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LA
OFTALMOLOGÍA TIPO VAN
GOGH
Nos cambiamos de casa y yo me hice socio
fundador del nuevo MIG al cual, de ser una mirruña lo convertimos en un gran
hospital en pocos años y del cual ya hablaré largo y tendido pues corresponde a
otra época, …a otros logros, …a otros fracasos, …a otros recuerdos, …a otras nostalgias, …a otro libro.
Todo ensamblaba con precisión divina. Como
si Dios lo planeara. La solicitud de entregar el duplex de Cienfuegos, la
separación del oftalmólogo que atendía en el Mig debido a algo muy especial:
estaba casado con una dama de familia muy rica; distribuidores de productos
farmacéuticos cuyo hermano, director de la empresa, acaba de morir en un
accidente automovilístico andando de vacaciones en Francia (¡qué horrible! ¿No?)
y su cuñado (este oftalmólogo) abandonaba la profesión para dirigir las
empresas que habían quedado sin cabeza.
Pero antes de seguir con mis comienzos en
el Mig terminaré con el tema del consultorio de Tacuba (¿qué: no puedo retomar
el tema? …ultimadamente …fue mí consultorio y éste es mi libro) con algo
también referente al carisma.
En las cercanías de aquel consultorio hubo
algún tiempo antes el de un oftalmólogo carismático, pero poco preparado que
trabajaba así:
Subías por una escalera cochambrosa y
quejumbrosa a una sala de espera que era un cuarto grande con viejas bancas
largas, como escaños de iglesia.
La consulta costaba dos pesos y consistía
en lo siguiente:
Cuando la sala de espera se llenaba de
pacientes salía el médico de un cuartucho, acompañado de una enfermera quien
parecía cigarrera pues llevaba sostenida por el cuello una tabla con ungüentos
y colirios. Aquél hombre se ponía tubos de pomada entre los dedos de una mano y
la mujer le pasaba los colirios a la mano libre. Así iban recorriendo las
bancas y preguntando brevemente sus síntomas a cada paciente. Conforme a las
respuestas y lo que se alcanzaba a ver a simple vista les empujaba en los ojos
un churrete de pomada con una ya muy practicada torcedura de mano y dedos
exprimiendo el tubo correspondiente: que si el arrugado y grisáceo tubo de
sulfas, que si el gel de petrolato, que si el sospechoso tubo de estaño del
óxido amarillo de mercurio.
Terminada la ronda se vaciaba la sala y
otra vez a empezar; así una y otra vez durante todo el día.
Las únicas situaciones que puedo
parangonar a ésta son las siguientes:
Una de ellas es la de un oftalmólogo de
provincia cuya sala de espera era una especie de granero que se cerraba a las
diez de la mañana. Quien estaba adentro era atendido, quienes se quedaban
afuera …pues hasta el día siguiente.
Este amigo fue contemporáneo mío y el
único quien, junto con otro también de provincia con una clínica cuyo tinaco de
agua era el mayor de la ciudad, les concedo el haber tenido una consulta tan
nutrida, demandante y desgastante, en mis tiempos, como la mía, como la
legendaria consulta del “Doctor Cienfuegos”.
Hubo, mucho antes, otro oftalmólogo
legendario cuya clientela salía hasta la calle en largas colas, pero ya
averigüé que este pícaro hacía trampa ya que sostenía e inculcaba entre sus
pacientes la peregrina idea de que nadie más que él estaba capacitado no sólo
para curar sino para tocar sus ojos, por lo cual los obligaba a presentarse en
el consultorio para ponerles él mismo las gotas, cuyo nombre no sabía nadie más
que él: las azules (que eran de “azul de metileno”; ¡sí, sí!, el que te
venden para ponerles en el agua a tus pecesitos),
las coloradas (de “mercuro cromo” …el que te ponía mamá cuando te raspabas la
rodilla) y las negras (que no eran sino nitrato de plata ¡sí, coño! con el que
se pintan por atrás los espejos). También los toques en los bordes palpebrales
con “verde brillante” o con “rojo escarlata”.
Tengo un libro querido rescatado de
recientes “limpias” en la biblioteca de la Escuela Médico Militar, con la
recopilación de las primeras revistas del Hospital Oftalmológico de Nuestra
Señora de la Luz …¿Que serán? ¿De los
primeros veinticinco años del siglo veinte? Me puse a hojearlo a raíz de los
escritos que estás leyendo y me encontré con anuncios sobre: “colirio de yodo”,
“óxido anaranjado de mercurio”, “pomada de cadmio/zinc” y otras ternezas.
Así, en un ambiente multicolor, pero
tenebroso y angustiante como la paleta de Van Gogh , con puro carisma del
médico y fe de los pacientes, transcurrieron los años en espera de la tan
ansiada elevadísima ciencia y tecnología que nos ha traído mucha salud, pero
poca felicidad.
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