No reconozco otro signo de superioridad que la bondad.
Soportar… soporto muchos pero sólo este
reconozco.
También reconozco que la
bondad es asunto de elección.
Creo que para ser bueno hay
que haber conocido lo malo. No me gustan los santos como el de Asís o el de
Porres. Me gustan el de Loyola, el de Dios el de Hipona y de un modo especial
los santos militares... que son tantos.
Ni crean que les voy a
platicar de ellos. Para eso están los libros e Internet… pónganse a estudiar.
Las vidas de los santos son un manantial de sabiduría inagotable pues si lo
sabio es conocimiento sápido, que tiene sabor, el conocimiento de estas vidas
está plagado de ello.
Desde muy niño me encontré en
casa una pequeña biografía… que tendría yo ¿siete años? ¿segundo de primaria?…
todavía me gustaba leer sentado en el suelo y ya traía entre manos a San
Pascual Bailón ¡háganme el chingado favor! ¿cómo llegó eso a casa?... nunca lo
supe pero me lo chuté por lo graciosos del nombre y me gustó. Me metió al mundo
de las biografías de un modo indiscriminado. Después de Pascual estaba con
Ford, luego con Marconi. Sesenta y cinco años después ando con Pitágoras,
Carlomagno, Catalina de Rusia, Mahoma y todo lo que me encuentro.
¿A dónde voy?... a que las
lecturas me han convencido de que la santidad es cosa de fuerza y de dominio de
uno mismo y que no es cosa religiosa sino espiritual y ética. Que quien nunca
ha sentido y sabido canalizar su agresividad y esa dosis de maldad inherente al
ser humano, nunca será bueno... tal vez bondadoso... nada más.
El enfrentamiento con el dolor
animal provocado por uno mismo y posteriormente canalizado hacia el bien me
parece justo y razonable por no decir indispensable.
Ramiro y yo hemos pagado
nuestra cuota del daño a los animales con nuestro arrepentimiento, dolor y perfeccionamiento.
Creo que dejamos de ser un peligro para la sociedad y para nosotros mismos a su
debido tiempo.
Déjenme contarles una historia
interesante de cuando estudié Hipnosis Clínica.
Se escogió al mejor militar de
tropa que se pudo. Ni una boleta de arresto. Intachable. Sargento segundo de un
batallón del campo militar número uno. Cuarentón, fuerte, limpio, cortés,
educado. Se le sujetó a hipnosis en un aula del Hospital Central Militar
lográndose llevarlo a etapas profundas con facilidad ya que era inteligente e
imaginativo.
El asunto era saber si se le
podía llevar al daño y al mal desde la hipnosis, en un intento más de dilucidar
este escabroso asunto. El médico hipnólogo al cargo le dijo que en un cajón del
escritorio al que estaba sentado había una pistola cargada. Que en unos
momentos entraría un general uniformado y que sentiría tal odio que sacaría la pistola del cajón y le vaciaría
el cargador al general, para matarlo.
Esto se hizo durante un curso
de hipnosis clínica y experimental y los alumnos ya habíamos discutido los
posibles resultados del experimento acaloradamente pues había opiniones
encontradas.
Entró el Dr. Lozano quien era
patólogo y general, enamorado de la hipnosis. Imponente en su uniforme. El
sargento sacó la pistola, que estaba vacía... y jaló... y jaló del gatillo una
y otra vez hasta que se la quitaron de la mano
¿Qué sucedió? Unos decían que
la hipnosis era una chingadera letal que podía cambiar por completo la personalidad
de un individuo perfecto. Otros decían que este individuo no era perfecto sino
todo lo contrario y que su aparente perfección era sólo un mecanismo de
sublimación de sus odios y rencores; que la hipnosis sólo había devuelto al
sujeto su verdadera personalidad. Hace de esto más de cuarenta años y aún acepto
ambas posiciones quedándome muy claro que las personalidades demasiado rígidas
son varillas de cristal que se quiebran y que las flexibles nada más se
inclinan y se vuelven a enderezar; quedándome claro también, desde luego, que
la hipnosis no se debe manejar más que por manos benditas y tan sólo para
resolver los problemas que el paciente solicite o acepte ventilar. Nada más.
La incursión por el mundo de
la cirugía en animales, por muy dolorosa que parezca, es indispensable para que
el futuro médico amoroso deje catabolizada su agresividad y su maldad.
Los animales no nada más son
alimento, fuerza de trabajo, diversión y equilibrio ecológico. También son
indispensables para el equilibrio emocional del humano, desde víctima de laboratorio
hasta mascota de anciano, pasando por protagonista de múltiples terapias en que
hace magníficos papeles, como es el caso de la equinoterapia.
Los animales que existen
porque el hombre los rescató de la extinción para sus juegos y ritos, como el ‘uro’
de la Europa central, y que son ahora, con el hombre y el caballo actores de le tauromaquia, son renglón aparte
que tal vez en otra ocasión discuta con cualquier alma sensible que me lo
solicite.
Una vez agotado este asunto
del animal y el hombre, tan importante en la formación del alma de cadete (que
como hemos visto, se sigue formando y depurando durante toda la vida), pasaré a
escribir del sexto años de mi carrera.
Al volvernos capitanes
primeros, pasantes de medicina con sueldo, fuimos alejados de los cuartos con
cuatro camastros, los viejos lockers juntos, los cuatro lavabos, un excusado y
una regadera para ocho cadetes . Adiós a las chinches y a las queridas
afanadoras, algunas tan horribles y cachondas como aquella Rosa chimuela, gorda,
despeinada y dispuesta a todo ó a aquella Lula tan jovencita y agraciada que salió
corriendo a los pocos días de aparecerse en tan masculino territorio.
