Ustedes disculpen. No se volverá
a repetir, pero para calmarme divagaré un poco más en otros terrenos esta vez
recordando algo que hace poco me contó otro “doctor y general”, esta vez Héctor
Ibancovichi de Juan Ángel Núñez Valdés, otro “doctor y general” de nuestra
generación ¡Carajo, si casi toda mi generación fue de “doctores y generales”!
tanto así que a los cinco que nos
retiramos tempranamente de Mayores nos ven casi como a la élite de la
generación 1955 / 1960 (al menos así nos sentimos Calderón, Hernández Moreno,
Treviño, Turrent y yo).
Mi buen amigo y compañero Juan Ángel Núñez
Valdés consiguió su tercera estrella (de coronel) cuando era teniente coronel,
de la siguiente ingeniosa y simpática manera:
Estando departiendo con un muy alto jefe
del ejército una velada en que la atracción fue Uri Geller (aquél que
supuestamente doblaba cucharas y paraba relojes con el pensamiento) y
habiéndose éste acercado a la mesa de honor, Juan Ángel le dijo que ya que era
tan chingón hiciera algo por él, consistente en ponerle sobre las hombreras del
uniforme una tercera estrella. Uri le contestó sonriente que eso le era
imposible, y mi amigo, más sonriente, le dijo:
----¿Ya ve? ...pero para mi general no lo
es.
Mientras dirigía esta vez la mirada y la
mejor sonrisa a su jefazo.
En pocos días llegó el nombramiento de
coronel para Juan Ángel, quien ahora es general de división retirado después de
una brillante carrera como ortopedista en Chihuahua habiendo sido también agregado militar en París y director o
subdirector (no estoy seguro) de Sanidad Militar.
Desde aquí te saludo y te abrazo querido
amigo de quien no tuve modo de hablar mucho en mi libro anterior (“Alma de
Cadete”) ya que de estudiantes no convivimos lo suficiente para conocer mucho
de ti. Todavía no tenías la oportunidad de salvar a mi hija Thaida de ahogarse
en Jurica cuando era niña y estábamos celebrando apenas nuestros primeros diez
años de recibidos. Tampoco conocía la anécdota que acabo de relatar, y si no es
exacta, por favor no dejes de decírmelo a ver si en un próximo libro “deshago
el entuerto” antes de reintegrarme a la hoguera divina.
Volviendo al hospital.
Mucho tenía de presuroso y angustiante el
parto distócico (pero que fue aliviado grandemente en aquellos años en que pasé
por las obstetricias).
Tenía que ver con el “trilene”.
Era éste un gasecillo que se le ponía a
través de una mascarilla a la pobrecilla (cuánto “illo” e “illa”; pero así lo
siento) mujer cuyo parto empezaba a prolongarse y a causarle más dolor del
razonable en aquellos años bravíos de principios de los sesenta.
Lo terrible era que el dichoso gas, si se
combinaba con cal sodada, pedacería de una sal color de rosa siempre anexada a
los grandes aparatos de anestesia adentro de un frasco de vidrio transparente,
se volvía sumamente tóxico, o sea, que si uno se decidía a darle a inhalar
trilene a la paciente, renunciaba a la anestesia general, la cual pasaba
forzosamente por la cal sodada.
El recurso de poner una raquianestesia a
una paciente retorciéndose de pujo y dolor era una quimera, aunque llegué a
poner una que otra en tan difíciles circunstancias.
Pero llegó el invento. Sencillo, nada
caro, de fácil aprendizaje y aplicación. ¡Benditos esos avances de mi época!
que no consistían en aparatos de costos millonarios ni curvas semestrales de
aprendizaje. Se le llamó “anestesia epidural” y, al igual que la estación
radiofónica de radio seis veinte, nos trajo “la música que llegó para
quedarse”…música celestial para todos: médicos, parturientas y neonatos.
