El tercer año de la carrera
cerró con una materia que me dio grandes éxitos en mi vida hospitalaria. Su
nombre era “Semiología e Historia Clínica”. Este último examen del año lo presenté
un veinticinco de Noviembre de l957 día de Santa Catalina de Alejandría y con él
cubría la oportunidad número veinticuatro y última de reprobar y salir de la
Escuela.
Bendita Santa Catalina bajo
cuyo encanto terminé tal odisea… y digo bendita y encantadora por haberle dado nombre
a aquella copla de: “Catalina, Catalina” que hizo famosa Conchita Piquer, quien
era la tonadillera favorita de mi padre. El me la cantaba como canción para
dormir o mientras manejaba. La Piquer no la hizo famosa para niños sino como romanza
de un triste amor: “Catalina, Catalina, quien te viera y quien te vio; que se
te han puesto las sienes ‘moraítas’ de pasión”. Me gusta pensar que tal vez los
textos semiológicos de principios del siglo veinte registraban como de importancia
clínica este signo apasionado de las sienes y ojos ‘amorataos’ sin trauma
físico (sólo moral) pues yo sólo conocí sienes verdes por los ‘chiquiadores’
que se ponía nuestra cocinera cuando le dolía la cabeza (tal vez , a veces, por
dolores del alma).
A saber: mujeres en coplas famosas
con el síndrome de sienes u ojitos ‘moraos’: Catalina, La Lirio, María de la O
y la Zarzamora.
Si alguien aquí leyendo pero
ignorante de mis preferencias musicales se interesa al respecto, puede
estudiarlo buscando y bajando esas bellas coplas en: ‘you tube’.
Otro 25 de Noviembre pero tres
años después presenté y pasé mi último examen de la carrera: el profesional.
Bendito día veinticinco. En él
nací, en él aseguré mi estancia en la médico militar, en él me recibí, en él
obtuve mi cinta negra. Sería buen día para nacer a la otra vida.
Después del último examen de
tercer año vinieron unas cortas vacaciones de medio Diciembre (la otra mitad
fueron prácticas de campaña) y luego….
¡¡cuarto año!!
La semiología, como su nombre
lo indica, es el estudio de las señales, en este caso de los síntomas y signos
que se le tomaban al paciente. Los síntomas eran los dichos por él o algún
acompañante y los signos los que uno encontraba al explorarlo.
Todo eso de palpar, percutir,
auscultar, etc. etc.… pero ya por escrito, para poder ser leídos, analizados,
discutidos y por supuesto, calificados.
Este escrito es la ‘historia
clínica’ la cual tiene muy definido su desarrollo y enorme importancia.
Toda historia clínica muestra
algo del espíritu de quien la escribe. Por ejemplo, ese comienzo de: “adulto
del sexo masculino que aparenta la edad que dice tener” con que se comenzaba si
el paciente era un adulto menor de sesenta años, debía ser modificado a partir
de esta edad y poner: “anciano de sexo tal y tal etc. etc.” cosa que yo a
partir de que mi padre los cumplió me negué a poner llevándome leves pero
cariñosas llamadas de atención de mis maestros mayores (no así de los menores
de sesenta años). Me chocaba la idea de llamar anciano a un adulto de sesenta
años o algo más. De hecho me siento pionero en esa lucha que ha fructificado en
otros ámbitos. Ahora ya apareció el término “tercera edad”, “adultos mayores”,
desapareció el de “Instituto Nacional de la Senectud”, se cambiaron nombres de
entidades clínicas como aquél de “maculopatía senil” que ahora se llama
“maculopatía relacionada con la edad”.
Todo esto que parece leve es
muy importante. Uno de los tres grandes fantasmas de la vejez es la falta de
trato digno (los otros son el dolor y la soledad). Cualquier lucha por lograr
el alivio de ellos debe ser vista con gran aprecio.
Buen interrogatorio y buena
exploración, decía el maestro Peña; con conocimientos anatómicos y fisiológicos
lleva, a huevo, a un buen diagnóstico. Si un buen interrogatorio y una cuidadosa
exploración quedan bien establecidos por escrito, la historia clínica es un
deleite y garantiza un buen resultado para el paciente y para quien la elaboró.
Lo difícil era hacer esto en aquellas madrugadas plenas de cansancio y de
saturación de trabajo.
Un buen diagnóstico, se me
enseñó, es previo al tratamiento y al pronóstico: no al revés. El pronóstico es
para el final por ser lo más difícil. ¡Hay de ti si te equivocas! Lo mismo te
desprestigias dando equivocadamente uno malo que uno bueno. Si no se cumple
¡caput con toda tu pinche ciencia!
Ese medio diciembre de
prácticas se llevó a cabo en el istmo de Tehuantepec y tuvo de nuevo ese cariz
profundo y hermoso de pertenencia y hermandad que tuvieron las prácticas de
l955 en Irapuato; pero esta vez yo ya era de los hermanos mayores aunque no
todavía de los ‘más mayores’ como lo fui en diciembre de 1960 ya terminada la
carrera.
En estas prácticas de fin del tercer año ya no
tuve nada más que trabajar con caca para los coproparasitoscópicos en serie.
Hice mucho más pero antes de platicarlo debo decir que en las de primer año en
Irapuato hubo algunos momentos interesantes y hasta felices. En aquel l955
llegamos directamente al campo de futbol del Irapuato que estaba bastante de
capa caída mostrando mechones de césped muy aislados entre la mucha tierra
apelmazada, rodeada de tribunas medio desvencijadas. Creo que nunca había
arribado a la primera división. Ahí pasamos
la primera noche y luego fuimos alojados en un viejo cuartel con chinches y
pulgas que casi salen en comitiva a recibirnos.
Fue en esos campos aledaños al
cuartel donde tuve la extraordinaria experiencia de sentarme a cagar junto a un
maestro y otros militares de alta graduación.
Las letrinas eran cajones
largos de madera con orificios suficientes para poner las nalgas alrededor. Por
abajo estaban llenos de cal.
Los artefactos mingitoriales
eras embudos aplicados a tubos largos clavados en la tierra.
Toda esta parafernalia
evacuatoria estaba disimulada de tal manera que no se diera un espectáculo
demasiado abierto al público; por demás indiferente.
Desde luego, el primer momento
era acojonante pero luego las cosas marchaban divinamente y aparecía una nueva
y duradera hermandad.
Me acordé mucho en aquella
ocasión del libro “Sin Novedad en el Frente” en el que se relata como los
soldados pasaban momentos felices en las trincheras sentados zurrando en
letrinas que acomodaban de tal manera que ponían la tapa de un tambo sobre sus
rodillas y jugaban de cuatro en cuatro largas partidas de cartas entre combate
y combate.
El hecho de conocernos el
largo de nuestros penes, la forma de nuestras nalgas y el olor de nuestros
pedos sin pena alguna se lo debo al ejército desde algo antes, cuando compartía
la única ducha y el también único excusado para dos cuartos de a cuatro cada
uno en la Escuela Médico Militar.
En una ocasión, durante
aquella práctica, nos llevaron a un balneario de aguas termales en Abasolo y
ahí me atraqué de unas semillas que se daban en grandes vainas que colgaban de
los árboles. Dulces y babosas golosinas que me sorprendían por su abundancia y
gratuidad inofensiva.
