Como
chocarrero insuperable, recuerdo el episodio de aquella mujer anciana que
falleció después de pasar largos años sentada. Ya acostadita y desnuda sufrió
un proceso espantable para enderezarle las piernas con fines de poderla
entregar dispuesta para el féretro. Primeramente se le trató de desdoblar las
rodillas empujando fuertemente las rodillas hacia atrás estando acostada boca
arriba con lo cual aquel par de soldados ordenanzas sólo lograron que ella se
incorporara bruscamente con gran alboroto de los mismos. Luego, como tenían
indicaciones de lograrlo a como diera lugar, procedieron a romper las rodillas
a martillazos con un marro…
Años
después cuando ya de médico residente conocí a los pacientes vivos y sufrientes
que luego llegaban muertecitos al departamento de patología sentía admiración y
respeto por ellos porque ya habían pasado el trance y se veían tranquilos...
hasta satisfechos siendo que, muchas veces, poco antes de llegar, eran piltrafas
físicas y emocionales, aterrorizadas. Niños, adultos, viejos... todos tranquilos
una vez traspuesto el sublime e ignoto tránsito.
Algo
excepcional en cuanto a mover fibras desconocidas o inesperadas tiene la
contemplación de la muerte desde el cadáver. A veces ternura, otras
terror, otras burlas o risa, otras lágrimas, otras erotismo desenfrenado.
Yo experimenté algunas y observé otras que
nunca hubiera imaginado en propios y ajenos, como por ejemplo la propensión al
sexo de alguna amiga ocasional después de haber contemplado un cadáver o la
falta de sensibilidad de algún compañero de otro grupo; por demás fina persona,
que la noche anterior a su examen final de anatomía destrozó a golpes de
bisturí los genitales externos de cuanto cadáver femenino había dispuesto para dicho
examen, por no tener él ya tiempo de estudiar esa región y estar muerto de
miedo de que lo fueran a poner a disecarla al día siguiente.
Esto me hace pensar en cómo el miedo excesivo puede ser primo
hermano de la crueldad ó, simplemente, del mal gusto activo.
Si
yo hubiera sentido necesidad de destrozar todas las regiones anatómicas que desconocía
para el examen final, hubiera tenido que hacer picadillo a todos los muertitos
la noche anterior. Tal vez tanta ignorancia me impidió caer en las garras de un
suceso tan de mal gusto y crueldad estética como en el que cayó ese compañero
¿será válido relacionar esta experiencia con los sucesos de la Europa nazi?
¿será ésta una prueba de como un buen hombre puede cometer actos horrorosos
bajo el efecto del miedo? ¿habitará un gran miedoso adentro de cada hombre cruel?... yo creo que
sí, porque aquellos pelones más culeros eran luego los peloneadores más activos
y crueles, siendo que los más valientes no se interesaron nunca en este
tipo de actividades.
Pienso y reflexiono en que el famoso
"conócete a ti mismo" escrito en el frontispicio del oráculo de
Delfos tal vez tuvo como refuerzo y adentro del templo de Apolo un anfiteatro, un
departamento funerario que visitar para practicar esa 'conocencia' tan difícil
de lograr y tan cara y apreciada cuando se cree haber logrado.
Sigo
sintiendo después de tantísimos años, que eso de visitar a los cadáveres y empezar a disecarlos desde
el primer día de ingresado a la Escuela fue un honor del que no me sentía merecedor
y el espaldarazo que me daba una sociedad que creía en mí y con la cual
quedaba comprometido desde entonces.
Años
más tarde se trató de popularizar en el medio civil un plan de estudios que
sostenía la supuesta inconveniencia de iniciar los avatares de una profesión
dedicada a preservar y promover la vida, con el estudio de la muerte en forma
de cadáveres y enfermedades. El plan consistía en empezar por visitar colectividades
humanas saludables.
El plan fracasó.
La
muerte y el cadáver como expresión artística fue algo que no conocí hasta muchos
años después cuando fui invitado a conocer la necroteca de Ciudad
Universitaria. Ahí, en el cuarto piso de la facultad de medicina hay un lugar
magnífico para el estudio y comprensión del cuerpo humano desde el punto de
vista anatómico que me hizo sentir coraje por haber tenido que aprender tanta
belleza sin claridad didáctica y de una manera deprimente, apresurada
y cubierta de un barniz de fealdad y confusión difícil de narrar. En este
amplio recinto ya no me llamaron tanto la atención los cortes anatómicos embebidos
en material transparente o con el territorio vascular impregnado de colorido.
