"El propósito del arte no es una quintaesencia intelectual, rarificada
sino la vida, la brillante e intensa vida."

Alain - Arias Misson

viernes, 19 de enero de 2018

Alma de Mayor (Parte 28)

E L  C U A R T O  A Ñ O

(La Residencia)


     A principios de diciembre me llevaron a una dependencia de la Secretaría de Salubridad y me hicieron firmar unos papeles. Así se hacían las cosas, como con mis padres, nada de explicaciones, nada de andar preguntando.

     Me entregaron cinco blocks alargados con hojitas verdosas que llevaban impreso el escudo nacional y papel copia entre una y otra …¡Qué a toda madre! ¡Qué distinción! ...eran recetarios de narcóticos.

     Me sentía cada vez más importante. Eran los recetarios para ser usados en mis guardias en las que, al autorizar las operaciones del día siguiente, se anexaba a cada autorización la receta para el “demerol” que se administraba como medicación pre anestésica a todo paciente que iba a pasar por quirófano.

     Aunque todavía en aquellos y muchos años después  había cajas con ampolletas de morfina sueltas y sin control en algunos departamentos radiológicos, por ser usado este producto en ciertas técnicas con medio de contraste, y había por algunas salas cajas llenas de muestras médicas con múltiples pastillas psicotrópicas, nadie se drogaba.

     La drogadicción todavía no era azote. La gente muy jodida fumaba marihuana; los chinos tenían fumaderos de opio y casi todo el mundo le entraba al tabaco, pero nada más.

     Sin embargo en nuestro hospital se llevaba un control preoperatorio estricto, con recetario oficial que cada uno de los tres ‘residentes’ de cuarto año utilizaba a la hora de autorizar las operaciones del día siguiente. Firmaba cada autorización y cada receta después de cuidadosa reflexión.

     Precisamente mi primer día como ‘residente’ de cuarto año me sucedió algo digno de contarse y que tuvo que ver con este procedimiento.

     Me senté, lleno de sano orgullo, ante el escritorio lleno de solicitudes de operación. Todas las salas: seis por piso, de los seis pisos del hospital, excepto las pocas áreas dedicadas a otros menesteres, enviaban varias solicitudes para que se les designase quirófano y horario el día siguiente.

     En cada solicitud figuraban, además de los datos de identificación pertinente, el tipo de operación y el tiempo probable de duración.

     Eran muchas las solicitudes pues mi hospital era sumamente quirúrgico y orientado hacia casos agudos mucho más que a crónicos.

     En el cuarto piso el ‘residente’ de cuarto año que cubría la guardia de ese día (era una guardia cada tres días y por eso se les llamaba guardias ‘ABC’) daba salida y solución a este complicado asunto en un cuartito cercano a la central de esterilización y a la gran sala central de operaciones que ostentaba incluso miradores para los cirujanos visitantes de otros países.

     Era un área solemne y sagrada.

     Yo me hallaba entregado a mi trabajo, auxiliado por una enfermera y una circulante, cuando se empezaron a escuchar grititos y risas femeninas …¿Qué podrá ser? ...¿cómo podrá esto estar sucediendo?

     En pocos minutos el asunto empeoró y le pedí a la circulante que fuera a enterarse de la causa de tan penoso asunto y a señalar mi molestia y reprobación. A los pocos minutos de un silencio relativo, aderezado con risas apagadas, volvió el jaleo, por lo que volví a enviar aviso y órdenes de silencio absoluto ya que “estábamos en el Santa Sanctorum” del hospital,  etc., etc.

     Después de unos segundos de silencio y risitas, una voz de mujer se elevó y gritó: ¡Que me echen al gachupín!

     Sentí que me pasaba un trailer por encima. Me levanté enojado pero preocupado y sin tenerlas todas conmigo. Me encaminé hasta el teatro donde se estaba representando aquella función y que era ni más ni menos que el cuarto donde se envolvía cuidadosamente todo el material y equipo estéril que se iba a utilizar en las muchas operaciones del día siguiente. ¿Cómo era posible?, me preguntaba. Abrí la puerta con un leve temblor en las rodillas y lo primero que vi fueron dos bonitas piernas de mujer enfundadas en medias blancas, pero sin zapatos, que se balanceaban rítmicamente desde lo alto de un armario. Luego vi enfermeras en diferentes  posturas y actitudes que departían alegremente rodeando una gran mesa que, en vez de estar cubierta de algodones, gasas y paños estériles diversos, mostraba en la supuesta impoluta, sin mácula y sagrada superficie vasos de cartón y algunas botellas de sidra.

