"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

lunes, 25 de enero de 2016

Alma de Mayor (Parte I)

A L M A  D E  M A Y O R

LOS DOS PRIMEROS AÑOS

                                               (El internado)


     Fue de noche, cuando bajaban por la montaña los campesinos en larga fila india con una vela en la mano para iluminar el atajo, protegiendo la llama con el sombrero.

     Terminaba el once de diciembre de 1960 y sus cohetes nos hicieron creer que eran disparos de obús, siendo que eran saludos a la Virgen de Guadalupe, próxima a despertar el día de su santo aclamada con tamaño estruendo allá, por las montañas y grutas de Cacahuamilpa.

     Fue en aquel hospital móvil de campaña cuando un ordenanza me entregó, siendo capitán primero pasante de medicina, el oficio en que ya mi nombre figuraba por primera vez con el antepuesto: “Mayor M. C.”

     ‘Mayor Médico Cirujano’ ¡sí señor! ...y del Ejército Mexicano.

     Se me indicaba el día de enero de 1961 en que debía presentarme acuartelado en el Hospital Central Militar para iniciar mis dos años obligatorios de internado rotatorio.

     Había terminado ya la carrera de Médico Militar.

     Desde el día siguiente podría ostentar en mi gorra y sobre los hombros la dorada estrella de ‘mayor’.

     Las románticas y juveniles tres barras de capitán pasarían a ser un dulce recuerdo.

     Confieso que, aunque la ilusión por lucir la estrella más que ilusión fue obsesión desde que inicie los estudios en la Escuela Médico Militar, seis años atrás, me había encariñado tanto con el grado de capitán primero que no me hubiera importado quedarme toda la vida de capitán como Von Trapp, el de la Novicia Rebelde o el capitán Alatriste de Pérez Reverte.

     Con el grado de Mayor como personaje romántico solamente sabía de aquel fuerte personaje de la cinta mexicana “Viento Negro” al cual le decían “el mayor” pero por ser ‘el mayor hijo de la chingada’.

     A mayores alturas, ajenas a la Medicina, no rayaba dicho grado como símbolo apetecible dentro de mi marcado romanticismo, excepto por un personaje lleno de poesía: ‘el padre’; motivo central del poema “Algo Sobre la Muerte del Mayor Sabines”.

     ¿Se acuerdan cómo le lloraba Jaime a su padre muerto?

                            ...“Amo tus canas, tu mentón austero,
                        tu boca firme y tu mirada abierta,
                        tu pecho vasto y sólido y certero”.

     ¿Y cómo le reclamaba por su muerte?

    ...“Algo le falta al mundo y tú te has puesto
                        a empobrecerlo más, y a hacer, a solas
                        tus gentes tristes y tu Dios contento”.

     Más adelante, casi enojado, lo increpa:

…“Y mientras tú: el fuerte, el generoso,
                        el limpio de mentiras y de infamias,
                        te ocultas en la tierra, te remontas
                        a tu raíz oscura y desolada”.

     Nuestro gran poeta chiapaneco Jaime Sabines hizo lazos dolientes de hermandad, a cinco siglos de distancia, con Jorge Manrique, aquel famoso militar y poeta español, poseedor de un trecenazgo (comparable al grado de Mayor) de la Orden de Santiago; muerto en campaña y creador de las famosas “Coplas a la Muerte de Mi Padre” ¿se acuerdan? ...las leíamos en clase de literatura en secundaria y hasta las declamábamos en concursos.

                              “¿Qué se hizo el rey Don Juan?
                         ...los infantes de Aragón
                         ¿qué se hicieron?

                               ...¿Qué fue de tanto galán?
                          ...¿que fue de tanta invención
                          como trajeron? ...

      …Y así, páginas y páginas de largos poemas en que ambos desgranaron su dolor de y para, seres románticos que ostentaron el grado de Mayor y que con tal grado murieron.

     Yo tenía ese grado cuando perdí a mi padre, pero no supe hacer un poema largo que desahogara mi dolor. Sólo supe aferrarme a un fragmento de la “Elegía” de Miguel Hernández como una oración repetitiva durante los muchos meses que pasaron para que, siquiera por un día, dejara de pensar en él.

                   “No hay extensión más grande que mi herida;
                             lloro mi desventura y sus conjuntos,
                             y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
                             y sin calor de nadie y sin consuelo …
                             …voy, de mi corazón …a mis asuntos”.

     Pero no se crea por esto que el grado de Mayor tuvo ni tiene un significado triste para mí. Fue, ostentándolo, la insignia de una de las épocas más plenas y gloriosas de mi vida.

     Esto del cariño especial que le tuve al grado de capitán tenía, entre otras  razones de ser, una que debo explicar a quienes, leyéndome, desconozcan la secuencia del sistema mexicano de grados militares.

     Nuestro sistema es el francés y viene corriendo desde los tiempos de Maximiliano y Benito Juárez. Es un sistema “de tres en tres” a saber:

     Clases: (de una, a tres cintas) cabo, sargento segundo y sargento primero.

