"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

miércoles, 27 de mayo de 2015

Alma de Cadete (Parte 11)


     Fue en este magnífico 1957 cuando, ya para finalizar nuestro tercer año sacamos la Revista de La Escuela Médico Militar pero antes de meterme en este bello capítulo déjenme explicar más o menos lo que un cadete de tercer año era para los demás… ó lo que era para mi.

     Un cadete de tercer año, a la mitad de la carrera era aquel que podía atreverse a lo sublime y tal vez no lo echaran de la Escuela.

     Daré como ejemplo lo que hizo la generación que estaba en tercero cuando yo entré y lo que hizo la nuestra cuando estaba ya en ese mismo año.

     Aquella generación 1953 – 1958, la de Camou, Torres Eyras, Valencia, Castro Orvañanos y tantos otros que les valdrá madre leer a la mayoría de quienes me lean pero que a mi me emociona el simple hecho de nombrarlos. Hizo algo sublime una mañana a la hora del desayuno. Juntó todos los hot cakes de una larga mesa y con aquella inmunda y pegajosa masa levantaron la estatua de un inmenso pene asentado sobre dos grandes testículos apuntando, cirncuncidado y ostentando un rotundo glande, bien hacia arriba.

     Terminada su obra se mantuvieron sentados con los brazos cruzados negándose a desayunar.

     El director de la Escuela llegó hecho la chingada en su flamante Buick; en pijama, bata y zapatillas, así como el intendente. 

     Nunca hubo represalias.

     Nuestra gloriosa generación 1955 – 1960 sacó la Revista de la Escuela Médico Militar (también consiguió que se formara un equipo de futbol, con uniformes, zapatos y porterías en el campo pero eso fue algo antes) (estos asuntos y hechos como el de contar con un chingo de veracruzanos y ser todos  nosotros de fuerte personalidad hizo de nuestra generación un grupo respetado y hasta temido tanto por las generaciones posteriores como por las anteriores a la nuestra) (nuestro muy querido compañero Jorge Islas ha tenido a bien investigar nuestra trayectoria durante los cincuenta años de recibidos que estamos a punto de cumplir y nos ha notificado lo históricos que somos no solamente por el altísimo porcentaje de nosotros que seguimos vivos sino por la enorme cantidad de puestos importantes tanto militares como en el medio civil que hemos desempeñado con eficiencia y calidad). Esta revista, con el lema de “Scientia el Veritas” escrito en la portada por la novia de uno de nosotros sobre el escudo de la patria; bellamente presentada y de gran calidad, fue una verdadera sensación pero a la tercera emisión  nuestras autoridades la retiraron de la circulación.

La cosa estuvo así: Aparte de magníficos artículos que nos proporcionaron tanto maestros como condiscípulos, se incluyó uno humorístico elaborado en conjunto por varios de los que vivíamos en cuartos aledaños. De pié, alrededor de uno de nosotros que escribía sobre un buró y sentado en el camastro (no había mesa ni sillas en los cuartos) íbamos todos exponiendo ideas para ir conformando la “Historia de Sotelochtlán”. Era este artículo una reseña humorística de acontecimientos escolares que, como sucedían en la lomas de Sotelo, adonde estaba ubicada nuestra Escuela, se nos había ocurrido la peregrina pero bonita idea de hacer un parangón con Tenochtitlán.

     Los nombres ó apodos de los protagonistas eran modificados para que sonaran muy en lengua náhuatl pero fácilmente identificables y así por ejemplo el de aquel coronel del cura y la perrita que se apretaba el labio superior con un índice tembloroso por lo cual su apodo en curso era ‘el tembeleque’ pasó a llamarse “tembecéhuatl” y aquél cadete ‘negro, pendejo y poca madre’ se convirtió en “nepepocama”. Aquel capitán intendente encargado de la ropería y que era totalmente obtuso de criterio por lo cual le apodábamos ‘el obtuso’ pasó a ser “obtusipec”. Muchos de estos nombres, como el de nepepocama cuando salieron de la boca de uno de nosotros por primera vez nos mataba de júbilo. Muchos más fueron apareciendo y consagrándose a tal grado que hoy en día siguen siendo motivo de plática y alegría entre nosotros. Los cadetes de otras escuelas tomaban sus nombres tribales de algo característico como por ejemplo, los de Transmisiones eran los “transmisíhuatls”, los de la Escuela Naval eran los “navaltecas” ‘tribu de pescadores provenientes del golfo’ y así sucesivamente, con grandísimo éxito entre todos los alumnos cada vez que salía un número de la revista a la luz.… hasta que cometimos el error y sobrevino el desastre.

