"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

jueves, 16 de abril de 2015

Alma de cadete (parte 7)


     Declinaba ya el 55.

     De las siete materias del primer año, cuatro médicas y tres militares no reprobé ninguna aunque fue milagroso.

     Recuerdo entre otros profesores al general loco que me adentró en el proceloso mundo de las leyes y los reglamentos militares, (única materia en toda la carrera que sin cambiar de nombre ni aspecto se anunciaba como: primer ciclo y segundo ciclo para que se supiera, creo yo, lo serio que era el asunto); quien sugería suicidarse si supuestamente le robaban a uno la nómina y que me sentenció a darme de baja ignominiosamente de la  Escuela por haberme oído decir que en nuestro escudo nacional debería decir “ahí se va” (ni me corrió y ya de médico residente de cuarto año le operé a su esposa).

     Recuerdo también  al capitán topógrafo celoso de la felicidad de su sobrina que a trompicones me enseñó algo de lectura de cartas y topografía que no necesité recordar  hasta cincuenta años después cuando se puso de moda la topografía corneal para quitar lentes con laser; a la maestra añosa y platicadora buena onda que a más de uno le hizo entender sus inquietudes amorosas aunque de embriología sólo aprendiera eso de mórula cuando el niño parecía una frutita, blástula cuando parecía una  bolsita y gástrula cuando ya tenía el orificio que sería la boquita; a los pseudos fisiólogos y pseudo anatomistas, en particular al que me puso el uno y que llevaba el simpático e inspirador nombre de Idolino, ayudante joven de Villarreal quien era el titular de la materia.  

     Este Idolino Cabrera tenía pocos años de recibido y se sentía tal vez un iluminado de la cátedra de anatomía. Su sistema de calificar debe haber sido: poner a toda prisa la mano sobre cada examen, cerrar los ojos y pronunciar en voz alta un número al azar del uno al diez y luego anotarlo con tinta roja sobre la hoja respectiva. Pienso que era como aquellas chicas de laboratorio privado en que trabajó Ibancovichi ya de pasante las cuales por estar de charla telefónica con el novio ponían ‘positivo’ ó ‘negativo’ en los resultados echando volados y despachando el trabajo rápidamente.

     El único nombre rescatable de ese año caótico y aterrador fue el del maestro Schultz Contreras quien era risueño e irreverente creando en su clase de tejidos microscópicos un remanso de salud mental, broma y alegría. Era inspirador y daban ganas de aprender. Su carácter valiente le hizo perder su empleo en el Seguro Social años después por enfrentarse a las autoridades en una huelga médica que no fructificó.

     Fue mi primer ídolo; nada que ver con aspirantes a ídolos del tipo de Idolino.

     Algo es algo. Terminar el primer año, sin haber reprobado y con un maestro que admirar era un verdadero triunfo. Ya vendrían años mejores. Mi carácter había quedado demostrado y mi alma de cadete si bien sufrió más de trescientas horas de arresto (a las trescientas cincuenta lo corrían a uno de la Escuela) por docenas de causas que no entendía bien; empezó a fermentar favorablemente por el contacto con las almas de mis compañeros.

     El crisol comenzaba a calentarse. Ya dirían los años si en el fondo quedaba oro o plomo solamente.

     Como del segundo año no hay mucho que decir ya que llevé solamente dos materias cada semestre, comenzaré dándoles espacio a quienes fueron sangre de mi sangre: las chinches.

     Cumplido recuerdo les haré aquí así como Antonio Machado en su obra poética se lo hizo a las moscas… ¿por qué no yo a mis chinches?

     Las chinches habitaban en todas parte: en el piso de duela, en mis bolsillos, aplastadas entra las páginas de los libros, despanzurradas de un uñazo sobre las páginas de mis apuntes y aparecían en los momentos menos oportunos como aquél en casa de una visita que hicieron mis padres después de recogerme de la Escuela en la que, al poner mi gorra cuartelera sobre la mesa de la sala, salió corriendo una de ellas, por lo que yo como de rayo la envolví con la misma gorra y la metí en el bolsillo trasero del pantalón con la esperanza de que se estuviera quieta.

