TERCERO Y CUARTO AÑOS
En mis años de estudiante los
cursos se dividían más por años que por semestres y las clases empezaban en
Enero. Así era en la Médico Militar y se hablaba del cadete fulano de tal año y
del otro de tal año aunque las materias se dividían por semestres. Los exámenes
finales eran en mayo y junio y luego en
noviembre. Excepto raras variaciones sobre todo al final de la carrera, siempre
fue así.
Aquel enero de l957 comenzó el
tercer año de mi carrera; el quinto semestre como se le diría ahora.
El 25 de ese mes cumplí veinte años y a esa
edad empecé a sentirme ya perteneciente a la familia médica pues empezamos a
ver enfermos, a palparlos, a auscultarlos, a percutirlos y ¿por qué no decirlo?
a amarlos. A amar al gran maestro, al maestro de maestros: al paciente.
Si a estos comienzos les
agregamos la asistencia de magníficos profesores, la mayoría de clases en el
hospital, y el inicio de guardias en admisión y emergencia es posible
comprender el gran cambio en actitud del cadete de tercer año ante el mundo,
ante su familia y ante si mismo. Yo al menos, me sentía soñado.
Y eso de sentirme “soñado” a
los veinte años palpando barrigas enfermas… (siquiera fueran de chicas guapas y
sanas ya fueran malas o buenas…) no era poco pues era todo lo contrario a lo
que a mis diez años soñaba yo.
Resulta que a tan tierna edad
y recién regresados de un viaje a España para alcanzar vivo al abuelo materno,
viendo y entendiendo el enorme amor que mi madre le profesaba a su padre (era
tanto que convenció a papá de viajar en avión de esos de hélice y grandes
tumbos y atrasos aéreos con cinco hijos niños (Felipe, el quinto y último en
aquel entonces iba todavía viajando en su ‘moisés’) a los pocos meses de
terminada la segunda guerra mundial, durante un viaje que hizo las siguientes
escalas para cubrir la ruta México – España: México – Corpus Christi – Houston
– Nueva York (aquí ocho días de espera) – Terranova – Islandia – Lisboa (aquí
otros ocho) – León, España ya por vía terrestre) y ya convencido de que mi
madre tenía tiernos y no sólo severos sentimientos, le fui a decir un día todo
emocionado que acababa de echar cuentas y había descubierto que para cuando
ella y papá cumplieran sus veinticinco años de casados yo tendría diecinueve y
que, como ya sería yo muy rico, les haría una fiesta de bodas de plata por todo
lo alto. Mamá se carcajeó, me abrazó y me besó haciendo posteriormente
comentarios festivos de mi ocurrencia a papá y a todo el que quiso escucharla.
Poco sabía ella que mis planes eran los de ser un gran torero para quien la
avanzada edad de diecinueve años no sólo era suficiente para ser rico y famoso
sino para tener una ganadería de toros bravos y adentro de ella hacer la gran fiesta
de las bodas de plata de mis padres.
Muy orgulloso estaba yo de ser
cadete de la Escuela Médico Militar y sentirme parte de la profesión médica.
Tanto que ya ni me acordaba de la promesa hecha a mi madre diez años atrás (y
no es porque yo olvidara propósitos y promesas fácilmente con la disculpa del paso
del tiempo… diez años no eran tantos).
Aquel año cursé trece materias; trece
exámenes finales, trece oportunidades de salir de la Escuela reprobado. Sin
embargo fue un año dulce y fácil comparado con primero y segundo. Se había
acabado el miedo cerval, el miedo del ciervo, nunca mejor aplicado el término
de ese miedo confuso y callado solamente manejable con los recursos propios tan
pequeños y tan grandes a la vez.
Aparecieron como juegos
pirotécnicos, de golpe y deslumbrantes e inesperados los nombres mágicos: “propedéutica”,
“semiología”, “nosología”, “clínica”, “táctica”, “adiestramiento”… y no sólo
los nombres sino su aplicación en el cadáver, en el perro, en el humano.
