"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

martes, 15 de marzo de 2016

Alma de Mayor (Parte 4)

Pues el Hospital Militar de Chilpancingo pasó por entre el número de mis servicios durante los primeros dos años de internado rotatorio y me dejó el corazón encariñado con una ciudad que quedó olvidada fuera de la carretera principal que lleva al puerto de Acapulco. Tan poco parecida era a una verdadera capital de un estado de nuestra república, y tantas carencias tenía, que una mañana, necesitando un diccionario inglés–español, me la pasé recorriendo el centro de la ciudad y no lo pude encontrar.

     Este paso por los hospitales militares regionales me dio poco aprendizaje médico quirúrgico, pero mucho en asuntos particulares y colectivos de otro tipo, como el de no querer llegar a ser como aquél médico militar de Irapuato con siete esposas, localizable en cualquiera de sus siete casas donde lo mangoneaban y explotaban mientras él andaba empistolado sintiéndose un gran hombre. O el de darme cuenta por vez primera que el ejército y la Iglesia Católica se parecían en eso de la necesidad de rotación y falta de apego, cuando supe que el batallón de tropa oaxaqueña recién llegado a Chilpancingo arribaba en sustitución de uno cuyos elementos se negaron a participar en alguna ruda maniobra contra la población civil ya que ésta se hallaba pletórica de compadres, maestros y amigos de los soldados, relación que se fue formando durante los largos años de acantonamiento en ese lugar.

     También me di cuenta de que una capital como Chilpancingo, pequeña  para el Estado de Guerrero, en comparación con Acapulco, nunca podría parecerse a esas pequeñas grandes capitales de los extensos estados norteamericanos tales como …a ver …a ver …¿cuál es la capital de Texas? ...no …no es Houston …ni Dallas …¡es Austin mi amig@! …¿y la de Californía? ...¿es Los Ángeles? ...no …no …¿San Francisco? ¡no hombre no! ...¡es Sacramento! …¿y la de Luisiana? ...¿¿qué es Nueva Orleáns?? ...¡qué va! ...¡acuérdate! ...es Baton Rouge …¿no te digo?

     Lástima que no podamos hacer lo mismo con nuestro Distrito Federal y mandar a un lugar lejano a nuestros millones de burócratas con todos los que viven de cortarles el pelo, venderles tacos y ‘me late’, ofrecerles sexo, mercado sobre ruedas, servicios médicos y funerarios por no decir más que un pelillo de los que me acuerdo en este momento.

     Los dos años de internado rotatorio en el Hospital Central Militar consideraban todavía otro mes fuera de su seno y era en el Hospital Militar de Tuberculosos de Tlalpan.

     También ahí me pasé un mes invernal y vale la pena hablar de él antes de entrar ya de lleno a mi paso por los servicios del gran y querido “Titanic” de las Lomas de Sotelo.

     Este hospital, ya desaparecido, más que un hospital eran tres hangares, uno para hombres y dos para mujeres …¡qué chingo de mujeres jodidas por abnegadas! ...les voy a explicar.

      Cada hangar tenía alineadas de cada lado unas treinta camas, o sea que en dos hangares dormían y algunas hacían el amor unas con otras, ciento veinte mujeres que tosían con espesas burbujas de sangre y que sólo eran dadas de alta por defunción; nunca por ya estar controladas bajo tratamiento, y mucho menos por curación.

     En el hangar de hombres sí se daban este tipo de altas …es más, eran la regla. ¿Por qué eran así las cosas si la atención era la misma? ...pues porque esas abnegadas compañeras y madres mexicanas buscaban atención cuando ya era tarde; cuando por estar preparando ‘boilers’ de leña, comidas, tareas escolares de sus mongoles y mil y una abnegaciones más, se atendían cuando ya tenían cavernas sangrantes en los pulmones y …lo que es peor …ya habían contagiado a medio mundo.

     Pero si nuestras enfermitas estaban así, peor estaban todavía las del cercano hospital civil de mujeres tuberculosas de San Fernando. Era sumamente doloroso verlas famélicas, tosijosas y deshilachadas coquetear con la tropa desde las ventanas y desde la banqueta de enfrente (andaban sueltas las pobres, como perro sin dueño), con la ilusión de recibir un poco de amor y medicinas a través de algún sardo incauto y calenturiento.

     Recuerdo haberme pasado tardes enteras escogiendo algo para ellas entre nuestras cajas de muestras médicas atiborradas y en completo desorden. Infinidad de ellas ya vencidas o a medio usar.

     Recuerdo también las gélidas madrugadas en que la ternura hecha mujer en forma de veterana afanadora me despertaba con el:

     ---- Mi mayor: ya está listo su boiler …y luego …¿qué va a querer pa’ desayunar?

     No estoy hablando de un pueblo como Batopilas en el culo de la Barranca del Cobre. Estoy hablando de Tlalpan en el Distrito Federal hace apenas cincuenta años.

     Como todos mis comienzos, la etapa de mi vida en el Hospital Central Militar requirió de ajustes importantes. A los meses de Chilpancingo, Irapuato y Tlalpan, se sumaron otros de nula actividad quirúrgica como lo fueron: Consulta Externa, Banco de Sangre y Patología. Esos seis meses fueron la cuarta parte de mis dos años de internado, y mientras otros compañeros se desvivían por atender partos, poner fórceps, anestesias raquídeas y epidurales, operar apéndices, várices, hernias, circuncisiones y todo lo que buenamente se le concedía hacer a un médico interno de primero y segundo año, yo lo tomaba con calma pues durante el año de pasante tuve múltiples oportunidades en el Sanatorio Durango. Además, a los pocos meses de iniciado el internado decidí hacerme oftalmólogo con la cándida seguridad de que iba a recibir el apoyo de un general de cuyo apellido no quiero acordarme; Oficial Mayor de la Secretaría de la Defensa Nacional, quien era supuesto amigo de Don Pancho Noriega ese espléndido y querido ser humano que fue mi suegro y uno de mis ‘personajes inolvidables’.

     Hombre éste asturiano, ojiverde, corpulento y sumamente apuesto que me daba terror al principio, pero con quien años después compartía raudos desplazamientos en motocicleta (él aferrado a mi espalda) rumbo a lejanos torneos de Tae Kwon Do a los que me acompañaba gustosísimo.


     Tuve la suerte de contar con un suegro así en mi primer matrimonio (el de mi segundo matrimonio no tuve oportunidad de conocerlo) y de una suegra maravillosa de mi segundo matrimonio con quien me sentaba los domingos, después de comer, a ver los toros en la televisión disfrutando y comentando la corrida si era buena, o quedándonos dormidos roncando plácidamente si era mala.