     Resulta que al referirnos al general Leobardo Ruiz papá de nuestro querido compañero del mismo nombre y quien ocupaba el cargo de director de educación militar; le pusimos “ruizilopochtli” ‘el más viejo de nuestros dioses’… y los jefes creyeron que nos referíamos a Don Adolfo Ruiz Cortines presidente en ese momento de nuestra querida República Mexicana y de quien todos los chistes en circulación versaban sobre su avanzada edad.

     Putisisisísima madre: Sergio Mendoza y yo, directores de la revista fuimos guardados en la guardia en prevención en espera del consejo de honor y expulsión de la Escuela y por poco hasta el compañero Reinaldo López Bosch, de muy grato recuerdo, y un año anterior a nosotros sigue el mismo camino por ser ese año el presidente de la sociedad de alumnos. Como nuestra revista se ostentaba como órgano oficial de tal sociedad sin que en realidad ninguno de los integrantes de la misma tuviera vela en el entierro, ya nos los andábamos llevando entre las patas. Lo que nos salvó fue que, aunque la revista se inició estando Mendoza y yo en tercer año, la debacle vino a mediados de cuarto y ya para entonces el asunto era muy diferente. Ya la patria no nos soltaría tan fácilmente. Ya le habíamos costado más de tres años de inversión y éramos  una promesa a la que no estaba dispuesta a renunciar. Los jefes se conformaron con el susto que nos llevamos, prohibieron en principio el artículo pero recogieron todo el tercer número cuando estaba a punto de ser repartido y de aquella revista de tan grato recuerdo sólo quedan unos poquísimos ejemplares. Tres de ellos en mi poder y algunos más en el de Mendoza, como si fueran un tesoro (que lo son).

     Sergio Mendoza: a quien esto lo marcó para siempre y siguió al frente de la Revista de Sanidad Militar mientras estuvo en el servicio activo. Prestigiado general y médico cirujano gastroenterólogo quien todavía, con más de setenta años a cuestas sigue dando clases relacionadas con el modo de publicar correctamente en la Escuela de Graduados.

     Quien siempre ha sido el factor aglutinador de todos nosotros requiriendo con insistencia que desarrollemos nuestra capacidad creadora, de preferencia literaria.


     Sergio Mendoza Hernández: quiero decirte que en gran parte gracias a ti, a tu recuerdo, a tu ejemplo y a tu cariñoso requerimiento creativo, escribo pensando en ti.

lunes, 18 de mayo de 2015

Alma de cadete (parte 10)

Las cirugías se iniciaron en ese tercer año. La de cadáver con Alger (el que me pasó con un seis glorioso en el final de anatomía) y la de perros con Napoleón Ramirez Chacón (director médico de un hospital importante y privado). Ambos fuertes en política, fuertes en su profesión y fuertes como maestros.

     Te platicaré de ellos y de sus materias.

     Alger de León Moreno por aquellos años iniciaba su incursión en política al lado de la esposa del Lic. López Mateos, presidente de la república, como su mano derecha en aquello del Instituto de Protección a la Infancia y los desayunos escolares. Se volvió un hombre importante en política y ocupó puestos altos pero en aquel año de 1957 aún atendía a sus clases de cirugía en cadáver.

     No era mucho lo que se podía aprender en aquellos pobres muertitos tan acartonados como no fuera como amputarles una pierna. Eso sí que lo aprendí y desgraciadamente lo tuve que aplicar en la práctica varias veces, años después. Más que piernas lo que se amputaba con frecuencia en el Hospital eran dedos y porciones de pié por gangrena diabética. Esto lo supe hacer bien gracias a las clases de Alger pero nunca lo presumí ya que una vez que un oftalmólogo joven presumía ante los familiares de un paciente lo bien que le había quedado una enucleación, uno de ellos le dijo:

     ---- Sí, sí, mi mayor. Ya sabemos que usted es muy bueno para quitar ojos.

