Declinaba ya el 55.
De las siete materias del primer año, cuatro
médicas y tres militares no reprobé ninguna aunque fue milagroso.
Recuerdo entre otros
profesores al general loco que me adentró en el proceloso mundo de las leyes y
los reglamentos militares, (única materia en toda la carrera que sin cambiar de
nombre ni aspecto se anunciaba como: primer ciclo y segundo ciclo para que se
supiera, creo yo, lo serio que era el asunto); quien sugería suicidarse si
supuestamente le robaban a uno la nómina y que me sentenció a darme de baja
ignominiosamente de la Escuela por
haberme oído decir que en nuestro escudo nacional debería decir “ahí se va” (ni
me corrió y ya de médico residente de cuarto año le operé a su esposa).
Recuerdo también al capitán topógrafo celoso de la felicidad de
su sobrina que a trompicones me enseñó algo de lectura de cartas y topografía
que no necesité recordar hasta cincuenta
años después cuando se puso de moda la topografía corneal para quitar lentes
con laser; a la maestra añosa y platicadora buena onda que a más de uno le hizo
entender sus inquietudes amorosas aunque de embriología sólo aprendiera eso de
mórula cuando el niño parecía una frutita, blástula cuando parecía una bolsita y gástrula cuando ya tenía el
orificio que sería la boquita; a los pseudos fisiólogos y pseudo anatomistas,
en particular al que me puso el uno y que llevaba el simpático e inspirador nombre
de Idolino, ayudante joven de Villarreal quien era el titular de la materia.
Este Idolino Cabrera tenía
pocos años de recibido y se sentía tal vez un iluminado de la cátedra de
anatomía. Su sistema de calificar debe haber sido: poner a toda prisa la mano
sobre cada examen, cerrar los ojos y pronunciar en voz alta un número al azar
del uno al diez y luego anotarlo con tinta roja sobre la hoja respectiva.
Pienso que era como aquellas chicas de laboratorio privado en que trabajó
Ibancovichi ya de pasante las cuales por estar de charla telefónica con el
novio ponían ‘positivo’ ó ‘negativo’ en los resultados echando volados y
despachando el trabajo rápidamente.
El único nombre rescatable de
ese año caótico y aterrador fue el del maestro Schultz Contreras quien era
risueño e irreverente creando en su clase de tejidos microscópicos un remanso
de salud mental, broma y alegría. Era inspirador y daban ganas de aprender. Su
carácter valiente le hizo perder su empleo en el Seguro Social años después por
enfrentarse a las autoridades en una huelga médica que no fructificó.
Fue mi primer ídolo; nada que
ver con aspirantes a ídolos del tipo de Idolino.
Algo es algo. Terminar el
primer año, sin haber reprobado y con un maestro que admirar era un verdadero
triunfo. Ya vendrían años mejores. Mi carácter había quedado demostrado y mi
alma de cadete si bien sufrió más de trescientas horas de arresto (a las
trescientas cincuenta lo corrían a uno de la Escuela) por docenas de causas que
no entendía bien; empezó a fermentar favorablemente por el contacto con las
almas de mis compañeros.
El crisol comenzaba a
calentarse. Ya dirían los años si en el fondo quedaba oro o plomo solamente.
Como del segundo año no hay
mucho que decir ya que llevé solamente dos materias cada semestre, comenzaré
dándoles espacio a quienes fueron sangre de mi sangre: las chinches.
Cumplido recuerdo les haré
aquí así como Antonio Machado en su obra poética se lo hizo a las moscas… ¿por
qué no yo a mis chinches?
Las chinches habitaban en
todas parte: en el piso de duela, en mis bolsillos, aplastadas entra las
páginas de los libros, despanzurradas de un uñazo sobre las páginas de mis
apuntes y aparecían en los momentos menos oportunos como aquél en casa de una
visita que hicieron mis padres después de recogerme de la Escuela en la que, al
poner mi gorra cuartelera sobre la mesa de la sala, salió corriendo una de
ellas, por lo que yo como de rayo la envolví con la misma gorra y la metí en el
bolsillo trasero del pantalón con la esperanza de que se estuviera quieta.
