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VIVIR
NO ES SÓLO
EXISTIR
…ES MORIR
EN LA MOTO
El servicio de Oftalmología del Español
era un servicio con dos cabezas, y eso de los servicios bicéfalos siempre ha
sido disfuncional.
Decía mi padre, con ese su sentido del
humor celta excelente, que para que un negocio funcionara bien debía tener tres
patrones: uno al frente, otro enfermo y el tercero de viaje.
El médico viejo buena onda y el viejo
nefasto no se llevaban bien, no se comunicaban …pero eran igual de jefes.
Oftalmología no se fue para arriba al
levantarse el gran edificio hospitalario conocido como la “Unidad Pablo Diez”
(famoso benefactor, paisano leonés) porque nunca estuvo uno de ellos peleando
por: médicos, equipo y todo tipo de prebendas como lo hicieron Parás para
Cardiología, Álvarez Bravo para Ginecología y Obstetricia, Matute para Gastro,
Pino para Ortopedia, Azcárate para Otorrino y todos, todos los jefes de servicio
que pelearon, prepararon y mejoraron su territorio en aquél nuevo magnífico
hospital que, cuando yo me presenté en las instalaciones viejas para hacer mi
solicitud de trabajo, apenas era un dibujo de enormes líneas blancas trazadas
con cal en el piso.
Tuvieron que pasar muchos años; mucha agua pasó por debajo de ese molino
para que las cosas cambiaran y para entonces yo ya no era uno de los molineros
…de hecho ya no había ninguno de aquellos junto a los cuales fui moliendo el
trigo con que amasé poco a poco, en aquel tiempo, el bendito pan de mi
profesión esponjado con la levadura de tan noble especialidad.
Ese oftalmólogo gallego como ya te dije,
me convenció de que yo era especial y de que estaría mejor sólo dando consulta
que asociado con otros (que no fueran él).
Recordé lo que me había dicho mi padre
acerca de montar consultorio en casa e hice la prueba.
Puse
consultorio también en mi casa.
¡Puta madre! Se fue para arriba como la
espuma.
Puse un letrerazo, no …dos letreros …uno
enorme en una barda de la avenida Montevideo, la más importante de Lindavista,
todo negro pero con unas letras blancas de a metro cada una que decían
“OCULISTA” (me encabronaba la palabrita, pero no cabía de buen tamaño la de:
“oftalmólogo”. Además ésta no era bien conocida por el pópulo; algunos creían
que ser oculista era algo como ser “dentista”’, no médico “como todos”. Se
hacían …y se hacen bolas aún con eso de: “oculista”, “optometrista” y “oftalmólogo”
…apenas me estoy dejando de encabronar por ello) y debajo de ella, a todo lo
largo, una enorme flecha que apuntaba hacia la esquina como diciendo “ahí está”,
a la vueltecita . Sobre la puerta de mi garage puse otro mucho más discreto y
aún así me avergonzaba un poco pues tenía mi nombre y estaba en mi casa; como
que me sentía “oftalmólogo prostituto”
(“se vende oftalmólogo”).
Y menos mal que me decidí a todo esto de
los anuncios ya que la competencia, aunque escasa, era tremenda, con programas
de radio de treinta minutos cada uno dos veces al día y anuncios en la estación
radiofónica que daba (¿todavía la dará?) la hora minuto a minuto. Cada minuto
se escuchaba el nombre y datos de la competencia, cada minuto durante las
veinticuatro horas del día, un mil cuatrocientas cuarenta y cuatro veces al
día.
Los pronósticos de mi padre se cumplieron
de nuevo.
Llegaba yo del campo militar (era un rato delicioso manejar escuchando a “Tres
Patines” durante escasa media hora sin tener que ver enfermos) …y ya había
pacientes sentados a la mesa comiéndose una sopita mientras yo no estaba. No se
iba ni uno.
Poco a poco fui dejando todo por aquel
consultorio.
Fue como un regalo de Dios, pero como
decimos entre padrinos y ahijados en el mundo de las adicciones: “ten cuidado
con lo que le pides a Dios, porque capaz que te lo cumple”.
En aquellos dos o tres años entre l965 y
l967 mi vida diaria se desplazaba vertiginosamente desde Lindavista hasta los
rumbos del aeropuerto donde trabajé como oftalmólogo en el hospital infantil de
San Juan de Aragón, pasando por el Hospital Central Militar a donde iba para
mantenerme actualizado y seguirme perfeccionando, el Campo Militar, el
Sanatorio Español, el consultorio de Tacuba y el de Polanco. Además tenía que
llevar y traer pedidos de anteojos, medicamentos, acudir a cursos (fui durante
años y años a cursos y más cursos) y atender mis obligaciones como supuesto
buen padre de familia e hijo cariñoso y considerado.