     Y hablando de oftalmólogos, recuerdo con gran simpatía a uno de los más finos y prestigiados oftalmólogos médicos militares mexicanos de los últimos años, Porfirio Oliver quien siendo interno de segundo año le tocó en suerte ayudarme en una amputación de un pié cuando yo era residente de tercer año (subresidente se nos decía en la jerga hospitalaria). Este eminentísimo oftalmólogo en aquel tiempo era un jovencito no muy fuerte que las pasó negras para mantenerme la pierna del paciente elevada durante el largo rato que tardé en hacer la amputación. Incluso recuerdo que en su fatiga y desesperación se terció una media sábana quirúrgica a modo de bandolera y en esa hamaca sostuvo el pié cuando aún estaba unido a la pierna y yo aplicaba anestesia (lo sabía hacer con anestesia regional) e iba haciendo todo el proceso quirúrgico de partes blandas antes de pasar a los cortes óseos.

     Quién iba a creer en aquel tiempo que este joven sufriente iba a ser el fundador y dueño de una clínica oftalmológica privada muy importante y a quien siempre admiré por su actualización perfecta a pesar de haberse retirado y salido de los grandes centros hospitalarios muy tempranamente. (Claro que Porfirio era de los que yendo manejando iba escuchando en sus casetes asuntos médicos en vez de música guapachosa y grupera o pasosdobles toreros como lo hacíamos los demás mortales).

     Pues Alger, ese buen cirujano, buen militar y buen político… hasta donde quiero saber; me ofreció, siendo yo residente de cuarto año la ayudantía de su cátedra de cirugía en cadáver en la Médico Militar. Yo estaba ya plenamente orientado hacia la oftalmología y a ella dedicaba todo mi tiempo libre por lo que decliné cortesmente la invitación y, a su pregunta de quién era recomendable para ello según mi criterio, le recomendé a Jaime Cohen quien fue el compañero con mejor desempeño a nivel de calificaciones durante toda la carrera. Hasta la fecha no sé en manos de quién quedó esa ayudantía y esa cátedra.

     La cirugía en animales era mucho pero mucho más interesante y amena. La llevamos en perros aunque yo, pasados los años y ya como oftalmólogo la llevé a cabo en plan experimental con conejos y monos.

     Pobres animalitos que tal vez salgan más a la luz si les voy presentando las cartas que nos cruzamos actualmente Ramiro García Reyes y yo, en donde llenos de sentimientos culposos tocamos ampliamente el tema ya que él en Estados Unidos, haciendo práctica de transplantes lo vivió intensamente en puercos y otros animales. El asunto es en verdad horroroso.

     Para empezar, aprendí a lavarme como cirujano. Sí, sí, como en las películas, con mucho jabón y cepillo, siempre de las uñas hacia el codo la primera cepillada, de las uñas hasta medio antebrazo la segunda y desde la uñas hasta la muñeca la tercera…. Para, a continuación, el momento glorioso de, con las manos en alto, ir hacia los guantes y toda esa liturgia solemne, maravillosa de ponerme la bata estéril sobre el pijama y las botas de cirujano.

     ¡No y no!, estoy exagerando. En aquella clase sólo nos lavábamos como ya dije pero hasta ahí. No había nada más, ni guantes, ni batas, ni circulante, ni instrumentista ni anestesista. Solamente nosotros en grupos de cuatro en cuatro donde en cada operación se iban rolando los puestos de: cirujano, ayudante, instrumentista y anestesista, aunque estos dos últimos lo eran más bien de nombre pues interactuaban activamente en el desmadre… que no lo era tanto… ya verás.