Se dice que los estudiantes de
derecho deben empezar a litigar y a pisar los tribunales desde su tercer año de
carrera si quieren ser buenos abogados. Estoy de acuerdo. El aprendizaje real,
el que se va a aplicar comenzó ese año para mí pero creo que las materias
básicas de los dos primeros años, aunque uno luego ya no las recuerde fueron
fundamentales para entender al menos el vocabulario que ha de usarse; ciertos
principios científicos (aunque la medicina no es una ciencia) y la forja del
carácter del futuro médico (el maestro Kumate dijo alguna vez que lo menos que se
podía esperar de quien hiciera y terminara la carrera de medicina era el manejo
de tres mil nuevas palabras) (al terminar la secundaria un adolescente anda por
las mil).
Eso de que la medicina no es
una ciencia bien vale dedicarle unos renglones pues puede parecer raro que yo,
que soy un enamorado de mi profesión, diga eso máxime que mi tipo es bastante
adecuado para inspirar confianza en el ejercicio de ella (aunque también lo
pudo haber sido para triunfar en los ruedos).
Ciencia es la física, la química,
las matemáticas y otras más pero la medicina es un arte científico, o sea un
arte que echa mano de la ciencia. Tendemos
a confundir los avances tecnológicos con los científicos. También la
tecnología tiene mucho de arte y lo pone al servicio de la ciencia.
Me enteré hace poco por boca
de Jorge Islas, querido compañero quien es ahora eminente neurólogo y
neurofisiólogo clínico, contando además con uno de los poquísimos doctorados
que hay en México en Ciencias Biomédicas, que en la vejez se reduce la
capacidad del hemisferio cerebral izquierdo; el juicioso el razonador; no de
todo el cerebro, incrementándose la del hemisferio derecho; el artístico. ¡Que
bueno que así sea! Para los que cultivamos el arte de la medicina es una
magnífica noticia y… además… ahora entiendo por qué toco mejor la guitarra y me
salen peor las cuentas.
Esto de mi profesión es un
tema que mucho me agrada y me enorgullece, pero debo contar una humilde anécdota
muy interesante al respecto.
Hace ya muchos años me estaba afeitando y escuchando desde el baño la
televisión encendida en el cuarto. Se estaba entrevistando a uno de los
premiados ese año con el premio nacional de ciencia y tecnología y el entrevistado
estaba diciendo:
----Mi profesión es la más
hermosa del mundo
Médico, seguro, me dije.
---- Tiene que ver con la
salud.
Más seguro que es médico.
---- Con la alimentación.
Mmmh… bueno, sí ¿por qué no?
---- Con la energía.
¡Ah chingao!, bueno, con la
que proporciona la salud.
----Con el transporte.
¡Ah cabrón!... y que me asomo
a ver.
Era un viejo de suetercito y
bigote tipo Einstein que al asomarme yo y como si supiera que lo estaba viendo,
me espetó, sonriente:
---- ¡Soy Ingeniero
Hidráulico!
…. Y que me sobreviene por
primera vez en la vida un ataque de humildad.
He contado varias veces esta
anécdota recibiendo comentarios diferentes pero el mejor y único que me consoló
fue el de mi querido socio, Dr. Ernesto Natera, muchos años más joven que yo
quien dijo (textualmente):
---- Bueno… sí… pero para
poder hacer todo lo que dice que sabe hacer; ese buey primero tiene que estar
sano.
El maestro que brilló con luz
propia e incomparable en el firmamento del tercer año fue Píndaro Martinez
Elizondo. Se paró ante el pizarrón, dibujó la pared del abdomen de un modo
esquemático: el ombligo era un punto en el centro, las costillas dos líneas
arqueadas por arriba y las ingles dos rayas inclinadas por abajo y luego, sobre
de él pintó un gato. No buey, no un gato de verdad; un gato de esos de poner
una X ó una O. Arriba escribió: “hipocondrio derecho”, “epigastrio”,
“hipocondrio izquierdo”. En el medio escribió: “flanco derecho”, “mesogastrio”,
“flanco izquierdo” y abajo puso; “fosa ilíaca derecha”, “hipogastrio”, “fosa
ilíaca izquierda”. Ese día me sentí médico y ya habiendo aprendido a lograr
sonidos por percusión con los dedos; el primer día de franquicia por la noche le
platiqué a la novia mi nuevo y deslumbrante conocimiento intentando demostrarle
las regiones y sus sonidos en vivo, a lo cual se negó.
