E L C U A R T O
A Ñ O
(La Residencia)
A principios de diciembre me llevaron a
una dependencia de la Secretaría de Salubridad y me hicieron firmar unos
papeles. Así se hacían las cosas, como con mis padres, nada de explicaciones,
nada de andar preguntando.
Me entregaron cinco blocks alargados con
hojitas verdosas que llevaban impreso el escudo nacional y papel copia entre una
y otra …¡Qué a toda madre! ¡Qué distinción! ...eran recetarios de narcóticos.
Me sentía cada vez más importante. Eran
los recetarios para ser usados en mis guardias en las que, al autorizar las
operaciones del día siguiente, se anexaba a cada autorización la receta para el
“demerol” que se administraba como medicación pre anestésica a todo paciente
que iba a pasar por quirófano.
Aunque todavía en aquellos y muchos años después
había cajas con ampolletas de morfina
sueltas y sin control en algunos departamentos radiológicos, por ser usado este
producto en ciertas técnicas con medio de contraste, y había por algunas salas
cajas llenas de muestras médicas con múltiples pastillas psicotrópicas, nadie
se drogaba.
La drogadicción todavía no era azote. La
gente muy jodida fumaba marihuana; los chinos tenían fumaderos de opio y casi
todo el mundo le entraba al tabaco, pero nada más.
Sin embargo en nuestro hospital se llevaba
un control preoperatorio estricto, con recetario oficial que cada uno de los
tres ‘residentes’ de cuarto año utilizaba a la hora de autorizar las
operaciones del día siguiente. Firmaba cada autorización y cada receta después
de cuidadosa reflexión.
Precisamente mi primer día como ‘residente’
de cuarto año me sucedió algo digno de contarse y que tuvo que ver con este
procedimiento.
Me senté, lleno de sano orgullo, ante el
escritorio lleno de solicitudes de operación. Todas las salas: seis por piso,
de los seis pisos del hospital, excepto las pocas áreas dedicadas a otros
menesteres, enviaban varias solicitudes para que se les designase quirófano y
horario el día siguiente.
En cada solicitud figuraban, además de los
datos de identificación pertinente, el tipo de operación y el tiempo probable
de duración.
Eran muchas las solicitudes pues mi
hospital era sumamente quirúrgico y orientado hacia casos agudos mucho más que
a crónicos.
En el cuarto piso el ‘residente’ de cuarto
año que cubría la guardia de ese día (era una guardia cada tres días y por eso
se les llamaba guardias ‘ABC’) daba salida y solución a este complicado asunto
en un cuartito cercano a la central de esterilización y a la gran sala central
de operaciones que ostentaba incluso miradores para los cirujanos visitantes de
otros países.
Era un área solemne y sagrada.
Yo me hallaba entregado a mi trabajo,
auxiliado por una enfermera y una circulante, cuando se empezaron a escuchar
grititos y risas femeninas …¿Qué podrá ser? ...¿cómo podrá esto estar
sucediendo?
En pocos minutos el asunto empeoró y le
pedí a la circulante que fuera a enterarse de la causa de tan penoso asunto y a
señalar mi molestia y reprobación. A los pocos minutos de un silencio relativo,
aderezado con risas apagadas, volvió el jaleo, por lo que volví a enviar aviso
y órdenes de silencio absoluto ya que “estábamos en el Santa Sanctorum” del
hospital, etc., etc.
Después de unos segundos de silencio y
risitas, una voz de mujer se elevó y gritó: ¡Que me echen al gachupín!
Sentí que me pasaba un trailer por encima.
Me levanté enojado pero preocupado y sin tenerlas todas conmigo. Me encaminé
hasta el teatro donde se estaba representando aquella función y que era ni más
ni menos que el cuarto donde se envolvía cuidadosamente todo el material y equipo
estéril que se iba a utilizar en las muchas operaciones del día siguiente. ¿Cómo
era posible?, me preguntaba. Abrí la puerta con un leve temblor en las rodillas
y lo primero que vi fueron dos bonitas piernas de mujer enfundadas en medias
blancas, pero sin zapatos, que se balanceaban rítmicamente desde lo alto de un
armario. Luego vi enfermeras en diferentes
posturas y actitudes que departían alegremente rodeando una gran mesa
que, en vez de estar cubierta de algodones, gasas y paños estériles diversos,
mostraba en la supuesta impoluta, sin mácula y sagrada superficie vasos de
cartón y algunas botellas de sidra.