     Era por eso que mamá no me dejaba entrar a las habitaciones de la casa cuando llegaba de la Escuela los pocos días en que no estaba arrestado. Decía que si se le metía una chinche en la duela de los pisos o en el bajo alfombra de cualquier recámara ya era prácticamente imposible sacarlas por completo.

     Me ordenaba pasar directamente de la calle al frontón y ahí desnudarme, dejando la ropa en el piso, pasando a bañarme a las regaderas adyacentes de inmediato, incluyendo la ducha de presión.

     ….Pero donde dormían los ejércitos de chinches gordas y rojas, era en la costura de las fundas de las colchonetas de hule espuma de los camastros.

     Ahí se acumulaban rápidamente por cientos. Eran tantas que periódicamente las empujaba con la uña del pulgar adentro de una lata vacía de grasa para zapatos, a lo largo y a lo ancho de mi colchoneta y luego de tapar la lata repleta con ellas las ponía en el fuego a oírlas crepitar ¿qué otra cosa se podía hacer más expedita e higiénica? Yo no era nadie para solicitar una fumigación. Creo que alguna se hizo eventualmente.

     Afortunadamente no reaccionaba mi piel a su picadura. Nunca me hicieron daño a pesar de que al yo aplastarlas mientras corrían por mi libreta de apuntes en las noches de estudio dejaban una  raya de sangre posiblemente sólo mía, aunque nunca supe si la velocidad depredadora de una chinche podía abarcar a alguno más de los cuatro cadetes que compartíamos la habitación… lo dudo pues mis cuatro litros de sangre eran suficientes para todos sus ejércitos (al menos los de mi colchoneta). Tenían un olor especial, así como de calicó mojado que se me hizo tan familiar durante la carrera, tanto como el olor a formol de los cadáveres  ó el de placenta mezclado con olor a guantes de hule. Otro olor que hasta la fecha identifico fuertemente con el mortuorio es el de las jergas húmedas.

     Así se hacen los recuerdos fuertes.

     Cuando un recuerdo se fragua acompañado de un olor, se hace indeleble. Algunos olores y recuerdos como los descritos pueden ser gratos pero no alegres. Otros, como el perfume de la mujer amada (todo el lunes sin lavarme las manos tratando de que no desapareciera de las mías el olor de la novia cuya manos brazos y todo lo que se pudiera estuvieron entre las mías el domingo anterior durante dos largas películas) cuando vuelven a uno de improviso e inesperadamente me causan la sensación de un suave golpe en la boca del estómago. El recuerdo es visceral.

     Este recuerdo tan emotivo me llega también cuando huelo chapopote pues era el olor de mi padre al llegar de trabajar y había estado descargando carros de ferrocarril en el escape de sus bodegas. Me encanta el olor del chapopote.

     A fines de segundo año conocí a la chica con la que me casé  pero esta historia no es de noviazgos. Me perdonarán las mujeres que me estén leyendo pero la cosa no va por ahí.

     Siento que la mujer en algunos casos es parte fundamental en el embellecimiento del alma del cadete pero en este escrito el asunto quedará en reposo “the matter rest” como dice mi hermano Felipe (también dice: “beat it” (sácatela de encima). A éste, mi hermano número cinco de los seis que fuimos, no le gusta leer novelas más que en Inglés y tal vez por eso me regala frases sajonas lacónicas con la esperanza de ayudarme en mis  muy latinos arrebatos sentimentales.