     El cuarto de perros era eso: un cuartucho con perros callejeros encerrados. Nada que ver con el hermoso bioterio con que cuenta hoy en día nuestra Escuela. Se destinaba un perro para cada cuatro alumnos y a ojo de buen cubero se le calculaba el peso. Según ese cálculo se le aplicaba en la panza (del lado izquierdo y abajo para evitar en lo más posible perforaciones viscerales) una dilución de nembutal con agua de la llave: una cápsula sucia, sobada y amarilla de cien miligramos por cada tres kilos de peso. En pocos minutos el animalito empezaba a cursar con un mega pedo y acababa cayendo dormido a nuestros pies. El “anestesista” le afeitaba la panza y el pecho, a veces ayudado por un soldado que circulaba durante la clase con una jeringa en ristre ya preparada para reforzar la dosis de nembutal en caso necesario. Esta nueva aplicación se hacía cogiendo con unas pinzas (sí, coño, por supuesto, con una horrible y agresiva pinza de campo, de esas de puntas afiladas) la lengua del animal y levantándola, inyectaba en alguno de los gruesos vasos sanguíneos que aparecían debajo de ella. El resultado era inmediato y la cirugía podía seguir. En realidad este soldado era nuestro circulante y anestesista pero no le concedíamos semejantes nombramientos, que reservábamos para nosotros. De él solamente supe que era boxeador a pesar de ser muy flaquito y que concursaba en el torneo de los guantes de oro… suficiente conocencia del incróspido pero útilísimo interfecto.

     ¡Cuan insensible y pendejo se es de joven aún siendo cadete! ¡cuánto y cuán largo es el camino para que un alma juvenil se acrisole en oro! ...y eso sólo si lleva el mineral adecuado ya desde antes ó, si se quiere otra metáfora, el germen para fermentar y convertirse en pan de vida.

     Pero esta insensibilidad no era tanta ni tan absoluta. Éramos presa de la emoción atenta y nos agachábamos tanto sobre el campo operatorio que el maestro circulaba por atrás de nosotros con una regla delgada en la mano y con ella nos daba suaves golpes en el cogote cuando nos veía demasiado agachados. Este recuerdo con mucha frecuencia lo comento con los papás de los niños que se acercan mucho para estudiar y no necesitan lentes. Ningún argumento he tenido mejor que éste para convencer a los papás de que dejen a su esperpento libre de gafas estrafalarias.

     Tuve un compañero unos pocos años posterior a mí, de apellido Newton quien me decía que toda su vida había odiado la memoria de su tío. Afamado oftalmólogo de aquellos antiquísimos que todavía operaban “anginas” (la especialidad era: ojos, oídos, nariz y garganta) por haberle jodido la infancia obligándolo a usar lentes por una miopía de un cuarto de dioptría. Muchos, pero muchos años después este compañero que también se hizo oftalmólogo; delgadito, de lentes y pelo ensortijado se suicidó. Vaya usted a saber las causas del suicidio pero creo que de no haber usado lentes de niño su desarrollo psicológico hubiera sido otro y sus herramientas para enfrentar la vida algo más sólidas.

     El examen final de cirugía de perros me sobrecogió pero también me satisfizo grandemente. Consistió en poner, ya dormidos y con todo un costado rasurado a varios de ellos, en el campo de futbol. El maestro pasó por entre ellos disparándoles con una pistola y cada grupo de cuatro cadetes cargó con su perro herido subiendo a la carrera la escalera de los cuatro pisos a que se encontraba el quirófano para iniciar la operación. Desde luego no todo el grupo de cuatro venía corriendo, ya dos de ellos estaban lavados y listos para empezar mientras los otros dos se preparaban.

     No murió ninguno de  los  perros.

     Éramos alumnos de tercer año de medicina y estábamos salvando vidas después de solo seis meses de adiestramiento quirúrgico.

     Hubo una perrita que sobrevivió a siete cirugías durante una larga temporada alojada en ese infierno canino, creo recordarlas: una resección parcial de tiroides (cirugía de cuello ¡cómo no!) una gastrectomía subtotal (¡fuera más de medio estómago!), una resección intestinal (¡pa’fuera un buen pedazo de intestino!), una  anastomosis intestinal latero – lateral (¡a juntar los intestinos por sus costados!) , una esplenectomía, (¡fuera con el bazo!) una nefrectomía (¡sale un riñón!) y una histerectomía (¡se quedó sin matriz!). ¿Qué poca madre verdad? Este maravilloso animalito bastardo se convirtió en la mascota de la Escuela y se aprendió los diferentes toques de corneta los cuales aullaba sentada enfrente de la banda de guerra o acompañando en solitario al corneta de órdenes. Esto duró hasta que un jefe (el mismo de la bronca contra los que metieron al sacerdote) ordenó retirarla del panorama.

