No por haber dicho que logré la ‘subresidencia’
he terminado de platicar de mis dos años de internado; queda mucha harina en el
costal y, aun sin haber tenido el enorme glamour y éxito de los años
hospitalarios por venir; no dejan de tener atractivo y enorme peso en mi
recuerdo y en mi corazón.
Antes de pasar a platicar de las salas muy
quirúrgicas (rasgo característico de nosotros, los médicos militares, es
nuestra gran inclinación y capacidad quirúrgica), quiero agotar los recuerdos
interesantes de los servicios no quirúrgicos como lo eran Patología, la
Consulta Externa y algo más del Banco de Sangre.
Haber pasado por Patología y no hablar de
muertos y autopsias sería injusto para ese reducido grupo de lector@s que
apetecen saber de historias truculentas, como yo siendo niño escuchando “Las
Calles de México” pegado al gran radio Stromberg Carlson alto, cupuliforme de
bulbos y gótica fachada bordada en tela y oro; como terno de luces …¡carajo! me
tendrán que perdonar mi constante recaída en lo taurino, pero ni yo me
imaginaba lo fuerte que este asunto es en mi subconsciente hasta ahora que me
ha dado por escribir. Ya lo decía la Yourcenar …‘no escribo lo que pienso;
escribo para descubrir lo que pienso’.
Escuchando, decía, durante noches trémulas
en que mis papás habían salido y las sirvientas lo encendían depués de hacernos
prometer a mis hermanos y a mí guardar el secreto; fumando ellas entre risillas
y dejándonos dar uno que otro chupetón al cigarrillo (tengo fundadas sospechas
de que a Manolo, mi hermano mayor, le permitían chupetones diferentes y de
mayor sabor pecaminoso).
Como se puede ver, mi primer contacto con
el tabaco fue desde muy niño y me ha costado un huevo y la mitad del otro
dejarlo después de muchos, pero muchos años.
No sólo fueron ‘Las Calles de México’ sino
‘El Monje Loco’ y ‘Los Bandidos de Río Frío’ quienes poblaron de terror mis
fantasías radiofónicas infantiles, así como esas inolvidables tardes de
planchado en que nos metíamos mis hermanos y yo subrepticiamente debajo de la
gran mesa olorosa a ropa planchada húmeda y humeante cubierta por gruesa cobija
que colgaba hasta el suelo para escuchar escondidos, silenciosos y sobrecogidos,
historias de criadas como aquella del hombre del pueblo de una de ellas que
sufría de ‘ataques’ por lo cual se le había recomendado no casarse nunca, pero
que, desobedeciendo, lo hizo y la noche de bodas fue tanta su emoción que
sufrió terrible ‘ataque’ …tan terrible que mató, despedazó y devoró a la
desposada.
Yo era aún tan pequeño que no entendía qué
tanta emoción podía causar una noche de bodas.
El servicio de Patología contaba con tres
grandes mesas blancas con sistema de lavado incluido, para las autopsias. Una
pared llena de puertas metálicas grandes y cuadradas, a diferentes alturas, que
daban lugar a los profundos espacios horizontales refrigerados donde se metían
tanto cuerpos enteros como miembros amputados y placentas (éstas eran
solicitadas insistentemente en las afueras del servicio por compradores
furtivos que nos ofrecían dinero contante y sonante para darles destino en la
industria de cosméticos).
Tenía también un cuarto anexo con larga y
desnuda mesa de granito gris a cuyo lado aparecía, como cualquier aparato de
anestesia en los quirófanos, una bomba con motor para inyectar formol a presión
a través de la arteria femoral en los cuerpos que tenían que sufrir largos y
tardados traslados ya que en nuestro hospital nacían alegrías al nacer
criaturas de padres cercanos, pero aparecían tristezas con la muerte de muchos
pacientes provenientes de lugares lejanos.
