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LA
LECHE DE LA
CHATA
El riesgo de muerte del que hablaba hace
rato lo vine a comprender hasta hace menos de un año escuchando a mi compañero
Héctor Fregoso contar lo que le sucedió siendo teniente coronel y director del
Hospital Militar de Puebla cuando un día el Secretario de la Defensa lo ofendió
de palabra y Héctor se le encaró. Esa misma noche recibió la notificación de
suspensión como director de dicho hospital y órdenes de presentarse al batallón
acantonado en Atoyac de Alvarez, sitio de la refriega constante y mortal
con Lucio Cabañas y su gente.
Aún se da de santos Fregoso de haber salido vivo de ahí (morían a
montones de uno y otro bando) y haber conseguido darse de baja para seguir con su
libre profesión y sus brillantes actividades como diputado por el estado de
Puebla.
Pues yo, en aquellos lejanos dos años de
servicio en el ejército; últimos de mi vida castrense, un mediodía recibí
órdenes provenientes del general Mazón de ir a dar consulta al familiar de una
amistad de su mujer en casa del diablo y, aunque se ponía una campañola con
chofer a mi disposición, me limité, malhumorado, a transferirle la orden a
Alberto Gómez del Campo, compañero que estaba ese día de guardia para las visitas
domiciliarias.
Terminé mis dos horas de consulta
obligatoria y me retiré para comer en casa y luego atender mi consulta privada
vespertina.
Alberto fue a la visita solicitada cuando
terminó su turno respectivo, que era de dos horas a seguir del mío.
Al día siguiente, llegando al Campo, me
encontré con una boleta de arresto por cuarenta y ocho horas por no haber ido
de inmediato a dar la susodicha consulta.
Monté en justa cólera y me puse a teclear
un acta por abuso de autoridad contra el comandante de la primera zona militar
…me valía madre …¿Quién era él para andar despilfarrando los bienes de la
nación consumiendo combustible y campañola así como tiempo de chofer y médico
militares con pacientes no derecho habientes? ¡Qué!, ¿no había yo cumplido con
las ordenanzas de rigor transmitiendo la orden por los conductos debidos al
personal responsable de cumplirla? ¡Qué!, ¿los reglamentos podían pisotearse de
esa manera?
Cuando Don Rubén Rodríguez Carvajal, mi
jefe en la Compañía, se percató de lo que yo estaba haciendo palideció y me
sugirió; casi me suplicó, que no hiciera tamaña pendejada (yo estaba en mi
derecho de hacerlo y nadie me podía ordenar que no lo hiciera).
Coincidió conmigo en mi creencia de que en
tiempo de paz era más de temerse un acta por abuso de autoridad que una por
insubordinación (en tiempo de guerra la insubordinación causa pena de muerte
con juicio sumario), pero me dijo que el único que estaba por arriba del
general Mazón era el Secretario de la Defensa y que ése, si iba a chingar a
alguien, iba a ser a mí.
Creí que mi teniente coronel, Don Rubén,
tenía miedo a represalias contra él (así era yo) y acepté su propuesta de
cumplir las cuarenta y ocho horas sin salir de la enfermería (haciéndose él de
la vista gorda) y no pasando la boleta a mi expediente (lo cual me valía madre
pues yo ya estaba a punto de solicitar mi licencia ilimitada y los ascensos no
figuraban en mis planes).
Este buen y pacífico médico también me
preguntó, más adelante, si estaba yo bien seguro de desear licenciarme. Si
sabía lo que hacía.
Siempre lo consideré, siendo yo joven, una
persona pusilánime. Los años me han hecho verlo como un buen jefe atento a mi
bienestar.
Desde aquí le mando un reconocimiento cariñoso
donde quiera que esté, mi querido protector. Tenga usted la seguridad de que lo
guardo en el corazón con una fuerza emocionada que mi juventud e inexperiencia
no me permitió sentir ni expresar a su debido tiempo.
A estas alturas del libro me pongo a
pensar en el aparente desperdicio de diez años de preparación para venir a
desarrollar todas las pequeñas actividades hasta aquí relatadas, pero después
del primer impacto vengo a recordar y considerar que durante estos dos años en
filas también ejercí una medicina y cirugía de altos vuelos en el Hospital
Español.
Antes de pasar a esto déjenme beber hasta
el fondo mi cáliz de amargura y resentimiento hacia esa nefasta ‘superioridad’.
Los oficiales, jefes (como era mi caso) y generales, cobrábamos cada quincena,
pero la tropa cada "quinta" (cinco días) y a éstos les pagaba no un
pagador intendente sino el comandante de su unidad. Era casi constumbre que la
tropa pidiera prestado y que al pago siguiente se le descontara lo prestado más
los intereses, que eran proporcionalmente enormes; por ejemplo, de cien pesos
prestados se les cobraban, además de éstos, otros veinte, lo cual venía siendo
el veinte por ciento “a la quinta”. Esto era agio total y absoluto (más del uno
por ciento mensual se consideraba agiotismo). Las únicas que eran más
explotadas por el agio eran las "Marías", quienes por cada caja de chicles que vendían en las calles, la cual a ellas les costaba cien pesos,
pagaban cinco de intereses, diariamente.
Claro está que
los prestamistas de La Merced, a quienes traté y a uno de ellos vendí el rancho
Jalapango, jugaban con cifras y porcentajes estratosféricos, pero que eran
compensatorios tanto para los deudores como para ellos ante las enormes
pérdidas que a veces enfrentaban.
Si tú quieres comprar la carga de un
camión con diez toneladas de chiles que
está llegando al D. F. en tiempo de demanda no te pones mucho a pensar en
recibir o no un préstamo inmediato de varios cientos de miles de pesos con un
veinte por ciento de interés diario si vas a chingarle la mercancía al competidor y a ganar un
ochenta por ciento el negociarlo al día siguiente …pero …¿una María? …¿un pobre
soldado? Por eso acababan por desertar y meses después aparecían en otras
unidades de estados lejanos a sabiendas de sus acreedores, quienes se sabían
hacer de la vista gorda.
A esos intereses que se embolsaban los
comandantes sangrando a sus subalternos se les llamaba “la leche de la chata” y
eran algo así como derecho institucional del que hasta con gracejo se hablaba
en las unidades de tropa.
Y …a otra cosa mariposa porque me estoy
encabronando.
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