Las cirugías se iniciaron en ese tercer año. La de cadáver con Alger (el
que me pasó con un seis glorioso en el final de anatomía) y la de perros con
Napoleón Ramirez Chacón (director médico de un hospital importante y privado).
Ambos fuertes en política, fuertes en su profesión y fuertes como maestros.
Te platicaré de ellos y de sus
materias.
Alger de León Moreno por
aquellos años iniciaba su incursión en política al lado de la esposa del Lic.
López Mateos, presidente de la república, como su mano derecha en aquello del
Instituto de Protección a la Infancia y los desayunos escolares. Se volvió un
hombre importante en política y ocupó puestos altos pero en aquel año de 1957
aún atendía a sus clases de cirugía en cadáver.
No era mucho lo que se podía
aprender en aquellos pobres muertitos tan acartonados como no fuera como
amputarles una pierna. Eso sí que lo aprendí y desgraciadamente lo tuve que
aplicar en la práctica varias veces, años después. Más que piernas lo que se
amputaba con frecuencia en el Hospital eran dedos y porciones de pié por
gangrena diabética. Esto lo supe hacer bien gracias a las clases de Alger pero
nunca lo presumí ya que una vez que un oftalmólogo joven presumía ante los
familiares de un paciente lo bien que le había quedado una enucleación, uno de
ellos le dijo:
---- Sí, sí, mi mayor. Ya
sabemos que usted es muy bueno para quitar ojos.
Y hablando de oftalmólogos,
recuerdo con gran simpatía a uno de los más finos y prestigiados oftalmólogos
médicos militares mexicanos de los últimos años, Porfirio Oliver quien siendo
interno de segundo año le tocó en suerte ayudarme en una amputación de un pié
cuando yo era residente de tercer año (subresidente se nos decía en la jerga
hospitalaria). Este eminentísimo oftalmólogo en aquel tiempo era un jovencito
no muy fuerte que las pasó negras para mantenerme la pierna del paciente
elevada durante el largo rato que tardé en hacer la amputación. Incluso
recuerdo que en su fatiga y desesperación se terció una media sábana quirúrgica
a modo de bandolera y en esa hamaca sostuvo el pié cuando aún estaba unido a la
pierna y yo aplicaba anestesia (lo sabía hacer con anestesia regional) e iba
haciendo todo el proceso quirúrgico de partes blandas antes de pasar a los
cortes óseos.
Quién iba a creer en aquel
tiempo que este joven sufriente iba a ser el fundador y dueño de una clínica
oftalmológica privada muy importante y a quien siempre admiré por su
actualización perfecta a pesar de haberse retirado y salido de los grandes centros
hospitalarios muy tempranamente. (Claro que Porfirio era de los que yendo
manejando iba escuchando en sus casetes asuntos médicos en vez de música
guapachosa y grupera o pasosdobles toreros como lo hacíamos los demás mortales).
Pues Alger, ese buen cirujano,
buen militar y buen político… hasta donde quiero saber; me ofreció, siendo yo
residente de cuarto año la ayudantía de su cátedra de cirugía en cadáver en la
Médico Militar. Yo estaba ya plenamente orientado hacia la oftalmología y a
ella dedicaba todo mi tiempo libre por lo que decliné cortesmente la invitación
y, a su pregunta de quién era recomendable para ello según mi criterio, le
recomendé a Jaime Cohen quien fue el compañero con mejor desempeño a nivel de
calificaciones durante toda la carrera. Hasta la fecha no sé en manos de quién
quedó esa ayudantía y esa cátedra.
La cirugía en animales era
mucho pero mucho más interesante y amena. La llevamos en perros aunque yo,
pasados los años y ya como oftalmólogo la llevé a cabo en plan experimental con
conejos y monos.
Pobres animalitos que tal vez
salgan más a la luz si les voy presentando las cartas que nos cruzamos
actualmente Ramiro García Reyes y yo, en donde llenos de sentimientos culposos
tocamos ampliamente el tema ya que él en Estados Unidos, haciendo práctica de
transplantes lo vivió intensamente en puercos y otros animales. El asunto es en
verdad horroroso.
Para empezar, aprendí a
lavarme como cirujano. Sí, sí, como en las películas, con mucho jabón y cepillo,
siempre de las uñas hacia el codo la primera cepillada, de las uñas hasta medio
antebrazo la segunda y desde la uñas hasta la muñeca la tercera…. Para, a
continuación, el momento glorioso de, con las manos en alto, ir hacia los
guantes y toda esa liturgia solemne, maravillosa de ponerme la bata estéril
sobre el pijama y las botas de cirujano.
¡No y no!, estoy exagerando.
En aquella clase sólo nos lavábamos como ya dije pero hasta ahí. No había nada
más, ni guantes, ni batas, ni circulante, ni instrumentista ni anestesista.
Solamente nosotros en grupos de cuatro en cuatro donde en cada operación se
iban rolando los puestos de: cirujano, ayudante, instrumentista y anestesista,
aunque estos dos últimos lo eran más bien de nombre pues interactuaban
activamente en el desmadre… que no lo era tanto… ya verás.
