¿Qué carajo le quería yo decir? ¿Que yo era un
cadete dispuesto a morir por la patria? ...¿que todo lo contrario? …¿que en el
fondo no me consideraba militar? ... ¿qué me gustaba o me disgustaba eso o lo
otro o lo de más allá? ...¡cuanta confusión juvenil! ... que idiota.
… ¿No te digo mi buen ‘peninsular’? ...¿no
que ya retomabas el año de ‘subresidente’? ...¿por qué te pierdes tanto?
Bueno …sí …sí …¡ya voy!
Hablaré de algo que dio mucho para hablar
en mi contra. Ya está bien de quedar como un ángel. Lo siguiente causó regocijo
y esperanzas a mis competidores de sacarme de la jugada de una vez por todas.
Hice una punción pleural a un paciente de
la sala de cirugía de tórax con una de las agujas de siempre: larga y tortuosa
como las cumbres de Acutzingo (bueno, no tanto). La enderecé como era habitual
a golpecitos de martillo (no, un marro no …mira que eres …con el martillito de
reflejos) y cuando ya estaba toda metida en el tórax del paciente éste hizo un
leve movimiento y me quedé con el pabellón en la mano.
Putisisisisísima madre …no lo podía creer,
la aguja larga, como de diez centímetros, se había convertido en algo de menos
de dos. El resto ya no estaba.
De inmediato cogí una pinza de mosco y
traté de pescar algo que brillaba en el sitio de la punción, pero ya era tarde.
Los ocho centímetros de metal largo, afilado y ligeramente tortuoso se habían
ido al interior de la cavidad torácica. En vez de sacar líquido le había metido
al paciente junto a los pulmones, un afiladísimo trozo de metal.
Ni pedo …me lo llevé al fluoroscopio y ahí
vi con coraje y miedo a la aguja descansando ya en el seno costodiafragmático;
en esa profunda zanja que forman el diafragma, los pulmones, la pleura y la
parrilla costal. Justo encima del hígado chingada madre, todavía hubiera sido
del lado izquierdo y en una afortunada maniobra de pujo y tos lograr perforar
el diafragma (aunque lo más probable con este tipo de maniobras era perforar un
pulmón) y lograr que pasara al estómago ese mini florete sin empuñadura de
donde en un santiamén me sentía capaz de sacárselo con una cirugía
relativamente sencilla y un post operatorio de risa. En milésimas de segundo me
pasaron por la cabeza diferentes y disparatadas soluciones pero no había más
que hacer una cosa …y muy militar por cierto: dar parte.
Con gran dolor de corazón le avisé de
inmediato a mi ‘residente’ de cuarto año y le pregunté si podíamos hacer algo
al respecto. El se comunicó
con el adscrito, éste con el
subjefe de la sala, éste con el jefe (a esto en el ejército se le llama ‘correr
conductos’) y todos estuvieron de acuerdo en que se dejaran las cosas así; que
la mentada aguja al reposar en posición horizontal en ese lugar sería cubierta
de moco (¿de moco? ...¡ni madre! me decía yo, si la pleura es una membrana
serosa, no mucosa) y luego sería
encapsulada por tejido fibroso.
¿Y si se mueve? ...me decía yo. ¿Y si
perfora el pulmón?
De veras que me sentía como cualquier
soldado borracho de tugurios dónde se ensartaban con arma blanca unos a otros
cuando se enfrentaban componentes de diferentes unidades, una de las cuales se
consideraba dueña y señora del congal.
Yo hubiera querido meterlo de inmediato al
quirófano, abrir tórax, separar costillas con uno de esos enormes separadores
metálicos de Finochietto y meter la mano, no …meterme yo todo entero a esa
jaula obscura donde palpita el corazón y respiran los pulmones en busca de la
maldita aguja.
No importaba que el paciente tuviera que
cursar unos días conectado a un sello de agua (que en aquel tiempo no eran
sistemas ‘ad hoc’ en los muros, sino grandes garrafones con agua y tubos por
doquier). Lo que yo quería era que no quedasen huellas del desaguisado.
Pero sí quedaron ¡y de qué forma!
Aquél paciente era un caso interesante de
pericarditis tuberculosa y sus múltiples radiografías de tórax fueron expuestas
en diversas juntas durante todo ese año en que tuve que escuchar, con las
orejas calientes, cuando alguien preguntaba desde la oscuridad del auditorio ¿y
esa madre que se ve en el seno costodiafragmático derecho? ¿Qué es?
...Pues era ‘la aguja de López Rodríguez’.
Del pendejo e inepto Eduardo López Rodríguez que no merecía a su paso por esa
sala más de un cinco de calificación. Que no sabía ni hacer una punción. Que
esto, que lo otro …que lo de más allá.
La cosa no pasó a mayores y creo que para
explicarlo debo contar una interesante historia del mercado de automóviles.
Ahí les va:
Un amigo de mis padres; muy rico por
cierto, compró un Rolls Royce en Inglaterra durante un viaje de placer por
Europa.
Manejándolo por las montañas de Suiza tuvo
que salirse bruscamente de un camino vecinal, cayó en un hoyanco, golpeó con
algo; el caso es que al auto se le rompió una muelle y no acababa de colgar el
teléfono pidiendo ayuda a la agencia londinense cuando ya se oía el rugido del
helicóptero llegando con la refacción y el mecánico experto para resolver el
incidente (bueno, bueno, en realidad
estoy exagerando; no fue tan rápido).
El amigo de papá nunca recibió
requerimiento alguno de pago y cuando meses después se comunicó personalmente
por escrito y telefónicamente a la agencia que le vendió el coche la
contestación fue siempre la misma: ‘a un Rolls Royce jamás se le rompe una
muelle. Debe usted estar equivocado’.
Así ha de haber pensado la superioridad de
mi hospital: ‘en el Hospital Central Militar de México jamás se rompe una aguja
de punción pleural por multi usada, jodida y martilleada que esté. Debe ser un
error de apreciación’ …de orden superior se olvida el incidente; es más, no
hubo incidente.
De
esta manera el tenebroso caso de la aguja de López Rodríguez quedó en el olvido
y no se reflejó en mis calificaciones para gozo de mi parte y desesperación de
quienes me venían mordiendo las corvas en la neurotizante carrera por ser uno
de los tres primero lugares y quedarse de ‘residente’ un año más.