     ¡En la madre mi general! Era veinticuatro de diciembre, Nochebuena …y yo no me acordaba.

     Me invadió una mezcla de sensaciones raras: cariño, culpa, enojo y miedo. No sabía qué hacer, si sumarme al jolgorio, abrazarlas y besarlas, o fusilarlas a todas. De pronto me llegó, fuerte y luminosa una escena de mis años de cadete: un jefe arrestando a un oficial por no saber controlar a su personal. Así lo hice: pregunté por la de mayor grado, que era una capitán segundo y le dije muy serio: “preséntese de inmediato con el oficial de cuartel arrestada por no saber controlar a su personal”.

     Silencio total; luego, ya desde mi escritorio, empecé a escuchar llantos apagados.

     Después de comer mi jefe de ‘residentes’ me pidió hablar conmigo en su cuarto ¡magnífica costumbre esa del ejército de tratar los asuntos serios y personales en privado y no en presencia de subalternos! Ya ahí me hizo ver que la enfermera arrestada iba a presentar en fecha no muy lejana su examen de promoción para ser ascendida y que con mi boleta de arresto no lo iba a lograr. El estaba bien enterado pues estaba casado con una enfermera.

     Le pedí su opinión y me sugirió que ella cumpliera un arresto de veinticuatro horas adentro del hospital, pero que el asunto no fuera oficial, o sea: “que la boleta no pasara al expediente”. Acepté. Así se hizo y desde entonces mi vida con las enfermeras durante ese  año fue de trato respetuoso lleno de colaboración mutua eficiente y leal. No hubo más retos sentimentales ese año. Sólo  algunas miradas intensas (nada enojosas) por arriba de los cubre bocas en algunas operaciones.

     Solamente recuerdo una madrugada en que una enfermera y yo chocamos. Recibí una lección y merece platicarse:

     Solicité que me prepararan una sala de operaciones con urgencia y la jefa del quirófano se tardó en los preparativos  algo más de lo que yo esperaba, por lo que la amonesté severa y excesivamente.

     Al terminar la cirugía me solicitó unos momentos de atención . Era bien parecida, madre y soltera, como buena mujer culta e inteligente. Estudiaba griego y latín pues leía a los clásicos en su lengua original. Me hizo ver que era una persona mayor que yo, con hijos que sacar adelante, por lo que su trabajo como enfermera no era el único; que tenía que doblar turnos; que su futuro era penoso y limitado; que yo era un joven exitoso con toda la vida por delante. Que me pedía respetuosamente tomar estas cosas en consideración al continuar nuestro trato. Y me lo dijo con tal sencillez que me conmovió. Nunca olvidé la lección, aunque confieso que muchas veces en mi vida me ha traicionado ese gen de intolerancia árabe que tanto hace sufrir a quienes me tratan; y que luego, pasado el acalore, también me hace sufrir a mí.

     Llevo toda una vida luchando por dominarlo y hacerlo desaparecer pero, no lo he logrado del todo.

      Claro está que cuadros de intolerancia dentro de un contexto de amor, de servicio, complementados con actos amorosos, sí se valen pues …¿Qué no es la intolerancia por sí misma un cierto síntoma de amor? ¿Qué no es la indiferencia o el exceso de tolerancia y el cariño empalagoso una manifestación plena de desamor y, en casos de etnias en pugna, un acto de racismo profundo más peligroso en el fondo que una sana y saludable intolerancia con signos y manifestaciones claras de propuesta y solución?

     Mucho me hacen pensar estas manifestaciones propias del carácter duro, siempre en aparente lucha con el amoroso.

