Cuando yo entré y fui pelón en la Escuela Médico Militar conocí en cuarto
año a compañeros que fueron amigos, maestros y médicos importantes míos y de mi
familia. Ahí apareció en mi vida Jaime Pous Ferrer quien antes de morir trajo
al mundo a mis hijas mayores y, siendo gineco obstetra me introdujo al
desconocido mundo de la genética y los síndromes del recién nacido tan poco
vistos en pediatría de la carrera pero tan vistos en la especialidad de
oftalmólogo. Ahí conocí al extraordinario amigo, compañero, maestro y
consejero: David Gutiérrez Pérez quien me hizo oftalmólogo puntero de esta
especialidad en el Hospital Central Militar cuando él ingresó como adjunto
siendo yo residente de cuarto año. David abrió, conmigo, la especialidad en el
Hospital y después de compartir el ejercicio de la misma me operó exitosamente
mis tempranas cataratas permitiéndome continuar con el ejercicio de mi
profesión con una visión cómoda y perfecta.
A estas dos excelentes almas
de cadete les rindo desde aquí el homenaje que nunca les supe hacer.
También al ir incursionando en
las clínicas y viendo a los maestros trabajar iba uno aprendiendo que la
grandeza no se lleva con la vanidad y que grandes, grandes gigantes la cagaban
por ello.
Vi a un gran obstetra
desgarrar una vejiga por poner fórceps altos nada más por presumir que eso no
se debía hacer más que en sus manos.
Vi a un gran urólogo hacer el
ridículo queriendo preparar un trabajo original con película del paciente, biopsia
de testículo y frotis de mucosa oral a un pobre joven homosexual a quien
madreaban sus vecinos quien deseaba cambiar de sexo, en vez de enviarlo con los
cirujanos plásticos y los psiquiatras para ayudarlo a enfrentar el cambio.
Vi a un cirujano general
experimentado presumir de poder operar un apéndice por una incisión de dos
centímetros y dejar un postoperatorio de varios meses por andar con mamadas y
causar serias complicaciones al encontrarse con un apéndice retrocecal que no
supo identificar.
Vi maestros que en las fiestas
intercambiaban esposas pero que se atrevían a fundar y promover movimientos formales
de integración matrimonial.
Como quiero hacer notar. El
ego y sus tropelías no fueron privativos de algunos altos jefes militares sino
también de algunos cirujanos consagrados.
Pero me he salido del cuarto
año y quiero regresar a él con el notorio suceso de que en el primer semestre
de ese año Ernesto Toledo Rubio, el compañero admirado de la preparatoria quien
con sus pose estudiosa en la banca de enfrente y sus orejas con seco sudor
pentatlónico me llevó, a través de la verba sonriente de Ibancovichi, a las
puertas de la Médico Militar… entró a formar parte de mi generación para retomar
sus estudios interrumpidos durante varios meses de inactividad por hepatitis.
Toledo fue el amigo reposado,
atento, de sonrisa de Gioconda a quien nunca pude separar del recuerdo de Aviña,
otro compañero delgadito y pálido, lo opuesto de Toledo, de familia acomodada
que nunca llegó a clase en preparatoria acalorado, terroso y sudado como Toledo
Rubio. Aviña llegaba caminando lentamente y una mañana no llegó, cayo
muertecito unos pasos antes de entrar. Nunca supe qué lo mató pero siempre he
recordado vivamente mis primer enfrentamiento con la muerte de un amigo
adolescente y casi siempre recordé a Toledo joven como poseedor de algo fuerte
y misterioso que le faltó a Aviña para no morir… la salud… ese bienestar… ese
don… ese misterio.
Esto de la muerte en la niñez
y en la adolescencia me afectaba fuertemente. Ya en tercer año de primaria
murió un compañerito en las vacaciones por haberse ido por el desagüe de una
alberca. En secundaria otro ahogado en vacaciones en un río de la huasteca potosina,
Aviña en preparatoria y en la Médico Militar la muerte en el dormitorio de un
cadete por el disparo en broma de un compañero que ignoraba que ese mosquetón
estaba cargado.
Esas muertes cercanas y
juveniles ponían un tinte de tristeza y melancolía en mi alma que me costaba
meses superar.