Era por eso que mamá no me
dejaba entrar a las habitaciones de la casa cuando llegaba de la Escuela los
pocos días en que no estaba arrestado. Decía que si se le metía una chinche en
la duela de los pisos o en el bajo alfombra de cualquier recámara ya era
prácticamente imposible sacarlas por completo.
Me ordenaba pasar directamente
de la calle al frontón y ahí desnudarme, dejando la ropa en el piso, pasando a
bañarme a las regaderas adyacentes de inmediato, incluyendo la ducha de
presión.
….Pero donde dormían los
ejércitos de chinches gordas y rojas, era en la costura de las fundas de las
colchonetas de hule espuma de los camastros.
Ahí se acumulaban rápidamente
por cientos. Eran tantas que periódicamente las empujaba con la uña del pulgar
adentro de una lata vacía de grasa para zapatos, a lo largo y a lo ancho de mi
colchoneta y luego de tapar la lata repleta con ellas las ponía en el fuego a
oírlas crepitar ¿qué otra cosa se podía hacer más expedita e higiénica? Yo no
era nadie para solicitar una fumigación. Creo que alguna se hizo eventualmente.
Afortunadamente no reaccionaba mi piel a su
picadura. Nunca me hicieron daño a pesar de que al yo aplastarlas mientras
corrían por mi libreta de apuntes en las noches de estudio dejaban una raya de sangre posiblemente sólo mía, aunque
nunca supe si la velocidad
depredadora de una chinche podía abarcar a alguno más de los cuatro cadetes que
compartíamos la habitación… lo dudo pues mis cuatro litros de sangre eran
suficientes para todos sus ejércitos (al menos los de mi colchoneta). Tenían un
olor especial, así como de calicó mojado que se me hizo tan familiar durante la
carrera, tanto como el olor a formol de los cadáveres ó el de placenta mezclado con olor a guantes
de hule. Otro olor que hasta la fecha identifico fuertemente con el mortuorio
es el de las jergas húmedas.
Así se hacen los recuerdos
fuertes.
Cuando un recuerdo se fragua
acompañado de un olor, se hace indeleble. Algunos olores y recuerdos como los
descritos pueden ser gratos pero no alegres. Otros, como el perfume de la mujer
amada (todo el lunes sin lavarme las manos tratando de que no desapareciera de
las mías el olor de la novia cuya manos brazos y todo lo que se pudiera
estuvieron entre las mías el domingo anterior durante dos largas películas)
cuando vuelven a uno de improviso e inesperadamente me causan la sensación de
un suave golpe en la boca del estómago. El recuerdo es visceral.
Este recuerdo tan emotivo me
llega también cuando huelo chapopote pues era el olor de mi padre al llegar de
trabajar y había estado descargando carros de ferrocarril en el escape de sus
bodegas. Me encanta el olor del chapopote.
A fines de segundo año conocí
a la chica con la que me casé pero esta
historia no es de noviazgos. Me perdonarán las mujeres que me estén leyendo
pero la cosa no va por ahí.
Siento que la mujer en algunos
casos es parte fundamental en el embellecimiento del alma del cadete pero en
este escrito el asunto quedará en reposo “the matter rest” como dice mi hermano
Felipe (también dice: “beat it” (sácatela de encima). A éste, mi hermano número cinco de los seis que fuimos,
no le gusta leer novelas más que en Inglés y tal vez por eso me regala frases
sajonas lacónicas con la esperanza de ayudarme en mis muy latinos arrebatos sentimentales.