     Oficiales: (de una a tres barras) subteniente, teniente y capitán.

     Jefes: (de una a tres estrellas) mayor, teniente coronel y coronel.

     Generales: (igual pero con águila) brigadier, de brigada y de división.

      De esta manera es fácil comprender que siendo capitán se es el oficial de más alta graduación y siendo mayor se es el jefe de la menor. Sólo estando dispuesto a una muy larga lucha castrense (catorce años más, aparte de los seis de carrera, para llegar al ascenso a teniente coronel) podía yo darle significado de grandes alcances a este grado. Otro modo de honrarlo me parecía que era el hacer del grado de ‘mayor’ un paradigma permanente e inmutable de profesionalismo liberal y de excelencia, más orientado hacia la medicina que hacia la milicia, como lo habían logrado varios de mis grandes maestros permaneciendo con grado militar modesto pero con altísima graduación como médicos. Tal fue el caso de Don Raúl Fernández Doblado quien se aferró toda su larga vida al grado de ‘mayor’ rechazando toda posibilidad de ascenso castrense.

     Don Raúl fue maestro de maestros y el mejor ginecólogo y obstetra mexicano de su época.
   
     Desde aquí le rindo mi más sincera admiración y agradecimiento; querido maestro.

     Durante los estudios de la carrera no me fue raro escuchar a militares agregados al profesorado decirnos que uno era  militar antes que médico. Muchos no pensábamos así, entre ellos yo.

     Nunca me importó gran cosa, ya como médico, que al dirigirse a mi se omitiera mencionar mi grado, pero me encabronaba que se me dijese ‘señor’ en vez de ‘doctor’.

     Con los años aprendí que ser “señor” es más difícil.

     “Señor” se dice ‘dómine’ en Latín y de ahí viene la palabra: “Don”.

     No cualquiera es “Don”.

     Abundando en este sabroso tema quiero hacer notar que aquellos que en su correspondencia ponen: ‘Señor Don’ fulano de tal …avientan pleonasmos alegremente (‘Señor Señor’ fulano de tal) (hazme el chingado favor) pero que sí se vale poner ‘Señora Doña’ fulana de tal …a ver …a ver …¿por qué? …¿no que llevaste lengua y literatura española en secundaria y etimologías griegas y latinas en el bachillerato?

     Pues porque ‘doña’ no viene de ‘señora’ sino de ‘dueña’.

     ¿Ya ves que bonito es ir a clases en preparatoria en vez de andar de pinta “disfrutando” de tu juventud? …¡Papá! ¡déjame disfrutar mi juventud! …¿te suena? …y luego, ya de general, ya de ministro, andas haciendo el oso sin saber redactar ni el sobre de una carta …¿no te digo?

    En aquellos tiempos los lanzamientos hacia los altos grados y puestos llegaban por si solos a médicos militares destacados en su profesión, quienes contando con el reconocimiento y simpatía de altos funcionarios militares y/o políticos eran invitados a ocuparlos sin haber hecho cursos especiales en altas y avanzadas escuelas puramente militares …que si la Escuela Superior de Guerra …que si el Colegio de Defensa Nacional …como sucedió años después.

     Incluso hoy en día habemos quienes tememos por el mantenimiento de la excelencia de los médicos militares porque muchos hay que le dan enorme importancia a ocupar puestos ‘con nivel’, es decir, puestos en los que, por haber cierto manejo y mando de personal y haberes, se le otorga a quien lo ostenta un sueldo notablemente mayor que si tiene un puesto nada más salvando vidas ¿qué te parece? …sin comentarios.
    
     Pido disculpas por este breve “interpeluso” (como diría una querida amiga ‘bachillerata’) y esperando que no me hayan soltado el hilo del interés les contaré cómo era el hábitat en que me tocó vivir durante no dos sino cuatro largos años en el querido Hospital Central Militar de la Ciudad de México.

     Este hospital se veía por las noches, desde la ventana de mi cuarto, siendo cadete, como un enorme y majestuoso trasatlántico lleno de luces que lo iluminaban. Luces blancas, azules, amarillas y rojas parpadeando en sus torres y antenas. Quirófanos y salas llenas de luz, lugares dentro de los cuales mi fantasía me hacía presentir grandes emociones. Grandes dramas.

     Me parecía grande y bello, mucho más que el “Titanic” (o que el reciente “Oasis de los Mares” cinco veces mayor).

     Cobijaba en su seno a unos mil pacientes internados, lo cual era una cantidad importante considerando que en aquellos años la ciudad era menor, limpia y tranquila. Que por las noches podía uno identificar las constelaciones desde cualquier azotea o espacio abierto como lo fue la explanada de la Escuela aquella noche en que, seis años antes, estuve hecho un idiota, uniformado y a pie firme, esperando a que bajaran todos los alumnos creyendo; recién ingresado y novateado, que el toque de “silencio” había sido “llamada de tropa”.

