Me sentía como pez en el agua.
Incluso cuando la novia se me fue a España ese año después de varios años de
noviazgo formal, por causas que nunca entendí, no me di a la tristeza. Mi
confianza en mi mismo era enorme. Mis calificaciones mejoraban
impresionantemente, los dieces y nueves “treinta y tres” (nunca he sabido si
mis maestros eran muy masones o muy cristianos ya que tanto les gustaba este
número) ya no eran raros para mí y aquel seis de agosto de 1959 en que me dejó
solo el amor de mi carrera lo seguí recordando siempre tanto por eso como por
que fue el día en que se lanzó sobre Hiroshima la primera bomba atómica en
1945, cuando yo tenía nueve años y mi almita sensible era apenas el embrión de
la de cadete.
Esta facilidad de recordar
fechas y correlacionarlas me ha sido muy útil en mi vida pero también es como
una espina innecesaria que no puedo ignorar. No hay año, por ejemplo en que no
recuerde el día de mi primera comunión ó el día del primer matrimonio de mi
hermano mayor o el día que papá llevó las trescientas gallinas (cien de cada
color) para la granja que hizo por Tlalnepantla y así ad nauseam, hasta poder
correlacionar lo que se hacía en la Europa de Carlomagno y en el África negra
simultáneamente.
Mi capacidad para ser una
enciclopedia de cosas inútiles me obliga constantemente a callarme el hocico
pues muchas amistades he perdido por su culpa.
La clase del maestro Peña
causaba miedo y lo normal era sentarse lejos de él con la quimera de evitar sus
preguntas, las cuales eran tremendas. Por ejemplo: era frecuente que a una
contestación del alumno el maestro revirara: “si es así qué y si no es así qué”
llevando al infeliz a los terrenos de la escoleta mental en que el ejercicio combinado
de los conocimientos y la inteligencia eran cosa que a mi me parecía
sobrecogedora y que dejó huella indeleble en mi formación y mi manera de
estudiar y aprender.
Sentaba a sus alumnos en
semicírculo delante de él y no se le escapaba ni uno. Por esto decidí sentarme
exactamente delante de don Enrique ¿ya les dije que así se llamaba? y a
preparar las clases hasta un poco más adelante de lo programado para ese día.
Recuerdo con gusto y gran orgullo (hasta la
fecha. Parece pendejada ¿verdad?) una mañana de clase en que supe algo que me
preguntó tratando de quitarme lo presuntuoso y payaso. Estábamos comenzando a
ver vías biliares y me dijo:
---- A ver ¡tú! Peninsular
(eso de la zeta me traía jodido)… ¿cómo se clasifican las sales biliares según
su función? --- pregunta cuya respuesta
era fácil pues hasta sonaba rítmica y poética pero que era para bastante más
adelante.
---- Colagogas, coleréticas y
colecistoquinéticas… maestro.
Y el maestro Peña se sonrió y
sacudió la cabeza levemente como diciendo: ‘pinche peninsular’… ya te agarraré.
Pasé con el maestro Peña con
muy buena calificación. Colaboré con él en diferentes escenarios. Era un hombre
de tal fuerza y calidad que todo lo impregnaba y aprendía uno hasta de sus
enfermeras… y esto es en serio pues eso de irme como perro sobre los problemas
se lo aprendí a Aurea quien era su enfermera jefa en Gastro Sur: su sala y su
feudo en el Hospital Central Militar.
Si mi padre no hubiera sido
quien fue y se me dijera que escogiera otro, yo pediría un par de hombres
aparentemente diferentes pero idénticos: mi tío Eduardo: hermano de mi madre,
lector insaciable, sacerdote dominico,
predicador verdaderamente creyente; y el
maestro Peña: general, médico militar, sabio, culto, historiador, ogro y
supuesto ateo contumaz quien decía que el único milagro del cristianismo era
que hubiera durado ya dos mil años.
Ambos deben estar, junto con
papá en la Gloria de Dios como grandes amigos esperando por mí.
Pareciera que aquel quinto
año. Aquel 1959; quedó sellado por la clínica de gastro rodeada de una pequeña
cohorte de asuntos amorosos y militares pero no fue así.
