Así como durante la carrera un cadete de
tercer año era aquel que se podía atrever a intentar cosas sublimes y tal vez
no lo corrieran de la Escuela, el residente de tercer año andaba buscando cosas
sublimes que hacer. Ya no picar piedra con cosas fáciles. El ser uno de lo diez
fantásticos le daba derechos de aprendizaje y práctica más complicados y
sofisticados.
Ya operaba apéndices no facilotes sino
retrocecales, escondidos detrás y arriba del ciego, a veces con adherencias.
Tuve la suerte de operar uno que no sólo no estaba abajo a la derecha, en la
fosa ilíaca, sino hasta arriba, adherido al hígado por sucesivos cuadros
subagudos tratados en el medio civil con antibióticos y analgésicos a lo idiota
pues nada más enmascaraban el cuadro y lo empeoraban oculto en una supuesta
mejoría de un, a su vez supuesto, cuadro colítico.
A lo mejor así era él, portador desde el
nacimiento de un ciego atrás y arriba (los había con el apéndice a la izquierda
por “situs inversus”). Así podían darse las cosas y las dificultades
diagnósticas en donde el intestino delgado desembocaba en el grueso, deslizando
su contenido semi líquido todavía en la ampolla cecal con su inútil apéndice de
adorno.
Parecíase a la colita de un gordo grueso y
viscoso batracio escondido en las tinieblas del abdomen, dispuesto a traicionar
cualquier día a quien le daba hospedaje noblemente sin haberse preocupado ni
sabido, ni él ni nadie hasta la fecha, para qué chingados servía ese rabito
visceral llamado “apéndice” (aunque apéndice es también todo aquello que se
asoma un poco por fuera del conjunto, como las orejas).
Por cierto que cuando tenía yo seis años y
me comenzó a fascinar la fiesta brava suponía que a un torero al que le habían
entregado “los dos apéndices del toro” según lo que leía en la peluquería
mientras hojeaba las revistas que hablaban de toros (y que arrancaba saliéndome
a la calle y metiéndome la hoja arrugada debajo de la camisita, para luego
pegar las fotos con engrudo en cualquier cuaderno viejo que mi madre se
encargaba de descubrir fácilmente (quedaban gordísimos) y destruir; ya que
“prefería veme muerto antes que torero”). Suponía, repito, que aquél toro debía
de haber tenido dos apéndices escondidos en la panza y que lo abrían en el
ruedo para entregárselos al diestro metido cada uno en algo que se veía en las
fotos negro y peludo, que no eran otra cosa que las orejas del animal.
Yo sólo conocía como apéndice aquel gusano
verdoso que se guardó mucho tiempo en el botiquín de nuestro baño adentro de un
frasco vacío y limpio de crema de bolear zapatos y que era nada menos que el
apéndice de Manolo, operado años atrás por un cirujano mítico del “Sanatorio Español”:
el famosísimo, legendario y respetado Ángel Matute, tan amorosa y exitosamente
que ameritaba ser guardado como trofeo dentro de casa ‘per secula seculorum’
(por los siglos de los siglos) …amén.
Así se posesionaban aquellos cirujanos del
amor de la Colonia Española. Así esos cirujanos, jóvenes en aquel tiempo,
llegaron a ser, como Don Ángel, directores eméritos del Hospital de la
Beneficencia Española, viviendo lo suficiente para llegar a ser todavía mis
superiores, rodeados de amor y respeto cuando trabajé muchos años después, ya
como oftalmólogo, en dicha institución.
La imagen que me formé de tales personajes fue razón suficiente, entre otras,
de mi decisión de hacerme médico ya que yo no escuchaba en las conversaciones
de mis mayores expresiones reverentes más que aquellas emitidas relacionadas
con los médicos (incluyendo desde luego y de modo especialísimo a ‘Don
Recaredo’ –fabuloso nombre godo de poca madre ¿a poco no?– quien fuera el
médico de la infancia de mi padre en aquel pueblecito ignoto de donde salió
para América tantos años atrás), hacia el cura del pueblo, el maestro, el
veterinario y el farmacéutico.
Siempre hacia la sabiduría, el
profesionalismo y el servicio. Nunca hacia los ricos hombres de negocios que
formaban el cerrado grupo de mis padres, de sus amigos y de sus conocidos.
Eran mis padres tan cuidadosos con el
prestigio de sus hijos que siempre sostuvieron que el atraso de un año de
Manolo en la primaria se debió a la operación de marras. Manolo, el mayor y
Ángel, el segundo hermano, cursaron juntos parte de la primaria y toda la
secundaria hasta que Manolo pasó a estudiar contra su voluntad un par de años
en la Escuela Bancaria y Comercial, de donde salió para sumergirse en el, para
él, detestable mundo de los negocios; debido a problemas de salud de papá.