     Primer semestre del segundo año: Fisiología Humana con el Dr. García Ramos, famoso sin haber podido descubrir la causa pero cuyo laboratorio me dejó algo inolvidable que quiero platicar. Se enviaba un buen día a un cadete al ‘ranario’: cubo grande de ladrillo a un costado del campo de futbol donde entre lodo, agua sucia y hojarasca vivían ranas grandes y tortugas medianas destinadas al laboratorio de fisiología. Se le ordenaba traer una tortuga pues este animalito nos iba a enseñar el efecto de ciertas substancias en su corazón. Describiré todo el experimento pues me parece excelente para mostrar nuestras inquietudes, necesidades y recursos.

     Sin ninguna anestesia (a las tortugas y a las ranas no se les anestesiaba) se le separaba con bisturí el caparazón del pecho con lo cual quedaba al descubierto el corazoncito latiendo alegremente durante suficiente tiempo para que se le desprendiera de su lugar y se le colgara de algún artefacto sobre la mesa. Se seguía moviendo como la cola de una lagartija separada del cuerpo. Se mantenía perfundida la pequeña víscera con solución (creo que era agua de la llave) a través de un tubito de plástico de cierta manera que ya he olvidado pero tan sencilla que Abdul Hamid (con el tiempo excelente cirujano plástico hecho en Nueva York) en las vacaciones montó el experimento en Ixtepec, Oaxaca, de donde era oriundo, en la vitrina que miraba hacia la calle del negocio de ropa de su papá y fue una sensación colosal. La gente se agolpaba ante la vidriera del negocio viendo latir aquel corazón colgante y supongo que las ventas se fueron a las nubes.

     ….. Estos queridos amigos árabes… con razón Abdul  fue el primero en estrenar mansión en Bosques de las Lomas.

     Pero lo verdaderamente instructivo era que en pleno músculo cardiaco se clavaba una pajita de un par de centímetros de largo la cual se movía al unísono de la sístole y de la diástole: tac toooc, tac toooc, tac toooc.

     Decía un maestro de cardiología en años posteriores que si se pudiera acumular la fuerza de un corazón humano durante toda una vida, podría levantar tres metros sobre el nivel del mar a un acorazado pero otro maestro decía que el corazón era un huevón que se la pasaba descansando ya que su relajamiento ó diástole, era mucho más prolongado  que su contracción ó sístole, de tal manera que de cada veinticuatro horas se la pasaba flojeando más de dieciséis… igual que nosotros, según él. Me extrañaba que dijese esto; qué: ¿no fue cadete? ¿no vivió el eterno déficit de sueño que a veces nos hacía no ir a la casa un fin de semana ni ver a la novia ni a los amigos, prefiriendo quedarnos en la Escuela durmiendo cuarenta y ocho horas seguidas sin levantarnos ni para comer?

     Ya insertada la pajita se le administraba a ese pobre corazón tal o cual sustancia que fortalecía su contracción o que la retardaba o que la regularizaba o que la hacía más así o más asado; que si la atropina, que si la adrenalina, que si un digitálico pero… ¿cómo dejar un registro gráfico conservable de tan admirable cuestión?

     La Escuela Médico Militar por aquellos años nos ofrecía el siguiente recurso al que todo debíamos acudir: contaba el laboratorio con una lata vacía grande de leche en polvo Nido (me acuerdo bien) el cual estaba ensartado en una varilla metálica que giraba gracias a un motorcito en su base. El bote debía se cubierto por una tira de cartulina blanca la cual previamente se ahumaba encima de un montón de trapos, estopa ó lo que fuese que estuviera húmedo y produjera bastante humo. Ya una vez el bote envuelto total y circularmente por la cartulina, insertado en su varilla, sobre el motor y con la pajita en contacto con la cartulina ahumada, era puesto en movimiento giratorio muy lento e iba quedando dibujada en trazos blanquísimos la actividad del corazón a través de la pajuela… ¡¡que maravilla!! de veras, de veras, que sensación, que emoción pasmada con los ojos y la nariz húmedos tanto por el humo como por sentirnos cerca del misterio de la vida, la salud y la enfermedad, descubierto, descrito y observado con medios tan rupestres pero tan intensamente compartidos. El paso final era desprender la cartulina y pasarla (arrodillados en el suelo) con cuidado por una bandeja llena de agua de cola muy adelgazada y, ya una vez seca ir recortando pedazos y repartiéndolos en los alumnos participantes para ser pegados en sus apuntes con leyendas tales como “adrenalina”, “atropina”, “acetilcolina” o la “chingaderina” respectiva que se había perpetrado esa mañana.