Sólo el día en que a cada uno
le tocaba la guardia como oficial de cuartel se podía tomar alojamiento en
aquel cuartito del último piso destinado al efecto y cuya puerta estuvo a punto
de derribar a golpes en primer año aquél fornido cadete de mi generación; becado
hondureño: Marco Antonio Cáceres cuando tras una mega peda colectiva de
novatada se dispuso a rapar ni más ni menos que al oficial de cuartel.
Dar porrazos en esta puerta
era como tocar a las puertas del infierno El tal cuartucho estaba
estratégicamente colocado junto a las escaleras y los golpes sonaron esa vez
como el gong aquel de las películas de largo metraje cuyo anuncio inicial competía
en fama con el león “de la metro”.
Aquella madrugada fuimos
llevados los escandalosos a dormir la mona a la guardia en prevención y aquello
que comenzó como una novatada alcohólica por poco me cuesta mi estancia en la
Escuela de no haber sido por el cariño y sentido del humor del papá de
Ibancovichi quien ya de día se acercó al catre adonde yo dormía y al cual le
habían quitado tornillos o lo habían armado a la carrera; el caso es que cuando
yo me levanté presuroso al preguntarme aquel superior si estaba ó no borracho y
cuadrarme en posición de firmes
diciendo:
---- ¡No, mi teniente coronel!
…Que me da un mareo… que me
detengo en el catre… y que se desarma el puto camastro cayendo yo sobre él a
los pies de aquel buen médico, ayudante de la Escuela quien se dio media vuelta
y se alejó… posiblemente para que nadie lo viese reír.
Un alumno de quinto año
apellidado Lozoya. Apellido de gran
abolengo entre políticos y médicos militares, en particular pediatras; era
sobrino de un compañero de trabajo de mi padre y, sin yo saberlo, una especie
de guardián que puso sobre aviso a mi papá.
El, que no acostumbraba meterse
en los asuntos de mis compañías y amistades me llamó para preguntarme cómo
andaban mis relaciones amistosas y si existían por ahí vapores alcohólicos;
quedando supuestamente tranquilo con mi explicación.
Sin embargo el comportamiento
atento hacia mí de Lozoya todo ese año, que era para mí el primero de cadete y
para él el último; me hace sospechar que siempre fue este compañero el largo y
silencioso brazo vigilante de mi padre que me rozaba cuidadoso durante esos
peligrosos y difíciles meses de 1955.
Lozoya, Pous, Mena, Limón, Castro, Soto,
Marquinez: jovencísimos cadetes de años superiores que formaron la corte angelical
que me cuidó y me mostró el camino ese primer año... benditos sean… y… como les
canta Antonio Machado a los álamos del Duero: “conmigo vais… mi corazón os
lleva”.
Esa puerta del cuarto del
oficial de cuartel daba lugar a una celda monacal con un camastro, un buró, una
silla y un calendario en la pared con una cantante de ranchero vestida de azul
.
El ambiente sólo podría haber
sido más austero sin el calendario pero era éste el único contacto con la
verdadera vida ya que la cantante mostraba un generoso escote donde posar los
ojos cansados de estudiar durante esas larguísimas horas muertas sin nada que
hacer.
Me devolvieron los setecientos
cincuenta pesos de fianza que se habían depositado cinco años atrás y tuve que
hacerme a la idea de ya no ser cadete, de ya no poder escaparme de la guardia
pues “yo era la guardia”, de no poder evadir la responsabilidad pues “yo era la
responsabilidad” de no poder ocultarme a la autoridad pues “yo era la
autoridad”.
Aprendí rápidamente lo que es
la solemne soledad del mando… y no me gustó.
Uno cree conocerse y saber,
pero ni se conoce ni se sabe. Yo era como aquel sargento segundo hipnotizado;
parecía reflejar mi verdadero yo sin ser cierto. Creía ser austero y místico cuando
solamente era el reflejo de las lecturas
que andaban sueltas por la casa.
Me fui formando ídolos en los
personajes de las novelas costumbristas de los páramos nórdicos españoles, de
la poesía triste nacida en Soria y Extremadura, de las novelas de aventuras con
héroes sombríos como el capitán Ahab de Moby Dick.
Creía que la soledad con una
cajetilla de cigarros era más que apetecible… hasta que la probé realmente y me
disgustó. Para entonces, a los veintitrés años de edad no había aprendido las
dulces mieles del desmadre frívolo, sólo sabía del desmadre comprometido, de la
anarquía organizada, del romanticismo acerado. Para hacerlo compartible y hermoso,
necesité del ejemplo de mis hermanos cadetes de la Escuela Médico Militar
quienes ya como oficiales también me enseñaron e inspiraron… y pude llegar a
decir:
“Ya casi tengo una amante que se llama
Soledad;
no Socorro, no Piedad y mucho
menos Dolores.
Quiero darle mis amores
a Chole, mi soledad .
No es veloz; tampoco es lenta.
Tiene apodo de sirvienta
mas nombre de calidad:
Chole, Chole… Soledad.
Y la voy a compartir
a mi modo y cuando quiera
pero nadie va a sufrir
… porque sé de que manera”.
A partir del sexto año; conociendo
la soledad del mando y habiendo aprendido a cantarle, comencé a interactuar con
la vida de los demás de diferentes y nuevas maneras que ocuparán el desarrollo
de esta parte final del libro.
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