     Durante el día, calculo que entre personal y pacientes, tanto internos como externos, albergaba una cantidad cercana a las cinco mil almas en una jornada de veinticuatro horas común y corriente.
    
     El supuesto mar donde navegaba mi trasatlántico eran enormes espacios abiertos en los que no solamente se estacionaban coches, se pasaban listas, se izaba o arriaba la bandera, sino que sobraba espacio para que el Dr. José Guadalupe Martín del Campo Barba (nombre largo al igual que su ilustre trayectoria) paseara su originalidad, audacia y talento subido en una calesa tirada por su gran caballo prieto cuarto de milla a través de los jardines y altos árboles de nuestro hospital. Desde las ventanas lo veíamos con regocijo y envidia. Era tan alto aquel caballo, el cual no solo tiraba de la calesa sino que otras veces era montado por el querido maestro, que cuando, cabalgando encima del mismo salió un buen día a curiosear las obras del Anillo Periférico; sumergido confiadamente en su montura y en sus pensamientos, inmerso en tan ruidoso ámbito, el animal dio un reparo y don Guadalupe cayó lejos, rompiéndose una pierna. Asunto que, aunque él aseguró a medio mundo que no lo alejaría del caballo y que volvería a montar al mismo animal y por los mismos lugares; lo alejó ya para siempre de la equitación y sus paseos a caballo por el Anillo Periférico apenas en obra.

     Era el doctor Martín del Campo jefe del departamento de 'Terapia Ocupacional. Prótesis Faciales y de Extremidades' del Hospital Central Militar; creador de prótesis cosméticas reconocidas y solicitadas en el mundo entero; escultor y artista consumado cuyas obras escultóricas como: 'El Jarabe Tapatío', ‘Minerva', 'Danza de Centauros' y varias más han sido objeto de alabanza y merecido reconocimiento en nuestro país.

     Poca gente  sabe que el monumento que mejor ensalza el espíritu del Ejército Mexicano, el del “Conscripto”, levantado en la avenida del mismo nombre, frente al Campo Militar Número Uno, el cual está dedicado al apoyo del soldado, …no a los oficiales, …no a los jefes, …no a los generales, es obra de este médico militar, quien supo amar más al soldado que al ‘puesto con nivel’.

     …Ahí queda eso.
    
     Hermoso y amplio entorno hospitalario en aquel entonces lleno de soledad aparente y romanticismo real adonde siendo yo médico interno estacionaba lejanamente mi coche entre los árboles de atrás del auditorio durante algunos descansos domingueros y en su interior sostenía con la novia calurosas entrevistas.

     Al pie de un alto y frondoso árbol de este lugar enterré a una criatura producto de pocas semanas de gestación que mi esposa y yo tuvimos la pena de perder en el primer embarazo.

     Esta pérdida me pinta de espíritu entero en aquellos años pues habiendo quedado el cuerpecito, midiendo menos de dos centímetros, en un lugar accesible, lo recogí y le pregunté por teléfono a mi tío Eduardo, el sacerdote tan querido, acerca de qué pasos seguir conforme a nuestra religión.

     Me contestó que lo descubriera de cualquier membrana que lo estuviera tapando, y le goteara después agua, diciendo: “yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” …y a continuación lo enterrara en algún lugar respetable y bienamado.

     Así lo hice, envolviéndolo después en un pañuelo de papel, adentro de una caja de cerillos, siguiendo al pié de la letra sus instrucciones saltándome a la torera el supuesto aunque no especificado “amén” y agregando “con el nombre de Eduardo” pues ya se le notaba que era un hombrecito que, si no estaba muerto a la hora del bautizo, llegaría derechito al cielo y no se quedaría de bobalicón en el limbo por toda la eternidad.

     Desde ahí debo haber tenido siempre un angelillo de abogado al cual sigo idealizando como algo real pues creo que para mi ángel de la guarda solitario, sin un secretario particular, hubiera sido mucho trabajo sacarme vivo y con sano juicio de tan agitada vida como la que llevé ya fuera del ejército años después.

     …Y aunque hace ya muchos años que mi espiritualidad no está poblada por figuras angelicales ...sí …estoy seguro de que he tenido un par de atentos, amorosos y fieles cuidadores incansables en ellos.


     Que nadie diga que no estoy dispuesto a dar el beneficio de la duda posible a tan tiernas e improbables creencias, ya que soy un fiel promotor ante mis ahijados de las palabras escritas por el insigne psiquiatra norteamericano William James, quien sostiene en su bella e importante obra “Las Variaciones de la Experiencia Religiosa” algo que de mucho me ha servido y consolado: “lo que tú crees, si te funciona; es lo verdadero” … y yo digo una vez más …“ahí queda eso” …como dicen los buenos toreros después de dar un recorte pinturero y poner a la plaza en pie con tan sólo un detalle.