Primer semestre del segundo
año: Fisiología Humana con el Dr. García Ramos, famoso sin haber podido
descubrir la causa pero cuyo laboratorio me dejó algo inolvidable que quiero
platicar. Se enviaba un buen día a un cadete al ‘ranario’: cubo grande de
ladrillo a un costado del campo de futbol donde entre lodo, agua sucia y
hojarasca vivían ranas grandes y tortugas medianas destinadas al laboratorio de
fisiología. Se le ordenaba traer una tortuga pues este animalito nos iba a
enseñar el efecto de ciertas substancias en su corazón. Describiré todo el
experimento pues me parece excelente para mostrar nuestras inquietudes,
necesidades y recursos.
Sin ninguna anestesia (a las
tortugas y a las ranas no se les anestesiaba) se le separaba con bisturí el
caparazón del pecho con lo cual quedaba al descubierto el corazoncito latiendo
alegremente durante suficiente tiempo para que se le desprendiera de su lugar y
se le colgara de algún artefacto sobre la mesa. Se seguía moviendo como la cola
de una lagartija separada del cuerpo. Se mantenía perfundida la pequeña víscera
con solución (creo que era agua de la llave) a través de un tubito de plástico de
cierta manera que ya he olvidado pero tan sencilla que Abdul Hamid (con el
tiempo excelente cirujano plástico hecho en Nueva York) en las vacaciones montó
el experimento en Ixtepec, Oaxaca, de donde era oriundo, en la vitrina que
miraba hacia la calle del negocio de ropa de su papá y fue una sensación
colosal. La gente se agolpaba ante la vidriera del negocio viendo latir aquel
corazón colgante y supongo que las ventas se fueron a las nubes.
….. Estos queridos amigos
árabes… con razón Abdul fue el primero
en estrenar mansión en Bosques de las Lomas.
Pero lo verdaderamente
instructivo era que en pleno músculo cardiaco se clavaba una pajita de un par
de centímetros de largo la cual se movía al unísono de la sístole y de la
diástole: tac toooc, tac toooc, tac toooc.
Decía un maestro de
cardiología en años posteriores que si se pudiera acumular la fuerza de un
corazón humano durante toda una vida, podría levantar tres metros sobre el
nivel del mar a un acorazado pero otro maestro decía que el corazón era un
huevón que se la pasaba descansando ya que su relajamiento ó diástole, era
mucho más prolongado que su contracción
ó sístole, de tal manera que de cada veinticuatro horas se la pasaba flojeando
más de dieciséis… igual que nosotros, según él. Me extrañaba que dijese esto;
qué: ¿no fue cadete? ¿no vivió el eterno déficit de sueño que a veces nos hacía
no ir a la casa un fin de semana ni ver a la novia ni a los amigos, prefiriendo
quedarnos en la Escuela durmiendo cuarenta y ocho horas seguidas sin
levantarnos ni para comer?
Ya insertada la pajita se le
administraba a ese pobre corazón tal o cual sustancia que fortalecía su
contracción o que la retardaba o que la regularizaba o que la hacía más así o
más asado; que si la atropina, que si la adrenalina, que si un digitálico pero…
¿cómo dejar un registro gráfico conservable de tan admirable cuestión?
La Escuela Médico Militar por
aquellos años nos ofrecía el siguiente recurso al que todo debíamos acudir:
contaba el laboratorio con una lata vacía grande de leche en polvo Nido (me
acuerdo bien) el cual estaba ensartado en una varilla metálica que giraba
gracias a un motorcito en su base. El bote debía se cubierto por una tira de
cartulina blanca la cual previamente se ahumaba encima de un montón de trapos,
estopa ó lo que fuese que estuviera húmedo y produjera bastante humo. Ya una
vez el bote envuelto total y circularmente por la cartulina, insertado en su
varilla, sobre el motor y con la pajita en contacto con la cartulina ahumada,
era puesto en movimiento giratorio muy lento e iba quedando dibujada en trazos
blanquísimos la actividad del corazón a través de la pajuela… ¡¡que maravilla!!
de veras, de veras, que sensación, que emoción pasmada con los ojos y la nariz
húmedos tanto por el humo como por sentirnos cerca del misterio de la vida, la
salud y la enfermedad, descubierto, descrito y observado con medios tan rupestres
pero tan intensamente compartidos. El paso final era desprender la cartulina y
pasarla (arrodillados en el suelo) con cuidado por una bandeja llena de agua de
cola muy adelgazada y, ya una vez seca ir recortando pedazos y repartiéndolos
en los alumnos participantes para ser pegados en sus apuntes con leyendas tales
como “adrenalina”, “atropina”, “acetilcolina” o la “chingaderina” respectiva
que se había perpetrado esa mañana.
