Cuando un ‘subresidente’ tenía
tiempo se podía sentar un rato a ver televisión sin estar haciendo nudos; pero
como por las noches (que es cuando pasaban el programa tan esperado del ‘Dr.
Kildare’ con Richard Chamberlain haciéndola de médico interno) tenía seis salas
bajo su responsabilidad, las tres de él y las tres de su compañero gozando de
franquicia, era difícil sentarse media hora a disfrutar la tele.
Eso de los nudos era cosa de los internos
de primero y segundo año, quienes se la pasaban, con la mirada al frente,
pendientes de las hazañas en blanco y negro de su joven héroe de nosocomio y el
cuerpo echado ligeramente hacia delante, haciendo nudos quirúrgicos con largos
pedazos de hilo grueso pasados alrededor de los barrotes del respaldo de la
silla de enfrente; a veces con ambas manos, a veces sólo con la derecha, otras
veces con la izquierda.
Esos comunes y corrientes asientos de
aula con todo y paleta para escribir, de la sala de televisión del piso y
dormitorio de residentes, ostentaban en sus barrotes traseros innumerables y
largas coletas de hilos negros, de los usados en quirófano, con miles de nudos
que se quedaban ahí, por tiempo indefinido, dándoles a esas toscas sillas el
aspecto de raros íconos de veneración a un dios proveedor de velocidad y
perfección quirúrgica.
No todo era cirugía en aquel largo peregrinar
y aprender. La sala de psiquiatría era un reto profundo. Misteriosa sala
cerrada por enorme puerta de hierro de esas con ventanuco por donde se asomaba
un soldado desde adentro. Cancerbero que permitía o no el acceso al sancta
sanctorum de la locura conforme normas variadas que iban desde su simpatía
personal, o el atuendo del aspirante a intruso, hasta oficios escritos y
sellados que pocos alcanzaban a comprender y menos él.
En la parte profunda de esta sala había un
cuarto completamente acolchonado en piso y paredes donde se metía a todo aquel
paciente que ingresaba agitado, o que se ponía así de pronto en cualquier
momento.
Apenas si existía el ‘largactyl’ para
calmarlos sin tener que anestesiarlos.
Aún no asomaban las narices en el mundo
terapéutico las benzodiacepinas, con su larga y peligrosa cauda adictiva.
El primer producto de este tipo fue el
famosísimo “ecuanil” que incluso mereció que se le compusiera un chiste:
Ahí les va:
Un paciente con incontinencia urinaria no
encontraba alivio con medicamento alguno y ya tenía desesperado a su médico
tratante cuando salió al mercado el ecuanil rodeado de un aura mágica y
omnipotente (vaya …como la cocaína cuando Freud …o como la penicilina cuando
Fleming).
Ni tardo ni perezoso el médico de nuestra
historia se lo administró recomendándole volver en una semana, aunque le dio
pastillas de muestras médicas para bastante más tiempo.
El paciente no volvió y un par de semanas
después el médico se lo encontró por la calle y le preguntó:
---- ¡¿Cómo ha seguido usted don
Tolomeo?!
---- De maravilla don Tranquilino.
---- ¿Ya no se orina usted en los
pantalones?
---- ¡Sí, cómo no! …pero me vale madre.
Otros había que, en profundo estado
catatónico no daban ninguna guerra más que la amenaza de irse a morir por no
hacer nada …vaya …apenas respirar y parpadear muy de vez en cuando, como mi muy
querido “yuca”, compañero que iba en tercer año de cadetes cuando entré a
primero y que habiendo terminado sus dos años de internado rotatorio en el
hospital fue enviado a un batallón con comandante difícil de a caballo en el
cual el buen yuca enloqueció. Fue a dar a la sala de psiquiatría y finalmente
dado de baja del ejército por no haberse recuperado suficiente como para volver
al servicio activo.
Ahí también estuvo, bajo mi
responsabilidad vespertina y nocturna, un compañerito que estaba apenas en
primer año de cadetes cuando, una tarde estando en clase de disección de
cadáveres en la Escuela, se lanzó a mordidas contra un muerto y luego, dando de
gritos, salió corriendo por el pasillo siendo alcanzado y detenido cuando
estaba a punto de lanzarse por el vacío de las escaleras desde el cuarto piso.
Leí con cuidado la historia de este chico,
para calificar al interno que la había hecho, y era enternecedora pues era hijo
de médico militar, pero como ese de las siete esposas de Irapuato, y fue
abandonado a la puerta de una casa (como en cualquier película mexicana con
Sara García, Ángel Garasa y Charito Granados, de los años cuarenta).
Más adelante, fue reconocido por el
desconfiado padre hasta darle derecho al apellido y al goce de estudios y
manutención.
Aun así la imagen paterna lo llevó a
concursar y entrar a la Escuela Médico Militar.
Me pregunto si este joven cadete, de haber
terminado la carrera (que no fue así) hubiera sido uno de los calificados
simplemente como suicidas por el libro ese que ya critiqué ampliamente y que,
pareciéndose a un directorio telefónico lleno de fotografías, se las daba de
hablar con interés y justicia así como de emitir conceptos interesantes.