El cuarto de perros era eso:
un cuartucho con perros callejeros encerrados. Nada que ver con el hermoso
bioterio con que cuenta hoy en día nuestra Escuela. Se destinaba un perro para
cada cuatro alumnos y a ojo de buen cubero se le calculaba el peso. Según ese
cálculo se le aplicaba en la panza (del lado izquierdo y abajo para evitar en
lo más posible perforaciones viscerales) una dilución de nembutal con agua de
la llave: una cápsula sucia, sobada y amarilla de cien miligramos por cada tres
kilos de peso. En pocos minutos el animalito empezaba a cursar con un mega pedo
y acababa cayendo dormido a nuestros pies. El “anestesista” le afeitaba la
panza y el pecho, a veces ayudado por un soldado que circulaba durante la clase
con una jeringa en ristre ya preparada para reforzar la dosis de nembutal en
caso necesario. Esta nueva aplicación se hacía cogiendo con unas pinzas (sí,
coño, por supuesto, con una horrible y agresiva pinza de campo, de esas de
puntas afiladas) la lengua del animal y levantándola, inyectaba en alguno de
los gruesos vasos sanguíneos que aparecían debajo de ella. El resultado era
inmediato y la cirugía podía seguir. En realidad este soldado era nuestro
circulante y anestesista pero no le concedíamos semejantes nombramientos, que
reservábamos para nosotros. De él solamente supe que era boxeador a pesar de
ser muy flaquito y que concursaba en el torneo de los guantes de oro…
suficiente conocencia del incróspido pero útilísimo interfecto.
¡Cuan insensible y pendejo se
es de joven aún siendo cadete! ¡cuánto y cuán largo es el camino para que un
alma juvenil se acrisole en oro! ...y eso sólo si lleva el mineral adecuado ya
desde antes ó, si se quiere otra metáfora, el germen para fermentar y
convertirse en pan de vida.
Pero esta insensibilidad no
era tanta ni tan absoluta. Éramos presa de la emoción atenta y nos agachábamos
tanto sobre el campo operatorio que el maestro circulaba por atrás de nosotros
con una regla delgada en la mano y con ella nos daba suaves golpes en el cogote
cuando nos veía demasiado agachados. Este recuerdo con mucha frecuencia lo
comento con los papás de los niños que se acercan mucho para estudiar y no
necesitan lentes. Ningún argumento he tenido mejor que éste para convencer a
los papás de que dejen a su esperpento libre de gafas estrafalarias.
Tuve un compañero unos pocos
años posterior a mí, de apellido Newton quien me decía que toda su vida había
odiado la memoria de su tío. Afamado oftalmólogo de aquellos antiquísimos que
todavía operaban “anginas” (la especialidad era: ojos, oídos, nariz y garganta)
por haberle jodido la infancia obligándolo a usar lentes por una miopía de un
cuarto de dioptría. Muchos, pero muchos años después este compañero que también
se hizo oftalmólogo; delgadito, de lentes y pelo ensortijado se suicidó. Vaya
usted a saber las causas del suicidio pero creo que de no haber usado lentes de
niño su desarrollo psicológico hubiera sido otro y sus herramientas para
enfrentar la vida algo más sólidas.
El examen final de cirugía de
perros me sobrecogió pero también me satisfizo grandemente. Consistió en poner,
ya dormidos y con todo un costado rasurado a varios de ellos, en el campo de
futbol. El maestro pasó por entre ellos disparándoles con una pistola y cada
grupo de cuatro cadetes cargó con su perro herido subiendo a la carrera la
escalera de los cuatro pisos a que se encontraba el quirófano para iniciar la
operación. Desde luego no todo el grupo de cuatro venía corriendo, ya dos de
ellos estaban lavados y listos para empezar mientras los otros dos se
preparaban.
No murió ninguno de los perros.
Éramos alumnos de tercer año
de medicina y estábamos salvando vidas después de solo seis meses de adiestramiento
quirúrgico.
Hubo una perrita que
sobrevivió a siete cirugías durante una larga temporada alojada en ese infierno
canino, creo recordarlas: una resección parcial de tiroides (cirugía de cuello
¡cómo no!) una gastrectomía subtotal (¡fuera más de medio estómago!), una
resección intestinal (¡pa’fuera un buen pedazo de intestino!), una anastomosis intestinal latero – lateral (¡a
juntar los intestinos por sus costados!) , una esplenectomía, (¡fuera con el
bazo!) una nefrectomía (¡sale un riñón!) y una histerectomía (¡se quedó sin
matriz!). ¿Qué poca madre verdad? Este maravilloso animalito bastardo se
convirtió en la mascota de la Escuela y se aprendió los diferentes toques de
corneta los cuales aullaba sentada enfrente de la banda de guerra o acompañando
en solitario al corneta de órdenes. Esto duró hasta que un jefe (el mismo de la
bronca contra los que metieron al sacerdote) ordenó retirarla del panorama.
Bueno es recordar que no
contábamos con sueros intravenosos ni analgésicos ni antibióticos y que los
vendajes eran contraproducentes pues se ponían llenos de mierda y el perro se
los arrancaba. La lengua y la saliva caninas fueron todo el manejo
postoperatorio de esos admirables animales.
Cuando viví esta experiencia
no sólo empecé a formarme como cirujano sino que empecé a intuir que los
medicamentos no son tan importantes y que un cuerpo, virgen de ellos sale
adelante con más facilidad que otros saturados de los mismos. Incluso hoy en
día mi socio dice medio en serio medio en broma que yo curo más quitando que
prescribiendo medicinas.
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