"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

miércoles, 10 de enero de 2018

Alma de Mayor (Parte 27)

Otro de los riesgos que corrí en la tal carrera por los primeros lugares fue el de ser criticado por practicar la hipnosis.

     Ya mi esclavitud era relativa pues podía darme espacios no de hueva, pero sí de trabajo creativo y original.

     Había fracasado estrepitosamente en el intento de hipnotizar a mi mujer.

     Ya Thaida había nacido de un modo convencional, pero yo no me resigné y la sala de partos fue mi teatro hipnológico durante una corta temporada en que, como no se cobraba la entrada (a diferencia de las funciones del famoso profesor Alba), con frecuencia se dejaban caer curiosos y mal intencionados colegas para verme trabajar.

     Curiosos que acababan por convencerse de que yo era un bicho raro, original e inclasificable que oficiaba junto a una mujer hipnotizada en trabajo de parto quien iba contestando a mis preguntas especificando el sexo del producto, la posición de la placenta y del cordón umbilical antes aún de que la cabecita coronase.

     Apenas ésta coronaba y se vislumbraban (¡qué emoción!) los húmedos cabellitos de la criatura en la vulva entreabierta, dejaba el parto ya totalmente en manos del interno respectivo pues mi intención no era chacalearle partos a nadie, sino hacer un estudio de auto endoscopía bajo hipnosis que, aunque muy prometedor, nunca cubrió suficientes casos como para tener valor estadístico.

     Años después eso quedó ampliamente resuelto con el ultrasonido a partir del quinto mes del embarazo, pero en 1963 era absolutamente fascinante y tan, pero tan enloquecedor, que daba miedo y los maestros se negaban a darme todo su apoyo.

     El maestro Zertuche me dijo, a mi paso por la sala de oftalmología, cuando le propuse tratar glaucomas solamente con hipnosis, sin medicamentos, seguro de obtener pupilas pequeñas, presiones intraoculares bajas y campos visuales estables con pura sugerencia post hipnótica de larga duración: “ni se te ocurra”. Es más, “ni hables del asunto” si quieres conservar tu prestigio de médico serio.

     En el glaucoma, así como en el embarazo, el asunto ya es fácil y tanto, que muchísimos casos de glaucoma se controlan satisfactoriamente aplicándose nada más que una gotita en los ojos por la noche. Pero en aquel año la idea era fascinante y sobrecogedora (al menos para mí).

     La industria farmacéutica y la de aparatos de diagnóstico resolvió esos asuntos de acuerdo a nuestra época y no conforme a las ideas de aquel genial Mesmer, quien hace ya un cuarto de milenio, habiendo desarrollado algo sumamente chingón, acabó desprestigiándolo al llegar a atender a sus pacientes envuelto en una bata morada, brillante, en penumbras misteriosas y haciendo que se asieran de tubos metálicos introducidos en una tina de agua supuestamente magnetizada o ionizada o no sé que madres; logrando trances espectaculares parecidos a los obtenidos por algunos grupos anglo americanos que reciben ‘lenguas’ mientras caen de espaldas o grupos afro americanos de vudú y de candombé.

     Eso a nivel científico tiene poca cabida.

     La hipnosis clínica, que es algo maravilloso y sumamente inquietante, no ha podido ser incorporada al método científico por no poder ser repetible siempre con los mismos resultados y en manos de cualquiera. A lo más que ha llegado es a ser practicada, en áreas médicas ajenas a la psiquiatría (y de un modo ciertamente disimulado), en el parto psico profiláctico, en que la parturienta, abrazada por su maridito hace ejercicios respiratorios de ‘sí se puede’, ‘sí se puede’ y que muchas veces acaban (como decía mi hermano Ángel) en partos ‘psico cesariáticos’ conforme a su experiencia en el nacimiento de sus hijos en que también abrazaba a Ilse y respiraba al unísono con ella hasta acabar agotado dejando la solución del asunto al parto convencional y de ser necesario, al fórceps o al bisturí.

     A pesar de sustos como el de la aguja rota, mi promedio al finalizar 1963 era perfecto. Un promedio de diez nunca se había visto en el Hospital Central Militar en el tercer año; último en que un médico ‘residente’ era calificado.

     Me faltaba pasar por la calificación que rompía con estas esperanzas y que era la de Blanco Cancino en la sala de Neumología.

     Este hombre nunca ponía dieces. Según él, sólo Dios merecía un diez de su parte.
    
     Aunque, como ya dije, nunca fui caza dieces, ese año  estaba dispuesto a que en mi trabajo se reflejara la Calidad tal y como la concibo y describí ya en estas páginas. Ni un ápice menos de la perfección si es que estaba en mi mano lograrlo.

     Preparé el terreno estudiando la personalidad de quien me podía destruir el diez perfecto y a buscar orientación de mi jefe de residentes, Porfirio Cervantes Pérez, quien iba para neumólogo y que sabría proponer algo muy notable que yo pudiera hacer al respecto.
    