Sobre ese dibujo. Sobre esa
alfombra mágica se desarrolló la mayor parte de mi profesión antes de hacerme
oftalmólogo. Desde ese día hasta ocho años después en que terminé la carrera y
cuatro años de residencia hospitalaria palpé, comprimí, descomprimí, percutí,
ausculté, abrí y cerré innumerables veces esa superficie que Píndaro me enseñó
a reconocer por vez primera
Nunca me cansaré de recordar a
ese maestro joven que hacía pocos años había terminado su residencia
hospitalaria y que iniciaba sus pasos como reumatólogo (especialidad poco
conocida en aquel entonces) además de ser el flamante director médico de los
laboratorios Geigy los cuales se orientaban mucho hacia los productos
destinados a las enfermedades reumáticas.
Tenía además un excelente
sentido del humor, espíritu de servicio, fantasía y desprendimiento (hacía
falta desprendimiento para entregarme un artículo inédito “Fenilbutazona en la
Fiebre Reumática” para serle publicado en nuestra revista escolar apenas
iniciada unos meses antes)
Fue el médico preferido por mi
madre durante muchos años y me han dicho que aún vive y que hasta da consulta.
Dios quiera y llegue esto a
sus manos querido maestro.
Antes de comenzar a escribir
este libro mi compañero y gran amigo Ramiro García Reyes me sugirió que
publicara algo en forma de cartas y me parece gran idea.
Como ya nos vamos conociendo te voy a escribir de
esa manera ¿vale?
Si crees que ya por estar en
tercer año todos los maestros eran especialistas chingones, estás jodid@ .
Uno de los peores que tuve me
dio anatomía ya no descriptiva como la de primer año sino regional,
pomposamente nombrada en los papeles oficiales como “Primer curso de Patología
Propedéutica Clínica Médica y Quirúrgica (Anatomía Aplicada Teoría y Práctica)”
¿le agarraste? ¿entendiste bien? ¿verdad que ni madre?.
Quien la daba gozaba del
dudoso prestigio se haber sido el médico del escuadrón 201 en la segunda guerra mundial. Se decía
neumólogo y sus preguntas eran más o menos así:
---- Si usted introduce una
aguja de tejer por el borde inferior de la quinta costilla derecha a cuatro y
medio dedos de la línea media ¿qué estructuras anatómicas va tocando en su
recorrido hasta salir por la pared posterior del tórax?
---- (Putísima madre)… pues el
pulmón derecho maestro y los músculos y piel de adelante y de atrás y… y… la
pleura.
No compañero había que hablar
de la pleura parietal y la visceral y el espacio pleural virtual y un chingo de
nervios, vasos y linfáticos y la orilla del mediastino con todos sus misterios
escondidos en grasa… (recuerdo la maravillosa descripción de Marguerite
Yourcenar en “Opus Nigrum” cuando se refiere al corazón como ese gran pájaro rojo
en su jaula oscura) y… ¿cuáles fascículos de cuáles músculos?… y sus
aponeurosis o fascias y la madre que los parió a todos, junto con el maestro.
La locura, porque además no
nos había enseñado nada ni nos había dado temas de estudio. Eso sí, nos puso de
cuatro en cuatro a escribir un libro de anatomía ¿lo puedes creer?
Para variar yo me había
comprado para esa materia los tres enormes tomos de la Anatomía Topográfica de
Testut (eran otros; no los cuatro tomos de la descriptiva del mismo autor en
primer año) pues ya desde entonces tenía la mala costumbre de creer que muchos
libros y caros me iban a hacer saber más. Todavía hace unos años fui a España
nada más para comprar dos guitarras flamencas de poca madre creyendo que con
ellas iba a poder tocar como un virtuoso… y sin pánico escénico.