     Déjenme platicarles algunos de los recuerdos al respecto de personalidades difíciles, pero con mando que me han perseguido toda la vida:

     El jefe de Neurocirugía del hospital era un general sumamente rico. Tenía un Corvette verde deportivo del año y una casa impresionante en Las Lomas. Siendo yo su ‘residente’ me hizo acompañarlo a no recuerdo dónde. Ibamos volando en su coche por una gran avenida y de pronto frenó haciendo chirriar las llantas y quedando medio oblicuo no muy cerca de la banqueta. Se bajó del auto, corrió y se metió en una panadería, salió con una bolsa de pan dulce, se la dio a un niño pobre, se subió al coche y emprendió raudo la marcha. Este general, que hacía tropelía y media en el hospital y a quien nadie se atrevía a enfrentársele ¿era un santo? ¿era un demonio? o ¿simplemente un loco bipolar exitoso?

     Otro caso: el de aquel archimillonario que en sus empresas era sumamente exigente de que todo mundo portarse el gafete. En una ocasión, dentro del elevador, rodeado de sus súbditos, vio subir a un pobre infeliz sin el suyo, por lo cual lo increpó preguntándole:

     ---- ¿A dónde chingados trae usted su gafete, mi amigo?

     ---- En la bolsa del pantalón …Don Emilio.

     ---- ¡Muy bonito! ¡junto a los huevos!

     ---- No Don Emilio, junto a los huevos no.

     ---- ¿Cómo de que no?

     ---- No Don Emilio, porque los huevos los traigo ahorita en el pescuezo.

     Aquel amo y señor, que dentro de sus intolerancias era grande, pero generoso y sensible ante la originalidad inteligente, soltó la carcajada, se quitó el reloj Rolex y se lo regaló al empleado diciéndole:

     ---- Toma …eres un vaciado.

     Los lunes, desde hace ya una larga temporada, desayunamos juntos un grupo representativo de tres tribus mexicanas de gran abolengo: ‘Sotelochtecas’, ‘Piedroztecas’ y ‘Navaltecas’.

     Los primeros provienen de las cumbres de las Lomas de Sotelo sitas en el Distrito Federal, donde se ubica la Escuela Médico Militar; los segundos se acercan desde Popotla, barrio de Tacuba donde campeaba sus glorias antiguamente el Heroico Colegio Militar antes de cambiar sus instalaciones a San Pedro Mártir, y los terceros se desplazan desde el golfo de Veracruz, donde hicieron sus estudios en la doblemente heróica Escuela Naval de Veracruz.

     ¿Qué hacen en hermandad egresados de la Escuela Naval, del Colegio Militar y de la Escuela Médico Militar; miembros de tribus tan gloriosas y supuestamente contendientes?

     ¿Por qué se reúnen a departir amistosamente si años ha, cuando eran cadetes, se miraban de soslayo y no se reconocían mérito alguno, ensalzando y ponderando cada uno los atributos de su tribu por encima de las demás, no sólo en gallardía desfilando el dieciséis de septiembre, sino en los elevados méritos que cada una tenía (y tiene) en el ejercicio de su servicio a la patria?

     Entre estos elementos tribales ya viejos, pero selectos y contentos, (contenidos felizmente en si mismos; conforme yo entiendo el término), hay de todo, desde altísimos directores de escuelas navales y militares diversas hasta fundadores y directivos de grandes centros hospitalarios privados dentro del medio civil, pasando por jefaturas de servicio, almirantazgo de buques de guerra, cátedras diversas y encumbradas, así como también, ¿por qué no? ...practicantes de hobbies fascinantes (que también en esto hay distinción y señorío; ¡cómo de que no!).

     Estos desayunos superan a mi modo de ver aquellos que hace años me llamaban mucho la atención de un grupo que se autonombraba “Los Pergaminos”.

     Estos se reunían periódicamente en el Sanborn’s de Plaza Universidad, donde yo desayunaba eventualmente con un hermano, también selecto ciudadano, arquitecto egresado del Tecnológico de Monterrey: mi querido Raúl, cuarto hermano de la dinastía López Rodríguez (yo fui el tercero) y por aquellos tiempos Jefe de la Oficina de Información del Opus Dei en México.