Estas mareas y resacas de vida y muerte en
los grandes hospitales me hicieron comprender más adelante el por qué nunca
conocí ni trabajé en un gran hospital del que todos hablaran bien ni del que
todos hablaran mal. Mi madre, que amaba al Hospital Español, que adoraba a sus
médicos, a sus monjas (se me hace que siempre coqueteó con la fantasía de ser
monja, además de reina), a su capellán, a su mesa directiva, que formó parte
activa de ricas damas benefactoras las cuales organizaban rifas, bailes,
romerías y cabalgatas y en donde dio a luz a sus seis hijos llenando de alegría
su vida y la de papá (decía éste que los momentos más felices de su vida fueron
aquellos en que llegaban él y mamá con un hijo nuevo a casa) …este hospital tan
amado por ella y en el que papá vivió sus últimos días, jamás lo volvió a
visitar después de su muerte. Duró treinta años su viudez y jamás lo volvió a
pisar ...ni para visitar a una amiga enferma …y eso que era gran consoladora.
Contaba también el servicio de Patología
con amplias oficinas, aula y áreas llenas de microscopios, mesas y vitrinas
pletóricas de frascos con piezas de tejidos humanos.
Era un magnífico servicio al que se
entraba desde el interior de nuestro hospital, llegando por el fondo del primer
piso, y que tenía salida hacia los jardines y estacionamientos traseros por
razones fáciles de imaginar tales como el tránsito de carrozas fúnebres,
siempre conmovedoras y de mal agüero. Esa área era muy usada para estacionar
nuestros coches y tener acceso a ellos sin tener que salir por las puertas
principales del hospital, cuyos estacionamientos cercanos estaban monopolizados
por los maestros y directivos.
El transitar de modo frecuente y cotidiano
por el pasillo central del servicio de patología simplemente para entrar y
salir del hospital nos hacía, a los jóvenes gallardos y presuntuosos, no
olvidar esa presencia perenne y ‘saludable’ del fantasma de la muerte.
Quien sienta rechazo hacia este tipo de
narraciones le sugiero que se brinque
varias páginas …no sé cuantas señorita ¡no soy Nostradamus! ...pues voy a
hablar de cadáveres y autopsias, ya que mis memorias de Mayor no estarían
completas sin tales narraciones cuya fuerza es indudable y necesaria tanto a
nivel literario como espiritual.
El obtener autorización para llevar a cabo
una autopsia que no fuese forzosa por motivos legales era algo muy apreciado
por los superiores y sumaba puntos a la calificación de un médico interno.
El supuesto valor de una necropsia para
aclarar diagnósticos fue, en mi experiencia, el menor de los argumentos pues
era rarísima la muerte por causa dudosa o desconocida en nuestro hospital.
El porcentaje de diagnósticos acertados
era sumamente elevado y no ya en las salas de internamiento, sino desde la
consulta externa o el servicio de Admisión y Emergencias.
En alguna junta de esas grandes, solemnes,
de auditorio pletórico, donde aparecía llena la platea de butacas ocupadas por
maestros y gente importante tanto del ejército como del sector salud del medio
civil, un medio día se presentó una exposición estadística memorable en que se
hacía ver el altísimo índice de diagnósticos acertados ya desde el paso del
paciente por manos de médicos sumamente jóvenes.
A la luz de los sofisticados y precisos
medios diagnósticos actuales, me sigue sorprendiendo la claridad diagnóstica de
entonces con recursos clínicos precarios pero muy bien sustentados por
conocimientos abundantes aplicados tras acuciosos interrogatorios y
exploraciones sin más estudios de laboratorio y gabinete que alguna radiografía
y unos cuantos análisis de los que hoy en día sigue haciendo cualquier
laboratorio “patito” de colonia proletaria.
Pocos estudios se pedían, pues todavía
brillaban maestros como Don Manuel Guadarrama, extraordinario médico y cirujano
que nos hacía ver lo innecesario de una radiografía para determinar una
fractura ya que la simple clínica era suficiente. Aún me parece verlo
describiendo las características de una fractura: dolor, impotencia funcional,
movilidad anormal y crepitación ósea, con lo cual maldita la falta que le hacía
obtener mayor ‘conocencia’ del caso para aplicar un yeso sin causarle más
gastos ni al paciente ni al hospital.
Le gustaba aderezar sus enseñanzas con
palabras y frases pintorescas como: ¡ah chispiajo! …‘me es inclusive’, ‘si la
juventud supiera y la vejez pudiera’ y muchas otras que me lo hicieron
gratamente inolvidable.