     Bueno es recordar que no contábamos con sueros intravenosos ni analgésicos ni antibióticos y que los vendajes eran contraproducentes pues se ponían llenos de mierda y el perro se los arrancaba. La lengua y la saliva caninas fueron todo el manejo postoperatorio de esos admirables animales.


     Cuando viví esta experiencia no sólo empecé a formarme como cirujano sino que empecé a intuir que los medicamentos no son tan importantes y que un cuerpo, virgen de ellos sale adelante con más facilidad que otros saturados de los mismos. Incluso hoy en día mi socio dice medio en serio medio en broma que yo curo más quitando que prescribiendo medicinas.

lunes, 11 de mayo de 2015

Alma de Cadete (Parte 9)

TERCERO  Y  CUARTO  AÑOS


     En mis años de estudiante los cursos se dividían más por años que por semestres y las clases empezaban en Enero. Así era en la Médico Militar y se hablaba del cadete fulano de tal año y del otro de tal año aunque las materias se dividían por semestres. Los exámenes finales eran en mayo y junio  y luego en noviembre. Excepto raras variaciones sobre todo al final de la carrera, siempre fue así.

     Aquel enero de l957 comenzó el tercer año de mi carrera; el quinto semestre como se le diría ahora.

      El 25 de ese mes cumplí veinte años y a esa edad empecé a sentirme ya perteneciente a la familia médica pues empezamos a ver enfermos, a palparlos, a auscultarlos, a percutirlos y ¿por qué no decirlo? a amarlos. A amar al gran maestro, al maestro de maestros: al paciente.

     Si a estos comienzos les agregamos la asistencia de magníficos profesores, la mayoría de clases en el hospital, y el inicio de guardias en admisión y emergencia es posible comprender el gran cambio en actitud del cadete de tercer año ante el mundo, ante su familia y ante si mismo. Yo al menos, me sentía soñado.

     Y eso de sentirme “soñado” a los veinte años palpando barrigas enfermas… (siquiera fueran de chicas guapas y sanas ya fueran malas o buenas…) no era poco pues era todo lo contrario a lo que a mis diez años soñaba yo.

     Resulta que a tan tierna edad y recién regresados de un viaje a España para alcanzar vivo al abuelo materno, viendo y entendiendo el enorme amor que mi madre le profesaba a su padre (era tanto que convenció a papá de viajar en avión de esos de hélice y grandes tumbos y atrasos aéreos con cinco hijos niños (Felipe, el quinto y último en aquel entonces iba todavía viajando en su ‘moisés’) a los pocos meses de terminada la segunda guerra mundial, durante un viaje que hizo las siguientes escalas para cubrir la ruta México – España: México – Corpus Christi – Houston – Nueva York (aquí ocho días de espera) – Terranova – Islandia – Lisboa (aquí otros ocho) – León, España ya por vía terrestre) y ya convencido de que mi madre tenía tiernos y no sólo severos sentimientos, le fui a decir un día todo emocionado que acababa de echar cuentas y había descubierto que para cuando ella y papá cumplieran sus veinticinco años de casados yo tendría diecinueve y que, como ya sería yo muy rico, les haría una fiesta de bodas de plata por todo lo alto. Mamá se carcajeó, me abrazó y me besó haciendo posteriormente comentarios festivos de mi ocurrencia a papá y a todo el que quiso escucharla. Poco sabía ella que mis planes eran los de ser un gran torero para quien la avanzada edad de diecinueve años no sólo era suficiente para ser rico y famoso sino para tener una ganadería de toros bravos y adentro de ella hacer la gran fiesta de las bodas de plata de mis padres.

     Muy orgulloso estaba yo de ser cadete de la Escuela Médico Militar y sentirme parte de la profesión médica. Tanto que ya ni me acordaba de la promesa hecha a mi madre diez años atrás (y no es porque yo olvidara propósitos y promesas fácilmente con la disculpa del paso del tiempo… diez años no eran tantos).