El recuerdo intenso que tengo
de aquel paseo se lo debo a Gizaw Tshehai, queridísimo compañero etíope que a
pesar de su negrura se nos desaparecía buceando en lo profundo de las aguas y
cuando ya todos nos preocupábamos por no
verlo en mucho rato salía bruscamente sonriendo en el extremo más inesperado
del balneario.
Este querido amigo con gran
alma de cadete tiene una historia que vale la pena relatar:
Llegó a México becado por el
gobierno del aquel entonces emperador de Etiopía Haile Selassie y hablando poco
español fue a dar equivocada, pero afortunadamente, para que lo aprendiera, al
Colegio Militar.
Después de un año ahí pasó a
la escuela militar que le correspondía que era la nuestra.
Se decía que si era hijo de alguien de la
nobleza o que si lo era de un militar muerto por defender al emperador. Nunca
lo supe pero él indudablemente irradiaba nobleza. Soportaba sonriente nuestras
bromas, a veces pesadas y recuerdo en especial cuando le decíamos entre muchas
otras ironías que para qué se uniformaba de gala, que bastaba con que se
encuerara; se pintara los vivos amarillos con una brocha y listo… a desfilar.
Fue un alumno distinguido y en
sexto año cuando a los mexicanos no otorgaron las tres barras de capitán
primero a él le llegaron de Etiopía unos juegos no de tres barras sino de tres
conos dorados que siempre supuse eran lo mismo, pero de allá.
El padrino de nuestra
generación fue el mismísimo emperador, el Negus, el León de Judea, quien a
través de su embajador y en pleno baile de pasantes (los bailes no eran poca
cosa; se hacían en Bellas Artes o en el Castillo de Chapultepec… aunque no
siempre se conseguían y teníamos que conformarnos con el Country Club ó algo
por el estilo) nos regaló a cada uno una hermosa y grande moneda conmemorativa
de oro con su efigie , fechas y palabras grabadas y todo eso que lleva una
medalla de esa magnitud guardada en un hermoso estuche de cuero negro.
El destino de esta medalla fue
de gran importancia en mi vida pero eso también es harina de otro costal y de
muchos, muchos años después.
Gizaw y yo en el segundo
semestre de primer año fuimos a disecar por la noche en varias ocasiones un
cadáver que Erasmo, el muertero, nos vendió por ciento cincuenta pesos.
Por cierto que este Erasmo
murió tras una intervención que le hizo aquel loco de Sánchez Garibay y en la
que yo entré de segundo ayudante durante mi residencia hospitalaria para corregirle
lo saltón que tenía el ojo derecho retirándole el techo de la órbita (últimos
brincos que daba la “operación de Nafziger” pues ya se decía que no servía ni
madres ya que el ojo seguía igual de saltón porque el cerebro se prolapsaba
hacia abajo ya que andamos sobre dos patas y no sobre cuatro como el resto de
los mamíferos).
Gizaw hizo sus dos años como
médico interno en el Hospital Central Militar (donde una noche tuvimos que
subir corriendo los que cenábamos tranquilamente porque los familiares de un
paciente muerto al bronco aspirar flemas ya lo querían madrear a él, que
ninguna culpa había tenido más que estar de interno en esa sala y ser negro).
Gizaw Tshehai llegó a ser
general y secretario de salud en su país. Ahora radica en Minnesota a donde
hubo de cambiar su residencia después de ser objeto de cárcel y penurias sin
nombre él, su esposa, mexicana por cierto, y sus hijos debido a que eran de la
élite imperial cuando cayó bruscamente el Emperador.
Como podemos ver, cuando Gizaw
se da una zambullida, ya sea en Abasolo ó en mi libro, se tarda un chingo en
salir y sale por donde menos uno lo espera.
Para esos quince días de
prácticas mi padre me había refaccionado con cincuenta pesos que se me fueron
como agua sin darme cuenta y a la mitad de los días de cuartel ya pasaba
hambre. La comida no era lo mismo y un buen día me encontré echando volados
contra compañeros de quinto año apostando lo poquísimo que me quedaba. Creí
firmemente que no me pagarían cuando mi ganancia se elevó a cuarenta pesos pero
pagaron, sí señor, esas prácticas eran de verdadera hermandad, ya no eran
peloneadas.
Recuerdo que uno de esos
alumnos avanzados era Gilberto Sáenz Pascasio con quien durante muchos años
llevé gran amistad ya en el medio civil y quien siendo alumno de quinto año se
enfrentó con aquel teniente coronel jefe de instrucción, experto tirador, de
cuyo nombre ni me acuerdo ni quiero acordarme pero que le decíamos ‘Pedro el
malo’ (me tuvo sin salir franco un mes y juró que me sacaría de la Escuela ya
ni me acuerdo por qué) solicitándole que le permitiera subir a su cuarto por su
pistola para discutir con él el supuesto derecho que tenía el superior aquel a
ofenderlo por pasar lista vestido de blanco por estar apenas llegando de una
guardia en Admisión y Emergencias en el Hospital.
Saenz me hizo dejar de
hablarle de ‘usted’ como era la costumbre durante toda la carrera. Costumbre que
se quedaba todavía por muchos años después.
Me decía, mientras descansábamos
en el vestidor de médicos de los quirófanos del MIG, hospital que fundé con
otros colegas civiles y una congregación religiosa, que yo era un pendejo por
haberme dedicado a operar ojos nada más siendo que en cuatro años de hospital
yo ya sabía operar muchísimas cosas más, incluso mejor que las que operaba como
“hojalatero”.
Aquellos cuarenta pesos los
compartí con algunos compañeros comprando pan y fruta; llenándonos de tortas de
plátano que me parecieron ricas y saciadoras.
En este atracón recuerdo a Eliseo Fernández Pérez
quien fue jefe de grupo después del teniente Barrios Tapia y antes de Jaime
Cohen. Eliseo, sin ser compañero del mismo cuarto pasó muchas noches estudiando
conmigo.
Éramos, junto con Eliseo tres
más quienes estudiábamos juntos tirados en aquellos cuatro catres y compartimos
también aquel banquete de pan y plátanos. Fuimos la mitad de los ocho cadetes
que nunca reprobamos: Ernesto Calderón, Ramiro García Reyes, Eliseo Fernández
Pérez y yo. Quede esto de muestra para quienes no creen que la intensa
interacción enseña y forja el carácter independientemente de los libros, los
maestros y los enfermos.
Eliseo vive sus glorias de
médico aguerrido, estudioso y valiente como ningún otro en Campeche. Absolutamente
congruente consigo mismo es para mí un ejemplo del ciudadano íntegro y leal,
incapaz de engañar. Jamás dispuesto a dejarse engañar; ni siquiera a simular
ante la arbitrariedad o la injusticia.
Cuando sueño con mi vida de
cadete él aparece siempre como jefe de grupo. Será que su porte y su mirada me
impresionaban a pesar de que sabía que era un alma de Dios dispuesto siempre a
la ayuda pronta sin interés alguno.
Ahora bien, esto de que yo nunca
reprobé es un decir pues sí reprobé dos exámenes finales. De cómo y por qué me
regalaron el seis esos queridísimos maestros Azcárraga en Urología y Cervantes
en Medicina Legal ya les contaré pues son de después del tercer año y todavía
estoy atorado en éste maravilloso año de l957.