Fue don Manuel un excelente clínico y un
relampagueante cirujano, el cual, la primera vez que colaboré con él como
instrumentista en una extirpación del apéndice, al estar yo apenas acabando de
ordenar los hilos en la mesa de instrumentos, él ya me los estaba pidiendo
ensartados en la aguja curva para coser la pared abdominal pues ya había
terminado la operación propiamente dicha.
Estos brujos del diagnóstico y magos del
tratamiento eran utilísimos, por no decir que indispensables, para que
funcionara la institución brillantemente dentro del tan exiguo presupuesto con
que contaba.
Fíjate
(ya te voy a hablar ‘de tú’) cuan rascuache era el presupuesto no sólo
de Sanidad Militar sino del Ejército entero (tiempos eran aquellos en que los
militares no eran casta como lo han sido siempre los militares españoles y
argentinos y como lo fueron los mexicanos en tiempos de Miguel Alemán o ahora
con la lucha contra el narcotráfico) que cuando le pidieron al Secretario de la
Defensa autorización para una compra de alcohol necesario para mezclar con el
combustible de once jets nuevos (que por cierto se fueron cayendo uno por uno)
y que él no sabía que era necesario, se escandalizó quejándose de que ni
sanidad militar necesitaba tanto alcohol …y mira tú que contábamos con tan poco
que en la sala de detenidos algún soldado, pasándole visita me decía:
----¡Pónganle más alcohol a las torundas
mi jefe!
Esa solicitud me llevó a un triunfo a lo
Hércules Poirot de Agata Christie pues descubrí que los internados se chupaban
las torundas de algodón empapadas de alcohol a escondidas deslizándose
descalzos y silenciosos de madrugada, cuando el personal de guardia dormitaba,
hasta el cuarto de curaciones donde las chupaban mientras fumaban cigarros
Raleigh (eran de éstos pues eran los únicos adquiribles con filtro), a los que
les extraían el tabaco y los llenaban con trituración menuda de hojas de
marihuana que dejaban secar colgada del tambor de los colchones de sus camas
tomando la precaución, para evitar el olor, de poner talco entre el filtro y la
marihuana.
Estas colillas de cigarrillos
aparentemente inocentes tiradas en aquellas altas y abolladas escupideras con
agua sucia; de latón dorado, de boca amplia con tipo de florero (sí, sí, de
florero …ahí chapaleaban y florecían felices el hemofilus influence, la
neisseria catarralis, el mycobacterium tuberculosis y todos sus contlapaches.
¡Sí, sí! yo viví, desde niño, entre asquerosas escupideras por todos los pisos
de todos los lugares públicos, hospitales, oficinas, hoteles y restaurantes,
por finos y caros que fueran; eso de que
‘todo tiempo pasado fue mejor’ depende mucho de los ascos personales de cada
quien).
Esas colillas, decía; al ser analizadas y
tras reforzar la guardia nocturna de la sala, dieron la clave del porqué en la
sala de detenidos algunos pacientes andaban pedos y motos sin podérseles
diagnosticar síndrome conocido alguno.
Éramos tan inocentes todavía en esos
menesteres del narco menudeo que, al menos yo, no conocía la planta de la
marihuana y mucho me sorprendí, junto con varios de mis compañeros, cuando
descubrimos, después de más de dos años de observarla cuidarla y regarla, que
aquella planta de la maceta en el quicio de la ventana del pasillo en el piso
donde dormíamos …¡era de marihuana!
Los mismos familiares eran quienes les
llevaban los Raleigh, a veces ya preparados, o las hojas de marihuana ya medio
secas, y nosotros ni nos las olíamos.
Ahora que acabo de mezclar al Secretario de la
Defensa con los jets …¿no se te hizo raro? ...¿no piensas que la aviación debe
ser boleto aparte del ejército? ...pues no mi amigo …en nuestro país la aviación
es un brazo del ejército (otro tema para Franz Kafka).
La aviación puede ser un brazo de la
marina, como en los portaviones, pero no del ejército.
No …de ninguna manera …no estoy perdido.