Ya la tomografía computarizada, la resonancia magnética, la supresión digital
habían cobrado en mí su cuota de asombro. Lo que me fascinó fueron las maquetas
tridimensionales del sistema nervioso en que si uno apretaba un letrerito, por
ejemplo: "núcleo de Edinger Westphal" aparecía el méndigo núcleo
iluminado y parpadeando desde un sitio adentro del cerebro que yo nunca me
hubiera imaginado pues al estudiarlo en el libro de texto, tuve que
darle presencia, volúmen y profundidad en territorios más que
quiméricos que sólo mi memoria y mi fantasía entendían con fin de poder
hablar de él si me era preguntado en algún examen.
Terminando los exámenes del primer semestre la
Escuela hizo una visita de quince días a Irapuato en prácticas de campaña. Fue
la primera vez que tuve la sensación de pertenencia. Hasta entonces había sido
una horrible vivencia de desapego y desamor por parte de todos los alumnos de
otros años excepto por algunos pocos cuya memoria quiero ensalzar.
La
primera ayuda de un cadete, de años superiores y de modo desinteresado jamás se
olvida. En mi caso me la proporcionó Castro Orvañanos de tercer año ayudándome
a prestigiar y usar el uniforme de gala.
Pareciera un gran honor recibir tempranamente
el bello uniforme de franela negra con vivos amarillos con el cual se marchaba
en los desfiles pero el estreno era siempre para ir unos pocos a uno de los
muchos servicios nocturnos de madrugada, generalmente para velar algún
cadáver de militar de alta graduación que en una ocasión, entre el olor a
velones y a la ligera descomposición del cuerpo hizo que nadie quisiera entrar
al relevo y nos dejaron a los cadetes casi toda la noche en las
cuatro esquinas del féretro.
Este fue el caso de mi primer servicio de gala
y de la ayuda de Felipe Castro quien había sido compañero en la primaria de mi
hermano Ángel. Su finura de trato y el cariño que se traslucía en él siempre
estuvieron presentes durante los años que nos tratamos.
Igualmente poco después, empecé a recibir
consejos de dos compañeros de primaria de Manolo, el mayor de mis
hermanos: Luis Limón Limón, también de tercer año y Jaime Pous Ferrer de cuarto
año, hijo éste y también sobrino de queridísimos maestros médicos militares,
uno de ellos ex director de la Escuela y el otro Don Ramón Pous Roca de tan
entrañable recuerdo como pediatra infectólogo jefe de dicho servicio en el Centro
Médico La Raza, del Seguro Social, adonde nos impartía la materia. Fue Don Ramón
un gran y querido maestro que con los años me dio plaza de oftalmólogo en el
Hospital Infantil de San Juan de Aragón de donde era director también. Los
médicos militares rendíamos culto al pluri empleo.
Yo llegué a tener tres consultorios y cinco
chambas simultáneamente en los comienzos del ejercicio de mi especialidad.
Jaime Pous varios años después trajo al
mundo a mis dos primeras hijas… y pronto lo perdimos. El alma de Pous era una
gota de Dios que Este reclamó pues el océano divino por alguna razón ignota lo
quería rápido de vuelta en su seno.
Los tres: católicos de hueso colorado,
estuvieron metidos en un gran lío por haber llevado un sacerdote a confesar
cadetes que lo quisieran hacer, dentro de un coche, en la explanada, bajo las
estrellas de la madrugada en un jueves primero de mes con miras a comulgar al
día siguiente conforme aquella costumbre que fue tan popular; supuestamente
debida a una promesa de alguna aparición virginal cuyo origen ya confundo, en
el sentido de que quien hubiese comulgado nueve primeros viernes y muriese con
la imagen de la virgen del Carmen en su poder (venía en todos los escapularios)
no moriría sin confesión.
Esto
estaba prohibido en una instalación militar, así como también se prohibía
entrar a militares uniformados en las iglesias cantinas y pulquerías. Paradojas
pintorescas a las que se podía hacer la vista gorda (yo me casé la primera vez,
por la iglesia, uniformado) (y era esa la costumbre tolerada) pero en el caso
del sacerdote de aquella madrugada todo salió mal pues un jefe viejo del
personal administrativo de la Escuela se enteró y armó tal escándalo que por
poco se les hace consejo de honor a mis piadosos amigos. Es bueno dejar
asentado que los tres eran magníficos estudiantes y cadetes. Mucho mejores
elementos que el coronel de marras.