Pues sí; en diciembre de l957
fuimos en un largo viaje apiñonados como sardinas en un tren pequeño, de vía
estrecha en el cual unos y otros nos alternábamos los asientos y el suelo mientras
dormíamos charlábamos o leíamos cualquier pedazo de papel (en esos pisos me
encontré fragmentos (la mayoría limpios) del “Rojo y Negro” de Stendhal que
devoré con gusto así como de “La Cartuja de Parma” del mismo y nunca supe quien
andaba por ahí limpiándose el culo con páginas tan bellas que siempre recordaré
con cariño y que entraron a mi vida de modo tan poco elegante pero indeleble.
Lo mejor del viaje era cuando
alguien cogía la guitarra y empezaba la
cantada, sobre todo aquella “sanmarqueña” que era siempre un irreverente y
lépero éxito global.
Paramos un rato en Veracruz y
se nos permitió bajar unos momentos. Durante muchos años presumía de haber
estado en Veracruz, tierra de Abel Antonio Ricardez excelente compañero,
futbolista y médico cirujano muy brillante quien junto con Cohen y yo logramos
los tres primeros lugares que nos lanzaron a un cuarto año de residencia
haciendo la envidia y desesperación de algunos sumamente esforzados como el muy
querido y ya desaparecido Rubén Virgilio Hernández Sánchez quien al entrar a la
Escuela Médico Militar renunció a los tres años de medicina que ya había
cursado en Oaxaca; eminentísimo cancerólogo que antes de serlo enojado dijo que
esos escogidos para residentes de cuarto año lo habían sido por ser los consentidos
que habían trabajado en l960, como pasantes, las guardias nocturnas del
Sanatorio Durango; feudo médico militar en el que tenían sus consultorios nada
menos que el director y el subdirector del Hospital entre otras grandes
luminarias que, para no tener que nombrarlos a todos con el riesgo de que
alguno se me olvide, sólo diré que uno de tantos era Don Rafael Moreno Valle,
jefe del servicio de ortopedia del Hospital Militar, ex director del mismo,
senador y gobernador del estado de Puebla… y era uno de tantos. A mí el que más
me impresionaba era un médico de baja estatura, asociado de Moreno Valle que
había conseguido el hecho magnífico de haber conquistado y llevado al
matrimonio ni más ni menos que a la más linda y buena rejoneadora mexicana:
Juanita Aparicio.
Le hice ver a Rubén Virgilio que el gran Arnulfo Treviño Cervantes había
pasado por el Durango y ya estaba en Monterrey haciéndose rico, famoso y
necesario para la patria al lado de su amado padre, médico militar del mismo
nombre y figura emérita de aquellas y otras muchas regiones. Que Manuel López
Atristáin, futuro otorrinolaringólogo de polendas, Director del Hospital y
médico predilecto de José López Portillo siendo presidente de la república
también había renunciado a ese tipo de contienda por motivos personales, inescrutables
para mí y que Toño Ricardez no había pasado por el Durango.
Me gusta pensar en Rubén
Virgilio como poseedor de un carácter
igual al de mi admirado José Vasconcelos del ‘Ulises Criollo’ quien habiendo
sido brillantísimo de joven fue envejeciendo con amargura y muriendo tempranamente
en comparación con el resto del grupo, pero no creo que haya sido por criollo
pues Rubén era oaxaco nato, un Benito
Juárez redivivo; ni por amargoso ya que Rosendo Magaña también murió antes que
la mayoría y era un verdadero pan.
Rosendo Magaña Barragán era de
tal dulzura que una tarde me llevó a su humildísima casa (su papá era policía
vial) para consolarme escuchando sus discos de “los tecolines" simplemente
porque le dije que una de sus canciones (Siempreviva) me recordaba a aquella
dulce niña que fue reina del colegio Elizabeth Brooks la cual me hizo sentirme
soñado con su vals y compañía una noche inolvidable en que fui su chambelán y
con un noviazgo de manita sudada y besos de pajarito un par de meses más hasta
que muy seria me cortó explicándome que una señora que leía el futuro en los
cerillos le había dicho que su chambelán sería su novio pero no por mucho
tiempo y que como sus amigas le hacían burla pues ella era chaparrita y yo alto
y decían que parecía mi bastón; ya era hora de dar por terminado el romance.
Rosendo Magaña llegó a general
y ocupó altos puestos directivos. Fue mi compañero de muchísimos exámenes de
“cuatro en cuatro”: Islas Marroquín, López Atristáin, López Rodríguez, Magaña
Barragán. Así, hermanadas por el miedo y ligadas por las primeras letras de sus
apellidos estas cuatro almas de cadete navegaron durante seis años por el
proceloso mar de los exámenes orales viajando de casi niños a hombres
verdaderos. De bachilleres adolescentes a Mayores Médicos Cirujanos del
ejército mexicano.
Y no puedo seguir sin
detenerme en el aquel entonces Jorge Teófilo Islas Marroquín; y digo el aquel
entonces Jorge Teófilo porque hace poco me hizo saber como cosa importante que
en 1980 se había quitado el “Teófilo” y era solamente “Jorge”. Porqué prefirió
el nombre de un santo mata dragones al de un enamorado de Dios es cosa que un
día de estos le voy a preguntar pues me acaban de decir que incursionó en la ¿“cienciología”?
o en la ¿“dianética”? Esto, en un excelente general; neurólogo y neurofisiólogo
con un muy lustroso doctorado en ciencias biomédicas; con la para mí más
completa y equilibrada trayectoria tanto académica civil como castrense de todo
el grupo, me parece sumamente interesante. No se si lo será para ustedes pero a
mi me fascinan estas cosas misteriosas y más cuando suceden en un alma
extraordinaria.
Continuaré con los finales de
tercer año pues el asunto de las
prácticas de campaña en Oaxaca sigue vigente.
Ya después de Veracruz todo
fue tren. En algún lugar se disminuía la velocidad y atendíamos a las ofertas
de dulces y antojos de la población indígena. En algún otro paraje algún
desventurado sacó la cabeza por la ventana y perdió el casco. No estoy seguro
si fue Ibancovichi o Pulido. Lo he oído contar tantas veces por ambos que ya
confundo al protagonista con el historiador pero dejaré que pase a tomar el
puesto en mi narración un personaje extraordinario: Rodolfo Pulido Gómez.
Cuando leo memorias de la
Escuela Médico Militar ó del Hospital Central Militar a otros narradores, de
otros años, siento algo difícil de explicar. Sé que son hermanos todos los que
ahí aparecen aunque sus nombres muchas veces me son desconocidos y sus apodos
me parecen sin gracia por no poderlos correlacionar. Incluso me parecen
usurpadores y no merecedores de la gloria que yo conocí y viví con los que me
fueron cercanos.
He pensado mucho en esto desde
antes de escribir este libro. Sé que hay miles de anécdotas que desconozco,
cientos o miles de nombres que merecen ser dichos, que lo que a mi me parece
tierno o jocoso a otros les puede parecer chocante, soso y ajeno… como me
sucede a veces a mi con lo que otros cuentan.
Creo que esto es inevitable
por la gran intensidad con que se vive la carrera a tal grado que pareciera que
la Escuela Médico Militar y el Hospital Central Militar nacen con uno y mueren
con uno.
