A L M A D E M
A Y O R
LOS DOS PRIMEROS AÑOS
(El internado)
Fue de noche, cuando bajaban por la
montaña los campesinos en larga fila india con una vela en la mano para
iluminar el atajo, protegiendo la llama con el sombrero.
Terminaba el once de diciembre de 1960 y
sus cohetes nos hicieron creer que eran disparos de obús, siendo que eran
saludos a la Virgen de Guadalupe, próxima a despertar el día de su santo
aclamada con tamaño estruendo allá, por las montañas y grutas de Cacahuamilpa.
Fue en aquel hospital móvil de campaña
cuando un ordenanza me entregó, siendo capitán primero pasante de medicina, el
oficio en que ya mi nombre figuraba por primera vez con el antepuesto: “Mayor
M. C.”
‘Mayor Médico Cirujano’ ¡sí señor! ...y
del Ejército Mexicano.
Se me indicaba el día de enero de 1961 en
que debía presentarme acuartelado en el Hospital Central Militar para iniciar
mis dos años obligatorios de internado rotatorio.
Había terminado ya la carrera de Médico
Militar.
Desde el día siguiente podría ostentar en
mi gorra y sobre los hombros la dorada estrella de ‘mayor’.
Las románticas y juveniles tres barras de
capitán pasarían a ser un dulce recuerdo.
Confieso que, aunque la ilusión por lucir
la estrella más que ilusión fue obsesión desde que inicie los estudios en la
Escuela Médico Militar, seis años atrás, me había encariñado tanto con el grado
de capitán primero que no me hubiera importado quedarme toda la vida de capitán
como Von Trapp, el de la Novicia Rebelde o el capitán Alatriste de Pérez
Reverte.
Con el grado de Mayor como personaje
romántico solamente sabía de aquel fuerte personaje de la cinta mexicana
“Viento Negro” al cual le decían “el mayor” pero por ser ‘el mayor hijo de la
chingada’.
A mayores alturas, ajenas a la Medicina,
no rayaba dicho grado como símbolo apetecible dentro de mi marcado
romanticismo, excepto por un personaje lleno de poesía: ‘el padre’; motivo
central del poema “Algo Sobre la Muerte del Mayor Sabines”.
¿Se acuerdan cómo le lloraba Jaime a su
padre muerto?
...“Amo tus canas,
tu mentón austero,
tu boca firme y tu
mirada abierta,
tu pecho vasto y sólido
y certero”.
¿Y cómo le reclamaba por su muerte?
...“Algo le falta al mundo y tú te has
puesto
a empobrecerlo más, y a
hacer, a solas
tus gentes tristes y tu
Dios contento”.
Más adelante, casi enojado, lo increpa:
…“Y mientras tú: el fuerte, el
generoso,
el limpio de mentiras y
de infamias,
te ocultas en la
tierra, te remontas
a tu raíz oscura y
desolada”.
Nuestro gran poeta chiapaneco Jaime
Sabines hizo lazos dolientes de hermandad, a cinco siglos de distancia, con
Jorge Manrique, aquel famoso militar y poeta español, poseedor de un trecenazgo
(comparable al grado de Mayor) de la Orden de Santiago; muerto en campaña y
creador de las famosas “Coplas a la Muerte de Mi Padre” ¿se acuerdan? ...las leíamos
en clase de literatura en secundaria y hasta las declamábamos en concursos.
“¿Qué se hizo el
rey Don Juan?
...los infantes de
Aragón
¿qué se hicieron?
...¿Qué fue de
tanto galán?
...¿que fue de tanta
invención
como trajeron? ...
…Y así, páginas y páginas de largos
poemas en que ambos desgranaron su dolor de y para, seres románticos que
ostentaron el grado de Mayor y que con tal grado murieron.
Yo tenía ese grado cuando perdí a mi
padre, pero no supe hacer un poema largo que desahogara mi dolor. Sólo supe
aferrarme a un fragmento de la “Elegía” de Miguel Hernández como una oración
repetitiva durante los muchos meses que pasaron para que, siquiera por un día,
dejara de pensar en él.
“No hay extensión más grande
que mi herida;
lloro mi
desventura y sus conjuntos,
y siento más tu
muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de
nadie y sin consuelo …
…voy, de mi
corazón …a mis asuntos”.
Pero no se crea por esto que el grado de
Mayor tuvo ni tiene un significado triste para mí. Fue, ostentándolo, la
insignia de una de las épocas más plenas y gloriosas de mi vida.
Esto del cariño especial que le tuve al
grado de capitán tenía, entre otras razones de ser, una que debo explicar a
quienes, leyéndome, desconozcan la secuencia del sistema mexicano de grados
militares.
Nuestro sistema es el francés y viene
corriendo desde los tiempos de Maximiliano y Benito Juárez. Es un sistema “de
tres en tres” a saber:
Clases: (de una, a tres cintas) cabo,
sargento segundo y sargento primero.
