sus tropelías no fueron privativos de algunos altos jefes militares sino también de algunos cirujanos consagrados.

     Pero me he salido del cuarto año y quiero regresar a él con el notorio suceso de que en el primer semestre de ese año Ernesto Toledo Rubio, el compañero admirado de la preparatoria quien con sus pose estudiosa en la banca de enfrente y sus orejas con seco sudor pentatlónico me llevó, a través de la verba sonriente de Ibancovichi, a las puertas de la Médico Militar… entró a formar parte de mi generación para retomar sus estudios interrumpidos durante varios meses de inactividad por hepatitis.

     Toledo fue el amigo reposado, atento, de sonrisa de Gioconda a quien nunca pude separar del recuerdo de Aviña, otro compañero delgadito y pálido, lo opuesto de Toledo, de familia acomodada que nunca llegó a clase en preparatoria acalorado, terroso y sudado como Toledo Rubio. Aviña llegaba caminando lentamente y una mañana no llegó, cayo muertecito unos pasos antes de entrar. Nunca supe qué lo mató pero siempre he recordado vivamente mis primer enfrentamiento con la muerte de un amigo adolescente y casi siempre recordé a Toledo joven como poseedor de algo fuerte y misterioso que le faltó a Aviña para no morir… la salud… ese bienestar… ese don… ese misterio.

     Esto de la muerte en la niñez y en la adolescencia me afectaba fuertemente. Ya en tercer año de primaria murió un compañerito en las vacaciones por haberse ido por el desagüe de una alberca. En secundaria otro ahogado en vacaciones en un río de la huasteca potosina, Aviña en preparatoria y en la Médico Militar la muerte en el dormitorio de un cadete por el disparo en broma de un compañero que ignoraba que ese mosquetón estaba cargado.

     Esas muertes cercanas y juveniles ponían un tinte de tristeza y melancolía en mi alma que me costaba meses superar.

     Siempre me ha conmovido la muerte del hombre. Más aún la muerte del hombre por el hombre y sobre todo… sobre todo… algo que me es insoportable… la tortura del hombre por el hombre.

     Hoy, ya viejo,  creo que he aprendido algo que puedo decir en pocas palabras, tomándoselas prestadas a Plotino: “Pero donde más cerca de Dios podemos estar es en nuestra propia alma. Sólo allí podemos unirnos con el gran misterio de la vida. En muy raros momentos podemos incluso llegar a sentir que nosotros mismos somos el misterio divino”.

      Creo que nuestra alma es una gota de Dios que me ha hecho su edecán.
 
     Creo que en mí y en todos nosotros está “Dios que transita”.

     … Y como durante seis años lo anduve paseando por la Escuela Médico Militar de mi querido México, aquí dejo cumplida constancia del viaje.

     Ya no temo a la muerte ni me parece terrible la de otros pero me sigue inquietando la manera en cómo me ha de llegar.

     No sólo fue Ernesto Toledo, pues en el segundo semestre se nos unieron Carlos Martinez Duncker y Armando Soto Rodríguez. Par de genios que les gustaban las armas de fuego y sus juegos lo cual marcó la vida de ambos. En uno de esos juegos a Soto se le fue un balazo por tener las manos grasosas de tacos que un pelón les convidaba a su vez en un restaurant vecino a la Escuela. Cuando Soto bajó el percutor para amedrentar al cadete de primer año se le resbaló y el tiro le dio debajo de la clavícula; no penetró a tórax; no impidió que el cadete siguiera sus estudios, pero Soto Rodríguez y Martínez Duncker fueron sometidos a consejo de honor y enviados un año a filas.

     Les fue bien. El director de la Escuela Médico Militar consiguió que no se les procesara por la vía civil.

     Ambos terminaron la carrera con mi grupo y nunca se pudieron integrar en lo amistoso y emocional totalmente a nosotros a pesar de haber sido sumamente brillantes.

     Armando Soto nunca se supo perdonar y fue el primero de nosotros en morir  hace ya cinco años, separado y desconocido en un hospital de Villahermosa. Martínez Duncker brilló mucho en Medicina Nuclear, tuvo una vida tan azarosa como la mía, vive retirado en Cuernavaca y tiene tres hijos extraordinarios cuyos currícula leídos en internet duran más que una semana sin pan (como decía mi padre para referirse a algo muy, muy largo). Desde aquí te saludo Carlos y te aseguro que me siento honrado con tu amistad y que tu generación no es la de tu comienzo sino la del final de tu carrera, la mía, la nuestra, la l955 / l960. La “generación histórica”.

     Deseo terminar mi semblanza del cuarto año de carrera con las guardias en obstetricia.

     Era requisito para tener derecho a examen final de clínica de obstetricia demostrar haber atendido treinta partos. Tenían que ser atenciones reales, no simplemente asistencias al trabajo hecho por un superior y si bien el superior estaba junto a uno, el parto era atendido real e íntegramente por el alumno de cuarto año al cual el superior, le extendía una boleta certificándolo en cada ocasión.

     Fue en el primero de esta larga serie que se me resbaló el producto por no saber engancharlo de brazo y muslito como rápidamente aprendí a raíz de este incidente; testereándolo y cachándolo cuando ya iba de cabeza rumbo al cajón abierto por debajo del periné materno y que para esas horas ya estaba casi lleno de sangre, líquido amniótico,  heces fecales y orina. Mi primer atendido (que si vive debe tener cincuenta y un años) alcanzó a meter el coco hasta las cejas en aquella pócima y yo estuve atentísimo a que se le estuvieran poniendo gotas antibióticas en los ojos además de las de argirol que se les ponían de rutina al nacer dizque para evitar las impresionantes conjuntivitis gonorréicas adquiridas con relativa frecuencia en el canal del parto.

     Precioso cuarto año.


     Te dejo de cantar pues me faltan dos años todavía y con lo rollero que soy... no quiero que mi libro salga gordo pues nadie lo va a querer leer.

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