Estas compras del Testut de
primer y luego de tercer año fueron innecesarias pues no eran el texto
adecuado. En primer año eran los modestos tres libros de Quiróz, en existencia
en la biblioteca de la Escuela y en tercero nunca supe que hubiera texto alguno,
más que la loca fantasía del Dr. Blanco Cancino.
Este asunto merece dos últimas
anécdotas:
Cuando recién era apenas
oyente de primer año y le pedí a papá ochocientos pesos (en 1955) para el
Testut que había descubierto en una librería de libros usados en la avenida
Hidalgo, echó mano a la cartera diciendo que eso era más que todo lo que había
él gastado en sus estudios y que habría que ver que hacía yo con tanto dinero
en “un solo libro”.
Papá estudió los tres años de
rigor en la escuela de su pueblo y con sólo eso triunfó plenamente en la vida.
Fue, eso sí, un lector de grandes alturas.
La segunda anécdota es que
éste médico de marras siete años después me echó a perder un promedio anual de
diez perfecto como médico residente de tercer año en el Hospital Central
Militar. Resulta que él no le ponía diez “más que a Dios” según sus palabras.
Habiendo pasado por su servicio haciéndolo todo sin tacha; llevé además a cabo
un trabajo de investigación que hubiera valido por si sólo un doctorado. Consistía
éste en hacer biopsia de masa pre escalénica (tomar muestra de unos ganglios
linfáticos del pecho escondidos entre ciertos músculos, unos de ellos llamados
“escalenos” (por parecerse al triángulo del mismo nombre) y dejar ahí un tubito
de plástico que días después se sacaba para que el líquido acumulado en su interior
fuera sometido a examen con objeto de hacer diagnóstico diferencial entre tuberculosis
e histoplasmosis en pacientes en quienes existía la duda pues la simple imagen
radiológica no era concluyente. Aún no había pruebas diagnósticas finas
indirectas al respecto y la confusión podía ser de malas consecuencias.
Este bello trabajo me fue
sugerido y complementado por quien fue ese año jefe de residentes y luego
exitoso neumólogo y presidente de la academia nacional de medicina ¿ó de cirugía?
Mi querido y respetado Porfirio Cervantes Pérez quien cursaba el tercer año
cuando fui pelón y siempre fue un caballero y verdadero amigo.
Para hacer estas biopsias
entraba yo al quirófano sin nadie a mi lado y con anestesia local hacía la
pequeña cirugía poco antes de la hora de cenar.
Una de esas tardes me perdí en
los planos porque empezó a sangrar más de lo habitual. Cuando me di cuenta ya mis
botas de trapo comenzaban a chacualear en la sangre del piso. Creí que iba a
penetrar al tórax y sentí pánico pues pedir ayuda y sangre significaba el
ridículo y un bajón tremendo en calificaciones de las cuales peleábamos décimas
de punto para poder quedarnos un año más en el Hospital.
Logré terminar todo bien esa
tarde. Pero al final de cuentas y sin saber nadie de mis penurias lo que no
logré fue el diez porque ese jefe de servicio me puso un nueve que era lo
máximo que le ponía a un ser humano (¡si no se estaba calificando a dioses, carajo!).
Ese año subí a residente de
cuarto año con el primer lugar pero con promedio de nueve punto nueve por culpa
de ese general que quiso ser mi maestro y mi jefe de servicio y sólo fue uno
más de aquellos que me enseñaron lo que yo no quería ser.
Sin embargo voy a contar algo
grato de él y que sí me dejó una enseñanza para toda la vida.
Una vez me preguntó la técnica
para hacer una punción pleural (puncionar el tórax para sacar líquido de la
pleura). Cuando ya llevaba buen rato diciendo los pasos a seguir y él
contestando: “antes”, “antes”, “antes” llegó el momento en que le dije que no
alcanzaba a entender cual paso me faltaba, a lo cual me contestó con una
sonrisa:
---- Antes que nada, “doctor”,
se sienta usted y se pone cómodo.
Luego supe que su chamba en el
medio civil era en la embajada de los Estados Unidos y consistía en ver
radiografías y más radiografías de tórax sentado, por supuesto.