El segundo semestre del segundo
año tenía un gran regalo que era el maestro Demetrio Mayoral Pardo.
No es que fuera para mí un
gran maestro pero era inspirador y ahí en mi alma de cadete se introdujo el
sentir de que el inspirar ya es enseñar.
Era Farmacología y no recuerdo
casi nada de lo que enseñó; tal vez que en una tortilla había más calcio que en
una caja de pastillas de lo mismo. Tenía aureola de viejo sabio y era muy
placentero verlo y oírlo. Nos daba clase en un salón diferente a todos en el
Hospital, en la zona de oficinas de las enfermeras y siempre me llamó la
atención que en el centro de la mesa de juntas alrededor de la cual nos
sentábamos hubiera una estatua de bronce de Zeus cogiéndose a Leda… ¿lo sabrían
las enfermeras?
Es muy grato recordar
pendejadas inolvidables y ésta se la debo a un personaje que le va a robar al
Dr. Mayoral espacio en mi libro pues ya acabé con Don Demetrio y del autor de
‘Leda y el Cisne’ tengo algo de que hablar.
El Dr. José Guadalupe Martín
Del Campo era escultor, músico, escritor y jefe del departamento de prótesis
cosméticas del Hospital Central Militar. Oficiaba en los sótanos del mismo y
era una experiencia muy interesante ver su museo de prótesis que tenían fama
internacional, desde una orejita femenina con todo y arete hasta un pene del
tamaño de una coca cola.
La estatua de Leda y el Cisne (Leda
desnuda, boca arriba, cubierta por Zeus en forma de un gran cisne) no sólo la
lucía en aquel salón de juntas sino en un gran anillo de oro que según él valía
sesenta mil pesos y se ponía encima así como él se ponía encima de su caballo
para ir a curiosear las obras del anillo periférico o bien lo enganchaba de una
calesa en la que paseaba por las avenidas del Hospital.
Si bien no me dio clase, dejó
huella indeleble en mí al descubrir en él que las variantes de personalidad si
son auténticas se pueden mostrar y hasta lucir sin miedo siempre y cuando se
sea excelente, como lo era él. Fue de los pocos médicos militares que sin
impartir clase alguna eran amigos verdaderos y fuente de conversación
inagotable entre nosotros. Meterse a charlar con él en sus dominios (llenos de
floretes, guitarras, libros, estatuas) para debatir filosofía, música o
simplemente tribulaciones humanas era un deleite.
Hoy en día, muchos, muchos
años después, me siento honrado de tener por amigo y contendiente en ajedrez a
un sobrino suyo veinte años más joven que yo quien es mi tocayo y presenta la
misma calidad humana de tan preclaro tío.
El enfrentamiento con la Farmacología
me indujo a conseguir un vademécum (palabra hasta entonces desconocida) no muy
gordo pues en aquellos años estos libracos eran manejables, y empezar a
memorizar nombres de productos farmacéuticos de patente pues comprendí que
saberme el nombre de las sales que lo componían me servía para pasar un examen
pero no para prescribir. No sabía que más adelante el plan de estudios incluía
la cátedra de terapéutica con Don Adan Punaro Rondanini del cual tan sólo
recuerdo que nos hacía gracia su modo de hablar: ‘el múculo’, ‘lo múculo’, el
ramúculo’, ‘lo ramúculo’. Poca farmacología y poca terapéutica aprendí; tan
poca que ya de pasante, haciendo guardias nocturnas en el Sanatorio Durango,
tenía escondido ese vademécum en el botiquín del baño con objeto de poder,
dizque para lavarme las manos, esconderme ahí unos minutos buscando rápidamente
qué nombre tenía en el mercado la substancia que necesitaba el paciente así
como su presentación. Aún hoy en día cuando me falla la memoria en cuanto a uno
de esos cada vez más pinches y arbitrarios nombres, recurro a una treta que me
enseñó el maestro Zertuche (oftalmólogo como yo lo soy ahora), quien cuando
tenia que prescribir algo ajeno a su especialidad y que no recordaba con
precisión le preguntaba su peso y su altura aproximadas mientras hojeaba el
librote sin recato alguno y el paciente se admiraba de la supuesta acuciosidad
del maestro por encontrar la dosis exacta en relación a su peso y estatura.
En unas vacaciones pueblerinas
me encontré con un vademécum de la casa Bayer, publicado en mil novecientos
treinta y seis (un año antes de mi nacimiento). Quiero suponer que Bayer era la
firma farmacéutica más fuerte del mundo en aquel tiempo. El vademécum era un
casi librito tamaño media esquela, con no más de cinco páginas. Recuerdo que
sólo traía quinina (para el paludismo), digital (para el corazón), bromural
(para los nervios) sulfadiacina (para las infecciones)… nada de soluciones
intravenosas, nada de antibióticos, nada de cortisona y sus derivados, nada de
nada. Aquellos médicos eran heroicos y los panteones estaban llenos de tumbas
chiquitas.
Hoy sobrevive cualquiera pero
no cuando fui niño. Estuve al borde de la muerte sin embargo no creo que eso
tenga que ver con el alma de cadete… ó tal vez sí pero no voy a hablar de eso.
No voy a bordar tan fino.
El maestro Peña y De La Peña
en quinto año, en su clínica de gastro nos regañaba por no ser más agradecidos
con la medicina, la cual nos daba todo para triunfar. Decía que nuestra
profesión nos garantizaba (allá por los años sesentas) el ochenta por ciento de
éxitos sin hacer nada, cosa que no sucedía con ninguna otra profesión. Que del
veinte por ciento restante, diez se curaría a pesar de nosotros y que del
último diez por ciento, cinco curaríamos nosotros y cinco se nos morirían.
Siempre me extrañó que dijese esto un cirujano pero yo creo que era más bien
una lección de humildad que nos deseaba enseñar.
Ninguna materia militar llevé en
segundo, hasta tercer año en el cual hubo una que ni su nombre recuerdo. Vagamente
creo que tenía que ver con algo de organización “en campaña” (yo creo que trataba
de cosas relacionadas con el miedo de mamá a las trincheras) pues la vislumbro
fuera de las aulas, en el campo con armas y cosas así.
Otra hubo también con la que
me pasa lo mismo.
Me pregunto cómo es que me atrevo
a titular este libro: “Alma de Cadete” si no muestro predilección castrense
alguna.
Espero no tener que explicarlo
y que la lectura del libro haga ver que un alma de cadete es mucho, pero mucho
más que un grado ó que un uniforme. Que es un compromiso estético, ético, místico y en algunos hasta
ascético, bien desarrollado ya por Aristóteles al hablar de las tres
felicidades; quien nunca fue soldado pero si maestro del más grande soldado
joven que ha tenido la humanidad: Alejandro Magno. Que al adentrarnos en los
intríngulis castrenses es difícil que embellezcamos el camino de nuestra alma,
ese pedazo de Dios que viaja dentro de nosotros. Que tener alma de cadete es
tratar de que al verse nuestra trayectoria fácil ó difícil, aparentemente
exitosa ó aparentemente fracasada, alguien pueda decir: “En verdad, el alma es
una chispa de Dios. El cuerpo es el vehículo, y su alma es Dios que transita;
que vacaciona entre los humanos y que lo escoge a uno como edecán para su solaz
y esparcimiento; siendo El quien pone el itinerario a su insondable manera”.
El alma de cadete es aquella a
la que nada de lo humano le es indiferente.
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