EL T E R C E R
A Ñ O
(La Subresidencia)
En 1962 se inició la diáspora de mi
generación. Ya en diciembre algunos servicios quedaron escasos de médicos
internos porque los nuevos Mayores M. C. no se incorporarían hasta enero del 63
y los que ya se sabían no incluidos entre los diez que se quedarían un año más
se entregaban a presurosos preparativos de muy diversa índole pero, sobre todo,
a pedirle a los compañeros que se quedaban y que estaban en salas de privilegio
en ese momento, les cedieran alguna
hemorroidectomía, alguna safenectomía, alguna epidural …algún fórceps; en fin,
todo aquello que no habían alcanzado a practicar o a perfeccionar antes de
salir rumbo a sus destinos en las unidades militares distribuidas por todo el
país.
Era un secreto a voces que la mortalidad
infantil aumentaba en diciembre debido a la disminución de médicos internos en
Pediatría Médica, no así en Pediatría Quirúrgica, adonde se quitaban amígdalas
a montones y adonde también acudían los jóvenes médicos salientes como las moscas
al pastel en busca de una última oportunidad quirúrgica en algo que iba a ser
el pan nuestro de cada día.
Precisamente Arturo Moguel se mató una
noche por andar corriendo en el Periférico como loco entre un sanatorio de la
colonia Narvarte y el campo militar número uno en Naucalpan, de donde se había
salido subrepticiamente para ir a dar de alta a una niña operada por él de
amígdalas ese medio día, antes de recibirse una orden de acuartelamiento.
No tenía ni diez años de recibido, fue de
los primeros lugares de su generación y un ajedrecista maravilloso, alegre,
bueno para cantar ¿en qué no era brillante Moguel? pero la muerte lo esperaba
escondida en el puto culo de un camión de limpia estacionado en la madrugada,
sin señales, en el carril de alta velocidad cuando pasaba volando ya por la
curva de la Secretaría de la Defensa.
La marcas largas y negras que dejaron las
llantas de su hermoso y presumido Peugeot negro seminuevo en una rabiosa
frenada tratando de salirse al carril central, quedaron visibles por muchos
meses recordándome cada día que pasaba yo por ahí que las amígdalas que yo
llegué a operar en menos de quince minutos en Pediatría Quirúrgica, así como
llevaban al éxito y al dinero, también
me podían llevar a la muerte en menos que canta un gallo si los deberes
militares, las prisas y las angustias se conjugaban en mi contra; que mi cabeza
por muy brillante que fuera podía quedar deshecha contra cualquier objeto
innoble como quedó la de Arturo Moguel contra aquel camión cuando ya sólo
faltaba un último volantazo para librarlo …como quedó la cabeza y el cerebro
brillante de Pierre Curie cuando un carro tirado por caballos arrolló y tiró al
suelo a ese sabio presuroso y distraído, pasándole una rueda de hierro por
encima de su noble frente dejando aquella masa encefálica, ganadora de un
premio Nobel, mezclada con el lodo, la lluvia y el estiércol de aquellas calles
de París en los principios del siglo veinte.
Aquello de: “primero se sienta usted
cómodo” que me enseñó aquel médico que lo fue del Escuadrón 201 cuando me
preguntaba los pasos a seguir para puncionar un tórax con líquido pleural yo
siempre lo extendí en mi cacumen como “sin prisas”.
Me llamaba la atención, siendo cirujano en
formación, notar que los maestros más calmados eran los que menos tardaban en
sus operaciones, mientras que aquellos que se notaban presurosos se demoraban
más. Pronto aprendí que el secreto estaba en eliminar los ‘tiempos perdidos’.
Nada de movimientos inútiles, de puntos presurosos mal dados y vueltos a dar,
de instrumentos mal tomados.
Esos maestros desplazaban sus instrumentos
su talento y su tiempo sobre la mesa de operaciones como un sacerdote sus
implementos sagrados sobre el ara del altar.
El ambiente a veces alcanzaba alturas
místicas.
Incluso ante los errores, eran soberbios
mis maestros. Recuerdo una ocasión en que yo corté equivocadamente la pared de
la vejiga en una de mis primeras cesáreas y el Dr. Jiménez Miranda se me quedó
viendo como esperando mi reacción. Al ver que yo me había dado cuenta del
problema se sonrió y me dijo:
---- Mientras te des cuenta del error y
sepas repararlo, la situación no es grave. Malo si no te das cuenta y dejas la
vejiga abierta.
Ese era el gran secreto contra los errores:
saberlos detectar, reconocer, reparar …y no repetirlos. Porque si no, sucede lo
que con las psicosis y las neurosis: que las primeras no se sufren porque no se
reconocen por el paciente; porque se cree sano y está jodido. Tiene la vejiga
cerebral abierta rezumando meados del intelecto y se siente bien. El neurótico
tiene esperanzas porque se da cuenta de que algo está mal y trata de ponerle
remedio …bueno …cuando trata … que no es siempre, desgraciadamente.
A pesar de todas estas reflexiones ¡que
cerca estuve años después, de psicotizarme para siempre debido a las
bencedrinas que empecé a consumir durante los tres años de locura atendiendo
los grandes ranchos Jalapango y San Rafael de Texcoco! ...yo que tenía miedo de
tomar una aspirina por miedo a acostumbrarme a ella.
¡Cómo y con qué ferocidad llegó el
divorcio a mi vida muchos años después! cuando yo me había prometido
solemnemente que eso jamás me sucedería; como le sucedió a un coronel, viejo
maestro de Historia del Colegio Militar a quien conocí encamado en la sala de
Oftalmología por un ojo reventado en una situación impropia de su edad y quien
me platicaba de los horrores del divorcio cuando en Navidades o Reyes tenía que
andar acongojado brincando de casa en casa para estar un rato con la familia
recién abandonada y otro con la que intentaba establecer.
No cabe duda de que el famoso cuento
“Muerte en Teherán” es una joya psiquiátrica al respecto. Lo resumiré para
quienes no lo conozcan:
Un viejo y rico árabe paseaba por sus
jardines cuando se le acercó un vasallo desencajado, pidiéndole que le
facilitara el caballo más veloz para huir a Teherán, donde la muerte no lo
encontrara pues se le acababa de aparecer y temía que quisiera llevárselo esa
noche.
Así lo hizo el rico Jeque y un rato
después, en su palacio, se encontró por los pasillos a la muerte a quien le
dijo que no le anduviera espantando a los vasallos de tan fea manera.
La muerte le respondió:
---- Yo no intenté espantarlo, tan sólo le
manifesté mi extrañeza de verlo.
---- Y …¿por qué la extrañeza?
---- Porque debería estar esta noche en
Teherán …respondió la muerte.
Así nos sucedió a muchos. Algunos se
mataron accidentalmente …otros se suicidaron …otros sobrevivimos.
Al entrar como ‘residente’ de tercer año
iba a tener mayores oportunidades quirúrgicas, me iban a permitir operar como
cirujano cosas que nada más había operado como ayudante. Se me iba a dejar
correr más riesgos, se me iba a acercar más al éxito.
Me lo había ganado y no pensaba
desaprovecharlo.