¡En la madre mi general! Era veinticuatro
de diciembre, Nochebuena …y yo no me acordaba.
Me invadió una mezcla de sensaciones raras:
cariño, culpa, enojo y miedo. No sabía qué hacer, si sumarme al jolgorio,
abrazarlas y besarlas, o fusilarlas a todas. De pronto me llegó, fuerte y
luminosa una escena de mis años de cadete: un jefe arrestando a un oficial por
no saber controlar a su personal. Así lo hice: pregunté por la de mayor grado,
que era una capitán segundo y le dije muy serio: “preséntese de inmediato con
el oficial de cuartel arrestada por no saber controlar a su personal”.
Silencio total; luego, ya desde mi
escritorio, empecé a escuchar llantos apagados.
Después de comer mi jefe de ‘residentes’
me pidió hablar conmigo en su cuarto ¡magnífica costumbre esa del ejército de
tratar los asuntos serios y personales en privado y no en presencia de
subalternos! Ya ahí me hizo ver que la enfermera arrestada iba a presentar en
fecha no muy lejana su examen de promoción para ser ascendida y que con mi
boleta de arresto no lo iba a lograr. El estaba bien enterado pues estaba
casado con una enfermera.
Le pedí su opinión y me sugirió que ella
cumpliera un arresto de veinticuatro horas adentro del hospital, pero que el
asunto no fuera oficial, o sea: “que la boleta no pasara al expediente”.
Acepté. Así se hizo y desde entonces mi vida con las enfermeras durante
ese año fue de trato respetuoso lleno de
colaboración mutua eficiente y leal. No hubo más retos sentimentales ese año.
Sólo algunas miradas intensas (nada
enojosas) por arriba de los cubre bocas en algunas operaciones.
Solamente recuerdo una madrugada en que
una enfermera y yo chocamos. Recibí una lección y merece platicarse:
Solicité que me prepararan una sala de
operaciones con urgencia y la jefa del quirófano se tardó en los
preparativos algo más de lo que yo
esperaba, por lo que la amonesté severa y excesivamente.
Al terminar la cirugía me solicitó unos
momentos de atención . Era bien parecida, madre y soltera, como buena mujer
culta e inteligente. Estudiaba griego y latín pues leía a los clásicos en su
lengua original. Me hizo ver que era una persona mayor que yo, con hijos que
sacar adelante, por lo que su trabajo como enfermera no era el único; que tenía
que doblar turnos; que su futuro era penoso y limitado; que yo era un joven
exitoso con toda la vida por delante. Que me pedía respetuosamente tomar estas
cosas en consideración al continuar nuestro trato. Y me lo dijo con tal
sencillez que me conmovió. Nunca olvidé la lección, aunque confieso que muchas
veces en mi vida me ha traicionado ese gen de intolerancia árabe que tanto hace
sufrir a quienes me tratan; y que luego, pasado el acalore, también me hace
sufrir a mí.
Llevo toda una vida luchando por dominarlo
y hacerlo desaparecer pero, no lo he logrado del todo.
Claro está que cuadros de intolerancia
dentro de un contexto de amor, de servicio, complementados con actos amorosos,
sí se valen pues …¿Qué no es la intolerancia por sí misma un cierto síntoma de
amor? ¿Qué no es la indiferencia o el exceso de tolerancia y el cariño
empalagoso una manifestación plena de desamor y, en casos de etnias en pugna,
un acto de racismo profundo más peligroso en el fondo que una sana y saludable
intolerancia con signos y manifestaciones claras de propuesta y solución?
Mucho me hacen pensar estas
manifestaciones propias del carácter duro, siempre en aparente lucha con el
amoroso.