     Raúl sabía mucho de personalidades y entes sociales. Desayunando, desde lejos, me decía: mira ese es el ingeniero fulano, o el periodista fulano o tal familiar de tal personaje; pero el más notorio para mí era un gran viejo llamado Rafael Moreno Valle, quien había sido Gobernador de Puebla, Secretario de Salubridad, senador, director de escuelas y hospitales, pero sobre todo …que era médico militar en situación de retiro y que debió de haberme dado clases de ortopedia, ya que figuraba como el titular de la cátedra cuando llevé la materia, pero a quien nunca le vi el pelo (como era casi la regla entre aquellos maestros tan encumbrados) hasta que fui pasante del Sanatorio Durango, donde manejaba la ortopedia con una consulta cuya cola salía hasta la calle de Sonora ¡de veras! cuando el Durango todavía no tenía el gran edificio de la esquina de las avenidas Sonora y Durango.

     Los recuerdo departiendo felices a todos, y mi concepto de lo que podía ser la buena vejez quedó siempre impregnado por el recuerdo de ‘los pergaminos’ desayunando juntos.

     Ahora esa realidad la poseo y la disfruto. Es uno de los placeres y premios que da una vida bien vivida.

     Ya nada es demasiado importante, pero todos somos muy importantes. Compartimos vivencias, humor, tomaduras de pelo, noticias, alegrías y preocupaciones en un contexto de salud mental, armonía y agradecimiento a la vida que nunca tuve de niño ni de joven ni de adulto.

     Quiero llegar con todo esto a la reflexión de que: la “ley de la vuelta a la normalidad” es cierta. De que todo lo turbio y angustioso de la vida toma su justa dimensión, siempre que la edad no nos transforme en viejos sangrantes.

     Las dudas e inquietudes que me atormentaron han desaparecido y ahora las comparto sensatamente con quienes quieran y sepan escucharlas.

     Escribiré de alguna de ellas como muestra de lo que la edad resuelve:

     Cuando era yo médico muy joven, precisamente en aquellos primeros años con el grado de Mayor M. C., con un hospital sobre mis hombros una tarde y una noche de cada tres, había empezado a circular un librito titulado ‘Sois una Bendición de Dios’, el cual consistía en una recopilación de frases del Papa Pío XII dirigidas a todos los médicos del mundo en diferentes alocuciones.

     Todo era bonito y gratificante, excepto una parte que me ponía los pelos de punta: sostenía que en la incertidumbre de tener que salvar a la madre o al niño en un alumbramiento, tenía preferencia el bebé …siempre …de todas …todas, ya que él no había hecho uso de la voluntad, como lo había hecho la madre en el momento de la concepción.

     ---- Don Eugenio Paccelli ¡que madriza me acomodó usted!

     Me hizo alejarme de la Obstetricia como se alejan los gatos del agua o los lobos del fuego. Jamás ejercería, ya una vez practicando mi libre profesión, un asunto tan delicado.

     Tal vez tenga que agradecérselo, pues la Oftalmología me pareció tersa y transparente en ese espinoso asunto de los conflictos de conciencia, y los pensamientos de usted me ayudaron a tomar decisiones en cuanto a la selección de mi especialidad.

     Pero durante los cuatro años en que ‘a huevo’ tenía que hacerle a todo, no dejaron de presentárseme asuntos de conciencia como el de aquel niño herido por arma de fuego cuyo padre no me pidió, sino que me ordenó, que no se le pasara sangre al muchacho por ningún motivo debido a sus creencias religiosas. Que prefería verlo muerto, pero sabedor de su alma en el cielo, que vivo sin esperanzas de goce eterno.

     En aquella ocasión (como en otras parecidas) no discutí, metí al niño aquella tarde al quirófano para cerrarle tremendo boquete que traía en el hígado, causado por una “45” disparada accidentalmente contra él en una reyerta de mayores.

     No había modo de cerrar el agujerazo (las ‘45’ hacían grandes boquetes, pero les tenía menos miedo que a las ‘22’ …luego les cuento) y ya relleno aquel espacio de “gel foam”, al acercar los labios de la herida el tejido hepático se desgarraba con la sutura como si fuera pulpa de mamey y se hacía mayor la brecha. La operación se prolongaba y en eso estaba cuando el muchacho se empezó a morir por la enorme pérdida de sangre. Su equilibrio hemodinámico y de oxigenación de tejidos nobles ya no respondía al engaño de estarlo manteniendo puramente con suero intravenoso que le metíamos a chorro y a presión bombeándolo con una perilla de baumanómetro conectada al frasco de vidrio. 