Consistía el maravilloso y peregrino
invento en una aguja y un tubito. ¡Nada más! ¡carajo! La aguja era igual que la
de ráquea tan conocida y usada, sólo que ligeramente curva en la punta (igual
que los estoques taurinos) y con el orificio de salida ligeramente descentrado
hacia abajo. Entre el pabellón y el resto de la aguja traía soldada una barrita
metálica aplanada para poder irla introduciendo muy poco a poco utilizando
ambas manos. Esto era indispensable pues la aguja no debía perforar las
meninges de la médula espinal, sino solamente penetrar hasta antes de la más
externa, la duramadre. Por esto se le llamó “anestesia epidural”, aunque no
dejaba de ser una anestesia raquídea, sólo que más delicada en cuanto a la
profundidad del piquete. La cantidad, tipo y concentración de substancia
introducida para provocar la anestesia era diferente a la usada en la
raquianestesia, pues la absorción y concentración del fármaco era diferente en
una y otra dada la localización anatómica en que se distribuía …pero nada más.
¡Cómo que nada más! ¡si falta lo mejor!
Lo mejor era que esto se podía hacer tanto
en el momento de iniciar cualquier operación en el quirófano, como en la sala
de obstetricia, desde que la paciente ingresaba con el trabajo de parto apenas
iniciado.
Se le hacía la punción y en vez de líquido
anestésico se introducía a través de la aguja un largo y delgado tubito de
polietileno que se fijaba, enrollado, con tela adhesiva en la espalda de la
futura madre.
Todo estaba preparado con gran
anticipación. La señora caminaba solemne y algo despatarrada, con las manos en
la cintura y su bata ligeramente abierta por detrás, para arriba y para abajo
por los pasillos como un barco en el muelle en espera de soltar su carga una
vez que avanzase el trabajo de parto.
No era sino hasta que su cuello uterino tuviese cuatro
dedos de dilatación cuando se le trasladaba a la sala de partos. Si todo iba
bien …¡qué bueno! ...si se nos atoraba el asunto, se le aplicaba el líquido
anestésico por el tubo de la epidural y teníamos una paciente tranquila y lista
para un fórceps medio (nunca, nunca alto) o una cesárea.
Esto del fórceps difícil causaba
hundimientos craneanos, aplastamientos de orejas y parálisis de músculos
extraoculares cuando se aplicaban con tremendismo antes del advenimiento de la
anestesia epidural. Era tal la angustia de tener un bebé atorado largamente,
muriéndose en el canal del parto, enclavado sin remedio en una madre loca de
dolor y miedo, que llegué a ver una aplicación de fórceps en que el médico
jalaba a dos manos mientras empujaba la mesa de partos con el pie bufando y
poniéndose rojo de esfuerzo, impotencia e ira contenida contra todo y contra
todos.
El dato preciso para saber que se estaba
en el espacio epidural y no en el subdural no lo daba ninguna resonancia
magnética ni tomografía computarizada ni supresión digital ni (ahora sí que
viene al caso) la madre que los parió. Se sabía perfectamente poniendo una
gotita de suero en el pabellón de la aguja. Al ir introduciéndola lentamente
llegaba un momento hermoso en que la gota era absorbida bruscamente por la
presión negativa existente en el espacio virtual entre la dura madre y las
paredes del canal raquídeo (¡qué a toda madre es saber! …y saber hacer).
Ahí se detenía la introducción y
ahí se ponía el tubito.
Capri sé finí.
Todo médico interno aprendió a poner
epidurales y luego se fue a provincia y las puso siempre que fue necesario,
para atender partos, para sus cirugías, para curar grandes y dolorosas
quemaduras; inundando al país con esa bendición.
Fue tal el éxito de la epidural y tanto el
rechazo al manejo brutal de las distocias que las cesáreas empezaron a cobrar
un justo auge.
Estando yo de residente de tercer año me
tocó hacer un estudio al respecto (que las mostró justificadas) pues las
autoridades del hospital empezaron a creer que se estaba abusando de ellas como
recurso en casos que no eran necesarias, nada más por ‘hacer manos’; pero esto
es ya de mis andanzas después de los primeros dos años de ‘internado’.
Ya pronto van a comenzar …no comas ansias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario