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LA
MUERTE DEL AMIGO
( CÓMO
SE MATA UN
CHINGÓN )
Mi
comandante en la Segunda Compañía era un Teniente Coronel médico
cirujano a quien yo casi no conocía. Se llamaba Rubén Rodríguez Carvajal y mi
subcomandante era Arturo Moguel Contreras, quien cursaba el quinto año de la
carrera cuando yo entré al primero.
Moguel aún era Mayor y con este grado
murió trágicamente de una manera que ya he platicado en mis libros anteriores
pero que contaré de nuevo cuando llegue el momento.
Arturo era un enamorado de los autos
bellos y difíciles de conseguir. Tenía un Thunderbird rojo de poca madre y un
Peugeot negro muy formal; ambos seminuevos que, mientras legalizaba sus
papeles, los guardaba bajo aquellos techos militares con la anuencia de los
altos mandos pues todo mundo lo quería bien.
Junto a su flamante Peugeot pasó muchas
horas estacionado mi Plymouth negro seminuevo y luego mi Mercedes también
negro, ya no semi nuevo pero el que, después de pasar por las manos del Salapa,
quedó mejor que nunca y a bordo de él, años después, manejé quince mil millas
de México a Chicago saliendo por Laredo; de Chicago a San Francisco y
regresando a México por Ciudad Juárez. Sólo una manguera del agua del radiador
hubo que cambiarle en todo el recorrido de esa enorme ‘V’ manejando día y noche acompañado por el nuevo
administrador de los ranchos familiares, a quien puse al frente después de
muerto papá, y comprando refacciones para tractores y autos que no se
conseguían en México.
Yo quería poner a funcionar un enorme
tractor abandonado muy hermoso, amarillo, de oruga, Caterpillar, y con él pagar
parte de las fuertes deudas que había dejado el administrador anterior de esas
enormes propiedades agropecuarias que manejé por tres años, así como poner a
presumir a un amigo querido con su M. G. convertible.
Este propietario del M. G. y de treinta
coches viejos más, futuro padrino de
Anaí, soñaba con presumir disfrazado su carcacha convertible por las calles del
primer cuadro de la ciudad (le encantaba La Merced, las calles de Guatemala,
Donceles, Corregidora y toda la zona de atrás de la catedral), una vez
conseguidas un madral de refacciones imposibles de adquirir en México.
En aquellos años de fines de los sesenta y
principios de los ochenta no teníamos aún Internet y las piezas anheladas había
que irlas a buscar, como decía aquél mecánico viejo: ‘a donde ponen las
huilotas’ es decir, al nido …y no de cualquier ave pequeña o facilota.
El compañero de establo de mi Mercedes; el
Peugeot de Moguel, murió junto con él una madrugada deshaciendo su carrocería y
la cabeza de Arturo contra la parte trasera de un camión de limpia.
Lo relataré una vez más pues aparte de lo doloroso y dramático que
fue para mí así como para todos sus muchos amigos y familiares, muestra
claramente que el valemadrismo, la mentira y la impunidad ya señoreaban en
nuestros medios oficiales desde entonces …¿desde cuándo no?
Era mil novecientos sesenta y seis y ya
había disturbios precursores de los que aparentemente culminaron con la
tragedia de Tlatelolco; y digo equivocadamente “culminaron” pues aquella
tragedia no ha culminado: fue el inicio de un montón de vicios en el modo de
gobierno de los partidos de oposición actuales que aprendieron desde entonces a
gobernar (porque también la oposición puede y debe gobernar) de un modo asqueroso.
Arturo Moguel Contreras; Mayor médico
cirujano, sub comandante de la Segunda Compañía de Sanidad Militar del Campo
Militar Número Uno, consentido de la superioridad por su brillantez y simpatía,
con algo menos de diez años de recibido con mención honorífica, especializado
en Otorrinolaringología, extraordinario ajedrecista, compañero de serenatas de
magnífica voz, lleno de frases llenas de sabiduría a su temprana edad como
aquella de: ‘las órdenes hay que provocarlas’ con la que presumía cuando nos
conseguía alguna prebenda del difícil comandante del Campo Militar (el General
Mazón Pineda, quien fue el comandante principal del contingente militar en
Tlatelolco en octubre del sesenta y ocho y quien tenía por Arturo especial predilección)
…aquel brillante compañero …¿en que no era brillante Moguel? llegó un medio día
a la Segunda Compañía y se enteró que estábamos acuartelados.
Así era el asunto; cualquier día al llegar
a las instalaciones militares ya no te dejaban salir. Tenías que telefonear a
tu familia para que te trajeran ropa y enseres pues nunca se sabía cuánto iba a
durar el acuartelamiento.
¿Y la consulta? …¿y los operados?
…¡chingada madre! si ni ayudantes ni socios que los fueran a curar tenía uno
pues se era muy joven aún …y los amigos …también acuartelados. Aquella noche
Moguel se salió del acuartelamiento a revisar y dar de alta a una niña recién amigdalectomizada por él
ese mismo medio día. Me imagino que con salvoconducto de la superioridad pues
no era posible sacar el coche por las grandes puertas de la explanada de San
Esteban ni por las que daban a la Avenida del Conscripto sin ser detenido por
la policía militar, en funciones extraordinarias.
