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OTRA
MONJA HORRIBLE
Y
UN CONSULTORIO DE
LOCURA
Lo pusimos en la calzada México Tacuba, no
allá por los panteones cerca de Naucalpán, sino acá ya cerca de Cuitláhuac (lo
que viene siendo ahora el Circuito Interior), más cerca del Sanatorio Español y
de Lindavista, pero en zona de clase más baja que media, en un primer piso de
un edificio viejo cuya planta inferior estaba ocupada por una de aquellas
famosas mueblerías SyR (Salinas y Rocha).
Pusimos en la fachada, inmediatamente por
arriba de la mueblería, debajo de nuestras ventanas, un letrero tan enorme
anunciando que ahí había oftalmólogos del Hospital Militar y del Sanatorio
Español, que los muebleros se quejaron con
el propietario y nos pidieron enérgicamente ser menos ostentosos porque le
quitábamos calidad y clientela a la mueblería (¡hazme el favor!).
Obedecimos, porque un tal “señor Janeiro”,
el dueño, era paisano de Rico y entre gallegos y muebleros ya te jodiste pues se ayudan unos a otros a morir.
Con ellos te pasa lo que a Don Quijote
cuando a la vista de unos curas que venían montados en sus mulas ocupando todo
el camino sin dar trazas de apartarse le dijo a Sancho Panza: “Sancho, con el clero
hemos topado”, frase de oro que yo tuve oportunidad de comprobar con las monjas
del Sanatorio Español (si es que se les puede llamar “clero”).
Como muestra baste un botón.
La madre Fulana atendía en el asilo de
ancianos del Sanatorio y osaba recetar. Una vez me llegó a consulta una viejita
quien había estado recibiendo, prescritas por la monja, gotas en los ojos con
corticoesteroides, que estaban
contraindicados en su caso y se me ocurrió la tontería de usar el expediente
como campo de batalla (nunca se debe usar así, pero se me hizo fácil pues no
era contra médico alguno) al dejar una anotación pidiéndole a esa religiosa que
se abstuviera de recetar.
¡Putísima madre!, la también madre: Sor
Mengana, la mera mera, fue a visitarme al consultorio a la mañana siguiente
para reclamarme. …¡En la que se metió! …conmigo, que, además de ser lo que yo
era y me sentía, conocía, a través de escuchar a mi padre, quien era miembro en
aquellos tiempos de un comité de mejoras de la Sociedad de Beneficencia
Española, el lastre que ellas eran. De boca de él escuchaba cosas como la de la
visita a una sala en que se le preguntó a la madre jefa de ahí qué le podían
ofrecer y ella pidió unas carpetitas para los respaldos de los sillones
¡carajo!, menos mal que no pidió bolas de estambre para la bufanda kilométrica
que tejía con singular dedicación.
La madre superiora denegó mi invitación
cuando le mostré las llaves de mi coche y le dije que lo tenía ahí abajo, en el
estacionamiento de médicos. Que la invitaba a ir juntos al Hospital Militar,
ahí cerquita, a cinco minutos. Que ella escogiera la sala que quisiera y que le
preguntara a la jefa de esa sala lo que se le ocurriera: número de pacientes,
nombres, edades, diagnósticos, días de estancia, tratamiento, fecha probable de
alta, estudios: ya hechos y pendientes …en fín, lo que le diera la gana …y que
luego regresáramos al Sanatorio Español, que me señalara su mejor sala y que yo
me conformaba con que la monja jefa de esa sala me dijese el número de pacientes
que tenía encamados en ese momento.
Se salió muy encabronada y al día
siguiente me mandó llamar Matute, el querido Dr. Ángel Matute, director médico
del Sanatorio, para comunicarme de la queja formal acerca del monjil asunto y
diciéndome que si yo consideraba adecuado eliminar esa anotación lo hiciera,
pero que si no, no, y que nadie lo haría en mi lugar pues una anotación médica
era cosa sagrada e intocable.
Esa nota ahí se quedó y ahí deberá seguir
por los siglos de los siglos, pues el Hospital Español tiene unos archivos
soberbios en los que seguramente estará todavía el expediente correspondiente a
mi nacimiento el 25 de enero de 1937 (espero felicitaciones y regalos …no se
hagan …ahora ya lo saben).
Volviendo a Tacuba (no a los panteones; cuando
yo era niño la expresión “irse a Tacuba” significaba morirse), también “volanteamos”
la zona anunciando consulta gratuita los sábados (esto también lo decía con
grandes letras rojas y amarillas, como la bandera española, ¡a huevo!, el enorme
letrero de la fachada).
Papá nunca lo vio y yo creo que hasta a él
le hubiera parecido exagerado.
Ya mi padre estaba enfermo y lo
hospitalizábamos a veces en el Durango, a veces en el Español; nunca en el
Militar por razones de tipo social, ya que recibía muchas visitas cuyas
preferencias hospitalarias estaban muy bien definidas pues eso de “visitar a
los enfermos” era cosa de altísimo valor en las costumbres de los emigrados
miembros de la Colonia Española en México …el caso era …¡sí, visitarlos! pero
…¿adonde? El visitar a los enfermos, los bautizos (que se hacían ahí mismo, en
el Sanatorio Español) y los velorios (estos sí en Gayosso) eran sucesos de
trascendencia social …no cualquier cosa.
