Otro de los riesgos que corrí en
la tal carrera por los primeros lugares fue el de ser criticado por practicar
la hipnosis.
Ya mi esclavitud era relativa pues podía
darme espacios no de hueva, pero sí de trabajo creativo y original.
Había fracasado estrepitosamente en el
intento de hipnotizar a mi mujer.
Ya Thaida había nacido de un modo
convencional, pero yo no me resigné y la sala de partos fue mi teatro
hipnológico durante una corta temporada en que, como no se cobraba la entrada
(a diferencia de las funciones del famoso profesor Alba), con frecuencia se
dejaban caer curiosos y mal intencionados colegas para verme trabajar.
Curiosos que acababan por convencerse de
que yo era un bicho raro, original e inclasificable que oficiaba junto a una
mujer hipnotizada en trabajo de parto quien iba contestando a mis preguntas
especificando el sexo del producto, la posición de la placenta y del cordón
umbilical antes aún de que la cabecita coronase.
Apenas ésta coronaba y se vislumbraban
(¡qué emoción!) los húmedos cabellitos de la criatura en la vulva entreabierta,
dejaba el parto ya totalmente en manos del interno respectivo pues mi intención
no era chacalearle partos a nadie, sino hacer un estudio de auto endoscopía
bajo hipnosis que, aunque muy prometedor, nunca cubrió suficientes casos como
para tener valor estadístico.
Años después eso quedó ampliamente
resuelto con el ultrasonido a partir del quinto mes del embarazo, pero en 1963
era absolutamente fascinante y tan, pero tan enloquecedor, que daba miedo y los
maestros se negaban a darme todo su apoyo.
El maestro Zertuche me dijo, a mi paso por
la sala de oftalmología, cuando le propuse tratar glaucomas solamente con
hipnosis, sin medicamentos, seguro de obtener pupilas pequeñas, presiones
intraoculares bajas y campos visuales estables con pura sugerencia post
hipnótica de larga duración: “ni se te ocurra”. Es más, “ni hables del asunto”
si quieres conservar tu prestigio de médico serio.
En el glaucoma, así como en el embarazo,
el asunto ya es fácil y tanto, que muchísimos casos de glaucoma se controlan
satisfactoriamente aplicándose nada más que una gotita en los ojos por la
noche. Pero en aquel año la idea era fascinante y sobrecogedora (al menos para
mí).
La industria farmacéutica y la de aparatos
de diagnóstico resolvió esos asuntos de acuerdo a nuestra época y no conforme a
las ideas de aquel genial Mesmer, quien hace ya un cuarto de milenio, habiendo
desarrollado algo sumamente chingón, acabó desprestigiándolo al llegar a
atender a sus pacientes envuelto en una bata morada, brillante, en penumbras
misteriosas y haciendo que se asieran de tubos metálicos introducidos en una
tina de agua supuestamente magnetizada o ionizada o no sé que madres; logrando
trances espectaculares parecidos a los obtenidos por algunos grupos anglo
americanos que reciben ‘lenguas’ mientras caen de espaldas o grupos afro
americanos de vudú y de candombé.
Eso a nivel científico tiene poca cabida.
La hipnosis clínica, que es algo
maravilloso y sumamente inquietante, no ha podido ser incorporada al método
científico por no poder ser repetible siempre con los mismos resultados y en
manos de cualquiera. A lo más que ha llegado es a ser practicada, en áreas
médicas ajenas a la psiquiatría (y de un modo ciertamente disimulado), en el
parto psico profiláctico, en que la parturienta, abrazada por su maridito hace
ejercicios respiratorios de ‘sí se puede’, ‘sí se puede’ y que muchas veces
acaban (como decía mi hermano Ángel) en partos ‘psico cesariáticos’ conforme a
su experiencia en el nacimiento de sus hijos en que también abrazaba a Ilse y
respiraba al unísono con ella hasta acabar agotado dejando la solución del
asunto al parto convencional y de ser necesario, al fórceps o al bisturí.
A pesar de sustos como el de la aguja rota,
mi promedio al finalizar 1963 era perfecto. Un promedio de diez nunca se había
visto en el Hospital Central Militar en el tercer año; último en que un médico ‘residente’
era calificado.
Me faltaba pasar por la calificación que
rompía con estas esperanzas y que era la de Blanco Cancino en la sala de
Neumología.
Este hombre nunca ponía dieces. Según él,
sólo Dios merecía un diez de su parte.
Aunque, como ya dije, nunca fui caza
dieces, ese año estaba dispuesto a que
en mi trabajo se reflejara la Calidad tal y como la concibo y describí ya en
estas páginas. Ni un ápice menos de la perfección si es que estaba en mi mano
lograrlo.
Preparé el terreno estudiando la
personalidad de quien me podía destruir el diez perfecto y a buscar orientación
de mi jefe de residentes, Porfirio Cervantes Pérez, quien iba para neumólogo y
que sabría proponer algo muy notable que yo pudiera hacer al respecto.