Déjenme platicarles algunos de los
recuerdos al respecto de personalidades difíciles, pero con mando que me han
perseguido toda la vida:
El jefe de Neurocirugía del hospital era
un general sumamente rico. Tenía un Corvette verde deportivo del año y una casa
impresionante en Las Lomas. Siendo yo su ‘residente’ me hizo acompañarlo a no
recuerdo dónde. Ibamos volando en su coche por una gran avenida y de pronto
frenó haciendo chirriar las llantas y quedando medio oblicuo no muy cerca de la
banqueta. Se bajó del auto, corrió y se metió en una panadería, salió con una
bolsa de pan dulce, se la dio a un niño pobre, se subió al coche y emprendió
raudo la marcha. Este general, que hacía tropelía y media en el hospital y a
quien nadie se atrevía a enfrentársele ¿era un santo? ¿era un demonio? o
¿simplemente un loco bipolar exitoso?
Otro caso: el de aquel archimillonario que
en sus empresas era sumamente exigente de que todo mundo portarse el gafete. En
una ocasión, dentro del elevador, rodeado de sus súbditos, vio subir a un pobre
infeliz sin el suyo, por lo cual lo increpó preguntándole:
---- ¿A dónde chingados trae usted su
gafete, mi amigo?
---- En la bolsa del pantalón …Don Emilio.
---- ¡Muy bonito! ¡junto a los huevos!
---- No Don Emilio, junto a los huevos no.
---- ¿Cómo de que no?
---- No Don Emilio, porque los huevos los
traigo ahorita en el pescuezo.
Aquel amo y señor, que dentro de sus
intolerancias era grande, pero generoso y sensible ante la originalidad
inteligente, soltó la carcajada, se quitó el reloj Rolex y se lo regaló al
empleado diciéndole:
---- Toma …eres un vaciado.
Los lunes, desde hace ya una larga
temporada, desayunamos juntos un grupo representativo de tres tribus mexicanas
de gran abolengo: ‘Sotelochtecas’, ‘Piedroztecas’ y ‘Navaltecas’.
Los primeros provienen de las cumbres de
las Lomas de Sotelo sitas en el Distrito Federal, donde se ubica la Escuela
Médico Militar; los segundos se acercan desde Popotla, barrio de Tacuba donde
campeaba sus glorias antiguamente el Heroico Colegio Militar antes de cambiar
sus instalaciones a San Pedro Mártir, y los terceros se desplazan desde el
golfo de Veracruz, donde hicieron sus estudios en la doblemente heróica Escuela
Naval de Veracruz.
¿Qué hacen en hermandad egresados de la
Escuela Naval, del Colegio Militar y de la Escuela Médico Militar; miembros de
tribus tan gloriosas y supuestamente contendientes?
¿Por qué se reúnen a departir amistosamente
si años ha, cuando eran cadetes, se miraban de soslayo y no se reconocían
mérito alguno, ensalzando y ponderando cada uno los atributos de su tribu por
encima de las demás, no sólo en gallardía desfilando el dieciséis de septiembre,
sino en los elevados méritos que cada una tenía (y tiene) en el ejercicio de su
servicio a la patria?
Entre estos elementos tribales ya viejos,
pero selectos y contentos, (contenidos felizmente en si mismos; conforme yo
entiendo el término), hay de todo, desde altísimos directores de escuelas
navales y militares diversas hasta fundadores y directivos de grandes centros
hospitalarios privados dentro del medio civil, pasando por jefaturas de
servicio, almirantazgo de buques de guerra, cátedras diversas y encumbradas,
así como también, ¿por qué no? ...practicantes de hobbies fascinantes (que
también en esto hay distinción y señorío; ¡cómo de que no!).
Estos desayunos superan a mi modo de ver
aquellos que hace años me llamaban mucho la atención de un grupo que se
autonombraba “Los Pergaminos”.
Estos se reunían periódicamente en el
Sanborn’s de Plaza Universidad, donde yo desayunaba eventualmente con un
hermano, también selecto ciudadano, arquitecto egresado del Tecnológico de
Monterrey: mi querido Raúl, cuarto hermano de la dinastía López Rodríguez (yo
fui el tercero) y por aquellos tiempos Jefe de la Oficina de Información del
Opus Dei en México.