Estos apuntes que nunca supe
ni pude formar completos por mi cuenta me los regaló un alumno de tercer año:
Armando Soto y eran una verdadera belleza difícil de creer que hubieran sido
hechos por un muchacho de menos de veinte años; sin estudios avanzados previos de medicina. Gracias Armando. Aunque
moriste hace mucho tiempo separado de todos nosotros, seguramente triste y
resentido porque no te supimos entender ni cobijar con nuestro cariño; siempre
estuviste y estarás en mi corazón.
Por las tardes llegaba Don
Salvador González Reynoso a introducirnos en el mundo de los microbios. Dulce
maestro de pelo blanco que dejaba copiar. De los pocos en los seis años largos
de carrera, que creía en el conocimiento colectivo más que en el individual. Yo,
que lo consideré un pendejo por darnos tales libertades hoy me lleno de asombro
y gratitud hacia él. Tenía el pudor suficiente para aparentar que cada quien
respondía por sus conocimientos pero su tolerancia era tal que una tarde de examen
sucedió lo siguiente:
Los cuatro compañeros que
compartíamos el cuarto nos habíamos repartido el temario de preguntas y cada
uno estudió a fondo las que le tocaron en suerte con la consigna de que a la
tarde siguiente, durante un examen, que era por escrito, nos sentaríamos juntos
y copiaríamos unos de otros. Por cosas del destino me tocó sentarme junto a una
ventana a la que le faltaba un vidrio. Mientras yo me esforzaba por estirar el
pescuezo y ver las respuestas de mis compañeros se soltó un aguacero descomunal
que amenazaba con inundarme las hojas de papel y empaparme de paso a mí. El maestro
se me acercó suavemente para indicarme que me cambiara de lugar… ¿¡ cambiarme !?
si me faltaban por contestar más de la mitad de las preguntas… yo sólo agaché
la cabeza haciendo un desesperado gesto de negación mientras protegía los
papeles con los brazos… ¿que creen que hizo el maestro?... pues continuó su
ronda pausada por entre todos haciendo como que nos vigilaba para que no
copiáramos. ¡Bendito seas maestro!, de ti empecé a intuir que copiar,
comunicarse con otros, compartir conocimientos, bien podría ser el camino futuro de mi incipiente sabiduría.
El mundo de los microbios,
llámense virus, bacterias y demás contlapaches como las ricketsias… y hasta el
mundo de los asesinos de mayor tamaño como los parásitos, nunca me fue hostil
en mis intentos de dominio tal vez por este primer contacto amable con su
conocimiento. Incluso Ernesto Calderón llegó a meterse tanto en su
investigación, manejo y publicación de trabajos científicos acerca de tales
bichos que destacó enormemente en el mundo médico nacional e internacional (él
era uno de los cuatro que compartimos aquel aguacero vespertino).
Nadie
reprobaba microbiología y parasitología. De ese año de cuatro materias me
podían haber sacado en la de García Ramos mas no en la de González Reynoso.
Pasé las dos pero quedaba ¡horror de los horrores! bioquímica, con el puntillosísimo
y exigente Calva Cuadrilla, con sus clases áridas, con sus preguntas de pié de
página cuando si apenas me podía aprender los títulos de los capítulos y una
que otra de esas grecas misteriosas llenas de rayitas y letras que en realidad
eran las vitaminas ó los azucares, los cuales a su vez se convertían en grasas
por misteriosos ciclos de nombres germánicos.