Sé bien que ando escarbando en un asunto macabro de muertes y autopsias …ya
mero retomo el hilo …no te me alebrestes …¡tú siempre con el morbo a cuestas!
Quiero antes terminar con este asunto de
los diagnósticos caros y baratos, hablar un poco más y de un modo específico y
concreto.
Baste como ejemplo el diagnóstico preciso
del lugar de una lesión en el tronco cerebral pasando la uña del pulgar por la
planta del pie. El modo de contraerse o de extenderse los dedos de ese pie ante
dicho estímulo (reflejo de Babinski) nos daba el diagnóstico topográfico
preciso a un costo nulo, como no fuera el de unas cuantas pestañas quemadas por
el estudio en los ojos cansados de un médico que sabía serlo.
Hoy ni se menciona el Babinski en las
universidades. Hay que diagnosticar con el tomógrafo computarizado, con la
resonancia magnética, y buen cuidado toman las casas fabricantes de ponderar
sus cualidades y mucho se prestan los colegas para ensalzarlos en los congresos
(con prebendas ¡a huevo!, tales como viajes pagados a otros congresos en
lejanos y exóticos países para presentar algún artículo pero, sobre todo, para
meter en la mente juvenil ansiosa de saber y en las no tan juveniles, ansiosas
de esnobismo; las nuevas y caras tendencias de la moda tecnológica) …(iba a
decir ‘científica’ ¡que buey!).
El
verdadero glamour de los hallazgos de autopsia era la elaboración de la
correlación clínico patológica, es decir, la demostración de que todo se había
estudiado, diagnosticado y tratado bien aunque, el resultado hubiese sido el
fallecimiento debido a que ese era el único desenlace pronosticado.
Esta correlación se mantenía celosamente
guardada y preparada en forma de una sesión pomposamente llamada “Sesión
Clínico Patológica Semanal” que reunía en el auditorio a todo el personal
académico del hospital y era sujeta a presentación, debate, intentos de
adivinación y revelación del sublime secreto final, como un caso de Sherlock
Holmes, pero mucho más apasionante pues un determinado servicio presentaba a
los presentes toda la historia clínica de un ser humano desde antes de nacer
¡sí! ¡no exagero!: en toda historia clínica bien hecha aparece muy al principio
el famoso rubro: AHF o antecedentes heredo familiares, seguido de cómo
principió su padecimiento, en qué lugar y en qué época. Cómo y cuándo pasó por
manos de Juan de la chingada, donde le fue de la idem; de qué manera llegó al
internamiento en determinada sala y fue a terminar en Patología, pasando el
relato por infinitos detalles de todo color y tipo sufridos por el ya difunto y
llevados a cabo y término hasta el desenlace final tanto macro como
microscópico.
Era difícil para cualquiera no médico
imaginar el alto significado que tenían aquellos cuerpos abiertos en canal,
horizontalmente de hombro a hombro y verticalmente desde la garganta hasta los
genitales; vaciados con cierto cuidado, pero vueltos a rellenar de cualquier
manera y cosidos toscamente; con la cara tapada por su propia calota llena de
pelos. Pelos que jamás sufrieron cáncer alguno (cabello y cristalino del ojo
son las únicas porciones de la ‘humanis corporis fabrica’ que no desarrollan
cáncer en toda la vida) y que ni se sueltan con la muerte ni se pudren aunque
pasen años y años. Pelos y uñas siguen creciendo varios días después de la
muerte (pa’ pinche aferro a la vida). Es horrible cuando se practica la
exhumación de un ser amado ver la cabellera como adorno aún vigente de una
calavera imposible de relacionar con aquel rostro querido sobre el que lució.
Pelos insertados decía, al casco de piel cabelluda cubriendo la tapa de hueso
cortado con brío y ruidosamente (en mis tiempos se cortaba con segueta
produciendo un ruido escalofriante, no existían las silenciosas sierras
eléctricas de ahora) (bendito seas tú: Stryker, que inventaste una rápida y
eficiente sierra circular de vaivén que respeta los tejidos blandos e impide
que en un descuido el cerebro reciba un seguetazo y sobre todo …sobre todo…
¡Dios mío! ...que no hace ruido).