Este hermano mío, como ya te conté, se
convirtió en un genio autodidacta de la Semiótica llegando a ser uno de los
siete mejores y reconocidos del mundo, pero en la primaria no se que traumas
ocultos le hacían ser pésimo alumno.
Contaré algo buenísimo de esos asuntos
familiares antes de reintegrarme a los “erre tres” y a mis andanzas como Mayor
M. C. intra hospitalario.
Resulta que en el colegio México,
prestigiado colegio de maristas adonde nos tenían estudiando la primaria,
entregaban calificaciones cada viernes. Esas boletas nada más decían:
“Conducta” …tantos (del cero al diez) y “Aprovechamiento” …(lo mismo).
Un viernes que Manolo le presentó a mi
papá su boleta, para ser firmada como siempre, mi padre, quien era de un
talante serio y tranquilo, fue viendo un par de ceros rotundos (y esto por que
Manolo o era muy valiente o muy inocente, pues yo tenía compañeritos que
resolvían la bronca, al menos momentáneamente, poniendo un uno descaradamente antes
del cero; uno de ellos con los años figuró entre los hombres más ricos de
México).
Mi padre empezó a entrar en furor y,
tomando la mochila de mi hermano, la sacudió encima de la mesa cayendo de ella
como únicos ‘útiles’ unos cuantos librillos de muñequitos. Cuando vi esto me
invadió el pánico; ya no quise estar presente y corrí a esconderme en el baño
(junto al apéndice de Manolo) desde donde escuché una terrible explosión.
---- ¡Madre mía! ¡ya mató papá a Manolo! ¡
ya lo reventó de un tortazo!
Pero no.
La explosión había sucedido en la
‘Tintorería Inglesa’, contra esquina de mi casa, donde acababa de suceder un, para mí, consolador y
oportunísimo siniestro.
Desde la ventana del baño pude ver, entre
lágrimas de miedo y agradecimiento, a un par de empleados que entre humo y tos
iban saliendo, y sentándose estupefactos en la banqueta, trataban de entender
qué había pasado y cómo es que todavía estaban vivos.
¿Ya ven cómo de un apéndice se puede
escribir un rato largo?
Es fácil. Todo es cuestión de comenzar a
hacerlo; como decía mi madre con sus refranes y dichos: “comer y rascar todo es
comenzar”; igualmente yo digo, sin tanta hermosura como Marguerite Yourcenar o
Isak Dienesen en el blog de Anaí: “escribir y contar todo es comenzar”. Así
como para llegar a cualquier parte lo único que hay que hacer es ir poniendo un
pie delante del otro, así para escribir un libro sólo hay que ir poniendo los
recuerdos, anécdotas, reflexiones y meditaciones con cierto orden (no hace
falta ser ordenado en exceso) y mucho cariño (pero a veces algo de saludable
intolerancia y enojo; no mucho ¿eh?) para que casi sin darse cuenta vaya
saliendo un libro fácil y ameno.
Así que …¡ya vas! ponte a escribir! ¿qué
estás esperando? No seas culer@, no le temas a la crítica y …además …¿quién
chingaos crees que te va a leer?
La información extra somática, o sea la
acumulada fuera de nuestros cuerpos, es tan importante como la información
genética que llevamos adentro, y la escritura constituye el ejemplo más
significativo.
La rápida evolución del intelecto humano
es la causa y por otro lado la solución de los muchos y graves problemas que
nos acechan como especie.
Las transformaciones evolutivas o genéticas
en el hombre se calculan, en largos períodos de cien mil en cien mil años. Sólo
un mecanismo de aprendizaje extra genético, sustentado por la comunicación
humana y esto sustentado a su vez por la comunicación inscrita (por no decir
escrita) puede afrontar el rapidísimo proceso de transformación que soporta la
humanidad.
A lo que quiero llegar es a lo siguiente:
Si hubiéramos esperado a que la información somática nos llevara a desplazarnos
a la velocidad de un jet a través de mutaciones genéticas, estaríamos esperando
no los tres millones de años que han pasado entre la aparición de Lucy y la de
Madonna, sino toda una eternidad.
Ese ‘match one’ se lo debemos a la
escritura.
Para quienes gusten y cultiven la
información sápida (sápido = con sabor = sabio) les recordaré que se le puso
por nombre “Lucy” a los restos de aquella muchachita de unos trece años de
edad, quien fue ya un ser humano y que vivió hace tres millones de años (Siglo
Treinta Mil A. C.) porque estaba de moda la canción de los Beatles de nombre:
‘Lucy in the Sky with Diamonds’; título polémico del que se discutió mucho si
fue casual o intencional el que sus
iniciales correspondieran al LSD, ya que si bien la melodía trae simples
rememoraciones infantiles, su letra corresponde claramente a un viaje
psicodélico.