Ahí estaba todo un mundo de
datos exigentes que me exigían ser minucioso, donde un error era casi
matemático y el margen para, ya no digamos inventar, sino improvisar era nulo.
Bioquímica: la tercera parca junto
con anatomía y fisiología.
La cuarta parca mitológica no
era una sola, podía ser cualquiera de las otras veintiun materias que llevamos
durante los tres primeros años de la carrera. Fueron veinticuatro en total las
materias sujetas a examen final durante esos tres años. Pasándolas… ya
chingaste pues en cuarto año la nación ya había gastado mucho en ti y tenía que
amortizarte. Lo peor que te podía pasar si reprobabas el extraordinario en
cuarto año (ya nadie reprobaba el cincuenta por ciento de materias de un
semestre pues los casos rarísimos (hubo uno en mi generación de un becado
hondureño) de tamaña insolvencia mental ya estaban fuera de la Escuela) era que
te mandaran una temporada a filas en un batallón de cualquier lugar del país y
luego volver a repetir el año con la generación que venía detrás de ti.
En mi grupo sucedió tres veces
que algún compañero se incorporara de la generación inmediatamente anterior a
la mía y fueron por causa de enfermedad ó accidente pero nunca por reprobada.
Toledo Rubio, Soto Rodríguez y
Martínez Duncker fueron los tres queridos compañeros que hicieron los últimos
años de la carrera junto con nosotros y nos honraron con su personalidad que
vino a enriquecer a nuestro grupo.
A Toledo lo rescaté como compañero prófugo de
mi lado desde la preparatoria y causante de mi motivación para entrar a la Médico
Militar.
Soto fue una ráfaga de
sabiduría y locura que pasó como un torbellino y se nos perdió hasta que
supimos de él cuando ya llevaba cinco años de muerto. Había corrido el rumor de
que lo habían fusilado como coronel de guerrilleros en Guatemala y nos fue
fácil creerlo pero no; murió desgraciadamente sin gloria alguna por alguna
pinche enfermedad como cualquier otra en un hospital pequeño como cualquier
otro.
Lástima. A mí siempre me ha
parecido atractiva la muerte por fusilamiento; aún con la lúgubre descripción
que hace Julio Torri en su “De fusilamientos” y alguna versión que leí de la
muerte de un prócer a quien lo fusilaron sentado y lo dejaron con las tripas de
fuera; sollozante, pidiendo el final que tardaba en llegar, con los ojos
vendados. A pesar de eso muchas veces llegué a soñar en ser y en morir como Miguel Miramón y no de un cáncer en los
huesos como murió Soto.
…. La eutanasia… apasionante
tema que no vale la pena tratar de legalizar mientras tengamos tan malos gobernantes
y seamos tan malos ciudadanos. Lo único que puede hacer cada quien es
comprometer secretamente a quien lo va a ayudar a bien morir si las cosas se
ponen muy feas.
Cuando era niño, en las
escuelas religiosas se hablaba de “una buena muerte” y en cierta ocasión
pregunté que era una ‘buena muerte’ a lo que se me contestó que era morirse muy
viejito, lleno de descendientes, con los asuntos arreglados y en paz con Dios.
Eso de morir en paz con Dios
siempre me ha gustado. Morir enamorado de Dios como Santa Teresa de Jesús con
su “que muero porque no muero”… pero lo demás… guácala... Alguna esposa
querida… Algunos hijos y nietos queridos… y ya… y rápido… como mi padre que
cayó muerto en Chapultepec caminando con un amigo que le contó un buen chiste,
cogidos del brazo. Al soltar la carcajada papá soltó también la vida. Ni cuenta
se dio.
Salud y buen ánimo hasta el
final. Me dicen que soy un idiota por pensar que es atractivo morir sano pero no me gusta la idea de morir
muy enfermo… tendré que pensarlo… tengo tiempo todavía… Ultimadamente eso de
morir no es trabajo que me corresponda; sale solito y todo mundo lo hace
perfectamente bien… no hay que preparar exámenes como para entrar a la Médico
Militar.
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