Por cierto que si algún chino viese ese
libro diría, viendo las páginas y más páginas llenas de cientos de pequeñas
fotos (uno se siente que vale madre entre tantos; ¿será por eso que se nos
decía “números”?) de generación tras generación de Mayores M. C uniformados:
“mila tú: todos los pinches blancos son igualitos”.
Para terminar mi anecdotario reflexivo de
la sala de psiquiatría relataré el mal rato que pasó un interno de primer año
en esa sala siendo yo, en esa ocasión, su médico ‘subresidente’ de tercer año.
Este compañero fue requerido con urgencia
a la sala porque un paciente yacía, mitad en el suelo mitad recostado contra la
cama, con el lazo de la cortina en el pescuezo.
Se acababa de suicidar ahorcándose de esa
manera y el médico interno, presuroso le aflojó y quitó el cordón acostándolo
en la cama tratando de volverlo a la vida.
No lo logró y ante el ministerio público
declaró que ya estaba muerto cuando lo movió.
¡Pa pinche pedo en que se metió! ¡Eso
nunca se dice! Lo quisieron procesar por haber movido un cadáver sin haberse
levantado fe de cuerpo muerto y acta de levantamiento de cadáver.
Pero si eso nos lo enseñaban en las clases
de Medicina Legal ¿dónde estabas ese día mi cuate?
Nunca, nunca se debía caer en ese error y
siempre que salíamos a recoger a un militar la consigna era que, aunque
estuviera muerto, nos lo trajéramos al hospital alegando que tenía pulso si
alguien ponía reparo en ese momento o bien en las declaraciones posteriores.
Esto a mí no me salió del todo bien en una
ocasión …qué digo que no me salió del todo bien …me salió de la chingada.
Era por Semana Santa y estábamos muy
exigidos en el hospital por escasez de personal.
Mi ‘residente’ de cuarto año me ordenó ir
a recoger a un cabo, tal vez ya muerto, en el excusado de un vagón de
ferrocarril en la estación de Buenavista.
Puso una campañola con chofer a mi
disposición y salí del hospital rumbo a la estación a las dos de la tarde.
Efectivamente, había un cabo de corpachón moreno
como de cuarenta años caido hacia delante con pantalón y calzón a media pierna
pero formalmente uniformado de campaña color verde olivo y correas de fornitura
de la cintura para arriba; todavía medio sentado en el excusado.
La muerte lo visitó de esa manera y todo
lo que encontré alrededor de él fue un sobrecito de tesalón para la tos. Desde
luego parecía más una muerte natural que un suicidio y menos aún un homicidio.
Era el cabo del pequeño grupo de tropa
llamado ‘rondín’ que venía, conforme las ordenanzas, dando servicio a un
transporte federal como lo era ese tren que venía de San Luis Potosí a la
ciudad de México.
Puesto que la puerta del sanitario se
abría hacia adentro hubo que sacar el cadáver por la ventana. Lo hicimos entre
el chofer de la campañola y yo porque el teniente coronel, jefe del servicio de
vigilancia de la zona militar, quien llegó al lugar del siniestro algo después,
estaba ebrio y nada colaborador. Eso sí, manifestándose autoritario y
supuestamente eficiente.
Ya con el cuerpo en el andén y sabiendo
que después de tanto tiempo transcurrido en el dificilísimo proceso de sacarlo
era absurdo alegar que estaba vivo, me encontré en el brete de asegurarme de
que aquél teniente coronel, dado el alto cargo que ostentaba por veinticuatro
horas (nada más …gracias a Dios) asumiría la responsabilidad de haberlo movido
para sacarlo del tren; cosa que aceptó con gusto diciéndome que me podría
llevar el cuerpo apenas llegaran el ministerio público y el médico legista de
la delegación correspondiente.
Yo como médico militar podía funcionar
como médico legista pero esa atribución sólo la teníamos en ausencia real del
mismo, lo cual sucedía en algunas poblaciones pero no era éste el caso.
La primera en llegar, después de un par de
horas, fue la ministerio público. Una escoba con faldas de la cual mi teniente
coronel se prendó de inmediato. Era tragicómico ver a ese hombre con la gorra
hacia atrás y una punta de la camisa saliéndole por la bragueta abierta
diciéndole cosas acarameladas al adefesio aquel.
Finalmente, a eso de las seis de la tarde
llegó el gordo y desaliñado médico de la delegación, supuestamente médico
legista, y cuando yo solicité autorización para llevarme el cadáver (siempre
tratábamos de que todos los asuntos legales en que estuviera involucrado un
militar fueran manejados por el fuero militar y no el civil) el jefe aquel me
dijo, molesto, que de ninguna manera. Que acompañara al cadáver a la delegación
civil correspondiente y no me moviera de ahí hasta que él me autorizara a
hacerlo. Esto, claro está, me lo ordenaba ostentosa y altaneramente delante de
la dama a la que estaba tratado de impresionar (no sé …y nunca lo supe si
infructuosamente o no).