Mi padre fue además miembro y presidente de
diversas instituciones de dicha Colonia …vaya, como General de División de la
españolería mexicana, y sus lugares para vivir, atenderse y morir los tenían ya
muy predeterminados esta clase de próceres.
Incluso hubo un chiste al respecto que les
contaré:
Le preguntaron a aquél gallego:
---- ¡Oye Usebio! … ¿y a ti adonde te
gustaría que te enterrasen …ya muerto?
---- Pues mira Ulogio, si muero en México
quiero que me entierren en La Coruña y si muero en La Coruña quiero que me
entierren en México.
---- ¡Jo! ¡Pues mira que tiene gracia! …¿y
eso por qué?
---- ¡Por joder! ¡Coño! ¡Por joder!
Ahora que escribí el chiste me imaginé al
tío ese como el de la ya famosa descripción de un español:
¿Tú sabes lo que es un español? …pues es
un individuo cejijunto, barbicerrado,
coñodicente, quien, con ronca voz y echando humo por boca y narices, se
queja de no haber comido, bebido ni cogido lo suficiente.
En Tacuba los pacientes llegaron como
marabunta. Teníamos amplísima sala de espera que era un gran recinto lleno de
sillas de palo y mimbre comunes y corrientes (como de tablao flamenco).
Al fondo estaba una vitrina larga de
tercera mano que hacía de óptica, de mostrador y de escritorio para la
recepcionista (sin teléfono por supuesto …no se daban citas …los pacientes
llegaban solos. Cuando acabe con esto les contaré un chiste del que me estoy
acordando con esto de que “llegaban solos”) y tanto atrás como a un lado de
ella, unas precarias repisas de madera atiborradas de medicinas.
Bueno, mejor se los cuento de una vez y
luego le sigo, no se me vaya a olvidar.
Llega un mexicano a Madrid, baja del
avión, pasa aduana y toma un taxi; se busca un cigarro y no trae, por lo que se
atreve a decirle al taxista (le han dicho que los españoles son a toda madre
con los mexicanos).
---- Oiga usted …¿tendrá un cigarrito que
me regale?
---- Aquí les llamamos “pitillos” ----dice
el conductor mientras se lo da.
---- ¿Y tendrá un cerillito que me regale?
---- Aquí los llamamos fósforos …y lo deja
sin lumbre.
Nuestro paisano, que era de rápido
intolere le suelta a bocajarro:
---- ¿¡Y como llaman aquí a los hijos de
la chingada!?
---- Aquí nadie los llama …llegan solos
por Iberia.
Volviendo al consultorio aquel de Tacuba.
Esto que describí era lo que en otros
tiempos fue la sala y el comedor de ese gran departamento. A un lado se abrían
las puertas de las tres recámaras, convertidas en consultorios y cuarto de
curación. Como siempre: “al fondo a la derecha”, al final de un pasillito, el
baño con lavabo, tina, bidet y calentador de leña.
Una chulada casi decimonónica, pero
altamente funcional. Se atendían montones de pacientes, se les vendía medicina
y anteojos y operábamos en un sanatorio pequeño de las cercanías.
Le entrábamos a cualquier tipo de
padecimiento y todo fue bien hasta que empecé a sospechar que yo era muy importante como mula de trabajo, pero
poco como persona.
Esto lo noté cuando me enteré que el hijo
de Juan había hecho la primera comunión y no fui invitado a la fiesta.
¡Puta madre! ¡Como me dolió!
Empecé a sentir amargura y desmotivación
por ese socio y esa sociedad con dos agravantes: mi papá se estaba muriendo y
en Lindavista me estaba yendo a toda madre (ya me había separado de Hegel; lo
había traspasado).
El truene grueso llegó cuando hubo que
comprar alguna cosa nueva; algún aparato más moderno y él se negó a cooperar
diciéndome que le pidiera dinero a mi “papito”, que era rico. Ahí
le solté todo
mi resentimiento y acabamos comprendiendo y decidiendo que los dos no cabíamos
juntos en el ancho mundo de la Oftalmología.
Yo le ofrecí quedarme con todo y
liquidarle su parte (hasta pensé en vender mi coche para enfrentar la deuda) lo
cual ya andaba aceptando, pero se ve que lo pensó mejor; se quedó con el
changarro y me fue pagando poco a poco a través de pagos mensuales que yo tenía
que recoger en unos molinos de trigo de unos españoles por Azcapotzalco (nunca
supe por qué), pero …eso sí …siempre me pagaron puntualmente, aunque al
principio él hizo su pancho; puso abogado y toda la cosa …horrible
…horrible.
Justo es decir que por esos días comencé a
consumir anfetaminas y mis reacciones a cualquier ofensa, real o imaginaria
también eran horribles.
Lo de las
anfetaminas marcará la culminación de estos pocos años acerca de los
cuales estoy escribiendo. Serán motivo central del próximo libro, pero no son
parte de éste pues fueron al final de los años de tránsito entre la milicia y
la vida como civil; tema que aún no he agotado.