Oficiales: (de una a tres barras)
subteniente, teniente y capitán.
Jefes: (de una a tres estrellas) mayor,
teniente coronel y coronel.
Generales: (igual pero con águila)
brigadier, de brigada y de división.
De esta manera es fácil comprender que
siendo capitán se es el oficial de más alta graduación y siendo mayor se es el
jefe de la menor. Sólo estando dispuesto a una muy larga lucha castrense
(catorce años más, aparte de los seis de carrera, para llegar al ascenso a
teniente coronel) podía yo darle significado de grandes alcances a este grado.
Otro modo de honrarlo me parecía que era el hacer del grado de ‘mayor’ un
paradigma permanente e inmutable de profesionalismo liberal y de excelencia,
más orientado hacia la medicina que hacia la milicia, como lo habían logrado
varios de mis grandes maestros permaneciendo con grado militar modesto pero con
altísima graduación como médicos. Tal fue el caso de Don Raúl Fernández Doblado
quien se aferró toda su larga vida al grado de ‘mayor’ rechazando toda
posibilidad de ascenso castrense.
Don Raúl fue maestro de maestros y el
mejor ginecólogo y obstetra mexicano de su época.
Desde aquí le rindo mi más sincera
admiración y agradecimiento; querido maestro.
Durante los estudios de la carrera no me
fue raro escuchar a militares agregados al profesorado decirnos que uno
era militar antes que médico. Muchos no
pensábamos así, entre ellos yo.
Nunca me importó gran cosa, ya como
médico, que al dirigirse a mi se omitiera mencionar mi grado, pero me
encabronaba que se me dijese ‘señor’ en vez de ‘doctor’.
Con los años aprendí que ser “señor” es más
difícil.
“Señor” se dice ‘dómine’ en Latín y de ahí
viene la palabra: “Don”.
No cualquiera es “Don”.
Abundando en este sabroso tema quiero
hacer notar que aquellos que en su correspondencia ponen: ‘Señor Don’ fulano de
tal …avientan pleonasmos alegremente (‘Señor Señor’ fulano de tal) (hazme el
chingado favor) pero que sí se vale poner ‘Señora Doña’ fulana de tal …a ver …a
ver …¿por qué? …¿no que llevaste lengua y literatura española en secundaria y
etimologías griegas y latinas en el bachillerato?
Pues porque ‘doña’ no viene de ‘señora’
sino de ‘dueña’.
¿Ya ves que bonito es ir a clases en
preparatoria en vez de andar de pinta “disfrutando” de tu juventud? …¡Papá!
¡déjame disfrutar mi juventud! …¿te suena? …y luego, ya de general, ya de
ministro, andas haciendo el oso sin saber redactar ni el sobre de una carta
…¿no te digo?
En aquellos tiempos los lanzamientos hacia
los altos grados y puestos llegaban por si solos a médicos militares destacados
en su profesión, quienes contando con el reconocimiento y simpatía de altos
funcionarios militares y/o políticos eran invitados a ocuparlos sin haber hecho
cursos especiales en altas y avanzadas escuelas puramente militares …que si la
Escuela Superior de Guerra …que si el Colegio de Defensa Nacional …como sucedió
años después.
Incluso hoy en día habemos quienes tememos
por el mantenimiento de la excelencia de los médicos militares porque muchos
hay que le dan enorme importancia a ocupar puestos ‘con nivel’, es decir,
puestos en los que, por haber cierto manejo y mando de personal y haberes, se
le otorga a quien lo ostenta un sueldo notablemente mayor que si tiene un
puesto nada más salvando vidas ¿qué te parece? …sin comentarios.
Pido disculpas por este breve
“interpeluso” (como diría una querida amiga ‘bachillerata’) y esperando que no
me hayan soltado el hilo del interés les contaré cómo era el hábitat en que me
tocó vivir durante no dos sino cuatro largos años en el querido Hospital
Central Militar de la Ciudad de México.
Este hospital se veía por las noches,
desde la ventana de mi cuarto, siendo cadete, como un enorme y majestuoso
trasatlántico lleno de luces que lo iluminaban. Luces blancas, azules,
amarillas y rojas parpadeando en sus torres y antenas. Quirófanos y salas
llenas de luz, lugares dentro de los cuales mi fantasía me hacía presentir
grandes emociones. Grandes dramas.
Me parecía grande y bello, mucho más que
el “Titanic” (o que el reciente “Oasis de los Mares” cinco veces mayor).
Cobijaba en su seno a unos mil pacientes
internados, lo cual era una cantidad importante considerando que en aquellos
años la ciudad era menor, limpia y tranquila. Que por las noches podía uno
identificar las constelaciones desde cualquier azotea o espacio abierto como lo
fue la explanada de la Escuela aquella noche en que, seis años antes, estuve
hecho un idiota, uniformado y a pie firme, esperando a que bajaran todos los
alumnos creyendo; recién ingresado y novateado, que el toque de “silencio”
había sido “llamada de tropa”.