También conocí y se metió en
mi alma de cadete para siempre otro maestro inolvidable: Don Abelardo Zertuche.
Yo que conocí y sufrí a tantos generalazos imponentes, que hasta la
fecha, por el hecho de haber ostentado altísimas insignias y puestos se
consideran distintos y elevados. Que escucho y he escuchado de tantas tropelías
y quejas relacionadas con el grado, el
cargo y el escalafón. Que ser presidente de tal o cual sociedad o por lo menos
asociación cambia la sonrisa y el comportamiento. Yo, digo, conocí a un hombre
que fue todo eso y más. Que fue todo lo que uno se quiera imaginar como médico
y como militar y vi al señor Secretario de la Defensa, Gral. Marcelino García
Barragán presentarse sin boato ni protocolo una mañana en la sala de
Oftalmología para saludar al maestro Zertuche y pedirle de un modo sencillo y
cordial le hiciera el honor de aceptar ser director de Sanidad Militar,
mientras platicaban de pié y recargados simplemente contra la pared del cuarto
de curaciones.
Este Secretario de la Defensa
tuvo una hija que quería ser médico militar y por eso la Escuela se abrió a las mujeres a partir de su mandato y aunque
a mí me caía mal que se nos apareciera de madrugada en la Escuela pues vivía a
un ladito de ella, quedó en mi recuerdo como un gran general y una bendición
para la patria… si alguien le sabe algo que ni me lo diga porque lo mando a
chingar a su madre.
Don Abelardo fue un
oftalmólogo famoso y competente que ocupaba el cargo de jefe del servicio de
Oftalmología del Hospital Central Militar. Fue mi titular de la materia, misma
que en la Universidad era opcional. Daba una cátedra de cariz artístico más que
científico pues nos hacía pintar grandes cuadros de entidades patológicas de su
especialidad que luego colgaba de las paredes de la sala.
De su clase sólo me acuerdo de
la mañana en que nos enseñó a evertir el párpado superior diciéndonos medio en
broma, medio en serio que eso nos iba a dejar dinero por saber localizar y
poder quitar cuerpos extraños que el vulgo no lograba extraer con maniobras a
veces tan peregrinas pero tan bien orientadas como provocar el lagrimeo
metiéndose detrás del párpado superior las pestañas del inferior (yo lo hice
muchas veces de niño) o echándole al sufriente humo de cigarro en el ojo.
Me acuerdo también del examen
final en que me puso a un paciente con una masa negra en lo alto del centro del
globo ocular a la cual ante su sonrisa clasifiqué como melanoma siendo que era
nada más una protrusión de membranas internas apenas detenida por el tejido adelgazado
de la córnea ‘estafiloma corneal’ se le llamaba y si bien era causa de ceguera no lo era de
muerte como el ‘melanoma’.
El maestro estaba bien
consciente de que su clase era de inspiración más que de información y me
obsequió un hermoso ocho treinta y tres que me supo a gloria.
Mucho podría escribir sobre
tan excelente maestro pero de asuntos posteriores a la carrera.
Fue piedra fundamental en mi
especialización y en la oportunidad de retirarme tempranamente del ejército
pero esto será harina de otro costal si Dios así lo dispone.
Vuelvo a repetir, ya que
frases como esa de ‘harina de otro costal’ y otras más; mucho me gustan por ser
pueblerinas, de mi madre.
‘No se mueve la hoja del árbol
ni se escribe la página del libro si no es por la voluntad de Dios’… vuelvo
también a escribir.
Yo quisiera no dar tantos
nombres. Me choca ponerme en tu lugar querido lector(a) y atiborrarme de referencias
de personas que tal vez no conozcas pero… ¿cómo le hago para hablar de experiencias
y valores sin sujeto, verbo y predicado?
Mucho peor sería idealizar y
conceptualizar sin casos concretos.
Anaí, mi hija escritora me ha
enfatizado que hable de hechos reales y ella sabe lo que dice pues por algo es
Jefa de Escritores de Canal 11 y ya Random House / Mondadori empieza a
publicarle sus novelas… así es que: si no es alguien con mayores laureles quien
me critique, seguiré por el mismo camino.