El escapulario que yo portaba al ingresar
a la Escuela me fue quitado al vérmelo el sargento primero de la compañía mientras
corría sin camisola alrededor de la explanada una de tantas mañanas de instrucción
militar; alumno difícil de quinto año quien fue amonestado por haberlo hecho (qué
diferencia de aquel sargento primero con el de mi generación, excelente militar
y amigo: Eugenio Turrent quien misteriosamente, al igual que Calderón y yo, nos
licenciamos de inmediato apenas cumplimos nuestros respectivos contratos, habiendo
sido, al menos ellos, excelentes militares). Se me devolvió la prenda pero no
recuerdo haberla seguido usando durante el primer año aunque luego usé por
muchos años mi medalla de bautizo que la conservaba mi madre (en prevención de
que yo la perdiera) y que me la dio ya cuando estaba yo muy mayor. Esta medalla
llevaba la imagen requerida y yo me sentí a salvo de morir sin confesión durante
muchos años en que creía en el infierno y me aterrorizaba la idea de la
condenación eterna.
Terminadas las prácticas de campaña, en que lo
único que tuve que hacer fue batir mierda con un abatelenguas para
exámenes de parásitos intestinales de la población civil, vinieron
las vacaciones y luego el comienzo del segundo semestre el cual ya tuvo
diferente cariz sin dejar de ser la segunda mitad del terrible primer año en la
Escuela Médico Militar.
Se
iniciaban las materias ya no simplemente descriptivas sino funcionales, como
Fisiología que era otro gran coco.
En
esta materia sentí por primera vez el pánico de no tener en donde estudiar con
señalamientos precisos por parte de mis maestros. Fue la primera vez que me
sentí gente mayor en el ámbito académico; como si me dijeran: "tú sabrás
dónde y qué estudias pero responderás de ello.... ya lo verás". Estudié en
los apuntes de Armando Soto, que fue un brillantísimo alumno malogrado de la
generación anterior a la mía. También estudié en unas revistas ¡primera vez que
estudié en revistas! de la UNAM. Hubo un texto dizque "el bueno" que
nos presentó un maestro supuestamente fisiólogo pero que era ortopedista... en
fin, el caos y el peligro en busca de sacar de la escuela al pendejo que se
dejara morir en la confusión.
Me pregunto
si en esos principios éramos superiores los alumnos a los maestros y he llegado
a la conclusión de que sí, de que éramos los alumnos los que hacíamos parecer
buenos a los maestros. Los grandes maestros llegan hasta que el alumno está
preparado para esa epifanía y eso empezó a suceder según mi leal sentir y
entender en tercer año con el maestro Píndaro Martinez Elizondo y con su modo
de enseñarme a explorar a los pacientes: palpación, percusión, epigastrio,
hipocondrios, flancos, toda la magia del saber realmente y saberse el camino.
Tal vez haya compañeros que sientan que antes hubo grandes maestros como
Schultz Contreras en Anatomía Microscópica o Don Salvador González Reynoso en
Microbiología pero yo lo sentí hasta el tercer año, en mil novecientos cincuenta
y siete con Píndaro.
Después vinieron en tropel los grandes,
grandes maestros pero aún no aparecerán en escena pues como ya dije: el gran maestro
llega hasta que el alumno lo merece.
Pasaron materias como: 'leyes y reglamentos
militares' con aquel general exaltado que años después matara al archimandrita
griego en las instalaciones y arreglos del Teatro Helénico por quítame allá
esas vigas. Embriología con aquella maestra Zámano, mujer añosa magnífica, con
quien se podía hablar de todo dejando la embriología para un poco después... y
tal vez alguna otra materia médica o militar de tan poca monta que ni recuerdo
guardo de ellas.
Tan
sólo Bioquímica brillaba en el reino del terror impartida por el maestro Calva Cuadrilla,
seco y puntilloso quien se solazaba
mandando alumnos para afuera del ejército preguntando asuntos que venían con
letras minúsculas en los pies de página; como las misteriosas cláusulas
secretas de los contratos de las compañías de seguros.
Anatomía, Fisiología, Bioquímica, quienes pasábamos
por entre estas tres parcas y sobrevivíamos ya teníamos aseguradas tres puntas de las cinco que tiene
la estrella de mayor; la cual ostentaríamos en la frente cinco años después. Era
tanta la ilusión, que yo en primer año me puse ante un espejo del baño y me
hice dos autorretratos: uno con gorra y estrella de mayor y otro con gorra pero
de cirujano, con cubrebocas (pinche autorretrato premonitorio de las futuras y
lejanísimas épocas de la supuesta epidemia de influenza porcina que acabamos de
sufrir, ficción ó no, en que nada más nos vimos los ojos por arriba de un
cubrebocas que dejó de ser símbolo de algo noble y elevado para convertirse en
un hilacho húmedo y asqueroso durante tres semanas de injusto pavor).