"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

miércoles, 5 de septiembre de 2018

Alma en Tránsito Capítulo 17: La leche de la chata



17

LA  LECHE  DE  LA  CHATA


     El riesgo de muerte del que hablaba hace rato lo vine a comprender hasta hace menos de un año escuchando a mi compañero Héctor Fregoso contar lo que le sucedió siendo teniente coronel y director del Hospital Militar de Puebla cuando un día el Secretario de la Defensa lo ofendió de palabra y Héctor se le encaró. Esa misma noche recibió la notificación de suspensión como director de dicho hospital y órdenes de presentarse al batallón acantonado en Atoyac de Alvarez, sitio de la refriega constante y mortal con  Lucio Cabañas y su gente.

     Aún se da de santos  Fregoso de haber salido vivo de ahí (morían a montones de uno y otro bando) y haber conseguido darse de baja para seguir con su libre profesión y sus brillantes actividades como diputado por el estado de Puebla.

     Pues yo, en aquellos lejanos dos años de servicio en el ejército; últimos de mi vida castrense, un mediodía recibí órdenes provenientes del general Mazón de ir a dar consulta al familiar de una amistad de su mujer en casa del diablo y, aunque se ponía una campañola con chofer a mi disposición, me limité, malhumorado, a transferirle la orden a Alberto Gómez del Campo, compañero que estaba ese día de guardia para las visitas domiciliarias.

     Terminé mis dos horas de consulta obligatoria y me retiré para comer en casa y luego atender mi consulta privada vespertina.

     Alberto fue a la visita solicitada cuando terminó su turno respectivo, que era de dos horas a seguir del mío.

    Al día siguiente, llegando al Campo, me encontré con una boleta de arresto por cuarenta y ocho horas por no haber ido de inmediato a dar la susodicha consulta.

     Monté en justa cólera y me puse a teclear un acta por abuso de autoridad contra el comandante de la primera zona militar …me valía madre …¿Quién era él para andar despilfarrando los bienes de la nación consumiendo combustible y campañola así como tiempo de chofer y médico militares con pacientes no derecho habientes? ¡Qué!, ¿no había yo cumplido con las ordenanzas de rigor transmitiendo la orden por los conductos debidos al personal responsable de cumplirla? ¡Qué!, ¿los reglamentos podían pisotearse de esa manera?

     Cuando Don Rubén Rodríguez Carvajal, mi jefe en la Compañía, se percató de lo que yo estaba haciendo palideció y me sugirió; casi me suplicó, que no hiciera tamaña pendejada (yo estaba en mi derecho de hacerlo y nadie me podía ordenar que no lo hiciera).

     Coincidió conmigo en mi creencia de que en tiempo de paz era más de temerse un acta por abuso de autoridad que una por insubordinación (en tiempo de guerra la insubordinación causa pena de muerte con juicio sumario), pero me dijo que el único que estaba por arriba del general Mazón era el Secretario de la Defensa y que ése, si iba a chingar a alguien, iba a ser a mí.

     Creí que mi teniente coronel, Don Rubén, tenía miedo a represalias contra él (así era yo) y acepté su propuesta de cumplir las cuarenta y ocho horas sin salir de la enfermería (haciéndose él de la vista gorda) y no pasando la boleta a mi expediente (lo cual me valía madre pues yo ya estaba a punto de solicitar mi licencia ilimitada y los ascensos no figuraban en mis planes).

     Este buen y pacífico médico también me preguntó, más adelante, si estaba yo bien seguro de desear licenciarme. Si sabía lo que hacía.

     Siempre lo consideré, siendo yo joven, una persona pusilánime. Los años me han hecho verlo como un buen jefe atento a mi bienestar.

     Desde aquí le mando un reconocimiento cariñoso donde quiera que esté, mi querido protector. Tenga usted la seguridad de que lo guardo en el corazón con una fuerza emocionada que mi juventud e inexperiencia no me permitió sentir ni expresar a su debido tiempo.

      A estas alturas del libro me pongo a pensar en el aparente desperdicio de diez años de preparación para venir a desarrollar todas las pequeñas actividades hasta aquí relatadas, pero después del primer impacto vengo a recordar y considerar que durante estos dos años en filas también ejercí una medicina y cirugía de altos vuelos en el Hospital Español.

     Antes de pasar a esto déjenme beber hasta el fondo mi cáliz de amargura y resentimiento hacia esa nefasta ‘superioridad’.

    Los oficiales, jefes (como era mi caso) y generales, cobrábamos cada quincena, pero la tropa cada "quinta" (cinco días) y a éstos les pagaba no un pagador intendente sino el comandante de su unidad. Era casi constumbre que la tropa pidiera prestado y que al pago siguiente se le descontara lo prestado más los intereses, que eran proporcionalmente enormes; por ejemplo, de cien pesos prestados se les cobraban, además de éstos, otros veinte, lo cual venía siendo el veinte por ciento “a la quinta”. Esto era agio total y absoluto (más del uno por ciento mensual se consideraba agiotismo). Las únicas que eran más explotadas por el agio eran las "Marías", quienes por cada caja de chicles que vendían en las calles, la cual a ellas les costaba cien pesos, pagaban cinco de intereses, diariamente.

Claro está que los prestamistas de La Merced, a quienes traté y a uno de ellos vendí el rancho Jalapango, jugaban con cifras y porcentajes estratosféricos, pero que eran compensatorios tanto para los deudores como para ellos ante las enormes pérdidas que a veces enfrentaban.

     Si tú quieres comprar la carga de un camión  con diez toneladas de chiles que está llegando al D. F. en tiempo de demanda no te pones mucho a pensar en recibir o no un préstamo inmediato de varios cientos de miles de pesos con un veinte por ciento de interés diario si vas a chingarle  la mercancía al competidor y a ganar un ochenta por ciento el negociarlo al día siguiente …pero …¿una María? …¿un pobre soldado? Por eso acababan por desertar y meses después aparecían en otras unidades de estados lejanos a sabiendas de sus acreedores, quienes se sabían hacer de la vista gorda.

     A esos intereses que se embolsaban los comandantes sangrando a sus subalternos se les llamaba “la leche de la chata” y eran algo así como derecho institucional del que hasta con gracejo se hablaba en las unidades de tropa.

     Y …a otra cosa mariposa porque me estoy encabronando.   


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