Al decirle yo que solicitaba permiso para
retirarme por haber poco personal en el hospital y ser yo necesario allá,
exclamó que ‘tomaría en cuenta mis exigencias cuando yo fuera el único
facultativo (usó esta palabra) existente en el ejército’
Muchas horas después de haber salido del
hospital (ya era de madrugada y mi cabo reposaba, desnudo, el sueño de los
muertos boca arriba en la plancha de una fría, fea y oscura delegación)
conseguí que se me facilitara un teléfono (el teniente coronel ya se había ido
hacia varias horas) y pedí instrucciones a mi ‘residente’ de cuarto año, quien
me ordenó que abandonara al difunto y que me regresara al hospital bajo su
responsabilidad.
Así lo hice y no pasó nada, pero siempre
me consideré en deuda con mi cabo, muerto en un excusado diminuto y mal oliente
de un viejo tren, a quien no pude darle un trato digno y proporcionarle abrigo
entre nosotros así como devolverlo prontamente al seno de su familia.
Me lo ganó gente fea en aras de lo legal
cuando debería haber ganado la justicia.
Lo justo hubiera sido que el diseñador de
la puerta del excusado no fuera un pendejo y la hubiera diseñado plegable o de
abrir hacia afuera para sacar rápido el cuerpo y, alegando presencia de pulso,
me lo hubiera llevado de volada al hospital antes de que llegara el borrachín
con mando. No tener el cadáver durante horas tirado en el piso del andén ni
desnudo otro chingo de horas sobre la sucia plancha de la delegación, sino
uniformado en el velatorio del hospital, sin autopsia y en espera de sus
familiares, quienes creerían que murió siendo bien atendido y bien presentado,
y no hecho un ovillo semi desnudo en un excusado y luego autopsiado por no
haber médico que se atreviera a determinar la causa de la muerte.
Lo justo hubiera sido no dejar
insuficientemente atendidos a los más de trescientos pacientes internados en el
hospital militar que eran responsabilidad mía esa tarde y noche de guardia en
Semana Santa.
No cabe duda que la ley puede ser fea y la
justicia hermosa en un momento dado en que ambas se juntan y antagonizan
…porque no son lo mismo …no son lo mismo.
En el medio militar había gente fea, pero
en el civil había gente fea y huevona, lo cual era una combinación nefasta.
Gente fea y huevona era notoria en el
medio civil, sobre todo la que tenía una buena profesión y una mala actitud
dentro de ella.
Entre los médicos jóvenes civiles había
verdaderas luminarias estudiosas y trabajadoras, pero también había muchos de
estos otros, nefastos …a montones
Esos muchachos y chicas vestidos de blanco
grisáceo, sucios e indolentes, frívolos de mala manera, groseros ellos y ellas
sin gracia alguna, mal preparados y peor motivados, que se hacían llamar
“erres”: el ‘erre uno’, el ‘erre dos’, el ‘erre tres’ (‘residente’ de primer
año, de segundo y de tercero) (R1, R2, R3); quienes eran nuestro equivalente en
algunos hospitales.
Desde luego que estos ‘erres’ eran
magníficos en algunos, como en el de “Nutrición” o en el de “La Ceguera”, donde
eran élite al igual que en “El Militar”, en “El Español”, en “El ABC” y algunos
otros.
Estas abreviaciones al nombrar los
hospitales eran necesarias pues decir por ejemplo: “Hospital de la Asociación
para Evitar la Ceguera en México Dr. Luis Sánchez Bulnes” o bien “Hospital de
Enfermedades de la Nutrición Dr. Salvador Zubirán” o “American British Cowdray
Hospital” u “Hospital de la Sociedad de Beneficencia Española” eran términos
más largos que una semana sin pan.
Al hablar de los hospitales del Distrito
Federal ya sabíamos que “El Veinte” o “el Primero” eran el Hospital Veinte de
Noviembre y el otro el Primero de Octubre, ambos del ISSSTE (Instituto de Seguridad
Social y Servicios para los Trabajadores del Estado) y así sucesivamente con
“La Raza”, “Xoco”, “El Inglés”.
Luego llegaron otros menos fáciles de
saberse su verdadero nombre como el “INPI”, el “IMÁN” y la madre que los parió
a todos con todas sus siglas y jóvenes médicos residentes, algunos muy buenos
indudablemente, pero otros que llegaron a darle certeza a la cantilena aquella
de: “erre uno no es ninguno; erre dos …como dios; erre tres …ni lo ves” …y todo
el trabajo para el más pendejo, mientras el ‘erre dos’ o el ‘erre tres’ se sale
a comer tacos en la banqueta vestido de blanco sucio y arrugado con el
estetoscopio acostado en el cogote o se escapa, estando de guardia, a coger con
una enfermera al hotel de paso ahí cerquita del hospital donde ya tiene casi
‘cuenta abierta’.
… ¡No hay que ser!
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