Pues el Hospital Militar de
Chilpancingo pasó por entre el número de mis servicios durante los primeros dos
años de internado rotatorio y me dejó el corazón encariñado con una ciudad que
quedó olvidada fuera de la carretera principal que lleva al puerto de Acapulco.
Tan poco parecida era a una verdadera capital de un estado de nuestra
república, y tantas carencias tenía, que una mañana, necesitando un diccionario
inglés–español, me la pasé recorriendo el centro de la ciudad y no lo pude
encontrar.
Este paso por los hospitales militares
regionales me dio poco aprendizaje médico quirúrgico, pero mucho en asuntos
particulares y colectivos de otro tipo, como el de no querer llegar a ser como
aquél médico militar de Irapuato con siete esposas, localizable en cualquiera
de sus siete casas donde lo mangoneaban y explotaban mientras él andaba
empistolado sintiéndose un gran hombre. O el de darme cuenta por vez primera
que el ejército y la Iglesia Católica se parecían en eso de la necesidad de
rotación y falta de apego, cuando supe que el batallón de tropa oaxaqueña
recién llegado a Chilpancingo arribaba en sustitución de uno cuyos elementos se
negaron a participar en alguna ruda maniobra contra la población civil ya que
ésta se hallaba pletórica de compadres, maestros y amigos de los soldados,
relación que se fue formando durante los largos años de acantonamiento en ese
lugar.
También me di cuenta de que una capital
como Chilpancingo, pequeña para el
Estado de Guerrero, en comparación con Acapulco, nunca podría parecerse a esas
pequeñas grandes capitales de los extensos estados norteamericanos tales como
…a ver …a ver …¿cuál es la capital de Texas? ...no …no es Houston …ni Dallas
…¡es Austin mi amig@! …¿y la de Californía? ...¿es Los Ángeles? ...no …no …¿San
Francisco? ¡no hombre no! ...¡es Sacramento! …¿y la de Luisiana? ...¿¿qué es
Nueva Orleáns?? ...¡qué va! ...¡acuérdate! ...es Baton Rouge …¿no te digo?
Lástima que no podamos hacer lo mismo con
nuestro Distrito Federal y mandar a un lugar lejano a nuestros millones de
burócratas con todos los que viven de cortarles el pelo, venderles tacos y ‘me
late’, ofrecerles sexo, mercado sobre ruedas, servicios médicos y funerarios
por no decir más que un pelillo de los que me acuerdo en este momento.
Los dos años de internado rotatorio en el
Hospital Central Militar consideraban todavía otro mes fuera de su seno y era
en el Hospital Militar de Tuberculosos de Tlalpan.
También ahí me pasé un mes invernal y vale
la pena hablar de él antes de entrar ya de lleno a mi paso por los servicios
del gran y querido “Titanic” de las Lomas de Sotelo.
Este hospital, ya desaparecido, más que un
hospital eran tres hangares, uno para hombres y dos para mujeres …¡qué chingo
de mujeres jodidas por abnegadas! ...les voy a explicar.
Cada hangar tenía alineadas de cada lado
unas treinta camas, o sea que en dos hangares dormían y algunas hacían el amor
unas con otras, ciento veinte mujeres que tosían con espesas burbujas de sangre
y que sólo eran dadas de alta por defunción; nunca por ya estar controladas bajo
tratamiento, y mucho menos por curación.
En el hangar de hombres sí se daban este
tipo de altas …es más, eran la regla. ¿Por qué eran así las cosas si la
atención era la misma? ...pues porque esas abnegadas compañeras y madres
mexicanas buscaban atención cuando ya era tarde; cuando por estar preparando
‘boilers’ de leña, comidas, tareas escolares de sus mongoles y mil y una
abnegaciones más, se atendían cuando ya tenían cavernas sangrantes en los
pulmones y …lo que es peor …ya habían contagiado a medio mundo.
Pero si nuestras enfermitas estaban así,
peor estaban todavía las del cercano hospital civil de mujeres tuberculosas de
San Fernando. Era sumamente doloroso verlas famélicas, tosijosas y
deshilachadas coquetear con la tropa desde las ventanas y desde la banqueta de
enfrente (andaban sueltas las pobres, como perro sin dueño), con la ilusión de
recibir un poco de amor y medicinas a través de algún sardo incauto y
calenturiento.
Recuerdo haberme pasado tardes enteras
escogiendo algo para ellas entre nuestras cajas de muestras médicas atiborradas
y en completo desorden. Infinidad de ellas ya vencidas o a medio usar.
Recuerdo también las gélidas madrugadas en
que la ternura hecha mujer en forma de veterana afanadora me despertaba con el:
---- Mi mayor: ya está listo su boiler …y
luego …¿qué va a querer pa’ desayunar?
No estoy hablando de un pueblo como
Batopilas en el culo de la Barranca del Cobre. Estoy hablando de Tlalpan en el
Distrito Federal hace apenas cincuenta años.
Como todos mis comienzos, la etapa de mi
vida en el Hospital Central Militar requirió de ajustes importantes. A los
meses de Chilpancingo, Irapuato y Tlalpan, se sumaron otros de nula actividad
quirúrgica como lo fueron: Consulta Externa, Banco de Sangre y Patología. Esos
seis meses fueron la cuarta parte de mis dos años de internado, y mientras
otros compañeros se desvivían por atender partos, poner fórceps, anestesias
raquídeas y epidurales, operar apéndices, várices, hernias, circuncisiones y todo
lo que buenamente se le concedía hacer a un médico interno de primero y segundo
año, yo lo tomaba con calma pues durante el año de pasante tuve múltiples
oportunidades en el Sanatorio Durango. Además, a los pocos meses de iniciado el
internado decidí hacerme oftalmólogo con la cándida seguridad de que iba a
recibir el apoyo de un general de cuyo apellido no quiero acordarme; Oficial
Mayor de la Secretaría de la Defensa Nacional, quien era supuesto amigo de Don
Pancho Noriega ese espléndido y querido ser humano que fue mi suegro y uno de
mis ‘personajes inolvidables’.
Hombre éste asturiano, ojiverde,
corpulento y sumamente apuesto que me daba terror al principio, pero con quien
años después compartía raudos desplazamientos en motocicleta (él aferrado a mi
espalda) rumbo a lejanos torneos de Tae Kwon Do a los que me acompañaba
gustosísimo.
Tuve la suerte de contar con un suegro así
en mi primer matrimonio (el de mi segundo matrimonio no tuve oportunidad de
conocerlo) y de una suegra maravillosa de mi segundo matrimonio con quien me
sentaba los domingos, después de comer, a ver los toros en la televisión
disfrutando y comentando la corrida si era buena, o quedándonos dormidos
roncando plácidamente si era mala.
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