     En aquel tiempo no teníamos sustitutos para la sangre monda y lironda, así es que, finalmente, le pase sangre a escondidas. Toda la necesaria.

     Ni el padre ni el niño ni la familia se enteraron. Nunca tuvieron que pensar en la pérdida de las mansiones celestiales para este pequeño por haberla recibido. El único que se conflictuó fui yo llegando incluso a temer por mi vida si su padre, aquel militar de alto rango armado, serio y ominoso; profundo creyente y militante religioso a su manera, se enteraba (aunque tal vez desde el fondo de su corazón mientras yo operaba él rezaba y la pedía a Dios ser secretamente desobedecido).

     Mucho ha avanzado la medicina en eso de no poder quitar partes de un cuerpo ni añadir otras por motivos religiosos …pero a principios de los sesenta no contábamos más que con nuestro criterio, valor y absoluta confianza en el equipo humano que nos rodeaba y del que a veces éramos discípulos respetuosos y a veces maestros inspiradores.

     ¡Cuántas crisis de conciencia profesional no se ventilan en los tribunales! ¡Cuántos colegas no han muerto infartados o se han suicidado o han quedado en la pobreza a causa de demandas en que tan sólo se siguieron los dictados de su conciencia, sin interés alguno ni negligencia, sino desinterés y exceso de celo!

     Las balas de calibre ‘22’ ó ‘25’ no paran en seco a nadie, como las ‘38’ o ‘45’, pero son como avispas.

     Uno de los casos de más lenta y prolongada recuperación que tuve después de una operación fue el de un joven quien, yendo de cacería con unos amigos se le cayó de la mano su rifle calibre ‘22’ al brincar un barbecho. Cayó él al suelo y el rifle también, disparándose cuando el venía cayendo. La bala le entró por arriba de una clavícula y le salió por la nalga del otro lado después de zigzaguear por tórax, abdomen y pelvis como una pelota de ping pong lanzada con fuerza contra las paredes de un túnel. No fue sólo el número de órganos lesionados y reconstruidos, sino la cantidad de vísceras que hubo que manipular para que no se me fuera a pasar ni un agujero, ni un desgarro sin reparar.

     Un caso similar de post operatorio bronco y largo fue el de una joven que operé y el caso fue así:

     Llegó toda espantada a urgencias una tarde diciendo que, al tomarse la temperatura por el ano se le había ido el termómetro y ya no lo había podido sacar. Le tomamos placas y efectivamente, ahí estaba el termómetro. Se veía la ampolla de mercurio rota y el metaloide esparcido. No se podía esperar tranquilamente a que lo defecara uno o dos o tres días después.

     Ya operando, en el intestino no aparecía el pinche termómetro, ni en el grueso ni en el delgado. Manipulé cuidadosamente ocho metros de víscera hueca …y nada.

     ¿Saben donde estaba? …¡pues en la vejiga!

     ¡Si yo ya sabía! ¡qué pendejo! desde que llevé esa materia que hablaba de psicopatología sexual femenina, que una mujer que se metía algo por el meato urinario frotando el clítoris no era nada del otro mundo! ¡Que hubo casos de sacar víboras de la vejiga! ¡Que algunos de estos casos dieron lugar a mitos de magia negra en que se les daba vida en la imaginación a serpientes y lagartijas creyendo que nacían del vientre de mujeres endemoniadas que parían a satanás!


     Pero mi falta de sentido mágico y el dominio del científico me hizo fallar ¡¿por qué no le ordené una radiografía de perfil?! ...mi hemisferio cerebral derecho, el artístico, el poético, el mágico se atarugó y dejó que el izquierdo, el cuadradote, el matemático, el tradicional, el de la ciencia rígida dirigiera mi criterio, y aquella casi niña pasó una larga temporada en recuperación hasta que su intestino empezó a salir de la parálisis provocada por tanta manipulación. El vientre dejó de estar distendido hasta casi reventar la gran herida en pared abdominal, y en la vejiga curó esa pequeña incisión que debió de haber sido casi la única en practicársele si yo, residente de cuarto año: don chingón y don pendejo, hubiera tenido más poesía, más sexualidad y más años encima …más sentido mágico …que también la experiencia es magia, sentimiento y poesía.

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