Estas idas y venidas llegaron a ser más
adelante tan conflictivas por las obras del Circuito Interior que se iniciaron
en lo que era Cuitláhuac y Jacarandas (mis vías normales para el Español y el
Militar desde Lindavista) que tuve que aprender a andar en motocicleta.
Tenía, como ves, mi trabajo del Hospital
Español, de la Segunda Compañía de Sanidad en el Campo Militar Número Uno, el
consultorio de Polanco, otro que abrí con el oftalmólogo de marras del Español
en la calzada México Tacuba y una chamba como oftalmólogo en el Hospital
Infantil de San Juan de Aragón a la cual acudí muchos meses por no fallarle a
un querido maestro, director del mismo, quien me invitó, pero a la que acabé
por renunciar sin haber cobrado jamás un centavo, aunque, eso sí, teniendo que
checar tarjeta con un pendejo sombrerudo que se sentía dueño del hospital desde
su pinche caseta.
Insisto mucho en esto del trabajo excesivo
porque fue causa importante de mi caída en los psico estimulantes. Creía
firmemente en aquel poema de Gregorio Marañón, médico, pensador, escritor y
poeta madrileño, quien escribía:
“Vivir no es
sólo existir
sino existir
y crear,
saber gozar y
sufrir
y no dormir
sin soñar.
Descansar …es
empezar a morir”
Igual andaba volando con mi “carabela”
amarilla, motocicleta chafa de repartidor con la que aprendí (me costó doce mil
pesos nuevecita, de agencia …bueno …de juguetería o de mueblería, ya no me
acuerdo dónde las vendían, y tenía una calamidad de motor de dos tiempos _de
esos que hacen taca taca taca taca_ con una sola bujía que se le empapaba de
aceite a cada rato y cuya máquina sonaba como cuando le jalas el agua a un
excusado de esos antiguos de caja alta y cadena larga) como igual volaba poco
después con una BMW 900 de poca madre, negra con plateado y con dos Hondas
padrísimas, una “500” guinda y años después con otra Goldwing 1100 verde pasto,
con maletas, que pesaba más de 500 kilos.
Con
esta moto, muchos años después, me estrellé una noche contra un poste en pleno
Paseo de la Reforma al cerrárseme y aventarme contra el camellón un taxista
envidioso de mi moto y de mi chava, dando
por terminado con esto mis ardores motocicleteros. Ni ella ni yo
llevábamos casco …¡Cómo! ¡¿Presumir nuestros palmitos con las caras tapadas?!
Asun, mi esposa, quien era mi “chava” en aquel entonces , quedó inconsciente
tirada en la banqueta y yo, chorreando sangre con la nariz y un pómulo rotos y
vidrios de los anteojos amarillos (bien padrotes ¿no? dizque para manejo
nocturno) clavados en la piel cabelluda (que sangra un chingo), medio encuerado
pues me había quitado la camisa para limpiar la sangre de mi cara; no sabía si
levantarla a ella o a la moto que derramaba gasolina con peligro de
incendiarse, explotar y matarnos a los dos.
Una pareja joven nos ayudó. Mientras él y
yo levantábamos aquella moto que pesaba más que una vaca, ella reconfortaba a
Asun, que ya comenzaba a decir ..¿on toy? y a mover brazos y piernas …gracias a
Dios.
Asun no murió, como supondrán, y algo
después me regaló una motocicletita de unos cuantos centímetros que adornó mi
buró unos años hasta que se me quitó por completo la afición por las motos
…pero no el amor por ellas.
Pocas cosas hay que me hagan detener o
voltear cuando camino por la calle como no sea una buena motocicleta subida en
la banqueta. Las veo y las acaricio. Me encantan.
Una motocicleta grande y hermosa parada
junto a un portón vetusto de madera en Coyoacán, con el fondo de una barda de
piedra coronada de bugambilia, me parece que podría ser un poster perfecto para
anunciar la entrada al paraíso.
Eran tantas las prisas que a veces me
sorprendía jalando el agua del excusado al
sentarme a cagar antes de haber comenzado.
Pensar en que algún día llegaría a ser un
ciudadano que contara con tiempo de llevar su ropa a la tintorería (no tenía
que hacerlo, pero me parecía una bonita idea) me parecía una quimera.