Durante el día, calculo que entre personal
y pacientes, tanto internos como externos, albergaba una cantidad cercana a las
cinco mil almas en una jornada de veinticuatro horas común y corriente.
El supuesto mar donde navegaba mi
trasatlántico eran enormes espacios abiertos en los que no solamente se
estacionaban coches, se pasaban listas, se izaba o arriaba la bandera, sino que
sobraba espacio para que el Dr. José Guadalupe Martín del Campo Barba (nombre
largo al igual que su ilustre trayectoria) paseara su originalidad, audacia y
talento subido en una calesa tirada por su gran caballo prieto cuarto de milla
a través de los jardines y altos árboles de nuestro hospital. Desde las
ventanas lo veíamos con regocijo y envidia. Era tan alto aquel caballo, el cual
no solo tiraba de la calesa sino que otras veces era montado por el querido
maestro, que cuando, cabalgando encima del mismo salió un buen día a curiosear
las obras del Anillo Periférico; sumergido confiadamente en su montura y en sus
pensamientos, inmerso en tan ruidoso ámbito, el animal dio un reparo y don
Guadalupe cayó lejos, rompiéndose una pierna. Asunto que, aunque él aseguró a
medio mundo que no lo alejaría del caballo y que volvería a montar al mismo
animal y por los mismos lugares; lo alejó ya para siempre de la equitación y
sus paseos a caballo por el Anillo Periférico apenas en obra.
Era el doctor Martín del Campo jefe del
departamento de 'Terapia Ocupacional. Prótesis Faciales y de Extremidades' del
Hospital Central Militar; creador de prótesis cosméticas reconocidas y
solicitadas en el mundo entero; escultor y
artista consumado cuyas obras escultóricas como: 'El Jarabe Tapatío', ‘Minerva',
'Danza de Centauros' y varias más han sido objeto de alabanza y merecido
reconocimiento en nuestro país.
Poca gente
sabe que el monumento que mejor ensalza el espíritu del Ejército
Mexicano, el del “Conscripto”, levantado en la avenida del mismo nombre, frente
al Campo Militar Número Uno, el cual está dedicado al apoyo del soldado, …no a
los oficiales, …no a los jefes, …no a los generales, es obra de este médico
militar, quien supo amar más al soldado que al ‘puesto con nivel’.
…Ahí queda eso.
Hermoso y amplio entorno hospitalario en
aquel entonces lleno de soledad aparente y romanticismo real adonde siendo yo
médico interno estacionaba lejanamente mi coche entre los árboles de atrás del
auditorio durante algunos descansos domingueros y en su interior sostenía con
la novia calurosas entrevistas.
Al pie de un alto y frondoso árbol de este
lugar enterré a una criatura producto de pocas semanas de gestación que mi
esposa y yo tuvimos la pena de perder en el primer embarazo.
Esta pérdida me pinta de espíritu entero
en aquellos años pues habiendo quedado el cuerpecito, midiendo menos de dos
centímetros, en un lugar accesible, lo recogí y le pregunté por teléfono a mi
tío Eduardo, el sacerdote tan querido, acerca de qué pasos seguir conforme a
nuestra religión.
Me contestó que lo descubriera de
cualquier membrana que lo estuviera tapando, y le goteara después agua,
diciendo: “yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo” …y a continuación lo enterrara en algún lugar respetable y bienamado.
Así lo hice, envolviéndolo después en un
pañuelo de papel, adentro de una caja de cerillos, siguiendo al pié de la letra
sus instrucciones saltándome a la torera el supuesto aunque no especificado
“amén” y agregando “con el nombre de Eduardo” pues ya se le notaba que era un
hombrecito que, si no estaba muerto a la hora del bautizo, llegaría derechito
al cielo y no se quedaría de bobalicón en el limbo por toda la eternidad.
Desde ahí debo haber tenido siempre un
angelillo de abogado al cual sigo idealizando como algo real pues creo que para
mi ángel de la guarda solitario, sin un secretario particular, hubiera sido
mucho trabajo sacarme vivo y con sano juicio de tan agitada vida como la que
llevé ya fuera del ejército años después.
…Y aunque hace ya muchos años que mi
espiritualidad no está poblada por figuras angelicales ...sí …estoy seguro de
que he tenido un par de atentos, amorosos y fieles cuidadores incansables en
ellos.
Que nadie diga que no estoy dispuesto a
dar el beneficio de la duda posible a tan tiernas e improbables creencias, ya
que soy un fiel promotor ante mis ahijados de las palabras escritas por el
insigne psiquiatra norteamericano William James, quien sostiene en su bella e
importante obra “Las Variaciones de la Experiencia Religiosa” algo que de mucho
me ha servido y consolado: “lo que tú
crees, si te funciona; es lo verdadero” …
y yo digo una vez más …“ahí queda eso” …como dicen los buenos toreros después
de dar un recorte pinturero y poner a la plaza en pie con tan sólo un detalle.
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