Le deben haber dado permiso tras largo
insistir y por poco tiempo (debe haber ‘provocado’ con dificultad la orden)
pues ya de madrugada regresaba hecho la chingada por el carril de alta
velocidad del Anillo Periférico. Lo seguía de cerca, casualmente, un amigo de
mi hermano Raúl, arquitecto y socio del mismo, quien presenció el accidente y
me lo contó detalladamente cuando hice mención de él en una reunión semanas
después.
---- ¡No hombre Lalo! … ¿era amigo tuyo el
del Peugeot negro que se estrelló contra el camión de limpia? …¡carajo! …estuvo
a punto de librarla pero no alcanzó a salvarse del esquinazo … ¡qué poca madre!
…¡ni una señal había! …por poquito y yo me estrello con él …creo que si se
llega a haber salido al carril del centro me hubiera llevado de corbata …me
salvé …yo no podía maniobrar, llevaba a otro a mi derecha …¡cuánto lo siento
por tu amigo! …estuvo espantoso.
Estacionado en plena curva hacia la
izquierda (la que está enfrente y abajo de la Secretaría de la Defensa), en el
carril de alta velocidad estaba estacionado un puto camión de limpia del
Departamento del Distrito Federal desazolvando alcantarillas sin luces ni
señalamientos previos.
Los neumáticos del Peugeot dejaron una
larga marca de más de cincuenta metros, tratando de alcanzar el carril central
y Moguel dejó la vida al deshacerse su cabeza contra la parte trasera derecha
del camión. Fue un esquinazo brutal.
Nos fueron a avisar de inmediato a la
segunda Compañía y mi comandante, Dr. Rodríguez Carvajal, muy conmovido, me fue
a despertar para que lo acompañara a identificar el cuerpo de su segundo de a
bordo.
Cuando llegamos a la delegación (creo que
era la pinche novena) ya estaba ahí el anciano padre de Arturo; general
retirado, quien triste y lloroso tan sólo pedía llevarse el cuerpo de su hijo.
No quería pedo. No quería pelear …sólo quería que le dieran el cuerpo del hijo
para llevárselo; para limpiarlo, vestirlo y llorarlo lejos de toda aquella
porquería.
Se sostuvo siempre, oficialmente, que
aquel camión estaba cumpliendo su misión de desazolvar una alcantarilla de
madrugada con las luces prendidas y señalamientos desde cien metros antes.
Siempre que Alex, mi muy querido hijo,
bendito regalo de Asun, mi segunda esposa, corría demasiado siendo jovencito,
manejando desde los dieciséis años, confiado en todo y en todos, yo le
reconvenía pensando siempre en la muerte de Moguel. Tal vez el impacto de esa
muerte en mi vida evitó que le sucediera lo mismo a Alex a través de mis
regaños.
Este hijo mío como buen zurdo
(ambidiestro) que es, tiene reflejos rapidísimos y un campo visual periférico
mayor que la mayoría de los mortales. Esto es un don, pero también lleva a los
adolescentes zurdos a la muerte violenta.
Como quiera que sea: bendito seas Arturo,
quien seguramente estarás esperándome jugando ajedrez de primerísima fuerza con
san Tigran Petrosian, el venerable Mijail Thal y el beato Raúl Capablanca;
haciéndote querer por los grandes comandantes Moisés y Pedro apóstol (sin hacer
menos a todo el estado mayor con Buda, Mahoma, Confucio y Lao Tse entre todos
ellos). Espero que no les hayas tumbado las anginas a las once mil vírgenes
después de convencerlas de darte algo de su cuerpo cantándoles serenata como bien sabías hacerlo
(¿te acuerdas cuando el pinche loco de Sánchez Garibay les hizo la circuncisión,
una noche él solo, a los once cadetes del pelotón de guardia, en las camas del
cuarto de la ‘guardia en prevención’?).
Ustedes disculpen pero se me antojó poner una nota alegre ante cierto tipo de
muerte. De la muerte no nuestra sino de la que arrastra con nuestros jóvenes
seres amados. Esto es reacción natural entre nosotros los mexicanos para no
cagarnos de miedo y de dolor.
Yo creo conocerme y estoy convencido de
que soy miedoso. Le tengo miedo a la tortura larga como la que describe Vargas
Llosa en ‘La Fiesta del Chivo’ donde relata, estremecedoramente, cómo aquellos
sótanos nicaragüenses del tiempo de los Somoza olían a loción Vetiver que
derramaban para que los sicarios pudieran seguir trabajando horas y horas entre
el olor a cagada y carne chamuscada en duros y elaborados tormentos de días y
días de duración. Le tengo miedo a quedar totalmente paralítico, pero
saludable; tanto que estoy apalabrado con quién me ayude a morir y salir de ese
larguísimo y pavoroso encierro …pero no hay nada a lo que le tenga más miedo
que a la muerte de una hija, de un hijo o de un nieto.
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