"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

miércoles, 26 de octubre de 2016

Alma de Mayor (Parte 13)

Ustedes disculpen. No se volverá a repetir, pero para calmarme divagaré un poco más en otros terrenos esta vez recordando algo que hace poco me contó otro “doctor y general”, esta vez Héctor Ibancovichi de Juan Ángel Núñez Valdés, otro “doctor y general” de nuestra generación ¡Carajo, si casi toda mi generación fue de “doctores y generales”! tanto así que a los  cinco que nos retiramos tempranamente de Mayores nos ven casi como a la élite de la generación 1955 / 1960 (al menos así nos sentimos Calderón, Hernández Moreno, Treviño, Turrent y yo).

     Mi buen amigo y compañero Juan Ángel Núñez Valdés consiguió su tercera estrella (de coronel) cuando era teniente coronel, de la siguiente ingeniosa y simpática manera:

     Estando departiendo con un muy alto jefe del ejército una velada en que la atracción fue Uri Geller (aquél que supuestamente doblaba cucharas y paraba relojes con el pensamiento) y habiéndose éste acercado a la mesa de honor, Juan Ángel le dijo que ya que era tan chingón hiciera algo por él, consistente en ponerle sobre las hombreras del uniforme una tercera estrella. Uri le contestó sonriente que eso le era imposible, y mi amigo, más sonriente, le dijo:

     ----¿Ya ve? ...pero para mi general no lo es.

     Mientras dirigía esta vez la mirada y la mejor sonrisa a su jefazo.

     En pocos días llegó el nombramiento de coronel para Juan Ángel, quien ahora es general de división retirado después de una brillante carrera como ortopedista en Chihuahua habiendo sido también  agregado militar en París y director o subdirector (no estoy seguro) de Sanidad Militar.

     Desde aquí te saludo y te abrazo querido amigo de quien no tuve modo de hablar mucho en mi libro anterior (“Alma de Cadete”) ya que de estudiantes no convivimos lo suficiente para conocer mucho de ti. Todavía no tenías la oportunidad de salvar a mi hija Thaida de ahogarse en Jurica cuando era niña y estábamos celebrando apenas nuestros primeros diez años de recibidos. Tampoco conocía la anécdota que acabo de relatar, y si no es exacta, por favor no dejes de decírmelo a ver si en un próximo libro “deshago el entuerto” antes de reintegrarme a la hoguera divina.

     Volviendo al hospital.

     Mucho tenía de presuroso y angustiante el parto distócico (pero que fue aliviado grandemente en aquellos años en que pasé por las obstetricias).

     Tenía que ver con el “trilene”.

      Era éste un gasecillo que se le ponía a través de una mascarilla a la pobrecilla (cuánto “illo” e “illa”; pero así lo siento) mujer cuyo parto empezaba a prolongarse y a causarle más dolor del razonable en aquellos años bravíos de principios de los sesenta.

     Lo terrible era que el dichoso gas, si se combinaba con cal sodada, pedacería de una sal color de rosa siempre anexada a los grandes aparatos de anestesia adentro de un frasco de vidrio transparente, se volvía sumamente tóxico, o sea, que si uno se decidía a darle a inhalar trilene a la paciente, renunciaba a la anestesia general, la cual pasaba forzosamente por la cal sodada.

     El recurso de poner una raquianestesia a una paciente retorciéndose de pujo y dolor era una quimera, aunque llegué a poner una que otra en tan difíciles circunstancias.

      Pero llegó el invento. Sencillo, nada caro, de fácil aprendizaje y aplicación. ¡Benditos esos avances de mi época! que no consistían en aparatos de costos millonarios ni curvas semestrales de aprendizaje. Se le llamó “anestesia epidural” y, al igual que la estación radiofónica de radio seis veinte, nos trajo “la música que llegó para quedarse”…música celestial para todos: médicos, parturientas y neonatos.