Quisiera de todo corazón que
mis compañeros se volviesen cercanos para todo quien esto lea y que se les
llegue a querer como los quiero yo. Que mis recuerdos no causen extrañeza ni
disgusto alguno. Que si yerro en algunos datos se me dé el crédito de la libertad
y de la fantasía literaria.
Espero que Rodolfo los cautive como me cautivó a mí desde que lo
conocí en las frías y embozadas mañanas de
los exámenes de admisión… y como él, todos los demás.
Su fácil charla y sonrisa en
un rostro de nariz aguileña y cuerpo nalgón le daban enorme éxito entre las
chicas y amistad rápida entre los jóvenes. Fue el primer amigo que hice bajo
los techos y entre las paredes de nuestra Escuela cuando lo único que teníamos
en común era un sueño, el de ser médicos militares. Pero como ‘estamos hechos
de la misma materia que nuestros sueños’ conectamos bien y rápido.
Esta frase de Shakespeare
podría haber sido el punto inicial del psicoanálisis con tres siglos de
anticipación; pero William se refería, creo yo, a los sueños estando despierto.
No todos los que soñaban con
ser médicos militares soñaban con lo que Pulido y yo soñábamos por eso no con
cualquiera hicimos amistad esos días pero ya como cadetes encontramos en todos
nosotros ese romanticismo de acero, ese anhelo de anarquía organizada, esa
búsqueda de la felicidad a través de la obra. Esa alma de cadete que nos
identificó plenamente a unos con otros.
Rodolfo pulido siempre fue
dulce, bueno y competente. Hoy en día es un estupendo urólogo y una garantía de
calor humano donde quiera que estemos reunidos.
Siento que entre aquellas
frías mañanas de enero de l955 y estas lluviosas tardes de septiembre del 2009
el tiempo no ha transcurrido entre él y yo. Este risueño y anecdótico
inquisidor todavía intercambia preguntas y conocimientos conmigo como si
estuviéramos a punto de entrar a un examen. En el último desayuno en que
estuvimos juntos me puso a parir preguntándome acerca del efecto que tienen en
los ojos ciertos medicamentos usados para aliviar la hipertrofia benigna de la
próstata ¡háganme el chingado favor!... afortunadamente cuando ya César Miranda
estaba entrando al quite se me prendió el foco y recordé algo al respecto que
me sacó del apuro.
Ya estoy valorando y sopesando
la conveniencia de buscar y actualizar mis últimos ‘Year Book of Ophthalmology’
y pedir prestados los últimos de Urología. Para estudiarlos y llevarlos bajo el
brazo cuando vaya a las pachangas donde esté Pulido.
Este otro gran amigo: César
Miranda Acevedo, sobrino de grandes luminarias del clero y de la política
mexicana cuando él era muy joven (un cardenal, un secretario de estado) pudo y
supo disfrutar de tales beneficios pero también sufrirlos.
Logró el permiso para irse a
especializar a Estados Unidos y regresar hecho un gran gineco obstetra experto
en oncología y enfermedades mamarias así como conquistar el grado de general
aunque también algunas puertas se le fueron cerrando después, empujadas por la
envidia de quienes no gozaron de tanto privilegio.
Se habrán dado cuenta mis
lectores de cuan numerosas referencias he hecho del grado de general y es que
nuestra generación estuvo llena de ellos. Muy tempranamente, cuando era lo
normal tener dos o tres generales en una generación, en la nuestra ya había
ocho.
Ahora son tantos que los pocos
que nos retiramos tempranamente con el grado de ‘mayor’ (los que solamente
llegamos a “policías” como dice entre sonrisas Ernesto Calderón) casi nos
sentimos la elite del grupo.
Uno de estos ‘policías’ fue,
sorpresivamente, Eugenio Turrent, quien ocupó el puesto ni más ni menos que de
sargento primero de la compañía en quinto año. Puesto que sólo se otorgaba a
cadetes con fuerte personalidad castrense. Eugenio no siguió desarrollando esta
personalidad en el seno del instituto armado pero, habiéndose licenciado
tempranamente, sí la siguió usando, con toda seguridad, en el medio civil ya que
en el sector salud ocupó muy altos puestos de mando que exigían gran responsabilidad y disciplina.
Miranda era de los que, al abandonar
el camastro, en las madrugadas, bajo las notas de la banda de guerra rumbo a la
explanada; entonaba por lo bajo alguna canción seguramente relacionada con la
última chica de sus amores.
Dormía en el cuarto contiguo
al mío, baño de por medio con cuatro lavabos, un excusado y una regadera para
ocho cadetes y me causaba impresión la enorme diferencia de sus despertares con
los de Ramiro García Reyes quien dormía en mi cuarto y despertaba con un humor
de la puta madre. Con los años he venido a reconocer la también enorme
diferencia que hubo entre la infancia y adolescencia de uno y otro incluyendo
la temprana muerte del papá de Ramiro poco antes de su ingreso a la Escuela
Médico Militar.
Ambos se especializaron en
Estados Unidos cuando que en aquel tiempo desconocían casi por completo el
Inglés y ambos me siguen honrando a través de los años con su amistad y confianza.
De Ramiro ya hablé al
principio de este libro pero quiero rendirle honores por haber tenido el valor
de separarse del ejército cuando, ya sobradamente cumplido su contrato, se le
negaba una y otra vez dicha separación y no podía él satisfacer su ansia de perfeccionamiento
y terminación de su especialización en urología y transplantes en Estados
Unidos.
Sé de buena fuente que su
locker en una de las grandes e importantes universidades por las que pasó fue
el de Christian Barnard. Aquel legendario cirujano pionero sudafricano de los transplantes
cardiacos y cuyo locker no se le daba a cualquier pendejo. Ostentaba éste una
placa con el nombre de aquel insigne
cardiólogo que a fines de los sesentas conmovió al mundo llevando a cabo el
primer transplante exitoso de corazón.
En estos lugares decidió
Ramiro abrevar su enorme caudal de conocimientos y perfeccionar la
extraordinaria facilidad quirúrgica que siempre lo caracterizó.
Ramiro nunca se andaba con
mamadas.
Sin haberes, sin clientela,
con esposa, madre viuda y dos hijas niñas todavía se lanzó a la aventura de la
vida y la perfección buscando la felicidad y el significado de s El tercer año de la carrera
cerró con una materia que me dio grandes éxitos en mi vida hospitalaria. Su
nombre era “Semiología e Historia Clínica”. Este último examen del año lo presenté
un veinticinco de Noviembre de l957 día de Santa Catalina de Alejandría y con él
cubría la oportunidad número veinticuatro y última de reprobar y salir de la
Escuela.
Bendita Santa Catalina bajo
cuyo encanto terminé tal odisea… y digo bendita y encantadora por haberle dado nombre
a aquella copla de: “Catalina, Catalina” que hizo famosa Conchita Piquer, quien
era la tonadillera favorita de mi padre. El me la cantaba como canción para
dormir o mientras manejaba. La Piquer no la hizo famosa para niños sino como romanza
de un triste amor: “Catalina, Catalina, quien te viera y quien te vio; que se
te han puesto las sienes ‘moraítas’ de pasión”. Me gusta pensar que tal vez los
textos semiológicos de principios del siglo veinte registraban como de importancia
clínica este signo apasionado de las sienes y ojos ‘amorataos’ sin trauma
físico (sólo moral) pues yo sólo conocí sienes verdes por los ‘chiquiadores’
que se ponía nuestra cocinera cuando le dolía la cabeza (tal vez , a veces, por
dolores del alma).