      Aquel año cursé trece materias; trece exámenes finales, trece oportunidades de salir de la Escuela reprobado. Sin embargo fue un año dulce y fácil comparado con primero y segundo. Se había acabado el miedo cerval, el miedo del ciervo, nunca mejor aplicado el término de ese miedo confuso y callado solamente manejable con los recursos propios tan pequeños y tan grandes a la vez.  

     Aparecieron como juegos pirotécnicos, de golpe y deslumbrantes e inesperados los nombres mágicos: “propedéutica”, “semiología”, “nosología”, “clínica”, “táctica”, “adiestramiento”… y no sólo los nombres sino su aplicación en el cadáver, en el perro, en el humano.

     Se dice que los estudiantes de derecho deben empezar a litigar y a pisar los tribunales desde su tercer año de carrera si quieren ser buenos abogados. Estoy de acuerdo. El aprendizaje real, el que se va a aplicar comenzó ese año para mí pero creo que las materias básicas de los dos primeros años, aunque uno luego ya no las recuerde fueron fundamentales para entender al menos el vocabulario que ha de usarse; ciertos principios científicos (aunque la medicina no es una ciencia) y la forja del carácter del futuro médico (el maestro  Kumate dijo alguna vez que lo menos que se podía esperar de quien hiciera y terminara la carrera de medicina era el manejo de tres mil nuevas palabras) (al terminar la secundaria un adolescente anda por las mil).

     Eso de que la medicina no es una ciencia bien vale dedicarle unos renglones pues puede parecer raro que yo, que soy un enamorado de mi profesión, diga eso máxime que mi tipo es bastante adecuado para inspirar confianza en el ejercicio de ella (aunque también lo pudo haber sido para triunfar en los ruedos).

     Ciencia es la física, la química, las matemáticas y otras más pero la medicina es un arte científico, o sea un arte que echa mano de la ciencia. Tendemos  a confundir los avances tecnológicos con los científicos. También la tecnología tiene mucho de arte y lo pone al servicio de la ciencia.

     Me enteré hace poco por boca de Jorge Islas, querido compañero quien es ahora eminente neurólogo y neurofisiólogo clínico, contando además con uno de los poquísimos doctorados que hay en México en Ciencias Biomédicas, que en la vejez se reduce la capacidad del hemisferio cerebral izquierdo; el juicioso el razonador; no de todo el cerebro, incrementándose la del hemisferio derecho; el artístico. ¡Que bueno que así sea! Para los que cultivamos el arte de la medicina es una magnífica noticia y… además… ahora entiendo por qué toco mejor la guitarra y me salen peor las cuentas.

     Esto de mi profesión es un tema que mucho me agrada y me enorgullece, pero debo contar una humilde anécdota muy interesante al respecto.

     Hace ya muchos años me estaba  afeitando y escuchando desde el baño la televisión encendida en el cuarto. Se estaba entrevistando a uno de los premiados ese año con el premio nacional de ciencia y tecnología y el entrevistado estaba diciendo:

     ----Mi profesión es la más hermosa del mundo

     Médico, seguro, me dije.

     ---- Tiene que ver con la salud.

     Más seguro que es médico.

     ---- Con la alimentación.

     Mmmh… bueno, sí ¿por qué no?

     ---- Con la energía.

     ¡Ah chingao!, bueno, con la que proporciona la salud.

     ----Con el transporte.

     ¡Ah cabrón!... y que me asomo a ver.

     Era un viejo de suetercito y bigote tipo Einstein que al asomarme yo y como si supiera que lo estaba viendo, me espetó, sonriente:

     ---- ¡Soy Ingeniero Hidráulico!

     …. Y que me sobreviene por primera vez en la vida un ataque de humildad.

     He contado varias veces esta anécdota recibiendo comentarios diferentes pero el mejor y único que me consoló fue el de mi querido socio, Dr. Ernesto Natera, muchos años más joven que yo quien dijo (textualmente):

     ---- Bueno… sí… pero para poder hacer todo lo que dice que sabe hacer; ese buey primero tiene que estar sano.