Este casco, esta calota, volvía a ponerse
en su lugar y quedaba mal sujeta a su sitio tan sólo por la sutura de piel que,
aunque profunda y disimulada por el cabello; cuando lo había; permitía un
cierto desplazamiento que deformaba horrorosamente la frente de ese rostro, de
esa persona que había cedido ya todos sus derechos, apagado todas sus quejas y
vanidades constituyéndose a través de la autorización de sus deudos en un
excelente territorio de estudio; de culto al saber y a la búsqueda y promoción
de la salud.
¡Qué bueno que ya la cremación se ha hecho
costumbre! Cuando fue necesario que un familiar estuviera presente en la
exhumación de los restos áridos de papá nadie se sintió con fuerzas. Manolo
presenció la exhumación de los restos de un general amigo de la familia y el
hijo del general presenció y testificó en la de papá el mismo día, a la misma
hora y casi en el mismo lugar.
Restos áridos que se incineraron para
ocupar lugares menos solitarios, acompañados por urnas de seres queridos
dejando en el olvido el poema aquel tan triste, tan desesperado de Bécquer …que
decía …¡Dios mío! …¡qué solos se quedan los muertos!
Hace pocos años se quiso perjudicar a una
persona importante ‘sembrando’ un cadáver en un terreno de su propiedad para
hacerlo pasar como asesino. Era tan …ahora sí que ‘estupefaciente’ y ‘estupefactante’,
tanto por lo insólito como por lo estúpido, ver en los videos como se extraía
ese cadáver con una bóveda craneal móvil, deforme, típica de autopsia hecha a
la carrera sin suturas firmes en la piel cabelluda. Era tan asombroso que los
enemigos le hubieran sembrado un cadáver autopsiado.
Me los imagino:
---- ¿Y de’onde quiere que le fabriquemos
el muertito mi jefe?
---- Me vale, échense al que puedan ¡Pero
ya!
---- Ta’bueno mi jefe.
Y
luego entre los sicarios:
---- ¿A quién nos echamos compita?
---- No sea usté pendejo ¿qué no hay
chingo de muertos en el de Dolores que nadie reclama?
Era tan doloroso ver el bajo nivel
educacional de mi gente haciendo pareja con otro nivel altamente malicioso pero
tan malicioso que hacía conjunto a su vez con un tercer nivel increíble de
ingenuidad y estupidez, que me sucedió algo que nunca me sucede: que sentí
hastío de mis políticos, de mis
empresarios, de mis autoridades policíacas de mis malos, de mis buenos,
de mis comunicadores televisivos, radiofónicos y periodísticos; que me dio una
hueva mortal ¡no! ¡una hueva vital! tan consoladora como mi acostumbrado y
necesario cabreo vital …y olvidé todo
este asunto …o traté de olvidarlo, pero, al percatarse los medios de lo que ese
cráneo deforme reflejaba, se trató de dorar la píldora y me volvieron a
sacudir. Como en todos esos casos de dorificación de píldora se regó el tepache
más aún, suponiendo como posible que el muerto lo habría sido por un garrotazo
en la cabeza …como si un hundimiento de cráneo dejara una calota móvil como
tapadera floja, mal suturada, medio redonda, medio ovalada, de bordes
deslizables y parejos. Horriblemente móvil, de esa manera que jamás se olvida,
móvil como uno se imagina que se le movería la calota a un Frankenstein de
verdad si fuera sacudido por grandes y
sonoras carcajadas.
Hasta para el delito somos débiles
mentales en este ambiente de Kafka.
Se decía cuando yo era jóven:
---- Pareces policía chino.
---- ¿Por qué?
---- Por misterioso y pendejo.
Ahora se puede decir:
---- Pareces maloso mexicano.
---- ¿Por qué?
---- Por ignorante, obvio y pendejo.
El asunto se diluyó y lo volví a perder en
el olvido hasta ahora.
Supongo que cualquier médico no manipulado
aclaró todo este macabro e infame asunto que tanto ruido causó entre la opinión
pública.
Soy consciente de que no todo el mundo
sabe de calotas, pero también lo soy de que todo mundo debe de ser prudente
(aunque en el mundo de la violencia a veces sale sobrando) y que aquellos que
nos informan lo deben ser más aún.
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