A saber: mujeres en coplas famosas
con el síndrome de sienes u ojitos ‘moraos’: Catalina, La Lirio, María de la O
y la Zarzamora.
Si alguien aquí leyendo pero
ignorante de mis preferencias musicales se interesa al respecto, puede
estudiarlo buscando y bajando esas bellas coplas en: ‘you tube’.
Otro 25 de Noviembre pero tres
años después presenté y pasé mi último examen de la carrera: el profesional.
Bendito día veinticinco. En él
nací, en él aseguré mi estancia en la médico militar, en él me recibí, en él
obtuve mi cinta negra. Sería buen día para nacer a la otra vida.
Después del último examen de
tercer año vinieron unas cortas vacaciones de medio Diciembre (la otra mitad
fueron prácticas de campaña) y luego….
¡¡cuarto año!!
La semiología, como su nombre
lo indica, es el estudio de las señales, en este caso de los síntomas y signos
que se le tomaban al paciente. Los síntomas eran los dichos por él o algún
acompañante y los signos los que uno encontraba al explorarlo.
Todo eso de palpar, percutir,
auscultar, etc. etc.… pero ya por escrito, para poder ser leídos, analizados,
discutidos y por supuesto, calificados.
Este escrito es la ‘historia
clínica’ la cual tiene muy definido su desarrollo y enorme importancia.
Toda historia clínica muestra
algo del espíritu de quien la escribe. Por ejemplo, ese comienzo de: “adulto
del sexo masculino que aparenta la edad que dice tener” con que se comenzaba si
el paciente era un adulto menor de sesenta años, debía ser modificado a partir
de esta edad y poner: “anciano de sexo tal y tal etc. etc.” cosa que yo a
partir de que mi padre los cumplió me negué a poner llevándome leves pero
cariñosas llamadas de atención de mis maestros mayores (no así de los menores
de sesenta años). Me chocaba la idea de llamar anciano a un adulto de sesenta
años o algo más. De hecho me siento pionero en esa lucha que ha fructificado en
otros ámbitos. Ahora ya apareció el término “tercera edad”, “adultos mayores”,
desapareció el de “Instituto Nacional de la Senectud”, se cambiaron nombres de
entidades clínicas como aquél de “maculopatía senil” que ahora se llama
“maculopatía relacionada con la edad”.
Todo esto que parece leve es
muy importante. Uno de los tres grandes fantasmas de la vejez es la falta de
trato digno (los otros son el dolor y la soledad). Cualquier lucha por lograr
el alivio de ellos debe ser vista con gran aprecio.
Buen interrogatorio y buena
exploración, decía el maestro Peña; con conocimientos anatómicos y fisiológicos
lleva, a huevo, a un buen diagnóstico. Si un buen interrogatorio y una cuidadosa
exploración quedan bien establecidos por escrito, la historia clínica es un
deleite y garantiza un buen resultado para el paciente y para quien la elaboró.
Lo difícil era hacer esto en aquellas madrugadas plenas de cansancio y de
saturación de trabajo.
Un buen diagnóstico, se me
enseñó, es previo al tratamiento y al pronóstico: no al revés. El pronóstico es
para el final por ser lo más difícil. ¡Hay de ti si te equivocas! Lo mismo te
desprestigias dando equivocadamente uno malo que uno bueno. Si no se cumple
¡caput con toda tu pinche ciencia!
Ese medio diciembre de
prácticas se llevó a cabo en el istmo de Tehuantepec y tuvo de nuevo ese cariz
profundo y hermoso de pertenencia y hermandad que tuvieron las prácticas de
l955 en Irapuato; pero esta vez yo ya era de los hermanos mayores aunque no
todavía de los ‘más mayores’ como lo fui en diciembre de 1960 ya terminada la
carrera.
En estas prácticas de fin del tercer año ya no
tuve nada más que trabajar con caca para los coproparasitoscópicos en serie.
Hice mucho más pero antes de platicarlo debo decir que en las de primer año en
Irapuato hubo algunos momentos interesantes y hasta felices. En aquel l955
llegamos directamente al campo de futbol del Irapuato que estaba bastante de
capa caída mostrando mechones de césped muy aislados entre la mucha tierra
apelmazada, rodeada de tribunas medio desvencijadas. Creo que nunca había
arribado a la primera división. Ahí pasamos
la primera noche y luego fuimos alojados en un viejo cuartel con chinches y
pulgas que casi salen en comitiva a recibirnos.
Fue en esos campos aledaños al
cuartel donde tuve la extraordinaria experiencia de sentarme a cagar junto a un
maestro y otros militares de alta graduación.
Las letrinas eran cajones
largos de madera con orificios suficientes para poner las nalgas alrededor. Por
abajo estaban llenos de cal.
Los artefactos mingitoriales
eras embudos aplicados a tubos largos clavados en la tierra.
Toda esta parafernalia
evacuatoria estaba disimulada de tal manera que no se diera un espectáculo
demasiado abierto al público; por demás indiferente.
Desde luego, el primer momento
era acojonante pero luego las cosas marchaban divinamente y aparecía una nueva
y duradera hermandad.
Me acordé mucho en aquella
ocasión del libro “Sin Novedad en el Frente” en el que se relata como los
soldados pasaban momentos felices en las trincheras sentados zurrando en
letrinas que acomodaban de tal manera que ponían la tapa de un tambo sobre sus
rodillas y jugaban de cuatro en cuatro largas partidas de cartas entre combate
y combate.
El hecho de conocernos el
largo de nuestros penes, la forma de nuestras nalgas y el olor de nuestros
pedos sin pena alguna se lo debo al ejército desde algo antes, cuando compartía
la única ducha y el también único excusado para dos cuartos de a cuatro cada
uno en la Escuela Médico Militar.
En una ocasión, durante
aquella práctica, nos llevaron a un balneario de aguas termales en Abasolo y
ahí me atraqué de unas semillas que se daban en grandes vainas que colgaban de
los árboles. Dulces y babosas golosinas que me sorprendían por su abundancia y
gratuidad inofensiva.
El recuerdo intenso que tengo
de aquel paseo se lo debo a Gizaw Tshehai, queridísimo compañero etíope que a
pesar de su negrura se nos desaparecía buceando en lo profundo de las aguas y
cuando ya todos nos preocupábamos por no
verlo en mucho rato salía bruscamente sonriendo en el extremo más inesperado
del balneario.
Este querido amigo con gran
alma de cadete tiene una historia que vale la pena relatar:
Llegó a México becado por el
gobierno del aquel entonces emperador de Etiopía Haile Selassie y hablando poco
español fue a dar equivocada, pero afortunadamente, para que lo aprendiera, al
Colegio Militar.
Después de un año ahí pasó a
la escuela militar que le correspondía que era la nuestra.
Se decía que si era hijo de alguien de la
nobleza o que si lo era de un militar muerto por defender al emperador. Nunca
lo supe pero él indudablemente irradiaba nobleza. Soportaba sonriente nuestras
bromas, a veces pesadas y recuerdo en especial cuando le decíamos entre muchas
otras ironías que para qué se uniformaba de gala, que bastaba con que se
encuerara; se pintara los vivos amarillos con una brocha y listo… a desfilar.