     El maestro que brilló con luz propia e incomparable en el firmamento del tercer año fue Píndaro Martinez Elizondo. Se paró ante el pizarrón, dibujó la pared del abdomen de un modo esquemático: el ombligo era un punto en el centro, las costillas dos líneas arqueadas por arriba y las ingles dos rayas inclinadas por abajo y luego, sobre de él pintó un gato. No buey, no un gato de verdad; un gato de esos de poner una X ó una O. Arriba escribió: “hipocondrio derecho”, “epigastrio”, “hipocondrio izquierdo”. En el medio escribió: “flanco derecho”, “mesogastrio”, “flanco izquierdo” y abajo puso; “fosa ilíaca derecha”, “hipogastrio”, “fosa ilíaca izquierda”. Ese día me sentí médico y ya habiendo aprendido a lograr sonidos por percusión con los dedos; el primer día de franquicia por la noche le platiqué a la novia mi nuevo y deslumbrante conocimiento intentando demostrarle las regiones y sus sonidos en vivo, a lo cual se negó.

     Sobre ese dibujo. Sobre esa alfombra mágica se desarrolló la mayor parte de mi profesión antes de hacerme oftalmólogo. Desde ese día hasta ocho años después en que terminé la carrera y cuatro años de residencia hospitalaria palpé, comprimí, descomprimí, percutí, ausculté, abrí y cerré innumerables veces esa superficie que Píndaro me enseñó a reconocer por vez primera

     Nunca me cansaré de recordar a ese maestro joven que hacía pocos años había terminado su residencia hospitalaria y que iniciaba sus pasos como reumatólogo (especialidad poco conocida en aquel entonces) además de ser el flamante director médico de los laboratorios Geigy los cuales se orientaban mucho hacia los productos destinados a las enfermedades reumáticas.

     Tenía además un excelente sentido del humor, espíritu de servicio, fantasía y desprendimiento (hacía falta desprendimiento para entregarme un artículo inédito “Fenilbutazona en la Fiebre Reumática” para serle publicado en nuestra revista escolar apenas iniciada unos meses antes)

     Fue el médico preferido por mi madre durante muchos años y me han dicho que aún vive y que hasta da consulta.

     Dios quiera y llegue esto a sus manos querido maestro.

     Antes de comenzar a escribir este libro mi compañero y gran amigo Ramiro García Reyes me sugirió que publicara algo en forma de cartas y me parece gran idea.

     Como  ya nos vamos conociendo te voy a escribir de esa manera ¿vale?

     Si crees que ya por estar en tercer año todos los maestros eran especialistas chingones, estás jodid@ .

     Uno de los peores que tuve me dio anatomía ya no descriptiva como la de primer año sino regional, pomposamente nombrada en los papeles oficiales como “Primer curso de Patología Propedéutica Clínica Médica y Quirúrgica (Anatomía Aplicada Teoría y Práctica)” ¿le agarraste? ¿entendiste bien? ¿verdad que ni madre?.

     Quien la daba gozaba del dudoso prestigio se haber sido el médico del escuadrón 201  en la segunda guerra mundial. Se decía neumólogo y sus preguntas eran más o menos así:

     ---- Si usted introduce una aguja de tejer por el borde inferior de la quinta costilla derecha a cuatro y medio dedos de la línea media ¿qué estructuras anatómicas va tocando en su recorrido hasta salir por la pared posterior del tórax?

     ---- (Putísima madre)… pues el pulmón derecho maestro y los músculos y piel de adelante y de atrás y… y… la pleura.

    No compañero había que hablar de la pleura parietal y la visceral y el espacio pleural virtual y un chingo de nervios, vasos y linfáticos y la orilla del mediastino con todos sus misterios escondidos en grasa… (recuerdo la maravillosa descripción de Marguerite Yourcenar en “Opus Nigrum” cuando se refiere al corazón como ese gran pájaro rojo en su jaula oscura) y… ¿cuáles fascículos de cuáles músculos?… y sus aponeurosis o fascias y la madre que los parió a todos, junto con el maestro.

     La locura, porque además no nos había enseñado nada ni nos había dado temas de estudio. Eso sí, nos puso de cuatro en cuatro a escribir un libro de anatomía ¿lo puedes creer?

     Para variar yo me había comprado para esa materia los tres enormes tomos de la Anatomía Topográfica de Testut (eran otros; no los cuatro tomos de la descriptiva del mismo autor en primer año) pues ya desde entonces tenía la mala costumbre de creer que muchos libros y caros me iban a hacer saber más. Todavía hace unos años fui a España nada más para comprar dos guitarras flamencas de poca madre creyendo que con ellas iba a poder tocar como un virtuoso… y sin pánico escénico.