     Consistía el maravilloso y peregrino invento en una aguja y un tubito. ¡Nada más! ¡carajo! La aguja era igual que la de ráquea tan conocida y usada, sólo que ligeramente curva en la punta (igual que los estoques taurinos) y con el orificio de salida ligeramente descentrado hacia abajo. Entre el pabellón y el resto de la aguja traía soldada una barrita metálica aplanada para poder irla introduciendo muy poco a poco utilizando ambas manos. Esto era indispensable pues la aguja no debía perforar las meninges de la médula espinal, sino solamente penetrar hasta antes de la más externa, la duramadre. Por esto se le llamó “anestesia epidural”, aunque no dejaba de ser una anestesia raquídea, sólo que más delicada en cuanto a la profundidad del piquete. La cantidad, tipo y concentración de substancia introducida para provocar la anestesia era diferente a la usada en la raquianestesia, pues la absorción y concentración del fármaco era diferente en una y otra dada la localización anatómica en que se distribuía …pero nada más.

     ¡Cómo que nada más! ¡si falta lo mejor!

     Lo mejor era que esto se podía hacer tanto en el momento de iniciar cualquier operación en el quirófano, como en la sala de obstetricia, desde que la paciente ingresaba con el trabajo de parto apenas iniciado.

    Se le hacía la punción y en vez de líquido anestésico se introducía a través de la aguja un largo y delgado tubito de polietileno que se fijaba, enrollado, con tela adhesiva en la espalda de la futura madre.

     Todo estaba preparado con gran anticipación. La señora caminaba solemne y algo despatarrada, con las manos en la cintura y su bata ligeramente abierta por detrás, para arriba y para abajo por los pasillos como un barco en el muelle en espera de soltar su carga una vez que avanzase el trabajo de parto.

     No era sino  hasta que su cuello uterino tuviese cuatro dedos de dilatación cuando se le trasladaba a la sala de partos. Si todo iba bien …¡qué bueno! ...si se nos atoraba el asunto, se le aplicaba el líquido anestésico por el tubo de la epidural y teníamos una paciente tranquila y lista para un fórceps medio (nunca, nunca alto) o una cesárea.

     Esto del fórceps difícil causaba hundimientos craneanos, aplastamientos de orejas y parálisis de músculos extraoculares cuando se aplicaban con tremendismo antes del advenimiento de la anestesia epidural. Era tal la angustia de tener un bebé atorado largamente, muriéndose en el canal del parto, enclavado sin remedio en una madre loca de dolor y miedo, que llegué a ver una aplicación de fórceps en que el médico jalaba a dos manos mientras empujaba la mesa de partos con el pie bufando y poniéndose rojo de esfuerzo, impotencia e ira contenida contra todo y contra todos.

     El dato preciso para saber que se estaba en el espacio epidural y no en el subdural no lo daba ninguna resonancia magnética ni tomografía computarizada ni supresión digital ni (ahora sí que viene al caso) la madre que los parió. Se sabía perfectamente poniendo una gotita de suero en el pabellón de la aguja. Al ir introduciéndola lentamente llegaba un momento hermoso en que la gota era absorbida bruscamente por la presión negativa existente en el espacio virtual entre la dura madre y las paredes del canal raquídeo (¡qué a toda madre es saber! …y saber hacer).

Ahí se detenía la introducción y ahí se ponía el tubito.

     Capri sé finí.

     Todo médico interno aprendió a poner epidurales y luego se fue a provincia y las puso siempre que fue necesario, para atender partos, para sus cirugías, para curar grandes y dolorosas quemaduras; inundando al país con esa bendición.

     Fue tal el éxito de la epidural y tanto el rechazo al manejo brutal de las distocias que las cesáreas empezaron a cobrar un justo auge.

     Estando yo de residente de tercer año me tocó hacer un estudio al respecto (que las mostró justificadas) pues las autoridades del hospital empezaron a creer que se estaba abusando de ellas como recurso en casos que no eran necesarias, nada más por ‘hacer manos’; pero esto es ya de mis andanzas después de los primeros dos años de ‘internado’. 


     Ya pronto van a comenzar …no comas ansias.

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