Fue un alumno distinguido y en
sexto año cuando a los mexicanos no otorgaron las tres barras de capitán
primero a él le llegaron de Etiopía unos juegos no de tres barras sino de tres
conos dorados que siempre supuse eran lo mismo, pero de allá.
El padrino de nuestra
generación fue el mismísimo emperador, el Negus, el León de Judea, quien a
través de su embajador y en pleno baile de pasantes (los bailes no eran poca
cosa; se hacían en Bellas Artes o en el Castillo de Chapultepec… aunque no
siempre se conseguían y teníamos que conformarnos con el Country Club ó algo
por el estilo) nos regaló a cada uno una hermosa y grande moneda conmemorativa
de oro con su efigie , fechas y palabras grabadas y todo eso que lleva una
medalla de esa magnitud guardada en un hermoso estuche de cuero negro.
El destino de esta medalla fue
de gran importancia en mi vida pero eso también es harina de otro costal y de
muchos, muchos años después.
Gizaw y yo en el segundo
semestre de primer año fuimos a disecar por la noche en varias ocasiones un
cadáver que Erasmo, el muertero, nos vendió por ciento cincuenta pesos.
Por cierto que este Erasmo
murió tras una intervención que le hizo aquel loco de Sánchez Garibay y en la
que yo entré de segundo ayudante durante mi residencia hospitalaria para corregirle
lo saltón que tenía el ojo derecho retirándole el techo de la órbita (últimos
brincos que daba la “operación de Nafziger” pues ya se decía que no servía ni
madres ya que el ojo seguía igual de saltón porque el cerebro se prolapsaba
hacia abajo ya que andamos sobre dos patas y no sobre cuatro como el resto de
los mamíferos).
Gizaw hizo sus dos años como
médico interno en el Hospital Central Militar (donde una noche tuvimos que
subir corriendo los que cenábamos tranquilamente porque los familiares de un
paciente muerto al bronco aspirar flemas ya lo querían madrear a él, que
ninguna culpa había tenido más que estar de interno en esa sala y ser negro).
Gizaw Tshehai llegó a ser
general y secretario de salud en su país. Ahora radica en Minnesota a donde
hubo de cambiar su residencia después de ser objeto de cárcel y penurias sin
nombre él, su esposa, mexicana por cierto, y sus hijos debido a que eran de la
élite imperial cuando cayó bruscamente el Emperador.
Como podemos ver, cuando Gizaw
se da una zambullida, ya sea en Abasolo ó en mi libro, se tarda un chingo en
salir y sale por donde menos uno lo espera.
Para esos quince días de
prácticas mi padre me había refaccionado con cincuenta pesos que se me fueron
como agua sin darme cuenta y a la mitad de los días de cuartel ya pasaba
hambre. La comida no era lo mismo y un buen día me encontré echando volados
contra compañeros de quinto año apostando lo poquísimo que me quedaba. Creí
firmemente que no me pagarían cuando mi ganancia se elevó a cuarenta pesos pero
pagaron, sí señor, esas prácticas eran de verdadera hermandad, ya no eran
peloneadas.
Recuerdo que uno de esos
alumnos avanzados era Gilberto Sáenz Pascasio con quien durante muchos años
llevé gran amistad ya en el medio civil y quien siendo alumno de quinto año se
enfrentó con aquel teniente coronel jefe de instrucción, experto tirador, de
cuyo nombre ni me acuerdo ni quiero acordarme pero que le decíamos ‘Pedro el
malo’ (me tuvo sin salir franco un mes y juró que me sacaría de la Escuela ya
ni me acuerdo por qué) solicitándole que le permitiera subir a su cuarto por su
pistola para discutir con él el supuesto derecho que tenía el superior aquel a
ofenderlo por pasar lista vestido de blanco por estar apenas llegando de una
guardia en Admisión y Emergencias en el Hospital.
Saenz me hizo dejar de
hablarle de ‘usted’ como era la costumbre durante toda la carrera. Costumbre que
se quedaba todavía por muchos años después.
Me decía, mientras descansábamos
en el vestidor de médicos de los quirófanos del MIG, hospital que fundé con
otros colegas civiles y una congregación religiosa, que yo era un pendejo por
haberme dedicado a operar ojos nada más siendo que en cuatro años de hospital
yo ya sabía operar muchísimas cosas más, incluso mejor que las que operaba como
“hojalatero”.
Aquellos cuarenta pesos los
compartí con algunos compañeros comprando pan y fruta; llenándonos de tortas de
plátano que me parecieron ricas y saciadoras.
En este atracón recuerdo a Eliseo Fernández Pérez
quien fue jefe de grupo después del teniente Barrios Tapia y antes de Jaime
Cohen. Eliseo, sin ser compañero del mismo cuarto pasó muchas noches estudiando
conmigo.
Éramos, junto con Eliseo tres
más quienes estudiábamos juntos tirados en aquellos cuatro catres y compartimos
también aquel banquete de pan y plátanos. Fuimos la mitad de los ocho cadetes
que nunca reprobamos: Ernesto Calderón, Ramiro García Reyes, Eliseo Fernández
Pérez y yo. Quede esto de muestra para quienes no creen que la intensa
interacción enseña y forja el carácter independientemente de los libros, los
maestros y los enfermos.
Eliseo vive sus glorias de
médico aguerrido, estudioso y valiente como ningún otro en Campeche. Absolutamente
congruente consigo mismo es para mí un ejemplo del ciudadano íntegro y leal,
incapaz de engañar. Jamás dispuesto a dejarse engañar; ni siquiera a simular
ante la arbitrariedad o la injusticia.
Cuando sueño con mi vida de
cadete él aparece siempre como jefe de grupo. Será que su porte y su mirada me
impresionaban a pesar de que sabía que era un alma de Dios dispuesto siempre a
la ayuda pronta sin interés alguno.
Ahora bien, esto de que yo nunca
reprobé es un decir pues sí reprobé dos exámenes finales. De cómo y por qué me
regalaron el seis esos queridísimos maestros Azcárraga en Urología y Cervantes
en Medicina Legal ya les contaré pues son de después del tercer año y todavía
estoy atorado en éste maravilloso año de l957.
Pues sí; en diciembre de l957
fuimos en un largo viaje apiñonados como sardinas en un tren pequeño, de vía
estrecha en el cual unos y otros nos alternábamos los asientos y el suelo mientras
dormíamos charlábamos o leíamos cualquier pedazo de papel (en esos pisos me
encontré fragmentos (la mayoría limpios) del “Rojo y Negro” de Stendhal que
devoré con gusto así como de “La Cartuja de Parma” del mismo y nunca supe quien
andaba por ahí limpiándose el culo con páginas tan bellas que siempre recordaré
con cariño y que entraron a mi vida de modo tan poco elegante pero indeleble.
Lo mejor del viaje era cuando
alguien cogía la guitarra y empezaba la
cantada, sobre todo aquella “sanmarqueña” que era siempre un irreverente y
lépero éxito global.
