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LA MUERTE
DE PAPÁ
Vuelvo a
repetir, como lo he hecho en mis libros anteriores, la excelente frase de
Marguerite Yourcenar: “Escribo no por decir lo que pienso sino para descubrir
lo que pienso”. Ya mi queridísima hija Anaí, excelente, entre muchas otras
cosas, en los extensos y difíciles campos de la comunicación, el guión y la
novela me dijo:
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¡Papá: eso no es de la Yourcenar!
Pero como
yo ya se lo vengo adjudicando desde mis libros anteriores y no sé que esté
perjudicando a nadie, no se lo voy a quitar a Marguerite por eso de que: “el
que da y quita con el diablo se desquita”.
La
separación final de ambos en la vida fue difícil para ella pero fácil para
papá.
Fue así:
A mi
padre lo iban a dar de alta ese día por la tarde después de una prolongada
estancia internado en el pabellón “Covadonga” del Sanatorio Español (así se le
decía, en vez de “Hospital Español”, a finales de los sesenta). Había tenido
dos infartos durante los años anteriores, pero se le vinieron a descubrir las
huellas en el electrocardiograma hasta el tercero, en que aceptó ponerse en mis
manos siendo yo residente de cuarto año en el Hospital Central Militar.
Papá no
se ponía en manos de ningún médico fácilmente.
Me dijo
una vez:
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Vosotros los médicos sois como el ciento once.
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¿Cómo el ciento once? ¿Por qué, papá?
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¡Coño! pues porque empezáis con uno, seguís con uno y acabáis con uno.
Mi padre,
cerca de los setenta años, presumía de haber acudido tan sólo una vez a recibir
atención médica, a la edad de veintiún años, recién llegado de España a México,
para atenderse de algo intestinal que al parecer estaba cobrando muchas vidas y
decían que era ‘el cólera’.
Eran
tiempos aquellos de Alvaro Obregón, recién terminada la Revolución Mexicana
(¿ya terminó? …¿Cuál?) cuando en la población civil la enfermedad, la hambruna
y la muerte seguían, como en todas las
guerras, segando más vidas entre la población que entre los combatientes (más
del sesenta por ciento de las muertes causadas por las guerras se dan siempre
entre civiles inocentes).
Como en
todas sus anécdotas, papá cautivaba con detalles como el de que al estar
internado en aquella ocasión, en una sala general, con las camas alineadas unas
junto de las otras; creyó estar muerto una mañana al despertar y ver que una
cortina blanca se extendía entre su cama y la del vecino pues esa era la
costumbre cada vez que aparecía muerto algún paciente. Lo bueno fue que en
aquella ocasión el muerto era el de la otra cama y no él. A esta anécdota le
gustaba anexar el chiste de aquel agente viajero que se alojó junto con otro
agente de raza negra en un hotel dejando indicaciones de que lo despertaran por
teléfono muy temprano. Al verse al espejo, después de que, equivocadamente,
estando soñoliento, se puso en la cara betún para zapatos en lugar de crema
para afeitarse, dijo bostezando:
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¡Coooño! …¡si han despertado al negro!
Y se
volvió a meter en la cama.
Mi padre
fue “sabio” en toda la extensión de la palabra pues era “sápido”, con sabor (de
ahí viene la palabra “sabio”) en sus experiencias y en el modo de
transmitirlas. Decía, en son de broma, que el cólera era una enfermedad en la
que empezabas a cagar en tu casa y te ibas a limpiar el culo al cementerio.
Mamá no
era tan renuente pero decía que en casa la única que recetaba era ella. No
aceptó recetas de mi parte hasta verme ya recibido, siendo que ya todo mundo
durante el año de pasante en el Sanatorio Durango me decía ‘doctor’.
Su primer
infarto papá lo cursó achacando la molestia del pecho a que se había tomado muy
rápido una Coca Cola fría. El segundo ya sospechó algo, pero se conformó con
meter a Manolo, el hijo mayor, a estudiar a la Escuela Bancaria y Comercial,
preparándolo como su seguidor en los negocios. Al tercero ya consultó conmigo y
lo interné, pero para entonces su miocardio se había vuelto sumamente pobre, al
contrario de él, que se había vuelto sumamente rico.
En
condiciones estables mamá lo llevaba a Chapultepec con Antonio el chofer (aquel
grandulón pazguato del que si no se me olvida luego hablaré pues era todo un
personaje) y el Mercedes negro.
A la hora
de comer regresaban al Hospital Español.
Ese
mediodía papá se encontró con un viejo amigo; se tomaron del brazo y se fueron
caminando por el césped …el amigo contó un chiste …papá soltó aquella carcajada
espléndida que tenía …y cayó muerto.
Fue una
bendición para él quien, creyente, ya activo en su credo después de muchos años
de frialdad religiosa, había comulgado esa mañana (en el Sanatorio Español las
monjas llevaban la comunión a los pacientes), desayunado, leído el periódico, y
recibido la visita de Don Julián Bayón, su queridísimo amigo de quien también
trataré de hablar pues fue un hombre extraordinario.
Mi padre,
sin haber llegado ni por asomo a una situación física o mental deplorables,
dejó este mundo alegremente poco antes de cumplir los setenta años.
…No así lo
fue para mi madre ni para Antonio, quienes tuvieron que subirlo al Mercedes y
llevarlo, trémulos de miedo y dolor (mamá cuando hablaba de este traslado se
comparaba con la Virgen del Camino, patrona de su tierra: León; impresionante
imagen dolorosa coronada y enjoyada, como la Macarena, la del Rocío, la de
Araceli, la del Pilar y tantas otras imágenes españolas sumamente veneradas y
engalanadas por el amor popular, con Jesús Cristo muerto en sus rodillas) de
regreso a Polanco hasta su cuarto en el hospital, en donde todavía mamá le
pedía a Don Enrique Paras Chavero, aquel cardiólogo legendario cuyos apellidos
ostenta con orgullo alguna de las nuevas y flamantes instalaciones de ese
hospital, que se volviese a la vida de alguna manera a ese hombre tan amado que
se le había ido estando a unas horas de ser dado de alta.
…No lo
podía creer.
Pero ya a
mí me habían dicho Parás y José Antonio Lorenzo (estupendo cardiólogo de
apellido galleguísimo; para que luego hagan chistes idiotas de los gallegos)
quien en aquellos años lejanos era el ayudante estrella de Don Enrique, que
cada mañana al pasar visita no estaban seguros de si encontrarían a ‘Don
Manuel’ vivo o muerto.
Me
explicaron que en Cleveland se estaba haciendo algo de estudios y tratamiento
coronario tipo radiológico intervencionista, pero con una muy elevada
mortalidad (catorce de cada cien se les morían al meterles el catéter en las
coronarias …y eso en los mejores casos). Papá no era candidato viable .
Pocos
meses después Christiaan Barnard, la estrella de Minnesota, ya en Sudáfrica,
hizo el primer transplante exitoso de corazón a un paciente parecido a papá en
edad y tipo de miocardio …¡Carajo!
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