     Estas compras del Testut de primer y luego de tercer año fueron innecesarias pues no eran el texto adecuado. En primer año eran los modestos tres libros de Quiróz, en existencia en la biblioteca de la Escuela y en tercero nunca supe que hubiera texto alguno, más que la loca fantasía del Dr. Blanco Cancino.

     Este asunto merece dos últimas anécdotas:

     Cuando recién era apenas oyente de primer año y le pedí a papá ochocientos pesos (en 1955) para el Testut que había descubierto en una librería de libros usados en la avenida Hidalgo, echó mano a la cartera diciendo que eso era más que todo lo que había él gastado en sus estudios y que habría que ver que hacía yo con tanto dinero en “un solo libro”.

     Papá estudió los tres años de rigor en la escuela de su pueblo y con sólo eso triunfó plenamente en la vida. Fue, eso sí, un lector de grandes alturas.

     La segunda anécdota es que éste médico de marras siete años después me echó a perder un promedio anual de diez perfecto como médico residente de tercer año en el Hospital Central Militar. Resulta que él no le ponía diez “más que a Dios” según sus palabras. Habiendo pasado por su servicio haciéndolo todo sin tacha; llevé además a cabo un trabajo de investigación que hubiera valido por si sólo un doctorado. Consistía éste en hacer biopsia de masa pre escalénica (tomar muestra de unos ganglios linfáticos del pecho escondidos entre ciertos músculos, unos de ellos llamados “escalenos” (por parecerse al triángulo del mismo nombre) y dejar ahí un tubito de plástico que días después se sacaba para que el líquido acumulado en su interior fuera sometido a examen con objeto de hacer diagnóstico diferencial entre tuberculosis e histoplasmosis en pacientes en quienes existía la duda pues la simple imagen radiológica no era concluyente. Aún no había pruebas diagnósticas finas indirectas al respecto y la confusión podía ser de malas consecuencias.

     Este bello trabajo me fue sugerido y complementado por quien fue ese año jefe de residentes y luego exitoso neumólogo y presidente de la academia nacional de medicina ¿ó de cirugía? Mi querido y respetado Porfirio Cervantes Pérez quien cursaba el tercer año cuando fui pelón y siempre fue un caballero y verdadero amigo.

     Para hacer estas biopsias entraba yo al quirófano sin nadie a mi lado y con anestesia local hacía la pequeña cirugía poco antes de la hora de cenar.

     Una de esas tardes me perdí en los planos porque empezó a sangrar más de lo habitual. Cuando me di cuenta ya mis botas de trapo comenzaban a chacualear en la sangre del piso. Creí que iba a penetrar al tórax y sentí pánico pues pedir ayuda y sangre significaba el ridículo y un bajón tremendo en calificaciones de las cuales peleábamos décimas de punto para poder quedarnos un año más en el Hospital.

     Logré terminar todo bien esa tarde. Pero al final de cuentas y sin saber nadie de mis penurias lo que no logré fue el diez porque ese jefe de servicio me puso un nueve que era lo máximo que le ponía a un ser humano (¡si no se estaba calificando a dioses, carajo!).

     Ese año subí a residente de cuarto año con el primer lugar pero con promedio de nueve punto nueve por culpa de ese general que quiso ser mi maestro y mi jefe de servicio y sólo fue uno más de aquellos que me enseñaron lo que yo no quería ser.

     Sin embargo voy a contar algo grato de él y que sí me dejó una enseñanza para toda la vida.

     Una vez me preguntó la técnica para hacer una punción pleural (puncionar el tórax para sacar líquido de la pleura). Cuando ya llevaba buen rato diciendo los pasos a seguir y él contestando: “antes”, “antes”, “antes” llegó el momento en que le dije que no alcanzaba a entender cual paso me faltaba, a lo cual me contestó con una sonrisa:

     ---- Antes que nada, “doctor”, se sienta usted y se pone cómodo.


     Luego supe que su chamba en el medio civil era en la embajada de los Estados Unidos y consistía en ver radiografías y más radiografías de tórax sentado, por supuesto.