     Estos apuntes que nunca supe ni pude formar completos por mi cuenta me los regaló un alumno de tercer año: Armando Soto y eran una verdadera belleza difícil de creer que hubieran sido hechos por un muchacho de menos de veinte años; sin estudios avanzados  previos de medicina. Gracias Armando. Aunque moriste hace mucho tiempo separado de todos nosotros, seguramente triste y resentido porque no te supimos entender ni cobijar con nuestro cariño; siempre estuviste y estarás en mi corazón.

     Por las tardes llegaba Don Salvador González Reynoso a introducirnos en el mundo de los microbios. Dulce maestro de pelo blanco que dejaba copiar. De los pocos en los seis años largos de carrera, que creía en el conocimiento colectivo más que en el individual. Yo, que lo consideré un pendejo por darnos tales libertades hoy me lleno de asombro y gratitud hacia él. Tenía el pudor suficiente para aparentar que cada quien respondía por sus conocimientos pero su tolerancia era tal que una tarde de examen sucedió lo siguiente:

     Los cuatro compañeros que compartíamos el cuarto nos habíamos repartido el temario de preguntas y cada uno estudió a fondo las que le tocaron en suerte con la consigna de que a la tarde siguiente, durante un examen, que era por escrito, nos sentaríamos juntos y copiaríamos unos de otros. Por cosas del destino me tocó sentarme junto a una ventana a la que le faltaba un vidrio. Mientras yo me esforzaba por estirar el pescuezo y ver las respuestas de mis compañeros se soltó un aguacero descomunal que amenazaba con inundarme las hojas de papel y empaparme de paso a mí. El maestro se me acercó suavemente para indicarme que me cambiara de lugar… ¿¡ cambiarme !? si me faltaban por contestar más de la mitad de las preguntas… yo sólo agaché la cabeza haciendo un desesperado gesto de negación mientras protegía los papeles con los brazos… ¿que creen que hizo el maestro?... pues continuó su ronda pausada por entre todos haciendo como que nos vigilaba para que no copiáramos. ¡Bendito seas maestro!, de ti empecé a intuir que copiar, comunicarse con otros, compartir conocimientos, bien podría ser el  camino futuro de mi incipiente sabiduría.

     El mundo de los microbios, llámense virus, bacterias y demás contlapaches como las ricketsias… y hasta el mundo de los asesinos de mayor tamaño como los parásitos, nunca me fue hostil en mis intentos de dominio tal vez por este primer contacto amable con su conocimiento. Incluso Ernesto Calderón llegó a meterse tanto en su investigación, manejo y publicación de trabajos científicos acerca de tales bichos que destacó enormemente en el mundo médico nacional e internacional (él era uno de los cuatro que compartimos aquel aguacero vespertino).

      Nadie reprobaba microbiología y parasitología. De ese año de cuatro materias me podían haber sacado en la de García Ramos mas no en la de González Reynoso. Pasé las dos pero quedaba ¡horror de los horrores! bioquímica, con el puntillosísimo y exigente Calva Cuadrilla, con sus clases áridas, con sus preguntas de pié de página cuando si apenas me podía aprender los títulos de los capítulos y una que otra de esas grecas misteriosas llenas de rayitas y letras que en realidad eran las vitaminas ó los azucares, los cuales a su vez se convertían en grasas por misteriosos ciclos de nombres germánicos.