     Ricardo Blanco Cancino había sido, de Mayor, el médico destinado a ir a Filipinas con el Escuadrón 201 en la Segunda Guerra Mundial.

     Siendo yo co-director de la Revista de la Escuela Médico Militar, junto con Sergio Mendoza Hernández, le había pedido y publicado sus memorias en dos números consecutivos de dicha revista unos pocos años antes, siendo estudiante y, llevando en aquel tiempo su materia de Anatomía Topográfica, con el examen final le había entregado un libro hecho de recortes, de fotos y de dibujos relacionados con la materia.

   Mi jefe de residentes me propuso, y llevé a cabo al paso de mis tres meses por Neumología, un trabajo de investigación original, serio y meticuloso sobre diagnóstico diferencial entre tuberculosis e histoplasmosis pulmonares, pero no nada más de revisión de artículos o expedientes, sino en un grupo significativo de pacientes en quienes cada tarde practicaba biopsia de ganglios del tórax.

     Le trabajé bien, le moví la sala, le facilité las cosas, lo respeté, nunca le fallé.
    
     Me puso nueve punto nueve.

     No obtuve el ansiado diez y me tuve que conformar, al terminar el año, con un nueve punto noventa y nueve, nueve, nueve, que por más que mis ansias lo querían transformar en un diez …era imposible.

     Pinche vanidad y ego desaforado …pero así era mi personalidad y la de todos los subresidentes que aspiraban a manejar el trasatlántico de un modo especial y distinguido.

     Como quiera que haya sido, fui felicitado por mis superiores haciéndoseme saber que había obtenido un promedio histórico y que pasaba, con el primer lugar, a ocupar uno de los tres puestos de ‘residente’ de cuarto año a partir de enero de 1964.

     Me lo comunicaron saliendo de una larga y difícil cirugía.

     Todo lo que se me ocurrió fue subir a mi cuarto, acostarme en posición fetal y estremecerme de gozo.

     El aviso del nuevo estatus se acostumbraba dar a fines de noviembre y se tomaba posesión de él a fines de diciembre. A mí se me dio el mismo día en que otra noticia no nada más me conmovió a mí sino al resto del mundo: el asesinato del presidente Kennedy. Ambas me llegaron casi al mismo tiempo, pero naturalmente la relacionada conmigo fue la que más me conmovió, sosteniendo así de un modo indudable aquel famoso axioma del existencialismo que me gusta (no del existencialismo ateo, triste y tenebroso), de Ortega y Gasset que dice: “yo soy yo; y mis circunstancias”.

     Por más que uno aparente ser entregado y apostólico, el deber hacia uno mismo y el amor propio son el motor que nos mueve, dígase lo que se diga …y que bueno que así sea.

     Yo tuve, durante estos años que estoy narrando, oportunidades múltiples de ver los estragos que causa el descuido de uno mismo, desde el niño sin dedos por habérselos masticado y comido, hasta el suicida  que deja tras de sí una cauda de dolor, contaminación y más suicidios entre la familia; pasando por la mujer abnegada que deja tras de ella un chingo de tuberculosos a los que contagió por andar besuqueando a medio mundo sin haberse atendido primero debidamente. hasta aquel babos@ que anda transmitiendo y/o adquiriendo enfermedades de transmisión sexual a lo idiota.

     …La famosa “humildad” …palabra tan traída para arriba y para abajo y tan mal comprendida. Palabra que viene de “humus”, la capa del planeta que pisamos. Estoy seguro de que la palabra “humildad” fue acuñada por un gran sabio (desconocido, como tantos y tantos de los mejores: los inventores de palabras) que nos quiso decir: “mira hijo, ser humilde es conocerte a ti mismo, saber de lo que eres capaz y luchar  por lograrlo. Es tener los pies en la tierra y la cabeza en el cielo”.

     Es fácil reconocer a la gente humilde. No tiene que ver con dinero ni orígen, con raza ni con credo, con educación o con ignorancia.

     La gente humilde es ‘musgosa y celeste’.
    
     Es por lo tanto muy natural que ese veintidós de noviembre de mil novecientos sesenta y tres me invadiera el gozo a pesar de la muerte tan llorada de John F. Kennedy.

     Ahora sí que en esas circunstancias cualquiera diría como Susan Hayward en su memorable película: …“mañana lloraré”.

     No todos los compañeros que no recibieron el galardón de ser residentes de cuarto año lloraron. A unos les valía madre, otros encontraron rápido consuelo en otras actividades. Un compañero hubo, quien fue mi pareja en una de las salas de cirugía de mujeres, que nunca se interesó por esta carrera por los primeros lugares, tan neurótica y desgastante. Era bien galán y años más tarde me lo encontré, impecablemente uniformado  galardonado y satisfecho, ostentando el flamante puesto de director de la Escuela Militar de Enfermeras.

     …Habían puesto a ‘la Iglesia en manos de Lutero’.


     Yo tuve mis “que veres” con estas lindas criaturas, pero si quieres enterarte tendrás que pasar a leer lo que sigue.

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