Para ilustrar esto contaré una anécdota de
Manolo, mi ahora muy querido hermano mayor (de adolescente era insoportable, el
cabrón) a quien desde aquí rindo homenaje como hombre sabio entre los sabios,
intolerante entre los intolerantes y competitivo entre los competitivos.
Manolo es autodidacta y autodidacta
egregio por no decir sublime. Una muestra viviente de que el autodidacta en
muchas ocasiones supera al profesionista formal. Este tipo de autodidacta es
capaz de percibir lo que es la Calidad (así, con mayúscula). La detecta lejos
de él, la anhela y por eso lucha por
ella; la alcanza de un modo extraordinariamente amoroso e intenso y la maneja
después mejor que aquel que lo estudió todo, que lo aprendió todo, menos a ser
su enamorado, a querer a la Calidad como se quiere a la mujer amada y a ser
diverso (de aquí viene ‘divertido’), a manejar sabiamente las situaciones
nuevas –¡con cuánta frecuencia son los autodidactas los innovadores!– y a
destacar de un modo especial entre aquellos que creyeron ser el ‘Juan Camaney’
de la Calidad y se quedaron en ‘Don Regino Burrón’, el buen proveedor, el
‘acarrea alubias’ nada más de esa exigente y hermosísima hembra llamada
Calidad.
Tal vez la Calidad tenga otros nombres
pues la Calidad es el Buda, es la realidad científica y la meta del arte …el
areté, la excelencia, ¡el dharma!
Calidad tal vez sea también uno de los
muchos sinónimos de Dios, a quien se le puede ver y amar instalado cómodamente
tanto en los circuitos de una computadora, como en los pétalos de una flor,
como en los tornillos de una motocicleta.
Parece fácil: ¿cómo vivir con Calidad?
…simplemente hazte perfecto y luego vive con naturalidad …pero no vivas tan
independiente …para crear una obra maestra tienes que ser parte de ella.
Pues una vez mi querido hermano,
soportando a un joven egresado de la escuela de diseño de la UAM donde Manolo
daba clases de Semiótica, y quien presumía de haber hecho un diseño maravilloso
(el alumno, no mi hermano) de no recuerdo qué madres, fue parado en seco por
ese impresionante maestro, quien le dijo:
---- Mira …buey …mira …venme a presumir
cuando hayas diseñado algo tan chingón como una tortilla.
---- Y …¿qué tiene una pinche tortilla de
especial como diseño? (así se llevaba Manolo con sus alumnos, de ‘tú’ y con groserías,
muy al estilo socialista–hippie tardío).
---- Pues ni más ni menos que en su
simplísima estructura y diseño nos da servicio como plato, como cuchara ¡y como
alimento!
…Y yo agregaría: ‘pasando a ser parte de
nosotros mismos’.
Estas joyas de la enciclopedia de los
conocimientos inútiles siempre las he disfrutado y han dado sabor a mi vida
…qué significa ‘laser’ ‘inri’ ‘apgar’ y muchas cosas no tan escuetas, pero sí
lindas como esa mnemotecnia que me enseñó mi hija Dunia de cuando trabajó entre
pacientes terminales con sida en el Hospital de Nutrición. Mnemotecnia para
especificar si estaban en depresión o en aceptación o en esto o en lo otro
utilizando algunos de esos términos característicos que les encantan a los
queridos y nunca bien ponderados Psicólogos y Psiquiatras.
Por cierto …y antes de continuar …¿saben
la diferencia entre “neurótico”, “psicótico” y “psiquiatra” …¿sí? ...¿no?
...pues consiste en que el neurótico construye castillos en el aire; el
psicótico vive en ellos y el psiquiatra es quien les cobra la renta.
Las siglas provenían del clásico letrero
restaurante–cabaretero: ‘Nos Reservamos el Derecho de Admisión’.
La “N” era Negación; la “R” Regateo; la
“D” Depresión y la “A” Aceptación.
En ese orden mental llevaban esos pobres
amigos su padecimiento y conforme a esa calificación se les orientaba y
proporcionaba el apoyo psicológico que requerían
Por cierto que cuando Dunia (la única
verdadera ‘doctora’ de mi clan pues ostenta licenciatura, maestría y doctorado)
me lo platicó, le pregunté que en qué etapa estaban los que ella manejaba y me
dijo categóricamente:
---- Papá: todos están en negación.
…Y ya se estaban muriendo.
Para suavizar el relato contaré un chiste
al respecto:
Estaban tres pacientes con sida en etapa
terminal hospitalizados en una sala común. Uno era francés, otro español y el
tercero mexicano. Una noche, todo a oscuras, se ilumina el cuarto con una luz
intensa y desconocida escuchándose una retumbante voz que decía:
---- Hijos míos: soy Dios. Como pronto
moriréis estoy dispuesto a concederos un último deseo.