Paramos un rato en Veracruz y
se nos permitió bajar unos momentos. Durante muchos años presumía de haber
estado en Veracruz, tierra de Abel Antonio Ricardez excelente compañero,
futbolista y médico cirujano muy brillante quien junto con Cohen y yo logramos
los tres primeros lugares que nos lanzaron a un cuarto año de residencia
haciendo la envidia y desesperación de algunos sumamente esforzados como el muy
querido y ya desaparecido Rubén Virgilio Hernández Sánchez quien al entrar a la
Escuela Médico Militar renunció a los tres años de medicina que ya había
cursado en Oaxaca; eminentísimo cancerólogo que antes de serlo enojado dijo que
esos escogidos para residentes de cuarto año lo habían sido por ser los consentidos
que habían trabajado en l960, como pasantes, las guardias nocturnas del
Sanatorio Durango; feudo médico militar en el que tenían sus consultorios nada
menos que el director y el subdirector del Hospital entre otras grandes
luminarias que, para no tener que nombrarlos a todos con el riesgo de que
alguno se me olvide, sólo diré que uno de tantos era Don Rafael Moreno Valle,
jefe del servicio de ortopedia del Hospital Militar, ex director del mismo,
senador y gobernador del estado de Puebla… y era uno de tantos. A mí el que más
me impresionaba era un médico de baja estatura, asociado de Moreno Valle que
había conseguido el hecho magnífico de haber conquistado y llevado al
matrimonio ni más ni menos que a la más linda y buena rejoneadora mexicana:
Juanita Aparicio.
Le hice ver a Rubén Virgilio que el gran Arnulfo Treviño Cervantes había
pasado por el Durango y ya estaba en Monterrey haciéndose rico, famoso y
necesario para la patria al lado de su amado padre, médico militar del mismo
nombre y figura emérita de aquellas y otras muchas regiones. Que Manuel López
Atristáin, futuro otorrinolaringólogo de polendas, Director del Hospital y
médico predilecto de José López Portillo siendo presidente de la república
también había renunciado a ese tipo de contienda por motivos personales, inescrutables
para mí y que Toño Ricardez no había pasado por el Durango.
Me gusta pensar en Rubén
Virgilio como poseedor de un carácter
igual al de mi admirado José Vasconcelos del ‘Ulises Criollo’ quien habiendo
sido brillantísimo de joven fue envejeciendo con amargura y muriendo tempranamente
en comparación con el resto del grupo, pero no creo que haya sido por criollo
pues Rubén era oaxaco nato, un Benito
Juárez redivivo; ni por amargoso ya que Rosendo Magaña también murió antes que
la mayoría y era un verdadero pan.
Rosendo Magaña Barragán era de
tal dulzura que una tarde me llevó a su humildísima casa (su papá era policía
vial) para consolarme escuchando sus discos de “los tecolines" simplemente
porque le dije que una de sus canciones (Siempreviva) me recordaba a aquella
dulce niña que fue reina del colegio Elizabeth Brooks la cual me hizo sentirme
soñado con su vals y compañía una noche inolvidable en que fui su chambelán y
con un noviazgo de manita sudada y besos de pajarito un par de meses más hasta
que muy seria me cortó explicándome que una señora que leía el futuro en los
cerillos le había dicho que su chambelán sería su novio pero no por mucho
tiempo y que como sus amigas le hacían burla pues ella era chaparrita y yo alto
y decían que parecía mi bastón; ya era hora de dar por terminado el romance.
Rosendo Magaña llegó a general
y ocupó altos puestos directivos. Fue mi compañero de muchísimos exámenes de
“cuatro en cuatro”: Islas Marroquín, López Atristáin, López Rodríguez, Magaña
Barragán. Así, hermanadas por el miedo y ligadas por las primeras letras de sus
apellidos estas cuatro almas de cadete navegaron durante seis años por el
proceloso mar de los exámenes orales viajando de casi niños a hombres
verdaderos. De bachilleres adolescentes a Mayores Médicos Cirujanos del
ejército mexicano.
Y no puedo seguir sin
detenerme en el aquel entonces Jorge Teófilo Islas Marroquín; y digo el aquel
entonces Jorge Teófilo porque hace poco me hizo saber como cosa importante que
en 1980 se había quitado el “Teófilo” y era solamente “Jorge”. Porqué prefirió
el nombre de un santo mata dragones al de un enamorado de Dios es cosa que un
día de estos le voy a preguntar pues me acaban de decir que incursionó en la ¿“cienciología”?
o en la ¿“dianética”? Esto, en un excelente general; neurólogo y neurofisiólogo
con un muy lustroso doctorado en ciencias biomédicas; con la para mí más
completa y equilibrada trayectoria tanto académica civil como castrense de todo
el grupo, me parece sumamente interesante. No se si lo será para ustedes pero a
mi me fascinan estas cosas misteriosas y más cuando suceden en un alma
extraordinaria.
Continuaré con los finales de
tercer año pues el asunto de las
prácticas de campaña en Oaxaca sigue vigente.
Ya después de Veracruz todo
fue tren. En algún lugar se disminuía la velocidad y atendíamos a las ofertas
de dulces y antojos de la población indígena. En algún otro paraje algún
desventurado sacó la cabeza por la ventana y perdió el casco. No estoy seguro
si fue Ibancovichi o Pulido. Lo he oído contar tantas veces por ambos que ya
confundo al protagonista con el historiador pero dejaré que pase a tomar el
puesto en mi narración un personaje extraordinario: Rodolfo Pulido Gómez.
Cuando leo memorias de la
Escuela Médico Militar ó del Hospital Central Militar a otros narradores, de
otros años, siento algo difícil de explicar. Sé que son hermanos todos los que
ahí aparecen aunque sus nombres muchas veces me son desconocidos y sus apodos
me parecen sin gracia por no poderlos correlacionar. Incluso me parecen
usurpadores y no merecedores de la gloria que yo conocí y viví con los que me
fueron cercanos.
He pensado mucho en esto desde
antes de escribir este libro. Sé que hay miles de anécdotas que desconozco,
cientos o miles de nombres que merecen ser dichos, que lo que a mi me parece
tierno o jocoso a otros les puede parecer chocante, soso y ajeno… como me
sucede a veces a mi con lo que otros cuentan.
Creo que esto es inevitable
por la gran intensidad con que se vive la carrera a tal grado que pareciera que
la Escuela Médico Militar y el Hospital Central Militar nacen con uno y mueren
con uno.
Quisiera de todo corazón que
mis compañeros se volviesen cercanos para todo quien esto lea y que se les
llegue a querer como los quiero yo. Que mis recuerdos no causen extrañeza ni
disgusto alguno. Que si yerro en algunos datos se me dé el crédito de la libertad
y de la fantasía literaria.
Espero que Rodolfo los cautive como me cautivó a mí desde que lo
conocí en las frías y embozadas mañanas de
los exámenes de admisión… y como él, todos los demás.
Su fácil charla y sonrisa en
un rostro de nariz aguileña y cuerpo nalgón le daban enorme éxito entre las
chicas y amistad rápida entre los jóvenes. Fue el primer amigo que hice bajo
los techos y entre las paredes de nuestra Escuela cuando lo único que teníamos
en común era un sueño, el de ser médicos militares. Pero como ‘estamos hechos
de la misma materia que nuestros sueños’ conectamos bien y rápido.
Esta frase de Shakespeare
podría haber sido el punto inicial del psicoanálisis con tres siglos de
anticipación; pero William se refería, creo yo, a los sueños estando despierto.
No todos los que soñaban con
ser médicos militares soñaban con lo que Pulido y yo soñábamos por eso no con
cualquiera hicimos amistad esos días pero ya como cadetes encontramos en todos
nosotros ese romanticismo de acero, ese anhelo de anarquía organizada, esa
búsqueda de la felicidad a través de la obra. Esa alma de cadete que nos
identificó plenamente a unos con otros.