     Ahí estaba todo un mundo de datos exigentes que me exigían ser minucioso, donde un error era casi matemático y el margen para, ya no digamos inventar, sino improvisar era nulo.

     Bioquímica: la tercera parca junto con anatomía y fisiología.

     La cuarta parca mitológica no era una sola, podía ser cualquiera de las otras veintiun materias que llevamos durante los tres primeros años de la carrera. Fueron veinticuatro en total las materias sujetas a examen final durante esos tres años. Pasándolas… ya chingaste pues en cuarto año la nación ya había gastado mucho en ti y tenía que amortizarte. Lo peor que te podía pasar si reprobabas el extraordinario en cuarto año (ya nadie reprobaba el cincuenta por ciento de materias de un semestre pues los casos rarísimos (hubo uno en mi generación de un becado hondureño) de tamaña insolvencia mental ya estaban fuera de la Escuela) era que te mandaran una temporada a filas en un batallón de cualquier lugar del país y luego volver a repetir el año con la generación que venía detrás de ti.

     En mi grupo sucedió tres veces que algún compañero se incorporara de la generación inmediatamente anterior a la mía y fueron por causa de enfermedad ó accidente pero nunca por reprobada.

     Toledo Rubio, Soto Rodríguez y Martínez Duncker fueron los tres queridos compañeros que hicieron los últimos años de la carrera junto con nosotros y nos honraron con su personalidad que vino a enriquecer a nuestro grupo.

      A Toledo lo rescaté como compañero prófugo de mi lado desde la preparatoria y causante de mi motivación para entrar a la Médico Militar.

     Soto fue una ráfaga de sabiduría y locura que pasó como un torbellino y se nos perdió hasta que supimos de él cuando ya llevaba cinco años de muerto. Había corrido el rumor de que lo habían fusilado como coronel de guerrilleros en Guatemala y nos fue fácil creerlo pero no; murió desgraciadamente sin gloria alguna por alguna pinche enfermedad como cualquier otra en un hospital pequeño como cualquier otro.

     Lástima. A mí siempre me ha parecido atractiva la muerte por fusilamiento; aún con la lúgubre descripción que hace Julio Torri en su “De fusilamientos” y alguna versión que leí de la muerte de un prócer a quien lo fusilaron sentado y lo dejaron con las tripas de fuera; sollozante, pidiendo el final que tardaba en llegar, con los ojos vendados. A pesar de eso muchas veces llegué a soñar en ser y en morir  como Miguel Miramón y no de un cáncer en los huesos como murió Soto.

     …. La eutanasia… apasionante tema que no vale la pena tratar de legalizar mientras tengamos tan malos gobernantes y seamos tan malos ciudadanos. Lo único que puede hacer cada quien es comprometer secretamente a quien lo va a ayudar a bien morir si las cosas se ponen muy feas.

     Cuando era niño, en las escuelas religiosas se hablaba de “una buena muerte” y en cierta ocasión pregunté que era una ‘buena muerte’ a lo que se me contestó que era morirse muy viejito, lleno de descendientes, con los asuntos arreglados y en paz con Dios.

     Eso de morir en paz con Dios siempre me ha gustado. Morir enamorado de Dios como Santa Teresa de Jesús con su “que muero porque no muero”… pero lo demás… guácala... Alguna esposa querida… Algunos hijos y nietos queridos… y ya… y rápido… como mi padre que cayó muerto en Chapultepec caminando con un amigo que le contó un buen chiste, cogidos del brazo. Al soltar la carcajada papá soltó también la vida. Ni cuenta se dio.

     Salud y buen ánimo hasta el final. Me dicen que soy un idiota por pensar que es atractivo  morir sano pero no me gusta la idea de morir muy enfermo… tendré que pensarlo… tengo tiempo todavía… Ultimadamente eso de morir no es trabajo que me corresponda; sale solito y todo mundo lo hace perfectamente bien… no hay que preparar exámenes como para entrar a la Médico Militar.

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