El francés dice:
---- Señog: concédeme ig a Pagís a
despedigme de una hegmosa mujeg a quien amo.
---- ¡Concedido! Retumba la voz de Dios.
El español (quien por cierto era catalán)
…(vaya, como de Monterrey pero gachupas) dice:
---- Yo te hubiera musho de agradecer shi
me dejarash liquidar un negocillo en Barcelona que mucha falta le hará a la mi
familia despuésh de yo haber fallecío.
---- ¡Concedido! ...¿y tú? ...le dice Dios
al mexicano:
---- Yo …yo Señor …este …yo quisiera por
favorcito …que me dejes ir a Jiuston pa’ pedir otra opinión.
Los dos primeros estaban en una mezcla de
aceptación y regateo. Nuestro paisano estaba en plena negación (que también se
le dice: ‘ir a cien’: ‘a …cién …dose …pendejo’).
Bueno, ¿y de las cosas que convenía
haberme saludablemente olvidado? ¿Qué pasa Lopillos? ¿Otra vez perdido entre
tus viejos chistes y anécdotas ancestrales?
Una de ellas (no tanto de las ancestrales
sino de las que, por traumática, debería olvidar) fue aquella vez que me
mandaron en un vuelo a Chetumal para recoger a un herido paralizado igual que
el ‘Cachito’. Podían haber mandado a un médico interno de primero o segundo año
pero el caso era grave pues cursaba ya con serias complicaciones urinarias y
respiratorias y al parecer era muy recomendado, tanto que a huevo tuvimos que
permitir que fuera la ‘ñora’ en el avión. Pinche caricatura de bombardero que
era una mirruña de una sola hélice con escotillas en el piso por donde
supuestamente se tiraban a mano las bombas y por donde se podía ir uno para
abajo si pisaba mal. Apenas si había espacio para el paciente acostado con su
suero y oxígeno, para tener todavía que aceptar a una señora gorda con todo y
bolsas de ropa más algunas cajas de cartón sumadas a su inquieto y estorboso
‘ego / cariño’.
El frío era de poca madre y el espectáculo
de la selva lacandona a nuestros pies daba más escalofrío pues la mera idea de
caer en ese interminable mar verde me causaba pavor ya que jamás se podría
vislumbrar nuestra mísera nave entre tanta feracidad. Lo peor del caso era que
a cada rato el motor empezaba a toser y el avioncito a rebrincar, por lo que el
mecánico de la nave salía de la diminuta cabina del frente, pasaba nalgoteando
con dificultad por entre nosotros y tentaleaba alguna palanca cercana al techo,
la cual torcía y bombeaba repetida y vigorosamente hasta que las cosas volvían
temporalmente a la normalidad.
Tal vez ameritaría haber sido olvidado
todo este episodio pero no. Lo recuerdo casi con gozo ya que tiempo después le
tocó lo mismo a otro compañero muy refinado y exquisito al que le dio diarrea
durante el vuelo y tuvo que pedir con gran pena de su parte al familiar que le
prestara (¿la pensaría devolver?) la funda de la almohada del enfermo y que se
volteara a mirar para otro lado cada vez que defecaba. El olor debe haber sido
de miedo, (más que el miedo de caerse en la selva lacandona).
Pasó tanto miedo que todavía tuvo que
cagar, por enésima vez, ya aterrizados en la ciudad de México, de aguilita,
debajo del avión (el me dijo que abajo pero yo creo que fue a un ladito pues
debajo de esa chingadera sólo cabía, cuando mucho, un perro acostado).
Lo que sí debería olvidar (y no puedo) de
aquel viaje fue la visita a la enfermería de Ixtepec, Oaxaca, adonde
aterrizamos para pasar la noche de ida hacia Chetumal (la autonomía de vuelo de
nuestro avión no daba para llegar de la ciudad de México a la capital de
Quintana Roo en un solo día). Ahí yacían unos cuantos pacientes y entre ellos
se paseaba, junto con el médico militar al cargo, un coronel diplomado del
estado mayor dándose ínfulas, repartiendo órdenes e indicándole al Mayor M. C.
pasarle sangre a ‘ese de hasta allá’ porque ‘se ve algo pálido’.
Estos militares de mangas bellamente
adornadas con esas hojas plateadas llamadas ‘sardinetas’ eran egresados de la
Escuela Superior de Guerra y ocupaban altos puestos de mando. Los había y los
hay muy eficientes, pero en mis tiempos agarraron fama de aparentar saber de
todo, por lo que se les puso el apodo de ‘penicilinos’.
Ese mi primer contacto cercano con uno de
ellos fue tan desagradable por su ignorancia y altanería en un santuario
médico, que desde entonces ya empezó a fraguarse en mí la convicción de que yo
no iba a poder hacer carrera larga en el seno del ejército.
“Entre la seguridad y la libertad siempre
aposté por la libertad”.