Rodolfo pulido siempre fue
dulce, bueno y competente. Hoy en día es un estupendo urólogo y una garantía de
calor humano donde quiera que estemos reunidos.
Siento que entre aquellas
frías mañanas de enero de l955 y estas lluviosas tardes de septiembre del 2009
el tiempo no ha transcurrido entre él y yo. Este risueño y anecdótico
inquisidor todavía intercambia preguntas y conocimientos conmigo como si
estuviéramos a punto de entrar a un examen. En el último desayuno en que
estuvimos juntos me puso a parir preguntándome acerca del efecto que tienen en
los ojos ciertos medicamentos usados para aliviar la hipertrofia benigna de la
próstata ¡háganme el chingado favor!... afortunadamente cuando ya César Miranda
estaba entrando al quite se me prendió el foco y recordé algo al respecto que
me sacó del apuro.
Ya estoy valorando y sopesando
la conveniencia de buscar y actualizar mis últimos ‘Year Book of Ophthalmology’
y pedir prestados los últimos de Urología. Para estudiarlos y llevarlos bajo el
brazo cuando vaya a las pachangas donde esté Pulido.
Este otro gran amigo: César
Miranda Acevedo, sobrino de grandes luminarias del clero y de la política
mexicana cuando él era muy joven (un cardenal, un secretario de estado) pudo y
supo disfrutar de tales beneficios pero también sufrirlos.
Logró el permiso para irse a
especializar a Estados Unidos y regresar hecho un gran gineco obstetra experto
en oncología y enfermedades mamarias así como conquistar el grado de general
aunque también algunas puertas se le fueron cerrando después, empujadas por la
envidia de quienes no gozaron de tanto privilegio.
Se habrán dado cuenta mis
lectores de cuan numerosas referencias he hecho del grado de general y es que
nuestra generación estuvo llena de ellos. Muy tempranamente, cuando era lo
normal tener dos o tres generales en una generación, en la nuestra ya había
ocho.
Ahora son tantos que los pocos
que nos retiramos tempranamente con el grado de ‘mayor’ (los que solamente
llegamos a “policías” como dice entre sonrisas Ernesto Calderón) casi nos
sentimos la elite del grupo.
Uno de estos ‘policías’ fue,
sorpresivamente, Eugenio Turrent, quien ocupó el puesto ni más ni menos que de
sargento primero de la compañía en quinto año. Puesto que sólo se otorgaba a
cadetes con fuerte personalidad castrense. Eugenio no siguió desarrollando esta
personalidad en el seno del instituto armado pero, habiéndose licenciado
tempranamente, sí la siguió usando, con toda seguridad, en el medio civil ya que
en el sector salud ocupó muy altos puestos de mando que exigían gran responsabilidad y disciplina.
Miranda era de los que, al abandonar
el camastro, en las madrugadas, bajo las notas de la banda de guerra rumbo a la
explanada; entonaba por lo bajo alguna canción seguramente relacionada con la
última chica de sus amores.
Dormía en el cuarto contiguo
al mío, baño de por medio con cuatro lavabos, un excusado y una regadera para
ocho cadetes y me causaba impresión la enorme diferencia de sus despertares con
los de Ramiro García Reyes quien dormía en mi cuarto y despertaba con un humor
de la puta madre. Con los años he venido a reconocer la también enorme
diferencia que hubo entre la infancia y adolescencia de uno y otro incluyendo
la temprana muerte del papá de Ramiro poco antes de su ingreso a la Escuela
Médico Militar.
Ambos se especializaron en
Estados Unidos cuando que en aquel tiempo desconocían casi por completo el
Inglés y ambos me siguen honrando a través de los años con su amistad y confianza.
De Ramiro ya hablé al
principio de este libro pero quiero rendirle honores por haber tenido el valor
de separarse del ejército cuando, ya sobradamente cumplido su contrato, se le
negaba una y otra vez dicha separación y no podía él satisfacer su ansia de perfeccionamiento
y terminación de su especialización en urología y transplantes en Estados
Unidos.
Sé de buena fuente que su
locker en una de las grandes e importantes universidades por las que pasó fue
el de Christian Barnard. Aquel legendario cirujano pionero sudafricano de los transplantes
cardiacos y cuyo locker no se le daba a cualquier pendejo. Ostentaba éste una
placa con el nombre de aquel insigne
cardiólogo que a fines de los sesentas conmovió al mundo llevando a cabo el
primer transplante exitoso de corazón.
En estos lugares decidió
Ramiro abrevar su enorme caudal de conocimientos y perfeccionar la
extraordinaria facilidad quirúrgica que siempre lo caracterizó.
Ramiro nunca se andaba con
mamadas.
Sin haberes, sin clientela,
con esposa, madre viuda y dos hijas niñas todavía se lanzó a la aventura de la
vida y la perfección buscando la felicidad y el significado de su vida a través
de su obra.
Mucho hemos comentado él y yo
la similitud que tuvo su decisión migratoria con las que tomaron su padre y el
mío cuando rompieron lazos y abandonaron querencias para lanzarse a la vida y a
la conquista de sus sueños. Su padre abandonado un paupérrimo pueblo de Michoacán
y el mío uno similar en la España árida y profunda del norte castellano.
Se nos quedó allá Ramiro.
Abrió una muy exitosa clínica en Arizona donde trabajó cerca de treinta años
prestigiando la imagen del médico militar mexicano y ahora descansa junto a una
muy hermosa familia en California pero su alma de cadete está presente entre
nosotros a través de sus viajes esporádicos y su abundante e inspiradora
correspondencia.
Ramiro y Gizaw viven en
Estados Unidos, sin embargo las almas y corazones de aquellos dos cadetes imparables
para quienes el mundo les ha quedado pequeño, siguen palpitando entre nosotros.
…Y de las prácticas en el
Istmo ¿qué?... ¿qué desmadre es éste Lopillos?... ¡carajo!... basta que uno de
tus compañeros pierda el casco para que tú pierdas el hilo de la narración.
u vida a través
de su obra.
Mucho hemos comentado él y yo
la similitud que tuvo su decisión migratoria con las que tomaron su padre y el
mío cuando rompieron lazos y abandonaron querencias para lanzarse a la vida y a
la conquista de sus sueños. Su padre abandonado un paupérrimo pueblo de Michoacán
y el mío uno similar en la España árida y profunda del norte castellano.
Se nos quedó allá Ramiro.
Abrió una muy exitosa clínica en Arizona donde trabajó cerca de treinta años
prestigiando la imagen del médico militar mexicano y ahora descansa junto a una
muy hermosa familia en California pero su alma de cadete está presente entre
nosotros a través de sus viajes esporádicos y su abundante e inspiradora
correspondencia.
Ramiro y Gizaw viven en
Estados Unidos, sin embargo las almas y corazones de aquellos dos cadetes imparables
para quienes el mundo les ha quedado pequeño, siguen palpitando entre nosotros.
…Y de las prácticas en el
Istmo ¿qué?... ¿qué desmadre es éste Lopillos?... ¡carajo!... basta que uno de
tus compañeros pierda el casco para que tú pierdas el hilo de la narración.
Pues
llegamos a Juchitán...