Raúl sabía mucho de personalidades y entes
sociales. Desayunando, desde lejos, me decía: mira ese es el ingeniero fulano,
o el periodista fulano o tal familiar de tal personaje; pero el más notorio
para mí era un gran viejo llamado Rafael Moreno Valle, quien había sido Gobernador
de Puebla, Secretario de Salubridad, senador, director de escuelas y hospitales,
pero sobre todo …que era médico militar en situación de retiro y que debió de
haberme dado clases de ortopedia, ya que figuraba como el titular de la cátedra
cuando llevé la materia, pero a quien nunca le vi el pelo (como era casi la
regla entre aquellos maestros tan encumbrados) hasta que fui pasante del
Sanatorio Durango, donde manejaba la ortopedia con una consulta cuya cola salía
hasta la calle de Sonora ¡de veras! cuando el Durango todavía no tenía el gran
edificio de la esquina de las avenidas Sonora y Durango.
Los recuerdo departiendo felices a todos,
y mi concepto de lo que podía ser la buena vejez quedó siempre impregnado por
el recuerdo de ‘los pergaminos’ desayunando juntos.
Ahora esa realidad la poseo y la disfruto.
Es uno de los placeres y premios que da una vida bien vivida.
Ya nada es demasiado importante, pero
todos somos muy importantes. Compartimos vivencias, humor, tomaduras de pelo,
noticias, alegrías y preocupaciones en un contexto de salud mental, armonía y
agradecimiento a la vida que nunca tuve de niño ni de joven ni de adulto.
Quiero llegar con todo esto a la reflexión
de que: la “ley de la vuelta a la normalidad” es cierta. De que todo lo turbio
y angustioso de la vida toma su justa dimensión, siempre que la edad no nos
transforme en viejos sangrantes.
Las dudas e inquietudes que me
atormentaron han desaparecido y ahora las comparto sensatamente con quienes
quieran y sepan escucharlas.
Escribiré de alguna de ellas como muestra
de lo que la edad resuelve:
Cuando era yo médico muy joven,
precisamente en aquellos primeros años con el grado de Mayor M. C., con un
hospital sobre mis hombros una tarde y una noche de cada tres, había empezado a
circular un librito titulado ‘Sois una Bendición de Dios’, el cual consistía en
una recopilación de frases del Papa Pío XII dirigidas a todos los médicos del
mundo en diferentes alocuciones.
Todo era bonito y gratificante, excepto
una parte que me ponía los pelos de punta: sostenía que en la incertidumbre de
tener que salvar a la madre o al niño en un alumbramiento, tenía preferencia el
bebé …siempre …de todas …todas, ya que él no había hecho uso de la voluntad,
como lo había hecho la madre en el momento de la concepción.
---- Don Eugenio Paccelli ¡que madriza me
acomodó usted!
Me hizo alejarme de la Obstetricia como se
alejan los gatos del agua o los lobos del fuego. Jamás ejercería, ya una vez
practicando mi libre profesión, un asunto tan delicado.
Tal vez tenga que agradecérselo, pues la
Oftalmología me pareció tersa y transparente en ese espinoso asunto de los
conflictos de conciencia, y los pensamientos de usted me ayudaron a tomar
decisiones en cuanto a la selección de mi especialidad.
Pero durante los cuatro años en que ‘a huevo’
tenía que hacerle a todo, no dejaron de presentárseme asuntos de conciencia
como el de aquel niño herido por arma de fuego cuyo padre no me pidió, sino que
me ordenó, que no se le pasara sangre al muchacho por ningún motivo debido a
sus creencias religiosas. Que prefería verlo muerto, pero sabedor de su alma en
el cielo, que vivo sin esperanzas de goce eterno.
En aquella ocasión (como en otras
parecidas) no discutí, metí al niño aquella tarde al quirófano para cerrarle
tremendo boquete que traía en el hígado, causado por una “45” disparada
accidentalmente contra él en una reyerta de mayores.
No había modo de cerrar el agujerazo (las
‘45’ hacían grandes boquetes, pero les tenía menos miedo que a las ‘22’ …luego
les cuento) y ya relleno aquel espacio de “gel foam”, al acercar los labios de
la herida el tejido hepático se desgarraba con la sutura como si fuera pulpa de
mamey y se hacía mayor la brecha. La operación se prolongaba y en eso estaba
cuando el muchacho se empezó a morir por la enorme pérdida de sangre. Su
equilibrio hemodinámico y de oxigenación de tejidos nobles ya no respondía al
engaño de estarlo manteniendo puramente con suero intravenoso que le metíamos a
chorro y a presión bombeándolo con una perilla de baumanómetro conectada al frasco
de vidrio.