Ricardo Blanco Cancino había sido, de
Mayor, el médico destinado a ir a Filipinas con el Escuadrón 201 en la Segunda Guerra
Mundial.
Siendo yo co-director de la Revista de la
Escuela Médico Militar, junto con Sergio Mendoza Hernández, le había pedido y
publicado sus memorias en dos números consecutivos de dicha revista unos pocos
años antes, siendo estudiante y, llevando en aquel tiempo su materia de
Anatomía Topográfica, con el examen final le había entregado un libro hecho de
recortes, de fotos y de dibujos relacionados con la materia.
Mi jefe de residentes me propuso, y llevé a cabo al paso de mis tres
meses por Neumología, un trabajo de investigación original, serio y meticuloso
sobre diagnóstico diferencial entre tuberculosis e histoplasmosis pulmonares,
pero no nada más de revisión de artículos o expedientes, sino en un grupo
significativo de pacientes en quienes cada tarde practicaba biopsia de ganglios
del tórax.
Le trabajé bien, le moví la sala, le
facilité las cosas, lo respeté, nunca le fallé.
Me puso nueve punto nueve.
No obtuve el ansiado diez y me tuve que
conformar, al terminar el año, con un nueve punto noventa y nueve, nueve,
nueve, que por más que mis ansias lo querían transformar en un diez …era
imposible.
Pinche vanidad y ego desaforado …pero así
era mi personalidad y la de todos los subresidentes que aspiraban a manejar el
trasatlántico de un modo especial y distinguido.
Como quiera que haya sido, fui felicitado
por mis superiores haciéndoseme saber que había obtenido un promedio histórico
y que pasaba, con el primer lugar, a ocupar uno de los tres puestos de ‘residente’
de cuarto año a partir de enero de 1964.
Me lo comunicaron saliendo de una larga y
difícil cirugía.
Todo lo que se me ocurrió fue subir a mi
cuarto, acostarme en posición fetal y estremecerme de gozo.
El aviso del nuevo estatus se acostumbraba
dar a fines de noviembre y se tomaba posesión de él a fines de diciembre. A mí
se me dio el mismo día en que otra noticia no nada más me conmovió a mí sino al
resto del mundo: el asesinato del presidente Kennedy. Ambas me llegaron casi al
mismo tiempo, pero naturalmente la relacionada conmigo fue la que más me
conmovió, sosteniendo así de un modo indudable aquel famoso axioma del
existencialismo que me gusta (no del existencialismo ateo, triste y tenebroso),
de Ortega y Gasset que dice: “yo soy yo; y mis circunstancias”.
Por más que uno aparente ser entregado y
apostólico, el deber hacia uno mismo y el amor propio son el motor que nos
mueve, dígase lo que se diga …y que bueno que así sea.
Yo tuve, durante estos años que estoy
narrando, oportunidades múltiples de ver los estragos que causa el descuido de
uno mismo, desde el niño sin dedos por habérselos masticado y comido, hasta el
suicida que deja tras de sí una cauda de
dolor, contaminación y más suicidios entre la familia; pasando por la mujer
abnegada que deja tras de ella un chingo de tuberculosos a los que contagió por
andar besuqueando a medio mundo sin haberse atendido primero debidamente. hasta
aquel babos@ que anda transmitiendo y/o adquiriendo enfermedades de transmisión
sexual a lo idiota.
…La famosa “humildad” …palabra tan traída
para arriba y para abajo y tan mal comprendida. Palabra que viene de “humus”,
la capa del planeta que pisamos. Estoy seguro de que la palabra “humildad” fue
acuñada por un gran sabio (desconocido, como tantos y tantos de los mejores:
los inventores de palabras) que nos quiso decir: “mira hijo, ser humilde es
conocerte a ti mismo, saber de lo que eres capaz y luchar por lograrlo. Es tener los pies en la tierra
y la cabeza en el cielo”.
Es fácil reconocer a la gente humilde. No
tiene que ver con dinero ni orígen, con raza ni con credo, con educación o con
ignorancia.
La gente humilde es ‘musgosa y celeste’.
Es por lo tanto muy natural que ese
veintidós de noviembre de mil novecientos sesenta y tres me invadiera el gozo a
pesar de la muerte tan llorada de John F. Kennedy.
Ahora sí que en esas circunstancias
cualquiera diría como Susan Hayward en su memorable película: …“mañana
lloraré”.
No todos los compañeros que no recibieron
el galardón de ser residentes de cuarto año lloraron. A unos les valía madre,
otros encontraron rápido consuelo en otras actividades. Un compañero hubo,
quien fue mi pareja en una de las salas de cirugía de mujeres, que nunca se
interesó por esta carrera por los primeros lugares, tan neurótica y
desgastante. Era bien galán y años más tarde me lo encontré, impecablemente
uniformado galardonado y satisfecho,
ostentando el flamante puesto de director de la Escuela Militar de Enfermeras.
…Habían puesto a ‘la Iglesia en manos de
Lutero’.
Yo tuve mis “que veres” con estas lindas
criaturas, pero si quieres enterarte tendrás que pasar a leer lo que sigue.
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