Siempre me ha conmovido la
muerte del hombre. Más aún la muerte del hombre por el hombre y sobre todo…
sobre todo… algo que me es insoportable… la tortura del hombre por el hombre.
Hoy, ya viejo, creo que he aprendido algo que puedo decir en
pocas palabras, tomándoselas prestadas a Plotino: “Pero donde más cerca de Dios
podemos estar es en nuestra propia alma. Sólo allí podemos unirnos con el gran
misterio de la vida. En muy raros momentos podemos incluso llegar a sentir que
nosotros mismos somos el misterio divino”.
Creo que nuestra alma es una
gota de Dios que me ha hecho su edecán.
Creo que en mí y en todos
nosotros está “Dios que transita”.
… Y como durante seis años lo
anduve paseando por la Escuela Médico Militar de mi querido México, aquí dejo
cumplida constancia del viaje.
Ya no temo a la muerte ni me
parece terrible la de otros pero me sigue inquietando la manera en cómo me ha
de llegar.
No sólo fue Ernesto Toledo,
pues en el segundo semestre se nos unieron Carlos Martinez Duncker y Armando
Soto Rodríguez. Par de genios que les gustaban las armas de fuego y sus juegos
lo cual marcó la vida de ambos. En uno de esos juegos a Soto se le fue un
balazo por tener las manos grasosas de tacos que un pelón les convidaba a su
vez en un restaurant vecino a la Escuela. Cuando Soto bajó el percutor para
amedrentar al cadete de primer año se le resbaló y el tiro le dio debajo de la
clavícula; no penetró a tórax; no impidió que el cadete siguiera sus estudios,
pero Soto Rodríguez y Martínez Duncker fueron sometidos a consejo de honor y
enviados un año a filas.
Les fue bien. El director de
la Escuela Médico Militar consiguió que no se les procesara por la vía civil.
Ambos terminaron la carrera
con mi grupo y nunca se pudieron integrar en lo amistoso y emocional totalmente
a nosotros a pesar de haber sido sumamente brillantes.
Armando Soto nunca se supo perdonar
y fue el primero de nosotros en morir hace ya cinco años, separado y desconocido en
un hospital de Villahermosa. Martínez Duncker brilló mucho en Medicina Nuclear,
tuvo una vida tan azarosa como la mía, vive retirado en Cuernavaca y tiene tres
hijos extraordinarios cuyos currícula leídos en internet duran más que una
semana sin pan (como decía mi padre para referirse a algo muy, muy largo).
Desde aquí te saludo Carlos y te aseguro que me siento honrado con tu amistad y
que tu generación no es la de tu comienzo sino la del final de tu carrera, la
mía, la nuestra, la l955 / l960. La “generación histórica”.
Deseo terminar mi semblanza
del cuarto año de carrera con las guardias en obstetricia.
Era requisito para tener derecho
a examen final de clínica de obstetricia demostrar haber atendido treinta
partos. Tenían que ser atenciones reales, no simplemente asistencias al trabajo
hecho por un superior y si bien el superior estaba junto a uno, el parto era atendido
real e íntegramente por el alumno de cuarto año al cual el superior, le
extendía una boleta certificándolo en cada ocasión.
Fue en el primero de esta
larga serie que se me resbaló el producto por no saber engancharlo de brazo y
muslito como rápidamente aprendí a raíz de este incidente; testereándolo y cachándolo
cuando ya iba de cabeza rumbo al cajón abierto por debajo del periné materno y
que para esas horas ya estaba casi lleno de sangre, líquido amniótico, heces fecales y orina. Mi primer atendido (que
si vive debe tener cincuenta y un años) alcanzó a meter el coco hasta las cejas
en aquella pócima y yo estuve atentísimo a que se le estuvieran poniendo gotas
antibióticas en los ojos además de las de argirol que se les ponían de rutina
al nacer dizque para evitar las impresionantes conjuntivitis gonorréicas
adquiridas con relativa frecuencia en el canal del parto.
Precioso cuarto año.
Te dejo de cantar pues me
faltan dos años todavía y con lo rollero que soy... no quiero que mi libro
salga gordo pues nadie lo va a querer leer.
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