Comenzando 1963, el año adquirió
dimensiones épicas en mi vida no sólo por haber logrado quedarme como
‘subresidente’, sino porque entré de lleno en la categoría de padre (el
pequeñín enterrado al pie del árbol me hacía ya sentir padre, pero no
reconocido oficialmente).
Thaida vino al mundo al día siguiente de
cumplir yo veintiséis años, en el mes de enero, un viernes antes del domingo en
que Paco Camino volteaba patas arriba a la afición taurina de México
encerrándose con seis toros berrendos precisamente de la ganadería de Santo
Domingo (la inmortal ‘tarde de los berrendos de Santo Domingo’) y yo iniciaba
mis faenas en las salas del Hospital Central Militar (de hecho en esos días
toreó en la Plaza México Joaquín Bernadó, quien se peinaba igual que yo y era
alto y delgado por lo cual, un paciente que lo había visto en la TV un domingo,
me miraba desorbitado el lunes siguiente, al pasarle visita con el estetoscopio
al pecho y me decía: ‘carajo mi mayor …si yo lo vi a usted torear ayer’).
Este modo de recordar fechas importantes
correlacionándolo con olores, sabores y vivencias ya fueran físicas o
espirituales me ha sido natural toda la vida. Perdóname querida hija por hablar
de los toros en tu nacimiento pero ¿no te parece bonito? ¿No es mejor que te
relacione con eso hermoso y emotivo que disfrutaba en la televisión en blanco y
negro del cuarto de tu mamá en el Sanatorio Durango estando tú recién nacida
aquella tarde de domingo, con otros miembros de la familia …y no con mis
triunfos profesionales, tan asociados a lo que no te pude dar por estar tan
ocupado?
Ese año y el siguiente fueron de locura.
Llegaba a casa nada más a dormir y recuerdo muy bien una foto contigo en brazos
en que te me estás saliendo de ellos llorando porque casi no me conocías.
Eso de nuestras dificultades para formar
una relación estrecha a través de nuestras vidas no sólo se deben a mi divorcio
de tu mamá y toda la parafernalia sub y suprayacente, sino a la entrega total y
absoluta que hice de mi vida al Hospital.
Yo le debo mucho …pero …él también me
debe.
Esta falta de identidad por poco y nos
lleva a la muerte de un modo ridículo cuando tenías tres años. Lo platicaré
porque mis años de Mayor no fueron sólo de médico sino de padre.
Quisiste subir al ‘ratón loco’ en una
feria cerca de casa. El carrito apenas si me llegaba a media nalga y no había
en él cadena ni cinturón ni tirantes.
Te puse entre mis rodillas y …¡ooórale!,
cuando ya íbamos a toda velocidad subiendo y bajando como locos empezaste a
llorar, a gritar y a quererte zafar del brazo con que te agarraba (el otro lo
llevaba prendido desesperadamente de la orilla del pinche carrito con mi mano
lívida y exangüe de tanto apretar). Estando en lo alto estuvimos a punto de
irnos al vacío. Empecé a gritar a voz en cuello: ¡¡paren esta mierda hijos de
la chingada!! Pero nadie hizo caso y pasamos larguísimos minutos de pánico como
nunca pasé hasta diez años después, contigo también, viajando en auto por entre
una niebla de terror entre los picos de Europa …pero esto es harina de otro
costal.
¿Cómo es que mis hijas salieron tan
chingonas habiendo tenido un padre tan insuficiente en tiempo para ellas?
...arcanos profundos de mi alma que nunca he podido descifrar.
Después de esto me cuesta un poco de
trabajo seguir hablando de mis años de hospital.
Dejaré pasar unos párrafos, para que me
regrese el orgullo y la enjundia, hablando de un amigo. De ese amigo que todos
tuvimos que se quedó en el medio civil y que nos admiraba desde cadetes. Que nos
escribía o que nos visitaba y que muchas veces acababa casándose con alguna
hermana o con una prima o viceversa. Que siempre nos quiso y que muy
probablemente ya haya muerto.
Hablaré de la amistad con los no
condiscípulos.
Yo tuve un amigo así.
Se llamó Tomás y aún lo extraño cuando
lleva ya varios años de vida en la Gloria de Dios.
Se apellidaba Rodríguez sin ser familiares
uno del otro, pero desde que nos conocimos en cuarto año de primaria dijimos
que éramos primos y acabó casándose con mi prima Celsa quien, no teniendo yo
hermanas, ha sido en mi corazón la querida hermana que nunca tuve (también
desde aquí te saludo y te lleno de besos Celsina querida).
Le fascinaba el uniforme, pero los míos no
le quedaban, y cuando me visitaba en la Escuela Médico Militar conseguía que
alguno de mis compañeros le prestara el suyo para acompañarme e irnos por ahí
de conquistadores. Hacíamos una pareja perfecta de cabrones ya que yo tenía un
aire místico que mucho les gustaba a las mujeres (algo así como ‘el seminarista
de los ojos negros’) pero que sólo era el disfraz de mi profunda timidez, ya
que, al no haber tenido hermanas, para mí la figura femenina era difícilmente
abordable con soltura. El tenía una facilidad de trato maravillosa para con
ellas pues había tenido tres, y era un conocedor profundo de la mente femenina
juvenil. Era bien parecido y con un extraordinario sentido musical y del humor.
Muchos amoríos compartimos pero sobre todo
…sobre todo, una amistad extraordinaria, sin cortapisas ni condiciones.
Quien no haya conocido de estas amistades
es pobre.
Desde aquí te saludo querido amigo y te
pido que tengas paciencia una vez más, como tantas veces me la tuviste. Ya nos
veremos cuando Dios así lo disponga y seguiremos nuestro paseo amistoso por
esas ignotas regiones que tú ya conoces y que me iras haciendo disfrutar, en
compañía uno del otro como tantas otras veces lo hicimos.