En aquel tiempo no teníamos sustitutos
para la sangre monda y lironda, así es que, finalmente, le pase sangre a
escondidas. Toda la necesaria.
Ni el padre ni el niño ni la familia se
enteraron. Nunca tuvieron que pensar en la pérdida de las mansiones celestiales
para este pequeño por haberla recibido. El único que se conflictuó fui yo
llegando incluso a temer por mi vida si su padre, aquel militar de alto rango
armado, serio y ominoso; profundo creyente y militante religioso a su manera,
se enteraba (aunque tal vez desde el fondo de su corazón mientras yo operaba él
rezaba y la pedía a Dios ser secretamente desobedecido).
Mucho ha avanzado la medicina en eso de no
poder quitar partes de un cuerpo ni añadir otras por motivos religiosos …pero a
principios de los sesenta no contábamos más que con nuestro criterio, valor y
absoluta confianza en el equipo humano que nos rodeaba y del que a veces éramos
discípulos respetuosos y a veces maestros inspiradores.
¡Cuántas crisis de conciencia profesional
no se ventilan en los tribunales! ¡Cuántos colegas no han muerto infartados o
se han suicidado o han quedado en la pobreza a causa de demandas en que tan
sólo se siguieron los dictados de su conciencia, sin interés alguno ni negligencia,
sino desinterés y exceso de celo!
Las balas de calibre ‘22’ ó ‘25’ no paran
en seco a nadie, como las ‘38’ o ‘45’, pero son como avispas.
Uno de los casos de más lenta y prolongada
recuperación que tuve después de una operación fue el de un joven quien, yendo
de cacería con unos amigos se le cayó de la mano su rifle calibre ‘22’ al
brincar un barbecho. Cayó él al suelo y el rifle también, disparándose cuando
el venía cayendo. La bala le entró por arriba de una clavícula y le salió por la
nalga del otro lado después de zigzaguear por tórax, abdomen y pelvis como una
pelota de ping pong lanzada con fuerza contra las paredes de un túnel. No fue
sólo el número de órganos lesionados y reconstruidos, sino la cantidad de
vísceras que hubo que manipular para que no se me fuera a pasar ni un agujero,
ni un desgarro sin reparar.
Un caso similar de post operatorio bronco
y largo fue el de una joven que operé y el caso fue así:
Llegó toda espantada a urgencias una tarde
diciendo que, al tomarse la temperatura por el ano se le había ido el
termómetro y ya no lo había podido sacar. Le tomamos placas y efectivamente,
ahí estaba el termómetro. Se veía la ampolla de mercurio rota y el metaloide
esparcido. No se podía esperar tranquilamente a que lo defecara uno o dos o
tres días después.
Ya operando, en el intestino no aparecía
el pinche termómetro, ni en el grueso ni en el delgado. Manipulé cuidadosamente
ocho metros de víscera hueca …y nada.
¿Saben donde estaba? …¡pues en la vejiga!
¡Si yo ya sabía! ¡qué pendejo! desde que
llevé esa materia que hablaba de psicopatología sexual femenina, que una mujer
que se metía algo por el meato urinario frotando el clítoris no era nada del
otro mundo! ¡Que hubo casos de sacar víboras de la vejiga! ¡Que algunos de
estos casos dieron lugar a mitos de magia negra en que se les daba vida en la
imaginación a serpientes y lagartijas creyendo que nacían del vientre de
mujeres endemoniadas que parían a satanás!
Pero mi falta de sentido mágico y el
dominio del científico me hizo fallar ¡¿por qué no le ordené una radiografía de
perfil?! ...mi hemisferio cerebral derecho, el artístico, el poético, el mágico
se atarugó y dejó que el izquierdo, el cuadradote, el matemático, el
tradicional, el de la ciencia rígida dirigiera mi criterio, y aquella casi niña
pasó una larga temporada en recuperación hasta que su intestino empezó a salir
de la parálisis provocada por tanta manipulación. El vientre dejó de estar
distendido hasta casi reventar la gran herida en pared abdominal, y en la
vejiga curó esa pequeña incisión que debió de haber sido casi la única en
practicársele si yo, residente de cuarto año: don chingón y don pendejo,
hubiera tenido más poesía, más sexualidad y más años encima …más sentido mágico
…que también la experiencia es magia, sentimiento y poesía.
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