Pareciera que Dios, después de habernos
hecho llegar a una visión binocular (con los ojos al frente), una posición
erecta, un pulgar que se puede oponer a la yema de los demás dedos y una buena
y grande burbuja cerebral nos hubiera dicho: ¡“Ale, a trabajar por vosotros
mismos”!
Si te repugna que diga “Dios” en vez de
“azar” o “evolución” o “naturaleza”, te quiero informar que estas bellas
palabras son otros tantos alias de Dios.
Habrá también quien me pregunte qué es lo
que entiendo por progreso.
No lo sé definir.
Pero quien tenga oportunidad de ser sabio,
tiene la obligación moral de serlo y de transmitirlo.
De eso no me cabe la menor duda.
Ese miedo a escribir. Ese miedo a
publicar. Presente en algunos de nosotros tan preparados, pero tan neuróticos y
temerosos del juicio ajeno, es bueno echarlo pa’fuera.
Conozco artículos médicos de una valentía
inútil soberana: sobre si Chopin manchó las teclas del piano con una gota de
sangre por tuberculosis o por hipertensión arterial o por rinitis cocaínica o
por no sé que más, escritos sin el menor temor al ridículo. O bien sobre si en
los pelos de la calavera de Beethoven se encontraron huellas de plomo, porque
estaba intoxicado de no se qué, o de bismuto, nada más porque tomaba mucho
pepto bismol (bueno, esto es vacilada mía).
Las publicaciones son muchas, no cabe
duda. Se dice que si todo lo que se escribe sobre Oftalmología en un año se
pusiera en hojas de papel tamaño carta, una sobre otra; se alcanzaría una
altura superior a la de la Torre Latino Americana, con sus cuarenta y tres
pisos más la antena.
Si pensamos en una librería de Barcelona
de esas que venden todos los libros que se pueda uno imaginar, de varios pisos,
y la unimos con la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, donde se
encuentran todos los libros científicos del mundo, y también les arrimamos
nuestro Lecumberri con los Archivos de la Nación …En fin, si nos imaginamos
algo así como la Biblioteca de Alejandría del siglo veintiuno, con un ejemplar
de cada libro que ha sido escrito, y nos damos a la tarea de calcular cuantos
seres humanos han pasado sobre la faz del planeta, llegamos a la bonita idea de
que si en el estadio Maracaná pletórico, jugando Brasil contra Argentina, un
gran altavoz preguntara a los muchos miles de espectadores: ¿cuántos de ustedes
han escrito un libro? difícilmente se levantaría una mano …y muy posiblemente
ni eso.
Esa es la proporción de seres humanos que
escriben.
¡Animo! ...somos pocos aún; menos de uno
por cada doscientos mil …creo.
Quienes me digan que son pequeños para
competir con los grandes, les recordaré que los tamaños son engañosos y que el
universo tiene igual significado siendo infinitamente grande como si fuese del
tamaño de una naranja …¿quién lo hizo? ¿de dónde viene? ¿a dónde va?
Cuando nos quedamos tirados en la
carretera porque la motocicleta falla y necesita una reparación sencilla que
sólo requiere quitar un tornillo, quitar una cubierta y modificar cualquier
madre ¡hay de ti si manejas apresurado el destornillador y descabezas el
tornillo! Después de la desesperación y las ganas de agarrar a martillazos el
tornillo, la cubierta y la moto entera, te sientas en la grava a filosofar y a
aceptar que el tornillo ‘es’ toda la motocicleta y no una pendejadita
cualquiera; que ese tornillo es parte integral de la moto, de ti, de tu viaje,
de tu felicidad, de tu vida y de… ¿necesito decir más?
A quien me diga …‘no manches’ …¿a que
viene tanto filosofar? ¿para qué escribir? …al final polvo somos y en polvo nos
convertiremos. Yo le contesto como Quevedo: “polvo seré …mas polvo enamorado”.
Alma, a quien todo un Dios
prisión ha sido.
Venas, que humor
a tanto fuego han dado.
Médulas, que han
gloriosamente ardido.
Su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza,
mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo
enamorado.
Si yo hubiera seguido mi tempranísima
vocación de ser sacerdote católico, antes de la de ser torero y luego médico: una
vez al año, cada inicio de la cuaresma, tendría preparadas mil estampitas con
este fragmento de soneto para regalarle una a cada feligrés que se presentase a
recibir en su frente la ceniza recordatoria del ‘polvo eres y en polvo te
convertirás’.
Y a otra cosa mariposa que aún no acabo
con el tercer año y me falta todo el cuarto.